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PUCK

No tengo la sensación de haber dormido, pero por la mañana tengo los ojos pegajosos y parece que un topo haya construido un túnel con las sábanas, así que supongo que algo he dormido. Tras la ventana, el cielo tiene ya el tono azul del día y decido que, sea la hora que sea, ya estoy despierta. Me paso demasiado rato muerta de frío con el camisón puesto (el que tiene los tirantes de puntilla que pican un poco, pero que llevo igualmente porque lo hizo mamá), mirando la ropa que tengo y pensando en qué ponerme para ir a la playa. No sé si tendré frío después de montar, y tampoco sé si es buena idea ir vestida como una chica, porque seguro que Joseph Beringer estará allí y me dedicará una sonrisa sarcástica.

Me esfuerzo por no pensar en cosas grandilocuentes del estilo «recordarás este día el resto de tu vida».

Al final, me pongo lo de siempre: los pantalones marrones, que no me hacen rozaduras, y el jersey verde oscuro grueso de mamá, tejido por ella. La recuerdo llevándolo puesto y me gusta; hace que sea una prenda especial. Me miro en el espejo, moteado por las manchas, igual que mi rostro por las pecas, y ensayo una mueca feroz: frunzo el ceño que enmarca mis ojos azules y cambio el rictus. Pero lo único que me devuelve el espejo es confusión y enfado. Me saco algunos mechones de la coleta y con ellos me tapo un poco la frente: intento parecer otra persona y no la niña de siempre, para que no se rían de mí cuando me vean llegar a la playa. Pero mi táctica no funciona: tengo demasiadas pecas. Me vuelvo a colocar los mechones en la coleta.

Finn ya está despierto. Me lo encuentro en la cocina, de pie, junto al fregadero. Lleva el mismo jersey que ayer: se diría que es un hombre que ha menguado durante la noche y que por eso se le queda la ropa tan grande. En el ambiente hay un olor apenas perceptible a carbón. Me resulta un aroma casi agradable, como a filete o a tostada, hasta que me doy cuenta de que en realidad huele mal, a papel o a pelo quemado.

—¿Se ha despertado ya Gabe? —pregunto. Miro en la alacena, sin saber muy bien qué hacer. Lo que no quiero es mirar a Finn. No tengo demasiadas ganas de hablar. Y al ver lo que hay en la despensa, creo que tampoco me apetece comer nada.

—Ya se ha ido al hotel —responde—. He hecho… Toma —dicho lo cual, me sirve una taza con su correspondiente cuchara. A los lados del recipiente hay manchas de lo que quiera que sea que ha utilizado para preparar la bebida. Me digo que seguro que deja manchas en la mesa, pero que está calentito y es cacao en polvo.

—¿Lo has preparado tú?

Finn me dedica una mirada.

—No, me lo ha traído San Antonio en plena noche. La verdad es que le sentó bastante mal que no te lo diera en aquel preciso momento —añade antes de darme la espalda.

Me sorprende que Finn haya recuperado el humor y que yo vaya a disfrutar de una taza de cacao. Me doy cuenta ahora de que la encimera está hecha un desastre: hay montones de cazuelas que Finn ha debido utilizar para obtener una única taza de chocolate en polvo. Y estoy segura de que el olor que se percibe en el ambiente es el de la leche derramada en el fogón. Pero no me importa, porque lo que de verdad cuenta es la intención. El labio inferior empieza a temblarme y no sé muy bien qué hacer, pero aprieto los dientes con fuerza un instante hasta que todo deja de darme vueltas. Cuando Finn se sienta al otro lado de la mesa con otra taza para él, ya vuelvo a estar normal.

—Gracias —le digo, cosa que lo incomoda. Mamá solía decir que Finn era como un hada: no le gustaba que le dieran las gracias—. Perdona —añado de inmediato.

—Le he puesto sal —me dice Finn; como si eso eliminara la necesidad de darle las gracias.

Lo pruebo. Está bueno. Si lleva sal, la verdad es que no la distingo entre las islas flotantes de cacao a medio deshacer que hay en la taza. Me resulta agradable sentir que se disuelven los grumos en mi paladar. No sé si Finn ha preparado antes cacao en polvo, creo que sólo me ha visto a mí hacerlo.

—Pues yo no la noto.

—La sal —explica Finn— hace que el cacao sea más dulce.

Me da a mí que eso es una tontería, porque ¿cómo es posible que algo que no es dulce haga que otra cosa, que ya lo es, sea todavía más dulce? Pero no le digo nada. Agito el cacao y chafo algunos grumos contra las paredes de la taza con la cucharilla.

Finn sabe que no le creo, e insiste:

—Ve y pregúntalo en Palsson’s. Ya verás como me dan la razón: he visto cómo preparan las magdalenas de chocolate. Y les ponen sal.

—¡Oye, que yo no he dicho que no te crea! Es que ni he abierto la boca.

Finn deshace un grumo de la taza.

—Ya lo sé.

No me pregunta cuánto tiempo voy a estar fuera hoy ni cómo voy a conseguir un caballo para las carreras. Tampoco hace ningún comentario sobre Gabe. No sé si me alegro de que no quiera hablar de nada o me pone de los nervios. Nos bebemos el resto del cacao en silencio y, cuando me levanto para llevar la taza al fregadero, hablo al fin:

—Supongo que estaré fuera casi todo el día.

Finn se pone en pie y coloca su taza al lado de la mía. Tiene una expresión muy seria y el cuello, tan delgado, le sobresale por encima del jersey, demasiado grande, como si fuera una tortuga. Señala la encimera que tengo detrás. Entre el lío de cacharros y platos hay una manzana cortada, a la que se le han quedado pegadas algunas migas que había en la encimera.

—Es para Dove. Quiero ir contigo.

—No puedes acompañarme —le digo, sin pararme a pensar en lo mal que me siento pronunciando esas palabras.

—No me refiero a todos los días —añade él—. Sólo hoy, el primer día.

Me vienen a la mente dos escenas de mi llegada a la playa: en la primera, estoy sola, orgullosa, y en la segunda, me veo entrando acompañada de mi hermano, cuyos dos ojos, sumados a los míos, pueden resultarme muy útiles.

—Vale, es una buena idea.

Finn coge su gorro, y yo, el mío. Los tejí yo misma. En el mío usé lana negra, blanca y dos tonalidades de marrón. El de Finn es blanco y rojo. El acabado no es perfecto, pero nos protegen del frío.

Nos quedamos mirando el panorama desolador de la cocina con los gorros puestos. Contemplo aquella estancia a través de mis ojos, como nadie más puede hacerlo: tengo la sensación, por unos instantes, que los cacharros que rodean a Finn han emergido del desagüe del fregadero. Qué caos. Nuestra vida es un caos y no me extraña que Gabe se quiera marchar.

—Vámonos —digo.