Aquí afuera, en los acantilados, el semental rojo se mueve sin cesar. Ensancha los ollares para atrapar el viento del mar que me alborota el pelo. Cuando era pequeña y montaba a Dove a pelo, sin bridas y sucia por el prado, solía apoyarme en una verja o en una roca para subirme a su grupa. Hoy, con Corr, no será muy diferente. Lo único que cambia es el tamaño de la roca a la que tengo que subirme. Sean coloca bien a su caballo y me dice:
—Más quieto que ahora no va a estar.
El corazón me galopa, desbocado. No puedo creer que esté a punto de montarme en un capall uisce. Y no en un capall uisce cualquiera, sino en el que ocupa la primera posición en la pizarra de la carnicería. El mismo que ha ganado las Carreras de Escorpio cuatro veces seguidas. El que le destrozó el cuello a David Prince ayer por la mañana. Me agarro a su crin e intento que no me tire con su baile. Al fin logro montar. Me agarro a su crin con las dos manos, como si fuera una niña pequeña.
—Voy a darte las riendas. Necesito que las sostengas mientras me subo o tendrás que apañártelas sola con él. ¿Puedo confiar en ti? —quiere saber Sean.
Por el modo en que formula aquella pregunta me doy cuenta de lo mucho que se arriesga al dejarme montar en su caballo y darme las riendas.
—¿Los demás han podido sujetarlo bien?
Sean no muda la expresión.
—Nadie más se ha subido a Corr. Tú eres la única.
—Puedo sujetarlo —trago saliva.
Sean dibuja un semicírculo con el pie delante del caballo y escupe dentro. Después, pasa con rapidez las riendas por encima de la cabeza del animal y me las da a mí. Si nunca antes hubiera visto o tocado a Corr, éste sería el momento en el que me daría cuenta de lo colosal y lo diferente que es de Dove. Es curioso, pero a través de las riendas siento el poder que emana de este capall. Es como intentar anclar un barco con telarañas. Corr tienta mi pulso y yo lo tiento a él. No quiero que me ponga a prueba.
Sean se coloca rápido detrás de mí y me sorprende la repentina cercanía de su cuerpo. Noto el calor de su pecho contra mi espalda, la presión de sus caderas contra las mías.
Me vuelvo para preguntarle algo y aparta la cara bruscamente por la proximidad.
—Ay, perdona —le digo.
—¿Estás cómoda con las riendas? —bajo aquella luz, veo a Sean en tonos blancos y negros. Los ojos le quedan oscurecidos detrás de las cejas.
Asiento, pero el caballo se resiste a avanzar; se echa para atrás, agitando la cabeza. Cuando tiro de las riendas, levanta las patas delanteras un poco; no para encabritarse, sino a modo de advertencia. Sean me dice algo que se pierde en el viento.
—¿Qué?
—Mi círculo —me indica al oído, con un aliento cálido. Me estremezco, aunque el viento no es más frío que antes—. No pasará por ahí. Tienes que rodearlo.
Tan pronto como dejamos atrás el círculo, Corr es como un pájaro que vuela en pleno vendaval: no sé si trota o galopa, lo único que sé es que avanzamos, y que todo parece posible. De repente, el semental se mueve hacia un lado: aprieto las piernas contra sus flancos para enderezar su recorrido. Sean me rodea con los brazos para agarrarlo por la crin.
Sé que sólo ha hecho ese gesto para sujetarse mejor; no para que yo estuviera más segura, pero, de repente, siento que vuelvo a tocar de pies al suelo. Me vuelvo y, de nuevo, él aparta la cabeza para dejarme espacio. Pero no me acuerdo de lo que iba a decirle.
—¿Qué? —reconozco la palabra porque se la leo en los labios, pero no la oigo bien—. ¿Es por…? —empieza a apartar los brazos y yo niego con la cabeza. Algunos mechones de pelo me golpean la cara, y a él también. Me dice algo, pero el viento vuelve a llevarse sus palabras.
Como se da cuenta de que no le he oído, se acerca más a mi oreja. No recuerdo la última vez que tuve a alguien tan cerca de mí. Siento la ondulación de su pecho contra el mío al respirar.
—¿Tienes miedo? —sus palabras resuenan, cálidas, en mi oído.
No sé lo que siento, pero miedo ciertamente no.
Niego con la cabeza.
