Por la mañana, antes de ir a los acantilados a entrenar (donde probablemente me encuentre con Sean), Finn y yo nos vamos a ver a Dory Maud. Él va en bicicleta y yo, a lomos de Dove. La razón de nuestra visita es que Finn va hacerles algún trabajito, y yo acudo también deseosa de que las teteras se hayan vendido bien, porque sólo nos queda un pedazo de mantequilla en casa y no tenemos nada de pan para untarla, ni harina.
Entramos a paso lento en Skarmouth. Desmonto y tiro de Dove con especial cuidado, porque no quiero que se tuerza una pata en algún adoquín desigual. Finn se baja de la bicicleta para asegurarse de que puede mirar largo y tendido el escaparate de Palsson’s sin miedo a caerse de ningún vehículo.
Al pasar por delante de la pastelería, los dos miramos con tristeza, aunque me había jurado y perjurado que no lo haría. No hay nada que indique con más claridad que dos chavales son huérfanos que verlos comerse con los ojos las bandejas de pastelillos de noviembre, las fuentes de galletas y las esponjosas rebanadas de pan que todavía humean, calentitas, detrás del cristal. Ambos suspiramos al unísono y seguimos con nuestra ruta hacia Fathom & Sons. Ato a Dove delante de la tienda y mi hermano, a su vez, le dice a su bicicleta que lo espere fuera. No sé si habrán abierto ya; puede que Elizabeth y Dory estén en el tenderete que han instalado junto al camino del acantilado.
Sin embargo, la puerta se abre y al entrar me sorprende hallar a las susodichas. Las acompaña un hombre rubio muy guapo que no oculta su embeleso ante una almohada sepulcral de piedra que Martin Devlin se encontró en su huerto el año pasado, cuando plantaba patatas.
—¡… de verdad que se ponía aquí la cabeza durante el funeral! —exclama.
Finn me mira y yo observo al forastero. Debe de tener unos treinta años, quizá, que no hacen sino sumarle atractivo. Es elegante y va hecho un pincel (creo que ésa es la expresión que se suele usar). En las manos sostiene una gorra chata de color rojo.
—¡Mira quién está aquí! ¡Puck! —exclama Dory Maud—. Puck Connolly.
Finn y yo nos volvemos a mirar, extrañados.
—Encantada de conocerle —saludo al forastero.
—Ay, pero si no os he presentado —interviene Dory Maud—. Señor Holly, le presento a Puck Connolly. Puck, te presento al señor George Holly.
—Bueno, pues ahora estoy encantada de conocerle —repito, no sin cierto mosqueo—. Iba a dejar aquí a Finn y… —Elizabeth se acerca furtivamente hasta mí y me clava sus garras en la piel.
—Necesito robárosla un momento —gorjea. Me lleva a la trastienda y cierra la puerta una vez estamos dentro. Nos quedamos a solas ella y yo, con un público compuesto por una mesa que es más grande que el propio suelo y una pila de cajas llenas de las cartas de amor que les escribía Dory Maud a sus amantes marineros. Estamos muy cerca la una de la otra; Elizabeth huele como si se hubiera perfumado con un cargamento de rosas.
—Puck Connolly, haz el favor de comportarte como mejor sepas con ese hombre.
—Pero si estaba siendo amable…
—No es verdad. Te lo he visto en la cara. ¿Te crees que soy tonta? Necesitamos animarlo para que nos compre cosas, ese americano es más rico que la propia reina, y creo que quiere llevarse un pedazo de Thisby consigo.
Espero que se lleve la dichosa estatua de la fertilidad.
—¿Se puede saber qué es lo que intentas venderle?
Elizabeth se apoya contra la puerta para asegurarse de que nadie nos interrumpe.
—A quién, mejor dicho… A Annie.
—¿A Annie?
—Si vas a repetir cada cosa que te diga, le daré tu lengua también para que se la lleve.
—¿Y Annie sabe algo de esto?
—Es una pena que no seas igual de lista que de mona —Elizabeth cae en la cuenta de que todavía me está agarrando del brazo y me suelta—. Ahora sal ahí afuera y haz el favor de ser un encanto.
Frunzo el ceño y la sigo a la sala principal. Todos los allí presentes se vuelven para mirarme. No sé cómo, pero Finn ha acabado con la almohada sepulcral de piedra en las manos.
—¿Ya han terminado con sus cosas, señoritas? —pregunta Dory Maud. No recuerdo la última vez que utilizó la palabra «señoritas» en un tono que no fuera sarcástico—. El señor Holly precisamente se mostraba interesado en ti, Puck.
Quizá se me note el apuro que siento, porque Holly interviene raudo y veloz en mi ayuda:
—Sean Kendrick me ha hablado de usted.
