55
PUCK

El día siguiente es el día previo a las carreras y el del funeral de Tommy Falk. Estoy distraída por el inminente acontecimiento, cosa que me parece una falta de respeto hacia Tommy, pero cuando intento repetirme la frase «Tommy está muerto» sólo me viene a la cabeza la imagen de él y Gabe lanzándose el uno al otro aquel pollo la otra noche.

Cuando me marcho de casa con Dove, Gabe sigue tumbado en la cama. La puerta de su habitación está abierta, por lo que veo que está mirando al techo. Cuando regreso, veo que se ha llevado los escombros que dejé delante de la valla que hizo añicos el capall uisce y que está fijando unos clavos en los tablones de madera. No puedo quedarme en casa, porque no dejo de pensar que mañana es el gran día y que sólo queda una noche, de modo que Finn y yo nos vamos a ver a Dory Maud para echar una mano con el envío de una nueva remesa de catálogos. Al volver, Gabe ha transformado totalmente el jardín: ha arrancado todas las malas hierbas y las ha apilado en un montón, detrás del cobertizo. Me doy cuenta también de que todo eso no ha servido para hacerle olvidar la muerte de Tommy Falk. Cuando entramos en el jardín, nos mira largo rato hasta que parece darse cuenta de nuestra presencia. Le tiemblan las manos y lo obligo a comer algo. Me parece que no ha dejado de trabajar en todo el día. Cuando la tarde se empieza a confundir con la noche, llega Beech Gratton, y Gabe y él se saludan tristemente. Nos vestimos y nos marchamos a los acantilados de poniente.

Gabe no nos adelanta demasiadas cosas sobre el funeral de su amigo, sólo que los asistentes serán de Thisby de toda la vida, que no estará presente el padre Mooneyham y que no se celebrará en Santa Columba, sino en unas rocas, cerca del mar. Finn parece bastante nervioso: cualquier cosa que tenga que ver con la inmortalidad del alma lo altera mucho, pero Gabe le dice que no se preocupe, que aquélla es una religión tan respetable como la nuestra, y que los Falk son buena gente, de la mejor que uno podía aspirar a encontrarse. Dice todo esto con la mirada perdida, como si estuviera desempolvando aquellas palabras de un viejo armario. Sé que se está hundiendo, pero no sé cómo agarrarlo y sacarlo del agua para salvarlo.

Tenemos que bajar por los irregulares acantilados para llegar hasta la playa de poniente, mucho más rocosa y desigual que la playa en la que se celebra la carrera. El océano se tiñe de tonos dorados en el ocaso de la tarde y una hoguera arde junto al mar. A nuestro encuentro acude el pequeño grupo que asiste al funeral: reconozco entre ellos a muchos de los amigos pescadores de mi padre.

—Gracias por venir, Gabe —suspira la madre de Tommy Falk. De ella heredó sus bonitos labios. No puedo ver si es hermosa porque tiene los ojos muy rojos y empequeñecidos por la pena.

La mujer le coge las manos a mi hermano mayor.

—Tommy era mi mejor amigo. Habría hecho cualquier cosa por él —lo dice en un tono tan serio que me siento increíblemente orgullosa de él, a pesar de todo.

Ella le responde algo, pero no lo oigo porque me quedo de piedra al ver llorar a Gabe. Sigue hablando con la mujer, pero no puede reprimir las lágrimas, que le brotan de los ojos y le recorren las mejillas. No puedo soportar verlo así, de modo que me alejo de mis dos hermanos y me voy hacia la hoguera.

Tardo apenas unos segundos en darme cuenta de que no se trata de una hoguera, sino de una pira que ya humea. En la playa no se oye nada más que el crepitar del fuego. Las llamas anaranjadas y blancas destacan sobre el cielo del atardecer, y la arena mojada refleja aquellos tonos como si fuera un espejo. Con cada ola el reflejo se extingue, para reaparecer de nuevo instantes después. La pira lleva largo rato ardiendo gracias a las ascuas y a la ceniza que tiene debajo. Me impresiona ver un retazo de la chaqueta de Tommy entre los troncos.

