El siguiente día es amargo y despiadado. El viento sopla con fuerza entre las patas de los caballos, enloqueciéndolos. Por encima de nuestras cabezas, se deshilachan las nubes como el vaho en los días de frío. Ante nosotros se extiende la masa gris del océano.
Me encuentro con Puck en la parte más alta del camino que lleva a los acantilados. Me mira con el ceño fruncido: sé que debo de tener un aspecto horrible después de lo sucedido la noche anterior. Lleva sujeto el cabello bajo un gorro tejido de un modo un tanto desmañado, pero se le han soltado algunos mechones. Los vendedores se las ven y se las desean para evitar que los tenderetes salgan volando. Los jinetes que avanzan camino abajo tienen el mismo problema con sus monturas.
Puck tira del gorro con una mano para ajustárselo mejor. El viento transporta hasta nosotros un crujido seguido de un lamento. Dove mueve la cabeza y veo el terror reflejado en sus ojos, abiertos como platos.
—Llévate a Dove a casa —le sugiero—. No es un buen día para estar en la playa.
—No nos lo podemos permitir —me replica—, pensaba que querías que me acostumbrara a la playa y vamos fatal de tiempo…
Tengo que gritar para que me oiga bien. Le enseño las palmas de las manos.
—¿Acaso ves que haya traído a Corr? Ésta no es una playa a la que puedas acostumbrarte —«Arenas asesinas», así se refería mi padre a un día como el de hoy, en el que mueren los jinetes porque no lo saben, están desesperados o se hacen los valientes.
Puck frunce el ceño y mira hacia el camino del acantilado. Por la arruga que se le dibuja en el entrecejo sé que no las tiene todas consigo.
—Si confías en mí, no te arriesgues hoy. Ya estás más que preparada para la carrera —insisto—. Todo el mundo se ha quedado sin entrenar hoy.
Se mordisquea el labio inferior de pura frustración y mira al suelo. Se da por vencida.
—Bueno, tendré que apañármelas. ¿Está Tommy Falk ahí abajo?
No lo sé. Tommy Falk no es una persona que me preocupe especialmente.
—Coge a Dove —me pide, al ver que no le respondo nada—. Si está ahí abajo, voy a ir a buscarlo.
No quiero que Puck esté en la playa, con caballo o sin él.
—No; iré yo. Llévate a Dove a casa.
—Iremos los dos —me dice ella—. Espera un momento, le voy a pedir a Elizabeth que la ate detrás del tenderete. No te muevas de aquí.
Observo a Puck en su recorrido hacia el tenderete de lona de Fathom & Son’s. Después, mantiene una acalorada discusión con una de las hermanas.
—Qué emparejamiento tan desafortunado, Sean Kendrick —me murmura alguien al cogote. Es la hermana que faltaba de Fathom & Sons, que se da cuenta de que miro a Puck—. Ninguno de los dos estáis hechos para ocuparos de la casa.
No aparto la vista de Puck.
—Creo que tienes demasiada imaginación, Dory Maud.
—Muy al contrario: no dejas nada para la imaginación. Te la estás comiendo con los ojos. Me sorprende que quede algo de ella para los demás.
La miro. Dory Maud es una mujer poco agraciada, inteligente y trabajadora. Y sé, por lo que he visto en Malvern Yard, que es capaz de enfrentarse al hombre más fuerte de toda la isla por un penique.
—¿Acaso ella representa algo para ti?
Dory Maud me observa, sagaz.
—Lo mismo que tú para Benjamin Malvern, sólo que yo le pago menos y soy más afectuosa.
Los dos nos volvemos para mirar a Puck, que le ha ganado la batalla a Elizabeth y ya está atando a Dove al tenderete. El agitado viento alborota sus mechones y las crines de Dove. Recuerdo el tacto de su coleta en mi mano y el calor que desprendía su piel cuando se la puse dentro del cuello del jersey.
—No ha tenido la oportunidad de conocer a nadie más —me advierte Dory Maud—. Lo que una chica como ella necesita es un hombre con los pies en la tierra. Un hombre que la sostenga con fuerza y evite que se marche. No sabe que es mejor tener a alguien como tú volando que en la mano.
