Cuando Puck llega a la cima del acantilado, yo ya llevo un rato allí. Pero no soy el único: dos docenas de turistas interesados en la carrera se han acomodado en las rocas y nos observan a mí y a Corr desde tan cerca como el temor se lo permite. Puck casi los fulmina con la mirada. Algunos de ellos no pueden ocultar su sorpresa ante aquella reacción. No sé qué debo esperar de ella después de lo sucedido ayer por la noche. No sé cómo tratarla ni lo que ella espera de mí. Ni siquiera sé lo que espero yo de mí mismo.
Lo que recibo es un saludo sin palabras y un pastelillo de noviembre. Nos comemos uno cada uno en silencio bajo la atenta mirada de los turistas y después nos limpiamos las pegajosas manos en la hierba.
Puck mira con cara de disgusto a los curiosos.
—Dove se cohíbe bastante cerca de los caballos marinos.
—Es normal.
—Bueno, pero para la carrera eso no nos favorece mucho, ¿no? —me dice Puck, airada.
Me vuelvo para mirar a la yegua parda, que nota visiblemente la presencia de Corr, pero no parece asustada.
—Eso no es malo —aventuro—. Si los caballos marinos le infunden respeto, eso la hará más veloz. A menos que tú tengas miedo de que ella tenga miedo.
Observo a Puck reflexionar sobre lo que le acabo de decir. Mira a Corr con los ojos entrecerrados y me pregunto si estará pensando en nuestro recorrido de ayer por la cima de los acantilados.
—En mí sí que puedo confiar —dice al cabo de un rato. Me mira como si me estuviera haciendo una pregunta. Pero ella es la única que sabe la respuesta.
—¿Estás lista para empezar a trabajar? —le pregunto.
Allá vamos.
Corr no está nada cansado después del galope de la noche anterior, y la yegua de Puck parece en plena forma y no acusa el frío viento. Avanzamos en círculo, nos perseguimos, galopamos y reñimos en broma. Corr y yo tomamos la delantera hasta que éste se distrae y entonces Puck de repente se acerca. Su yegua tiene las orejas tiesas y está disfrutando del juego. Galopamos a la misma velocidad, no por competir, sino por el mero placer de galopar.
Se me olvida que estamos entrenando y que faltan apenas unos días para la carrera. Olvido también que Puck monta una yegua isleña, y yo, un capall uisce. Para mí no existe nada más que el rumor del viento en mis oídos, su sonrisa fugaz en cuarto menguante y el peso familiar de Corr bajo las riendas.
Transcurre una hora sin apenas darme cuenta y al final tengo que frenar a Corr. No quiero cansarlo demasiado. Puck hace lo mismo con Dove. Tengo la impresión de que va a decirme algo por el modo de colocar la lengua contra el paladar, pero al final lo único que hace es repetir mis propias palabras.
—¿Nos vemos mañana en los acantilados?
PUCK
Sean está allí al día siguiente, al otro y todos los días. Tengo la impresión de que no voy a verlo el domingo, porque nunca lo he visto en Santa Columba. No sé dónde debe de meterse los días de fiesta, pero después de misa voy a la cima de los acantilados y allí está, observando la playa.
Nos quedamos los dos contemplando el entrenamiento, sin apenas decirnos nada, y al día siguiente volvemos con nuestras monturas. A veces estamos muy juntos y simulamos alguna escaramuza, y otras galopamos a mucha distancia el uno del otro, sin llegar a perdernos de vista. En numerosas ocasiones me sorprendo recordando el tacto de los dedos de Sean sobre mi muñeca, y fantaseo con la sensación otra vez. Pero lo que más me impresiona es el modo que tiene de mirarme, con respeto, y creo que es lo que más valoro de todo.
Lo único malo es que cuanto más veo a Corr y a Sean juntos, más me doy cuenta de que no podrían pasar el uno sin el otro.
Pero no podemos ganar los dos.
SEAN
Llevamos entrenando juntos una semana y ya casi ni me acuerdo de mi rutina diaria de acudir a la playa. Echo de menos las solitarias mañanas cerca del mar, pero no lo suficiente como para cambiarlas por la compañía de Puck. Algunos días casi ni hablamos, así que no sé por qué representa un cambio tan grande para mí, pero lo cierto es que Corr y yo tampoco necesitamos palabras para entendernos.
Así que los entrenamientos se han convertido en horas de montar a Corr, obligándolo a ir a paso lento, y en horas de observar a Puck inventándose nuevos juegos para que Dove no pierda el interés en el entrenamiento. La yegua ya no tiene esa barriga típica de los caballos que comen sólo heno, no sé si por el ejercicio regular o porque está mejor alimentada. Puck también ha cambiado: tiene un aire más sosegado cuando monta, y está más segura. Ha conseguido domar su mal genio. La transformación de ambas es tan espectacular que ya nunca me cuestiono por qué entreno con ellas.