«Estaba sentado a la mesa, con nosotros, y llevaba esa chaqueta».

—¿Eres Puck, verdad?

Me vuelvo hacia la izquierda para ver a un hombre que me observa con los brazos cruzados, como si estuviera en misa. Sé que es Norman Falk, porque recuerdo haberlo visto exactamente en esa misma posición en nuestra cocina, hablando con mamá. Entonces pensaba que era un pescador más, nunca se me ocurrió relacionarlo con Tommy. A su lado está uno de sus hijos pequeños, apenas un niño. Norman Falk no se parece en nada a Tommy, pero huele como Gabe o, lo que es lo mismo, a pescado.

—Lo siento mucho —le digo, porque eso es lo que la gente me decía a mí cuando papá y mamá murieron.

Norman Falk contempla la pira con los ojos secos. El hermano pequeño de Tommy se apoya contra su pierna, y él le pasa el brazo por el hombro.

—De todos modos nos habría dejado.

Parece un consuelo bastante extraño. Jamás se me pasaría por la cabeza pensar eso de mi hermano mayor. Entre el Gabe muerto y el Gabe feliz en algún lugar desconocido, a pesar de que yo no lo volviera a ver, me quedo con este último; aunque el sentimiento de pérdida pueda parecerme similar a mí, seguro que a él no le daría lo mismo.

—Era muy valiente —se lo digo porque me parece educado. Noto que las llamas me queman la cara, pero no quiero apartarme y que parezca que me voy porque no quiero hablar con él.

—Eso es verdad. Todos lo recordarán a lomos de esa yegua —la voz de Norman Falk se tiñe de orgullo—. Le hemos pedido a Sean Kendrick que la devuelva al mar, y ha aceptado. Lo haremos por Tommy.

—¿Van a devolverla al mar, señor? —pregunto educadamente, en un intento de fingir que la mención de Sean Kendrick no me ha llamado la atención.

Norman Falk se da la vuelta para escupir con ímpetu y evitar que el escupitajo pase demasiado cerca de su hijo pequeño. Se gira de nuevo hacia la pira.

—Sí, vamos a liberarla como manda la tradición. Hay que mostrarles un respeto a los muertos, como se hacía antes. Y también hay que ser respetuoso con los capaill uisce. No todo en la isla tiene que girar en torno a los turistas y a llenarse los bolsillos a toda costa. La isla también son los capaill uisce y somos nosotros. Todo lo demás no hace sino perjudicarnos —en ese momento parece recordar con quién está hablando, porque añade—: En esa playa no hay sitio para ti, Puck Connolly. Tu yegua y tú no deberíais estar allí. Conocí a tu padre y le tenía mucho aprecio, pero creo que lo que haces está mal, si quieres que te dé mi opinión.

Me siento avergonzada por algún motivo que no alcanzo a entender, y a continuación me siento mal por haber permitido que alguien me avergonzara.

—No pretendo faltarle a nadie al respeto, señor.

Norman Falk me contesta con un tono cariñoso.

—Pues claro que no. Lo que te pasa es que no tienes a unos padres que te digan lo que debes hacer y lo que no. Tu yegua es un caballo normal: ése es el problema. Si las Carreras de Escorpio no fueran más que unas carreras de caballos corrientes, entonces esto —dice señalando con la barbilla hacia las llamas— no sería más que una desgracia sin sentido…

Hace dos semanas habría pensado que estaba loco y que lo importante de la carrera era la competición, el dinero y la emoción. Si me hubiera limitado a observar los entrenamientos desde la playa, probablemente seguiría pensando eso. Pero ahora ya no estoy segura: después de haber pasado tanto tiempo con Sean Kendrick y de haber cabalgado a lomos de Corr, siento que algo en mi interior ha cambiado. No sé si ha valido la pena que Tommy muriera por ese «algo», pero ahora entiendo el atractivo de tener un pie en la tierra y el otro en la mar. Nunca había conocido Thisby tan bien como en las últimas semanas.

El muchacho le dice algo a Norman Falk, quien le contesta:

—Ahora la trae. Mira hacia allí.

