Después de soltar a la yegua de Tommy Falk, me uno al grupo de asistentes al funeral. A la luz de las llamas, es difícil distinguir las caras. Veo a Gabriel Connolly y a Finn Connolly, pero no encuentro a Puck por ninguna parte.
Le pregunto a Finn —que tiene esa postura suya de espantapájaros— si ha venido Puck con ellos y me responde que «pues claro», pero no añade nada más. Me adentro en el grupo, preguntando a todos si la han visto, sabiendo perfectamente que al hacerlo estoy gritando a los cuatro vientos lo que siento por ella. Nadie tienen ni idea de dónde está.
La carrera es mañana y he hecho lo que me correspondía por Tommy Falk. Ahora debería volver a Malvern Yard, pero me siento vacío al saber que Puck está aquí y que no he podido verla. Necesito encontrarla, y esa sensación me inquieta.
Me quedo unos momentos en las rocas, pensando en dónde podría estar, hasta que empiezo a subir por el camino del acantilado. La tierra es de un color más oscuro en este punto, pero aquí, más cerca del cielo, la tarde todavía tiene los tonos azules y rojizos del ocaso. Es de noche en todo Thisby menos en este punto, donde el sol del atardecer se apaga poco a poco, lejos de la oscuridad del mar de poniente. Y allí está ella, en la cima del acantilado, mirando al horizonte. Está sentada de modo que apoya el mentón en las rodillas y se abraza las piernas con los brazos. Parece camuflarse con las rocas y la tierra que tiene a su alrededor. Oye mis pasos, pero no aparta los ojos del mar.
Me acerco y la miro sin disimular el interés que me despierta. Aquí, ella es la única que puede verme. El sol del ocaso tiñe de dorado sus mejillas y su cuello. La brisa le mece suavemente el cabello, que tiene los tonos de la hierba del acantilado. Su expresión es menos fiera de lo habitual; no está tan alerta.
—¿Estás asustada? —le pregunto.
Tiene los ojos fijos en el horizonte, hacia el oeste, donde ha desaparecido ya el sol pero no su resplandor. Allí, en algún lugar, están mis capaill uisce, la América de George Holly y la inmensidad del océano.
Puck no aparta la vista del fulgor naranja que se dibuja al final del mundo.
—Dime cómo es la carrera.
Es una batalla. Un revoltillo de hombres, caballos y sangre, los más rápidos y los más fuertes después de dos semanas de entrenamiento. Es la caricia de las olas contra tu rostro y la magia de noviembre en la piel. Los tambores de Escorpio reemplazan el latido de tu corazón y, si tienes suerte, cabalgas rápido como el viento. Es la vida, la muerte y ambas a la vez. No hay nada igual. Antes, hace muchos años, ese instante en que se apagaban los últimos rayos de la tarde anterior a la carrera era mi momento favorito. Estaba ansioso por empezar. Pero entonces lo único que podía perder era mi propia vida.
—No hay nadie más valiente que tú en esa playa.
—Eso da igual —dice, con desdén.
—No da igual. Lo que te dije en el Festival, lo creo de verdad: a esta isla el amor no le importa, pero favorece a los valientes.
Se vuelve para mirarme al fin. Es fiera y roja, indestructible y voluble: es Thisby en estado puro.
—¿Tú sientes que eres valiente? —me pregunta.
La diosa yegua me dijo que pidiera otro deseo. Aquel regalo me parece ahora algo tan frágil… Recuerdo los años en que lo sentía como una promesa.
—No sé lo que siento, Puck.
Ella mueve los brazos para no perder el equilibro mientras se inclina hacia mí. Cuando nos besamos, cierra los ojos.
Se aparta y me mira. No me he movido y ella apenas se ha movido tampoco, pero el mundo se agita bajo nuestros pies.
—Dime qué deseo quieres que pida —le ruego—. Dime qué debo pedirle al mar.
—Ser feliz. La felicidad.
Cierro los ojos. Tengo la cabeza llena de Corr, del océano y del tacto de los labios de Puck Connolly sobre los míos.
—No sé si es posible ser feliz en Thisby. Y si lo es, no sé si podré amarrar esa felicidad para que no se desvanezca.
La brisa sopla suave sobre mis párpados cerrados. Consigo trae un perfume a agua salada, a lluvia y a invierno. El océano se mece en torno a la isla, como en una canción de cuna.
Puck me habla al oído. Noto su cálido aliento contra el cuello.
—Pídeselo. Dile lo que necesita escuchar. ¿No es eso lo que me dijiste?
Inclino la cabeza para sentir sus labios contra mi piel. Nos besamos y noto la caricia fría del viento contra la mejilla. Puck reposa la frente contra mi pelo.
Abro los ojos y el sol ha desaparecido. Siento que llevo el océano dentro de mí, salvaje e impredecible.
—Sí, eso te dije. Y yo, ¿qué necesito escuchar?
—Que mañana ganaremos las Carreras de Escorpio y que seremos los reyes de Skarmouth. Yo salvaré mi casa y tú, tu caballo. Dove comerá dorados copos de avena para el resto de su vida y tú serás el terror de las carreras año tras año. La gente vendrá de todos los confines del mundo para saber cómo consigues que tus caballos te escuchen. La yegua pinta arrastrará a Mutt al océano y Gabriel se quedará en la isla. Yo tendré mi propia finca y tú me traerás pan para cenar —me susurra Puck al oído.
—Eso es lo que necesitaba escuchar —suspiro.
—¿Ahora ya sabes qué deseo pedir?
Trago saliva. No tengo ninguna concha de los deseos conmigo, pero sé que el mar me oye de todas maneras.
—Que me dé lo que necesito.