Me despierta un llanto. Reacciono demasiado tarde: me costó mucho dormirme anoche. Me quedo unos instantes tumbado en la cama. El cansancio me impide despertarme del todo, pero de nuevo oigo aquel gemido.
El sonido resulta ser un lamento agónico y ahora ya estoy despierto y llevo puesta la chaqueta, las botas y ya me dispongo a salir con la linterna.
Los establos están muy oscuros, pero noto un movimiento. No proviene de los pasillos, sino de las propias cuadras. Los caballos remugan: o bien el sonido los ha despertado a ellos también o alguien ha estado allí. No enciendo la linterna todavía y avanzo entre la oscuridad.
El lamento crece a medida que me aproximo a la planta principal. Viene de la antigua cuadra de Corr, en la que hace apenas unas horas instalé a Edana.
Me deslizo tan rápido por el pasillo como el silencio me lo permite. El gemido ha enmudecido, pero ahora ya sé que es Edana. Aquella oscuridad me impide ver el interior de la cuadra. La tenue luz azulada de la noche se filtra por el ventanuco y me permite vislumbrar el interior del box desde los barrotes.
Me sobresalto cuando la oigo aullar de nuevo. Está a unos centímetros de mi rostro.
La pobre yegua tiene la cabeza apoyada contra los barrotes, el cuello contra la pared, los ollares apuntando al techo y la boca totalmente abierta.
Le susurro su nombre y me contesta con un gemido suave. Sigo con los ojos la línea de su cuello, que llega en pendiente hasta la cruz, y la extraña postura de sus caderas, cerca del suelo. Nunca he visto a ningún caballo en esa posición. Con un nudo en la garganta, abro la portezuela y entro en la cuadra. Ahora veo claramente su silueta contra la luz de la ventana: tiene la cabeza y el cuello apoyados contra la pared y el cuerpo hundido entre las ancas, parece un perro. Extiende las patas traseras, como si el suelo estuviera resbaladizo.
Le toco la grupa: tiembla como una hoja. Dentro de mí nace una terrible premonición. Le paso la palma de la mano por la cruz y luego columna abajo. Me agacho para seguir con la exploración y sigo avanzando por las ancas, presas de los espasmos, en dirección al ligamento de la corva. Edana gimotea.
Tengo la mano empapada. La miro y reconozco el olor de la sangre. Me saco la linterna del bolsillo y la enciendo.
Le han cortado los ligamentos de los corvejones.
La herida se curva en su parte superior como si fuera una siniestra sonrisa, y la sangre emana a borbotones alrededor de ella.
Me acerco a su cabeza y se estremece al intentar ponerse de pie. Le acaricio el mechón que le cae sobre la testuz y le susurro al oído: «No te muevas. No tengas miedo». Espero a que su respiración se tranquilice y a que me crea.
Nunca más volverá a caminar.
No lo entiendo. No sé quién sería capaz de mutilar a Edana, un caballo que no iba a participar en la carrera ni le había hecho ningún daño a nadie. Alguien había cometido aquella salvajada para que yo la viera y se me removieran las entrañas. Y sólo me viene el nombre de una persona a la cabeza.
Me parece oír un ruido en las profundidades del establo.
Apago la linterna.
En la oscuridad, el pelaje pardo de Edana se parece bastante a la capa roja como la sangre de Corr. No sería difícil confundirlos si esperaras encontrar allí al semental y estuvieras concentrado en no resultar herido.
Algo se mueve en el establo; esta vez, más lejos.
Salgo del box apresuradamente y me adentro en el pasillo. Me quedo de pie, escuchando. El corazón me va a mil por hora. Lo único que deseo es que el sonido provenga de cualquier lugar menos de las cuadras traseras, que Mutt Malvern se haya equivocado al ir en busca de Corr. Hay cinco cuadras más equipadas para los capaill uisce. Podría haber entrado en cualquier otra después de darse cuenta de su error.
Vuelvo a oír un estruendo.
Viene de las cuadras traseras.
Corro como alma que lleva el diablo.
Enciendo las luces cuando paso por delante de la puerta. Si sabe que estoy aquí, seguro que se detendrá.
—¡Mutt! —grito. Ahora, bajo la luz de las bombillas, veo perfectamente unas huellas de color escarlata en el suelo. Corro a toda prisa, con los cinco sentidos a flor de piel—. ¡Esto ha llegado demasiado lejos! ¡Mutt!
El eco de mi voz resuena en los altos arcos del establo. Nadie contesta. Quizá se haya marchado.
Corr relincha.
Jamás he corrido tan rápido como en ese momento. Veo a Edana, con el cuello apoyado contra la pared y estirado hacia el techo, en una posición antinatural, sin saber que le han arruinado la vida para siempre.
Si se ha atrevido a tocar a Corr, lo mataré.
Doblo la esquina a toda velocidad. La puerta del establo de Corr está abierta, y allí está Mutt Malvern, blandiendo un maléfico cuchillo con una mano y sujetando un tridente de los que se usan para atrapar peces o pájaros con la otra. El muy miserable presiona las tres cabezas de acero del tridente contra la grupa de Corr, obligándolo a retroceder. El caballo se estremece y tiembla por el contacto con metal. Mutt Malvern se ha empleado a fondo con su plan.
—Apártate de él —murmuro con rabia—. Por cada gota de sangre que derrame, tú derramarás diez.
—Sean Kendrick —replica él—, qué repugnante por tu parte que los hayas cambiado de cuadra…
Corr emite una especie de rugido grave cuyo temblor sentimos en los pies y no en los oídos. La amenaza del tridente le impide moverse: las tres cabezas de acero son demasiado para él.
—Si conocieras a los caballos de estos establos —continúo—, habrías sido capaz de ver la diferencia entre Edana y Corr, incluso a oscuras.
