Antes de que papá se marchara a pescar, la casa rebosaba actividad. Aunque se fuera a primera hora de la mañana o de madrugada, con los bancos de peces y las mareas, mamá solía cocinarle la comida para que se la pudiera llevar. Gabe escudriñaba su habitación por si se olvidaba la cuchilla de afeitar y Finn y yo nos agarrábamos a sus piernas, nos metíamos en su bolsa o nos poníamos a enredar en la cocina con mamá. El día que se fueron los dos, la que cocinaba era yo, mientras Gabe comprobaba que mamá tenía la bolsa preparada y Finn estaba de morros porque nos quedábamos solos.
Esa mañana, el día de las Carreras de Escorpio, siento que la que se va soy yo. Finn está como loco comprobando que no me dejo nada y Gabe saca lustre a mis botas mientras yo me recojo el pelo en una coleta. Me cuesta creer que haya llegado el momento. Nos lo tomamos con calma: durante toda la mañana se suceden carreras más breves y menos peligrosas, por lo que no tendré que estar en la playa hasta primera hora de la tarde. Recuerdo que tengo que coger dinero de la lata de galletas por si debo comprarle algo para comer a Dove. Con los dedos toco la fría base de la lata. No nos queda nada.
Es una especie de recordatorio de por qué voy a participar en la carrera. Siento que los nervios me recorren la espalda.
Cuando finalmente me dispongo a marcharme, Finn me dice que me traerá la comida más tarde —aunque en este momento me siento incapaz de comer nada en todo el día, porque mi barriga es un nido de serpientes, lo que es un incordio para hacer bien la digestión— y Gabe me acompaña hasta la entrada.
—Puck —me dice—, no lo hagas.
Se inclina sobre la valla y observa cómo paso la cincha por detrás de la silla de montar de Dove. Se parece mucho a papá bajo aquella luz, porque no ha dormido mucho últimamente y tiene bolsas debajo de los ojos. Empieza a parecer un pescador de verdad, porque todos tienen surcos en el rabillo del ojo.
—Creo que es un poco tarde para echarme atrás —lo miro por encima de la grupa de Dove—. Si me das otra alternativa para salvar la casa, te aseguro que me quedo aquí.
—¿Y tan mal estaría dejar esta casa?
—A mí me gusta. Me recuerda a mamá y a papá. Y, además, ni siquiera es por la casa. ¿Sabes qué será lo primero que desaparecerá si nos quedamos sin casa? Dove. No puedo ni… —tengo que callarme y concentrarme en frotar una mancha de la silla.
—No es más que un caballo. No me mires así, ya sé que la quieres. Pero puedes vivir sin ella, puedes buscarte un trabajo, yo os mandaré dinero y todo irá bien.
Entierro los dedos en las crines de Dove.
—No, las cosas no irán bien. No quiero conformarme con tener un trabajo y apañármelas de cualquier manera. Quiero tener a Dove a mi lado y espacio para respirar, y no quiero que Finn tenga que trabajar en el molino. No me apetece vivir en Skarmouth, en una lata de sardinas, y que Finn tenga que vivir en otra lata de sardinas diferente a la mía, haciéndose mayor lejos de mí.
—Entonces el año que viene habré ahorrado lo suficiente para que los dos os vengáis al continente conmigo. Allí los trabajos son mejores.
—Tampoco quiero irme al continente ni quiero tener un trabajo mejor. ¿Es que no lo entiendes? Aquí soy feliz. ¡No todo el mundo quiere marcharse! Aquí es donde quiero estar. Si pudiera tener a Dove y un lugar que me pertenezca, además de un saco de judías secas, me daría por satisfecha.
Gabriel se queda mirando al suelo e intenta decir algo, igual que cuando hablaba con papá y no le gustaba que éste lo presionara demasiado.
—¿Y vale la pena dejarse la vida por eso?
—Sí.
Toquetea una astilla que ha quedado suelta en una de las tablas.
—No has dudado ni un momento.
—No necesito hacerlo. Te propongo otra cosa: yo no participo en la carrera y tú no te marchas —pero sé, mientras lo digo, que se negará y que yo participaré de todos modos.
—Puck —murmura—, no puedo…
—Bueno —continúo, mientras abro la puerta del jardín y guío a Dove hacia el exterior—, pues ya lo ves.
Pero no estoy enfadada. Siento aquella punzada de siempre, pero ya no hay lugar para la sorpresa. Tengo la sensación de haber sabido desde pequeña que se iba a marchar, pero que había elegido borrar ese pensamiento de la cabeza. Creo que Gabe también sabía desde que empezamos a hablar que no conseguiría apartarnos ni a mí ni a Dove de la playa. Simplemente era necesario que los dos mantuviéramos aquella conversación. Al pasar junto a él, Gabe me detiene. Dove se para de buena gana mientras mi hermano me da un abrazo, sin decirme nada. Me rodea con los brazos como antes, cuando los seis años de diferencia entre nosotros eran como el cauce de un río que nos separaba y nos colocaba en dos distantes riberas. A un lado estaba yo, una niña, y al otro él, ya casi un adulto.
—Te echaré de menos —le digo a su jersey. Por una vez, Gabe no huele a pescado. Huele al heno que estuvo mezclando para mí la noche anterior y al humo de la pira funeraria.
—Siento haber complicado tanto las cosas —murmura—. Tendría que haber confiado más en vosotros.
Ojalá nos lo hubiera dicho antes, cuando estaba triste y asustado. Pero no importa; acepto las disculpas.
Gabe me deja marchar.
—Iré a ver si ya están repartiendo las mantas de colores para la carrera —me mira—. Ahora mismo eres igualita a mamá.