No sé en qué momento me he dado cuenta de que Corr se esfuerza en los entrenamientos; no va al máximo, es cierto, pero no se relaja en ningún momento, y Dove no le va a la zaga a pesar de llevar una hora entrenando y de galopar detrás de un capall uisce.
Freno a Corr, que tropieza a propósito para llamar la atención de la yegua. Tiro de las riendas para recordarle que sigo allí. Puck tarda unos instantes en darse cuenta de que nos hemos detenido. Se vuelve para mirarnos. Dove respira agitadamente y ensancha los ollares, pero para nada está fuera de combate y sigue con las orejas muy tiesas.
—Puede que lo consigas.
Puck me mira con una extrañeza divertida. No me ha oído. Se lo repito y veo el momento exacto en que entiende lo que le digo. De repente, se le borra la sonrisa del rostro.
—No sé si lo dices en serio —espeta.
—Pues claro que te lo digo en serio. Mañana tendrías que llevarla a la playa para comprobar que podéis apañároslas a pesar de la presencia de los demás capaill uisce. Para acostumbraros.
En su rostro se refleja la preocupación.
—No sé si en dos días Dove va a poder acostumbrarse.
—No lo digo por ella, sino por ti. Y no os quedan dos días, sino uno —le recuerdo. Corr baila y lo freno con las piernas—. El día antes de la carrera los caballos no pueden pisar la playa. Así que mañana es el último día de entrenamiento.
Dove se rasca la barriga con el casco de la pata trasera, como si fuera un perro. Cuando hace cosas así, no parece que vaya a llegar demasiado lejos. Puck debe de darse cuenta, porque parece molesta y le da una patadita con la bota para que deje de rascarse.
—No lo dirás porque te di un pastelillo antes, ¿no?
—No, lo dicen las normas desde tiempos inmemoriales.
Me observa para ver si hablo en serio y después hace una mueca.
—No hombre, me refiero a lo de conseguirlo.
Corr se retuerce bajo mis piernas: está intranquilo y la idea de estarse quieto empieza a aburrirle. Eso me recuerda que tengo que cambiarle de cuadra y ponerle en la de Edana. Como la yegua uisce no ha entrenado en la playa, lleva unos días muy nerviosa, y su box da a la parte trasera del establo, desprovisto de ventana. La vista que tiene Corr desde su ventanuco no es nada del otro mundo, pero puede que la tranquilice un poco hasta que acaben las carreras y pueda volver a prestarle atención.
—No lo diría si no lo pensara.
—Pero yo hablo de conseguirlo de verdad —aparta la vista de mí, como si pensara que la idea de que ambos podemos optar al primer puesto pudiera ofenderme.
—También hay algo de dinero para el segundo y el tercer puesto —le informo. Ella juguetea enredándole las crines a Dove—. ¿Ese dinero te bastaría?
—No nos vendría mal —la voz de Puck es apenas audible—. Tendrías que venir a cenar con nosotros. Prepararemos judías o alguna delicia similar…
Dudo un instante. Suelo cenar en el apartamento de cualquier manera, con la puerta abierta y un ojo puesto en las cuadras, a las que regreso después para acabar con mis tareas. No estoy acostumbrado a cenar sentado a una mesa, buscando las palabras adecuadas que respondan a preguntas educadas. Ir a cenar con Puck y sus hermanos sería… Faltan pocos días para la carrera y hay mucho que hacer: debo sacar lustre a las botas y limpiar a fondo mi silla. Tengo que lavar los pantalones y buscar los guantes, por si llueve o el viento me agrieta las manos. Debería intercambiar las cuadras de Corr y Edana y limpiarlas a fondo. Además, tendría que volver a la carnicería por si tienen algo para Corr…
—No pasa nada —me dice Puck. Es muy rápida ocultando su decepción. Si no la conoces bien, ni te das cuenta de que por un momento se le ha ensombrecido el rostro—. Estás muy ocupado.
—No —le digo—, no; yo… lo pensaré. No sé si podré escaparme —me sorprende oírme decir eso. Es imposible que tenga un rato libre estos días. Además, no se me dan nada bien las reuniones sociales, aunque eso es lo de menos. Lo único que me preocupa es no haber contestado con un poco más de tacto para así no ver el desengaño reflejado en su cara.
Puck sigue intentando quitarle importancia al asunto.
—Si no te veo esta noche, ¿te veo mañana?
Esta vez, no dudo. A lomos de Corr, es fácil estar seguro de las cosas.
—Sí.