—No mencionó usted eso antes —afirma Dory Maud, sin quitarme los ojos de encima—. Puck, ¿sabes lo que sería perfecto? Que te llevaras al señor Holly a desayunar algo.
—Pero… —ambos protestamos al unísono.
—Es que tengo a Dove delante de la tienda, esperándome —añado enseguida.
—Y yo me iba ya a los entrenamientos —se excusa él, mirándome con complicidad. Decido en ese momento que me cae bien. El hecho de que vaya tan elegante ayuda, no lo voy a negar, pero su inteligencia es lo que acaba de decidirme.
—Pues entonces tendrías que llevártelo a Palsson’s para que probara los pastelillos de noviembre. Claro que a Annie también le salen buenísimos, ¡incluso mejores que los de Palsson’s! —exclama Dory Maud—. Precisamente, mi hermana acababa de decirme, señor Holly, que le gustaría haberle preparado algunos, pero claro, no ha tenido tiempo la pobrecilla. Puck, si vais a Palsson’s, podéis llevároslos a la playa y desayunar allí juntos.
La sonrisa de Holly centellea en la sala como un cometa, y tanto Maud como Elizabeth caen rendidas ante aquel fulgor.
—¿Me permite que la invite, señorita Connolly? —pregunta Holly—. ¿Y también a su hermano?
Elizabeth me mira con tal intensidad, como diciéndome «ya te dije yo que era un americano de posibles con mucho dinero», que creo que me va a atravesar con los ojos. Les lanzo una mirada feroz a ella y a Dory Maud.
—Pues claro. Ah, Dory, si me das algo de dinero suelto compraré algunos pastelillos más para… Annie.
Nos fulminamos con la mirada hasta que Dory Maud me da al fin unas monedas. Y así, los dos Connolly, exultantes, salen con George Holly de Fathom & Sons rumbo a la pastelería. El americano me observa con gran interés mientras desato a Dove, y yo lo miro a él con más interés si cabe. Sé que no se trata de un simple turista por cómo observa a Dove. Sus ojos van desde el corvejón hasta la babilla y de la cruz hasta el ángulo del hombro. Me pregunto si conocerá bien a Sean.
—Supongo que ya sabrá —anuncia Finn, de camino a la pastelería, contento como un cascabel ante la perspectiva de llenarse el buche— que Annie es ciega, ¿verdad?
—No del todo —corrige Holly—. Quiero decir que algo sí que ve.
—¡Eso es lo que le han dicho ellas! —exclama Finn. Me los quedo mirando a los dos. ¿Qué tendrá este hombre que es capaz de hacer que mi hermano esté así de feliz y confiado?
—Y es verdad —responde, alegre, Holly. Se inclina hacia Finn y le pregunta—: Oye, ¿exactamente qué son los pastelillos de noviembre?
Lo pregunta con una curiosidad tan auténtica que mi hermano se anima todavía más y parlotea sin cesar. Le describe la húmeda miga, el néctar que fluye de su base, el glaseado que empapa todo el dulce antes de que puedas darle un lametón. Ver a George Holly y a mi hermano hablando sobre repostería hace que se me enternezca el corazón. Holly levanta la vista para observarme, y sé que la mirada que le dedico es un poco cortante: para nada encantadora. Pero dudo bastante que George Holly, tan bueno, agradable e inteligente, se deje engatusar por las tretas de Dory Maud y Elizabeth.
Entramos los tres en Palsson’s. Intento mantener cierto aire de dignidad, pero me cuesta horrores no dejarme llevar por el delicioso olor que flota en el aire. El perfume de la canela se mezcla con el de la miel y la levadura. Palsson’s está en la esquina de la calle, y la luz entra a borbotones por sus ventanas. Las paredes están repletas de unas inmaculadas estanterías de madera, totalmente abiertas, con lo que la luz se filtra libremente por los cristales y dibuja grandes cuadrados dorados en el suelo. En los estantes hay pan, galletas, rollitos de canela, pastelillos de noviembre, panecillos dulces y pastas de té. La única pared que no está tan abigarrada es la que hay detrás del mostrador, contra la que se apilan sacos y sacos de harina deseosa de convertirse en pan. Hay tanta harina que puedo distinguir perfectamente su olor dulce y agradable. Dentro de la panadería todo es de color dorado y blanco; puro néctar de los dioses. Creo que podría vivir perfectamente aquí y dormir cada noche entre los sacos de harina.
Palsson’s está lleno hasta la bandera, como de costumbre: es una verdad universal que tanto las amas de casa como los clientes allí congregados charlan mucho más animadamente cerca de un horno humeante lleno de pastelillos. George Holly observa la escena y le susurra algo a Finn mientras avanzan entre las estanterías en dirección a la larga cola. Su cabello dorado como un pastelillo de noviembre encaja perfectamente en aquella estampa.