Los dos volvemos la cabeza y allí está Sean, bajando por uno de los senderos que conducen a la playa. La yegua negra de Tommy lo sigue y, comparada con Corr, parece frágil. Él lleva la misma chaqueta negra azulada de siempre, con las solapas subidas hacia arriba. Siento un fiero pinchazo en el corazón al verle; como si fuera orgullo, a pesar de que yo no puedo atribuirme ningún mérito suyo. Guía a la yegua negra hacia la playa; hacia nosotros, deteniéndose sólo cuando ésta quiere dar media vuelta y emite un chillido suave como el piar de un pájaro.

Los allí congregados nos situamos cerca de la pira para ver mejor cómo lleva Sean a la yegua hasta la orilla del mar. Sólo entonces me doy cuenta de que va descalzo. Las olas se arremolinan en torno a sus tobillos, empapándole unos centímetros del pantalón. La yegua levanta los cascos al sentir la caricia de las olas alrededor de sus cuartillas y emite un grito marino. Sus ojos apenas son ya equinos. Cuando intenta atacar a Sean, éste se limita a apartarse y a enredarle los dedos en el mechón de la testuz para bajarle la cabeza. Después mueve los labios, pero es imposible oír lo que le dice.

—Del mar al mar —reza el padre de Tommy Falk, y me doy cuenta de que esas palabras encajan con el movimiento de labios de Sean.

Me pregunto cuántas veces habrá tenido lugar este ritual, con el mismo oficiante o con otro diferente. Me recuerda al momento en que declaré que Dove era mi montura, sobre la piedra llena de cuajarones de sangre. Siento que Thisby tira de mis piernas y noto la presencia invisible del peso de mil ritos en los tobillos.

Sean mira al grupo.

—Las cenizas —dice.

Otro muchacho —quizá otro hermano de Tommy; éste se parece un poco más a él— se acerca a Sean con paso rápido. Empieza a oscurecer y no alcanzo a distinguir dónde se han colocado las cenizas que acaban de recoger de la pira. Sean extiende la mano hacia el recipiente, como si quisiera comprobar la temperatura antes de cogerlo delicadamente. La yegua agita la cabeza y vuelve a gritarle algo al mar. Sean arroja entonces las cenizas al aire, por encima de ella. Su voz es apenas perceptible por el viento, pero Norman Falk repite con él aquellas palabras:

—Que el océano dé abrigo a nuestros valientes…

Sean se coloca de espaldas a nosotros y tira de la cabezada que lleva la yegua. Ella se defiende y él se aparta como si aquel ataque no entrañara peligro. La yegua agita la crin y da un poderoso salto hacia el mar. Al principio lucha contra las olas, pero enseguida empieza a nadar. Ahí va ese caballo negro que galopa en un mar de rabioso color azul, en el que descansan las cenizas de otros muchachos muertos…

De repente, desaparece. Sucede tan rápido que me pierdo el momento exacto en el que sucede. Lo único que alcanzo a ver es la ondulación de la superficie del mar.

Sean está en la orilla, mirando al mar. Tiene una curiosa expresión de anhelo en el rostro, como si él también quisiera saltar y perderse entre aquellas olas. Creo que precisamente por ese motivo Norman Falk le pidió a Sean que estuviera allí; no sólo porque fuera el único que podía oficiar aquel ritual. Sean Kendrick es la carrera misma, incluso si jamás se hubiera llegado a celebrar. Es un recordatorio de lo que significan los caballos para la isla: un puente entre lo que somos y la parte de Thisby que todos anhelamos pero no podemos tocar. En aquella posición, mirando al mar, Sean me parece igual de salvaje que los capaill uisce, y eso me desconcierta.

Siento el corazón lleno y vacío a la vez; lleno de principios y de finales. Mañana tendrá lugar la carrera; será un día de estrategias, de peligros, de deseos y de miedos. Al otro lado de la línea de meta, veo a Gabe, marchándose en barco, alejándose de nosotros. Me siento como Sean cuando contempla el océano. Estoy tan llena de un anhelo sin nombre que no puedo soportarlo.