48
PUCK

Cuando llego a casa, la encuentro limpia como una patena. No tenía este aspecto desde que mis padres murieron. Me quedo de pie en el umbral un instante, desconcertada, hasta que Finn irrumpe apresurado en el zaguán. Tiene el aspecto de un hombre al que le han prendido fuego y él mismo se ha librado de las llamas: está hecho un cuadro; más de lo habitual, quiero decir. Salgo de mi ensimismamiento para intentar averiguar qué ha sucedido.

—Finn, ¿qué pasa? —quiero saber.

Mi hermano intenta decir algo, pero sólo consigue mover las manos. Al final, logra emitir unas palabras.

—Le estuve dando vueltas a una cosa… que quizá te había pasado algo y yo no me había enterado.

—¿Por qué me tenía que pasar nada?

—Puck, es de noche. ¿Dónde estabas? ¡Pensaba que…!

Caigo poco a poco en la cuenta: Finn me vio partir para confesarme y debió de pensar que regresaría poco después.

—Lo siento —me disculpo.

Mi hermano se va hecho una furia a la cocina y me doy cuenta de que toda esta limpieza se debe a que ha estado muy preocupado por mí.

—La casa tiene un aspecto sensacional —señalo.

—¡Pues claro! ¡La he limpiado a fondo! Si te hubieras muerto, pensaba que no sabía cuánto tardaría en enterarme. ¿Quién iba a decírmelo?

—Lo siento, se me pasó. El tiempo se me ha pasado volando.

Eso todavía le irrita más. Nunca lo había visto así. Se comporta como mi padre cuando descubrió que mi madre le había comprado un caballo castrado gris a un granjero. Se había enfadado mucho: su irritación era una tormenta silenciosa, contenida entre las paredes de casa.

—¡Conque se te ha pasado el tiempo volando! —exclama, al cabo de un rato.

—Puedo seguir disculpándome si quieres, pero no sé qué voy a conseguir con eso.

—¡No vas a conseguir nada, ya te lo digo yo!

—¿Y qué es lo que quieres que haga, entonces? —la verdad es que me he llegado a sentir culpable, pero ahora la paciencia empieza a agotárseme. No puedo dar marcha atrás y cambiar el pasado.

Finn se agarra al respaldo de la butaca de papá con tanta fuerza que tiene los nudillos blancos.

—¡No puedo soportarlo! —espeta, y de repente veo a Gabe en él—. ¡No soporto no saber lo que pasará!

Me acerco silenciosamente a la butaca y me agacho delante de ella. Cruzo los brazos sobre el asiento y observo a mi hermano. No entiendo por qué sigue pareciendo tan pequeño; quizá toda esta preocupación le está quitando años de encima. O quizá sea porque he visto hace poco a Sean Kendrick.

—Ya casi ha acabado todo. No te preocupes, no me pasará nada. Aunque no gane saldremos de ésta, ¿vale?

El rostro de Finn tiene un aspecto triste y desolado; no cree lo que le digo.

—¿Verdad que Puffin volvió? —añado.

—Con media cola menos. Y tú no tienes ninguna.

—Pero Dove sí. Y con esa comida tan cara que le damos, seguro que le volvería a crecer muy rápido.

No sé si lo que le digo lo reconforta, pero lo cierto es que no vuelve a protestar. Más tarde, se lleva su colchón a mi habitación y lo coloca junto a la pared contraria. Me recuerda a cuando éramos pequeños y solíamos compartir dormitorio con Gabe, antes de que mi padre construyera otra habitación adyacente para él y para mamá.

Cuando apagamos la luz, nos quedamos callados largo rato.

—¿Qué penitencia te impuso el padre Mooneyham? —me dice al fin.

—Dos avemarías y un Columba.

—Madre mía —suspira él en la oscuridad—, pero si te has portado mucho peor…

—Ya intenté decírselo.

—Cuando vaya yo mañana, se lo volveré a comentar. ¿Ya has rezado las oraciones?

—Pues claro, sólo eran dos avemarías y un Columba.

Mi hermano se agita en la oscuridad.

—¿Todavía hablas en sueños?

—¿Y cómo voy a saberlo?

—Si lo haces, te daré un coscorrón.

Y se da la vuelta, ahuecando la almohada.

—Esto no es para siempre. Sólo me quedaré en tu habitación hasta después de las carreras.

—Vale —le contesto. Veo la silueta de la luna a través de la ventana, y pienso en el momento en que Sean me tomó el pulso. Aparto unos instantes ese recuerdo, porque quiero recuperarlo cuando Finn haya dejado de hablar. Pero, en vez de pensar en eso, le doy vueltas a lo que me ha dicho mi hermano antes: si yo me muriera, ¿cuánto tardaría en enterarse o quién se lo diría? Caigo en la cuenta entonces de que no recuerdo en qué momento nos informaron de la muerte de nuestros padres. Partieron juntos en la barca, algo nada habitual, y después descubrí que habían muerto. No es que no recuerde quién nos lo dijo, sino que ni siquiera recuerdo que nos dieran la noticia. Me quedo estirada en la cama, cerrando los ojos con fuerza para revivir ese momento, pero una y otra vez me asalta la imagen de Sean y la sensación de ver pasar el mundo a toda velocidad montada a lomos de Corr.

Creo que la isla es bondadosa porque no permite que recordemos las cosas terribles demasiado tiempo, y en cambio nos deja atesorar los buenos recuerdos tanto como nosotros queramos.