Sé por su expresión que no lo dice con maldad.
—Ya, claro, ¿necesita a alguien que la sostenga como te sostienen a ti?
—Yo no necesito que nadie me sostenga —me espeta ella—. Tú y yo sabemos que tu pasión es la carrera; y que ésta es una amante muy celosa.
Me doy cuenta por su tono de voz de que lo dice por experiencia propia. Pero no me conoce bien, porque mi pasión no son las carreras.
Puck aparece justo en ese momento. Lleva dibujada en el rostro la sonrisa triunfante fruto de su victoria.
—¡Dory!
—Ten cuidado en la playa —le advierte Dory Maud, antes de marcharse refunfuñando entre dientes. Puck se queja de su mal genio.
—¿Has cambiado de idea? —le pregunto.
—Yo nunca hago eso —me responde.
La playa está tan mal como había previsto. El cielo, de tan bajo, parece como si rozara la arena. Algunas gotas de lluvia nos salpican el rostro. Desde nuestra posición en el camino veo perfectamente el agitado océano y los capaill uisce que se resisten a los envites del viento. Hay alguna refriega que otra, y manchas rojas sobre la arena. Un capall oscuro yace muerto cerca de las olas, que le lamen las patas, pero no logran arrastrarlo mar adentro. La playa no sólo es peligrosa para los hombres hoy.
—¿Ves a Tommy? —me pregunta Puck.
No lo alcanzo a ver porque hay demasiada gente yendo y viniendo. Siento el repiqueteo de la lluvia en los oídos.
Puck avanza por el camino y no me queda otra alternativa que ir detrás de ella. En la base del sendero hay algunos espectadores, que se protegen como pueden del viento, y un comisario de la carrera; creo que es uno de los Carroll, tío de Brian y de Jonathan. Me detengo para hablar con él mientras hundo la cabeza en el cuello de la camisa.
—¿Qué pasa ahí abajo? —el viento hace apenas audible mi voz y no puedo apartar los ojos del capall muerto.
—Los caballos se pelean sin cesar: el mar los está enloqueciendo a todos.
—¿Has visto a Tommy Falk por aquí? —le pregunto.
—¿Falk?
—¡Sí, el de la yegua negra!
—Cuando se mojan, todos los caballos parecen de color negro —bromea.
—¿Buscas a Tommy Falk? —repite uno de los espectadores situado cerca de nosotros.
Es un forastero, y va vestido con un traje azul marino y corbata, indumentaria poco habitual para la playa—. ¿Es un chico bastante guapo?
No tengo ni idea de si es guapo o no.
—Puede ser.
Señala hacia la curva de los acantilados. El comisario de la carrera parece recordar algo:
—Alguien lo buscaba antes, señor Kendrick.
Espero a que me diga quién es, pero como no dice nada más me aparto del grupo. En medio del barullo he perdido a Puck. Este tiempo del demonio hace que todos parezcamos iguales. No sólo los capaill uisce. La playa está repleta de bestias oscuras e insensibles que cargan con pequeñas criaturas. No tiene sentido que la llame: el rugido del viento predomina por encima de cualquier otro ruido.
Finalmente a quien encuentro no es ni a Puck ni a Tommy Falk, sino a su yegua. Es más negra que el azabache y su porte elegante es inconfundible. Se refugia cerca del acantilado y está atada junto a otro capall uisce. Baja mucho la cabeza, el morro casi a ras de suelo. Lleva todos los arreos pertinentes, pero su jinete no anda cerca. Quizás Puck también la haya visto, de modo que me acerco a la yegua avanzando entre las rocas sueltas de la playa.
Antes de haber recorrido la mitad de la distancia que me separa de la yegua, descubro a Puck. Extendidos detrás de la curva que forma el camino de los acantilados hay cuatro cuerpos inertes, uno junto al otro. Son las víctimas que se ha cobrado la mañana. Puck está arrodillada junto a una de ellas, sin atreverse a tocarla ni mirarla. Está muy quieta, estudiando la arena que tiene bajo los pies.
Me acerco a Puck y veo la cara destrozada de Tommy Falk.