—Su tía es una mujer de armas tomar —aventura Holly.
—¿Quién, Dory Maud?
—La misma.
Si Dory Maud le ha dicho que somos parientes, creo que volveré a adoptar el mal hábito de escupir.
—No es mi tía.
—Ay, lo siento —se disculpa, divertido—. Como se trataban con tanta familiaridad pensé que eran parientes. No quería entrometerme.
—En Thisby todos nos tratamos con familiaridad —le replico—. Quédese aquí un mes y verá cómo acaba siendo tía suya también.
Finn se ríe divertido.
—¡Caramba! —exclama George Holly—, ¡menuda afirmación!
Avanzamos en la cola. La cabeza de mi hermano va de bandeja en bandeja, como si fuera un búho que mira en todas direcciones mientras evalúa las posibilidades de cada dulce.
—El señor Kendrick me ha dicho que su poni tiene un buen ancho de caña —prosigue Holly, para darme conversación. Alguien dice «una gorra roja» detrás de mí.
—No es un poni, es un caballo.
—¿Cómo?
—Que mide metro y medio de alto hasta la cruz y es un caballo. ¿Le ha dicho él eso?
—Huy, discúlpeme, señora —se excusa Holly. Lo dice porque Mary Finch acaba de empujarlo para llegar hasta el escaparate y, de paso, la mano de la mujer lo ha rozado de algún modo, para gran alegría de ella. Holly avanza hacia el mostrador y se recompone antes de darse la vuelta para mirarme—. Se dice en la playa que su poni… perdón, su caballo, galopa en línea recta, mientras que los capaill uisce suelen tentar al jinete yendo hacia la derecha, y que eso puede darle muchas posibilidades de ganar.
Me pregunto si Sean Kendrick lo cree de verdad. Yo debo creerlo, porque, de lo contrario, ¿qué demonios estoy haciendo?
—Supongo que ésa es la idea. Por cierto, si vamos a tratarnos con familiaridad…, permítame que le pregunte si conoce bien a Sean Kendrick.
Mary Finch vuelve a apretujarse contra George Holly para pasar, y éste la observa, un tanto desbordado por aquel derroche de hospitalidad local. Intento que no se me escape la risa.
—Ah, bueno —me dice—, la verdad es que vine a Thisby para echarles un vistazo a los caballos de Malvern, y así nos hemos conocido. Es un muchacho muy peculiar, y con eso quiero decir que le tengo bastante afecto.
Finn repiquetea con los dedos en el mostrador para llamar la atención de Holly y que éste vea los pasteles que acaban de colocar allí, bajo el cubre tartas. Durante un instante, los dos tienen la misma expresión de niño triste que anhela su pastel. Y esa tristeza no se ve mitigada por el hecho de que la cola que los separa de los dulces apenas llega a los dos metros.
—Y ya que estamos con el tema de la familiaridad… ¿Lo conoce usted bien?
Me pongo roja como un tomate, cosa que me mortifica. Maldito sea este pelo naranja y todo lo que lo acompaña. Mi padre me dijo una vez que si no hubiera heredado el cabello pelirrojo de mi madre no me pondría roja con tanta facilidad ni tampoco diría tantos tacos. Lo que me pareció muy injusto, porque apenas digo tacos ni me pongo colorada, aunque motivos no me han faltado muchas veces. Creo que soy una persona bastante equilibrada, dadas las circunstancias.
Finn me mira con los ojos muy abiertos, interesado por saber la respuesta a la pregunta de Holly.
—Un poco —le respondo—. Nos llevamos bien.
—¿Igual de bien que con su tía? —inquiere Holly, quien, tras ver que lo fulmino con la mirada, cambia de táctica—: ¿Como si fueran primos? ¿Hermanos, tal vez?
—Pues la verdad es que no lo conozco tanto como Mary Finch a usted —declaro. Como se queda desconcertado, imito el gesto de un pellizco y se sobresalta como si en ese preciso momento notara las atenciones de aquella mujer.
—Ahí me ha pillado usted —conviene Holly.
Nos quedamos junto al mostrador, donde Bev Palsson canjea dinero por dulces. Finn se compra una cantidad obscena de rollitos de canela con el dinero de Dory Maud. Cuando ya estamos fuera de la pastelería, cerca de donde he atado a Dove, Finn le pide a George Holly que le quite el envoltorio a una de las tartas, para así poder observar su reacción. Holly le da un mordisco y se le derrama un poco de miel por la comisura de los labios. Cierra los ojos de puro deleite, y es difícil adivinar si exagera un poco para que Finn se ponga todavía más contento.