Mutt me mira largo rato y se da cuenta de que estoy cada vez más cerca de él. Gesticula con la barbilla en dirección al tridente.
—Sal de este establo, matarife de caballos.
Me seco muy despacio la mano manchada de sangre en la chaqueta y saco una navaja del bolsillo. Se la enseño.
Mutt la mira con desprecio.
—¿Acaso crees que vas a detenerme con eso?
La cuchilla se abre con un chasquido perfectamente audible. Con ella ha matado antes a seres de más envergadura que Mutt.
—No creo que pueda detenerte —le digo—. Probablemente le vas a hacer daño a mi caballo, pero cuando salgas de esa cuadra te juro que usaré esta navaja para arrancarte el corazón antes de dártelo.
Estoy tan alterado que creo que voy a derrumbarme. No puedo mirar a Corr o perderé la cabeza.
—¿De verdad quieres que me crea que podrás hacer algo mientras tenga esto en la mano? —sí lo cree. Lo veo en sus ojos.
—¿Qué quieres probar? ¿Que eres el mejor jinete? ¿Que los caballos te quieren más a ti que a nadie? ¿Quieres ganarte la aprobación de tu padre a fuerza de mutilar a todos los capaill uisce de la isla?
—No. Me basta con éste.
—¿Y eso será suficiente? —le pregunto, desafiante—. ¿Qué harás después?
—No hay un «después» —me contesta Mutt—. Esta bestia es lo único que te importa en el mundo.
Me mira, vacilante. Quizá porque se suponía que yo no iba a estar allí, observando. Yo tenía que llegar a la mañana siguiente y encontrarme a Corr tal y como me había encontrado a Edana. Quizá me mire con un asomo de duda en los ojos porque está contemplando otra alternativa mejor para hacerme daño.
Seguro que hay algo que satisfaría a Mutt mucho más que lisiar a Corr para siempre. Tiene que haber algo. Pienso en su rostro desencajado durante la subasta y aventuro:
—Si quieres demostrarle algo a tu padre, tienes que ganarnos en la carrera. En la playa.
Le cambia la expresión del rostro. Esa diabólica yegua pinta lo tiene fascinado. Mutt me mira de nuevo antes de observar el tridente con el que amenaza a Corr.
Sé perfectamente en lo que piensa, porque yo también estoy pensando en ello. Recuerda las palabras que Benjamin Malvern le dijo a George Holly: que yo soy el heredero natural de Malvern Yard. Piensa en el nombre de Skata, escrito en la pizarra de la carnicería, y en la velocidad descomunal de la yegua uisce.
Es un canto de sirena. Y lo seduce.
Mutt da un paso atrás. Corr avanza hacia el espacio que le ha dejado libre. Tiene la mirada perdida. Desde aquí veo las gotas de sangre causadas por la presión del tridente. Cuando Mutt cierra la puerta tras de sí, me abalanzo sobre él y le pongo la navaja contra su cuello de toro, que se agita con el latir del pulso. Tengo la cuchilla de la navaja a un milímetro.
—Creía que me habías dicho que tenía que ganarte en la playa —rezonga Mutt. Corr le da una fuerte coz a la pared de la cuadra.
Mis dientes apenas dejas escapar el siseo de mis palabras.
—También te he dicho que por cada gota que derramara Corr, tú derramarías diez —quiero que se forme un charco de sangre a sus pies, idéntico al que tiene Edana bajo sus cuartos traseros. Quiero verlo desplomado contra la pared, gimoteando como ella. Y que sepa que nunca más podrá levantarse. Quiero que recuerde el rostro moribundo de David Prince, porque él tendrá la misma expresión muy pronto.
—Sean Kendrick.
Oigo una voz detrás de mí. Aparto mi cabeza de la de Mutt, que no puede dejar de mirarme.
—Es un poco tarde para andar entreteniéndose con estas cosas, ¿no?
Muy a mi pesar, aparto la navaja del cuello de Mutt y doy un paso atrás. Él tiene los brazos a los lados del cuerpo, el tridente en una mano y el cuchillo todavía ennegrecido por la sangre en la otra. Los dos observamos a su padre, quien acaba de entrar en los establos, acompañado de Daly. Lleva una especie de camiseta interior con botones con la que seguramente debe de dormir, pero su aspecto no resulta menos aterrador. Daly, avergonzado, no se atreve a mirarme a los ojos.
—Matthew, se te enfría la cama —la voz de Malvern no es airada, aunque su postura sí. Mira a su hijo a los ojos y, por un instante, no sucede nada. Después, Malvern vuelve a dedicarle una dura mirada y él pasa a su lado dando grandes pasos sin mediar palabra ni mirarme.
Malvern se vuelve hacia mí. Todavía estoy temblando por lo que Mutt podría haberle hecho a Corr y lo que yo estaba a punto de hacerle a él.
—Señor Daly —dice Malvern, sin volver la cabeza—. Muchas gracias por su ayuda. Ya puede regresar a la cama.
Daly asiente con la cabeza y pone pies en polvorosa.
Benjamin Malvern está a menos de un metro de mí y no me quita ojo de encima.
—¿Tienes algo que decirme? —me pregunta.
—Yo no… —cierro los ojos. Necesito recobrar la calma y encontrar la paz interior. No puedo: estoy roto. Estoy en el océano y con las manos busco el cielo. La corriente no puede conmigo. Abro los ojos—. No me habría arrepentido.
Malvern mueve bruscamente la cabeza. Me mira largo rato y también contempla la navaja que todavía tengo en la mano. Finalmente cruza los brazos detrás de la espalda.
—Señor Kendrick, haga el favor de acabar con el sufrimiento de esa yegua.
Se da la vuelta y sale del establo.