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PUCK

Antes de emprender el camino que lleva a Malvern Yard, iluminado por la pálida luz del crepúsculo, ya sé que voy en la buena dirección: los campos se llenan de caballos que pacen tranquilos, y huele a estiércol de calidad, el que proviene de un heno también excelente. A mi entender, los excrementos de caballo tienen mucho en común con los arañazos de gato: no resultan desagradables si son pocos y no demasiado recientes. Y me gusta el olor a hierba, a heno y a estiércol que emana de Malvern Yard. Como he tenido un día muy largo y no hay nada que presagie que vaya a alargarse mucho más, me permito el placer de fantasear que aquellas praderas y las hermosas yeguas que pacen a ambos lados del camino me pertenecen, y que estoy paseando tranquilamente por mis dominios, con esa satisfacción que te da el tener propiedades y el saber que lo que se sirva en tu mesa esa noche procede de tus campos.

En la pista, a mi izquierda, hay un escuálido muchacho a lomos de un caballo castrado purasangre. Lleva los estribos muy cortos, como los jinetes. Supongo que lo es. Cuando trota, se mantiene suspendido en el aire sobre su montura. Un hombre lo observa desde la valla y, si me gustaran tanto las apuestas como a Dory Maud, me jugaría algo a que no es de Thisby. Para empezar, lleva zapatos blancos, y no hay un solo lugar en Thisby en el que se vendan zapatos de ese color. Cerca del edificio principal, otro mozo lleva a un caballo gris ceniza empapado de regreso a los pastos. El caballo parece mucho más limpio y mejor alimentado que yo. Entonces, a través de las puertas abiertas del establo, vislumbro un caballo castaño atado en el corredor, que espera a que el muchacho que está junto a él lo cepille. La luz del atardecer proyecta una sombra violácea sobre caballo y mozo, y recorta ambas siluetas en el suelo, detrás de ellos. Se oye un relincho en el patio y otro caballo responde con idéntico sonido desde las caballerizas.

Es todo muy parecido a lo que me imaginaba que sería esa famosa pista de entrenamiento, y me siento un poco rara. No soy una persona especialmente ambiciosa, ni tampoco de ésas que se pasan el día soñando con tener una finca. La gente que malgasta su vida lamentándose y mortificándose por las cosas que ni tiene ni tendrá jamás no son santo de mi devoción. Papá nos inculcó bien la diferencia entre querer y necesitar. Aunque ahora, al estar ahí, en pleno corazón de Malvern Yard, no puedo evitar sentir un asomo de tristeza por lo que nunca podré tener.

Intento descubrir si valdría la pena ser como Benjamin Malvern si ello implicara vivir en un sitio como éste.

—¿A quién buscas?

Escudriño mi sombra antes de ubicar aquella voz. Es el mozo que acompañaba al purasangre gris que acababa de bañar (qué mundo éste en el que se baña a los caballos. ¿Cómo se ensucian en un lugar así, para empezar?). Se han detenido en mitad del patio. El caballo le da empujoncitos al mozo, que no le presta atención.

—A Sean Kendrick.

Es raro pronunciar su nombre en voz alta. Sostengo su chaqueta, como si fuera una invitación. El corazón me late con fuerza bajo el pecho.

—¿Dónde está Kendrick? —le pregunta el mozo a un hombre que acaba de salir de uno de los edificios más pequeños. Hablan un rato. Me pongo nerviosa. No pensaba que me fueran a tomar en serio—. Busca en la cuadra. Tienes que ir al establo principal.

No me preguntan nada más ni me dicen que me vaya, aunque tienen una mirada inquisitiva, como si esperaran que yo fuera a dar explicaciones. Les doy las gracias y me adentro en Malvern Yard. Cierro la puerta con cuidado tras de mí, porque sé que lo peor que puedes hacer en una finca es dejarte las puertas abiertas.

