Cuando tenía ocho años, el viento de octubre trajo consigo una tormenta que encrespó el mar que baña Thisby. Días antes de que llegara la lluvia, las nubes abrazaban el horizonte y el océano subía más y más, ansioso por llegar al calor de nuestros hogares. Mi madre lloraba y se cubría la cara con las manos cuando las tejas empezaron a castañetear como si fueran dientes. La oía gimotear contra las ventanas incluso antes de que el cielo se llenara de nubes. Eso fue antes de la primavera y antes de que llegara el siguiente octubre. Antes de que la marea se la llevara al continente y trajera a Corr a cambio.
Mi padre, en aquella oscuridad, abrió la puerta y me hizo salir de la cabaña para que me adentrara con él en la salada noche. La luna llena brillaba fiera y redonda en el cielo. La playa a la que me llevó era llana y parecía de cristal, porque la arena húmeda reflejaba la luna. El océano se alargaba ante mis ojos hasta hacerse infinito, y el corazón me dolía al verlo.
Mi padre me llevó hasta una hendidura del acantilado. Tuvimos que trepar por enormes rocas para llegar a nuestra meta: una cavidad del acantilado en la que el furioso mar había lanzado una preciosa caracola, blanca como el armiño, y un hueso perteneciente a la pierna de un hombre. Estaba muy oscuro y la luna no podía vernos, aunque nosotros a ella, sí. La playa se extendía a nuestros pies.
No recuerdo si mi padre me pidió que me quedara callado, pero el silencio era total. La luna surcaba el cielo a medida que la marea se acercaba más y más a nosotros. Las espumosas olas parecían enloquecidas por la tormenta.
Llegaron con la marea. La luna iluminaba las extensas franjas de espuma a medida que las olas chocaban unas con otras e iban a morir a la arena, arrastrando a los capaill uisce consigo. Los caballos asomaban la cabeza con un esfuerzo por intentar liberarse del abrazo salado del mar. Cuando ya empezaban a salir del océano, mi padre me agarró el brazo con tanta fuerza que se le quedaron los nudillos blancos.
—No te muevas —me ordenó.
Los capaill uisce aterrizaban ya sobre la arena, refregándose unos contra otros, corcoveando y liberándose a golpe de fuertes sacudidas de la espuma que les cubría las crines y de los retazos del Atlántico que todavía arrastraban con los cascos. Aullaban desde la arena a los caballos que todavía estaban en el agua, con un lamento tan agudo que me puso los pelos de punta. Eran veloces y letales, salvajes y hermosos. Los caballos eran verdaderos colosos, océano e isla a la vez, y por eso los amaba.
Ahora Puck y yo estamos con Corr en los acantilados, bajo un cielo azul intenso. Ella tiene una expresión fiera y firme en el rostro, tan valiente e intrépida como una barquichuela en un mar agitado. Por encima de nuestras cabezas asoma la misma luna que iluminó el océano tantas noches atrás.
Recuerdo la mano de mi padre, con los nudillos blancos. «No te muevas».
Puck está al lado de Corr y lo observa.
Quiero que lo ame tanto como yo.