—Tengo entendido —prosigue Holly— que la comida siempre sabe mejor cuando la recuerdas. Pues bien, no sé cómo un recuerdo mío puede mejorar lo presente.
Finn está encantado, como si hubiera hecho él mismo aquellas tartas. Veo en la expresión del americano un sentimiento agridulce: creo que la isla ha empezado a atraparle, y eso hace que me caiga todavía mejor. Alguien a quien Thisby elige para seducirlo no puede ser mala persona.
—Finn, ¿serías tan amable de pedirles otra bolsa para que podamos repartir los pastelillos y las tartas en dos paquetes? Y, si te doy esto, ¿podrías comprarme otro rollito para llevármelo a mi habitación? Cómprate otro para ti también, así la otra mano no te parecerá tan vacía.
Cuando Finn se ha ido, Holly me advierte:
—Puck, quizá me estoy metiendo donde no me llaman y puede que pague por ello, pero permítame que le diga que hay personas que no quieren verla en la playa; no sé si tiene constancia de ello.
Recuerdo a Peg Gratton diciéndome que no permitiera que nadie ajustara mi cincha. Se me quitan las ganas de desayunar de golpe.
—Sí, algo he oído.
Holly parece verdaderamente preocupado.
—Es usted la primera mujer que participa en la carrera, ¿verdad?
Me llama la atención lo de «mujer», pero asiento con la cabeza.
—Es que me parece que las cosas se están poniendo un poco feas allí abajo —me confiesa—. No le diría nada si no pensara que corre usted peligro.
Qué rápido se ha convertido George Holly en uno de nosotros: voy a competir contra más de una docena de capaill uisce y sabe que es a los hombres a los que debo temer.
—Ya sé que no puedo confiar en nadie —reconozco—; sólo en…
Holly me observa.
—Le gusta, ¿a que sí? ¡Qué lugar tan maravilloso, extraño y reprimido éste!
Casi lo mato con la mirada. Por lo menos, esta vez no me sonrojo, algo es algo. Aunque también puede ser que esté roja como un pimiento morrón y ya no pueda ponerme más colorada.
—Por lo menos yo no me dejo engañar por tres hermanas que suman entre todas cuatro ojos y medio.
Holly se ríe, encantado.
—¡Tiene toda la razón!
Dove pone su empeño en darle un lametón a mi pastelillo de noviembre, y yo la aparto de un codazo.
—Annie es agradable —prosigo—. ¿Le parece guapa?
—Mucho.
—Yo creo que usted también le gusta —lo miro por el rabillo del ojo, esbozando una sonrisilla—. Debe de ser porque no ve más allá de sus narices. Aunque no creo que le prepare muchos pastelillos de éstos. Que Palsson’s siempre esté lleno hasta los topes tiene su explicación: las mujeres de Thisby son unas perezosas.
—¿Perezosas como usted?
—Más o menos.
—Entonces me parece que podré soportarlo —levanta la vista: Finn acaba de salir por la puerta de Palsson’s, cargado con dos bolsas, y se acerca a nosotros feliz como una perdiz.
—Le deseo muchísima suerte, señorita Connolly. Y le recomiendo que no espere a que Sean Kendrick se dé cuenta de que se siente solo…
Me gustaría preguntarle qué quiere decir con aquello, pero Finn ya nos ha alcanzado, y ésa no es una pregunta que pueda formularle delante de uno de mis hermanos.
Así que nos despedimos muy educadamente. Holly se marcha a ver los entrenamientos en la playa, yo me voy con Dove hacia la cima de los acantilados y Finn se prepara para hacer las chapucillas que le ha encargado Dory Maud.
—¿Te has fijado en su acento? —me pregunta mi hermano.
—No soy sorda.
—Si yo fuera Gabe, me iría a América, y no al continente.
Esa frase arruina cualquier atisbo de buen humor que estuviera germinando en mi interior.
—Si tú fueras Gabe, te daría un bofetón.
Finn no me hace ni caso. Le da a Dove una palmadita en la grupa antes de marcharse.
—¡Espera! —lo detengo para darle dos pastelillos más de mi bolsa—. Toma. Anda, vete.
Se marcha con paso alegre, encantado por aquel inesperado festín. Sujeto la bolsa de los pastelillos en una mano y, con la otra, cojo las riendas de Dove. Pienso en las palabras de Holly, que la comida siempre sabe mejor en tus recuerdos… Qué comentario tan extraño y sensacional: asume que no sólo disfrutarás desde el primer mordisco, sino también de todos y cada uno de los momentos en los que evoques ese bocado delicioso. Mi futuro pende de un hilo, y no sé si puedo permitirme el lujo de perderme en divagaciones. En cualquier caso, el pastelillo de noviembre me sabe muy dulce en este preciso instante.