Finjo que no noto las miradas curiosas de los mozos mientras entro en los establos. La verdad es que cuesta imaginar que esto sea un establo, incluso a pesar de los caballos, porque es un edificio tan magnífico como Santa Columba. Tiene las mismas bóvedas altas, la misma piedra esculpida y el mismo eco. Lo único que le falta para ser una iglesia es el confesionario con su ridícula cortinilla. Aquel establo me recuerda, por alguna razón, a la piedra cuajada de sangre seca sobre la que todos los jinetes realizan su particular juramento.

Me obligo a no mirar directamente al muchacho, que sigue cepillando al caballo castaño, no quiero parecerme a Finn cuando observa con esos ojos tan abiertos. Tanto el mozo como el caballo tienen un aspecto limpio y resuelto, y yo me siento en inferioridad de condiciones; sucia, ataviada con la bata, los pantalones y el jersey de capucha. Señalo la cuerda con la que el caballo está atado, el modo universal de preguntar «¿Puedo pasar por aquí debajo?» sin mediar palabra, y el mozo asiente con la cabeza. Me mira con la misma expresión curiosa que los demás. Creo que el interés que demuestran se debe a mi condición de forastera, hasta que paso junto a él y me dice:

—Eres muy valiente atreviéndote a competir con tu yegua en las carreras.

—Muchas gracias —le respondo—. ¿Sabes dónde está Sean Kendrick? Vuelvo a sostener su chaqueta como antes, para que todos vean que tengo un motivo para buscarlo. El muchacho señala con la barbilla el pasillo que se abre detrás de él, en el que se distinguen las magníficas y relucientes puertas de las cuadras. Todas están rematadas por un arco, como si fueran capillitas y los caballos, sus dioses. Paso por delante de ellas hasta que veo una cuadra al final de todas con unos pálidos barrotes blancos en vez de los habituales de acero. En ella distingo la inconfundible cabeza del semental rojo.

Me acerco silenciosamente y tengo la sensación de que Sean Kendrick no debe de estar allí. Eso me fastidia bastante, por algún extraño motivo, hasta que distingo su silueta entre las sombras del box. Está agachado cerca de las patas de Corr, vendándolas por debajo de la rodilla. Lo hace muy despacio, meticulosamente gira la tela una vez, se escupe en los dedos y se estira para tocar el cuerpo de la bestia. Y entonces le da otra vuelta a la venda antes de volver a escupir. Mientras tanto, Corr tiene el cuello arqueado y mira por el ventanuco de la cuadra, a través del que se ven unas rocas y tierra. Aquel panorama es un tanto lúgubre, pero al animal parece gustarle, porque lo observa largo rato. Es mejor que mirar a las paredes, supongo.

Durante un momento, me limito a mirar cómo Sean envuelve aquella especie de tela alrededor de la pata de Corr. Observo el movimiento de sus hombros cuando no los oculta la chaqueta y la inclinación de la cabeza al concentrarse. No sé si se ha percatado de mi presencia y finge que no, o si no me ha visto de verdad. Sea lo que sea, no me importa. Es un placer ver cómo se hace un trabajo bien hecho, prestando toda tu atención. Intento pensar por qué Sean Kendrick me parece tan diferente a los demás; de dónde provienen esa intensidad y esa calma que son una sola cosa. Llego a la conclusión de que lo que le hace diferente es la seguridad. Casi todo el mundo duda entre paso y paso, o se detiene, o pierde intensidad al actuar, tanto si se trata de vendar una pata, comerse un bocadillo o vivir en general. En cambio, Sean nunca realiza un movimiento del que no esté seguro, incluso si para ello tiene que quedarse completamente quieto.

Corr alza la cabeza para mirarme con el ojo izquierdo, y ese movimiento hace que Sean levante la vista. No dice nada, y yo levanto la chaqueta todo lo que puedo para que la vea.

—No he podido limpiar toda la sangre.

Sean se vuelve a agachar por debajo de la falda del semental, dejándome allí de pie con la chaqueta. Me debato entre dejársela sin más, delante de la cuadra, o esperar a que me diga algo, pero, antes de que pueda decidirme, él acaba de vendarle la pata a Corr y se pone de pie, mirándome. Aprieta con los dedos el cuello del animal.

—Qué amable, muchas gracias —me dice.