Sean me coge la coleta con la mano, tocándome el cuello con los dedos, y me pone el cabello dentro del cuello del jersey, lejos del alcance del viento. Evita mi mirada. Entonces vuelve a rodearme con sus brazos y presiona la pantorrilla contra el flanco de Corr.
El caballo marino da un brinco en el aire.
A veces me cuesta distinguir el momento en que Dove pasa del trote al galope: sólo lo sé por el compás de cuatro y no de tres que marcan sus cascos.
Pero cuando Corr se arranca al galope, parece que se esté inventando un nuevo paso, mucho más rápido que los anteriores; tanto, que debería llamarse de otra manera. El viento ruge violentamente contra mis oídos. Hay piedras en el camino, pero no son obstáculo alguno para él. Apenas levanta los cascos y ya los hemos superado. A cada zancada siento que recorremos más de un kilómetro. Antes nos quedaremos sin isla que Corr sin aliento.
Sobre él, somos gigantes.
—Pídele más —me susurra Sean al oído.
Y, cuando aprieto las piernas contra sus flancos, el semental da un brinco hacia delante, como si antes simplemente estuviéramos paseando. Es imposible que ningún otro caballo de los que he visto en la playa sea más rápido que éste. No existe ningún caballo más rápido que Corr en todo el mundo, ni siquiera con dos personas encima. Y durante la carrera sólo tendrá que llevar a Sean, es imposible que pierda.
Volamos.
Noto el cálido pelaje contra las piernas: la sensación es casi pegajosa, como cuando la resaca de la mar te entierra los dedos en la arena. Siento su pulso en mi pulso, su energía en la mía, y sé que éste es el misterioso y aterrador poder de los capaill uisce. Todos lo sabemos: te atrapa, te confunde y, antes de que te hayas dado cuenta, estás en el agua. Pero Sean se echa hacia delante, con decisión, y le agarra las crines a Corr para anudárselas: tres nudos, luego siete y tres de nuevo. Intento concentrarme en lo que hace en vez de pensar en la presión de su cuerpo contra el mío, de su mejilla contra mi pelo.
Aflojo las riendas y galopa hacia la izquierda, lejos del borde del acantilado. Sigo notando la presión del cuerpo de Sean contra el mío: con una mano le presiona las venas mientras con la otra le agarra la crin. Su magia se convierte en murmullo constante dentro de mi cuerpo, que me advierte del peligro del capall uisce que tengo entre las piernas, pero que, a la vez, me grita que está vivo, vivo, vivo.
Volvemos por la misma ruta. Sigo esperando que Corr dé alguna muestra de fatiga, pero lo único que noto es el repicar de sus cascos contra la hierba, el resoplido de su respiración alrededor del bocado y el rumor del viento contra mis oídos.
La isla se extiende ante nuestros ojos, bajo la luz de la luna. Galopamos en paralelo al borde del acantilado y, más allá, una bandada de pájaros se esfuerza por seguirnos el paso. Creo que son gaviotas dejándose llevar por las corrientes de aire que las envían violentamente hacia arriba a medida que se acercan a las rocas. «Éste es Thisby —me digo—. Éste es el Thisby que tanto amo». De repente, siento que lo sé todo de la isla y de mí a la vez. Pero sé que esta revelación se desvanecerá tan pronto como ponga los pies en el suelo.
Volvemos a estar en el punto de partida y, sin ganas, freno a Corr. El corazón me late fuerte: sigue galopando a pesar de que nos hayamos detenido.
Me bajo del caballo y retrocedo. Me doy la vuelta para ver desmontar a Sean. Se lleva la mano al bolsillo y saca un puñado de sal. Lo esparce formando un círculo alrededor de Corr y escupe dentro mientras yo lo observo. Cuando ha acabado, se acerca a mí, sombrío y en silencio. Me mira del mismo modo que el día del Festival, y yo también lo miro a él. Algo salvaje y ancestral se mueve en mi interior, pero no tengo palabras para describirlo.
Sean extiende la mano y me coge la muñeca. Aprieta su pulgar sobre mi pulso: el corazón me da un vuelco y se precipita. Aquel roce me impide moverme. Soy presa de una magia que no puedo explicar.
Nos quedamos así largo rato. Espero que mi pulso se frene, pero no lo hace.
Finalmente, me suelta la muñeca y se despide:
—Nos vemos mañana en los acantilados.