—De nada —le respondo. Lo cierto es que no tenía que lavar la manta de Dove, pero la lavé de todos modos porque tenía la chaqueta de Sean. Estuve frotándola hasta que se me arrugaron los dedos como pasas y mi talante benevolente acabó transformándose en pura irritación—. ¿Qué haces?

—Le envuelvo las patas con algas.

Nunca había oído nada parecido, pero Sean parece llevar a cabo esa tarea con tal decisión que a buen seguro debe de ser importante.

—¿Quieres que la deje en alguna parte? —hago un gesto con la chaqueta. Se lo pregunto porque es de buena educación. No quiero que diga que sí. La verdad es que no sé qué es lo que quiero que diga, pero espero que sea algo que me dé alguna excusa para quedarme aquí, observándolo, unos minutos más. Admitirlo es un revés para mi orgullo, como el deseo de casarme con el doctor Halsal cuando tenía seis años. Siempre he pensado que nadie puede fascinarme tanto como yo misma.

Desde el otro lado de la puerta, Sean pasea la vista pasillo arriba y pasillo abajo. Parece que busca un lugar en el que colgar la chaqueta, pero, de repente, frunce el ceño como si no fuera eso lo que estuviera buscando.

—Ya casi estoy. ¿Puedes esperar?

Intento no mirarle la mano: la tiene apoyada en el cuello de Corr. El modo en que toca su piel indica una advertencia: le dice al animal que mantenga la distancia, pero, a la vez, también lo reconforta, igual que cuando yo acaricio a Dove para recordarle que estoy allí, junto a ella. La diferencia es que Corr mató a un hombre ayer por la mañana.

—Supongo que no vendrá de unos minutos —le contesto.

Sean me mira de cabo a rabo, con aquella mirada suya que me escruta de los pies a la cabeza y de la cabeza a los pies, como si estuviera calibrando la profundidad de mi alma y desvelando mis anhelos y mis pecados. Es peor que ir a confesarse con el padre Mooneyham.

—Si me ayudas, acabaremos antes —me pide después de analizarme. Lo dice entrecerrando los ojos, dándome a entender que se trata de una prueba. ¿Seré lo suficientemente valiente como para entrar en la cuadra de Corr después de lo sucedido ayer, después de haber tenido tiempo para reflexionar? Ese pensamiento me acelera el pulso. No se trata de confiar en el semental o no, sino de confiar en Sean.

—¿Y cómo se supone que puedo ayudar? —le respondo, y su rostro se ilumina como los rayos de sol sobre Skarmouth en un día despejado. Se escupe en los dedos otra vez y empuja a Corr contra la pared trasera de la cuadra para que yo pueda abrir la puerta. Me quedo de pie dentro del box.

—No confíes en él —me advierte.

—¿Y en ti? —le provoco, entrecerrando los ojos.

Su rostro no se altera ni un ápice.

—No seré yo quien te haga daño. ¿Sabes cómo vendar una pata?

—¡Claro, nací vendando patas! —exclamo, brusca, porque me siento ofendida.

—Debe de haber sido un parto difícil —bromea Sean, señalando hacia un cubo que descansa contra la pared. Su contenido es negro como el azabache.

—Eso es lo que va debajo del vendaje. Tiene que colocarse por igual en todas partes.

Sin dejar de mirar a Corr, cojo el cubo.

—Asegúrate de que el alga queda bien plana.

—Vale.

—Deja libres unos tres centímetros por debajo de la rodilla.

—De acuerdo.

—Tiene que quedar un poco suelta, que quepa un dedo.

—¡Sean Kendrick! —lo digo con tanto énfasis que Corr me apunta con las orejas. No me gusta que se haya dado cuenta de que estoy allí: su curiosidad me recuerda al capall uisce que nos encontró a Finn y a mí en el cobertizo.

Sean no parece dispuesto a disculparse.

—Quizá será mejor que lo haga yo y punto.

—Oye, que tú eres el que me ha pedido que entrara aquí —le recuerdo—. Ahora eres tú quien no confía en mí.

—No es sólo por ti —me responde.

Lo miro echando chispas por los ojos.

—Bueno, pues lo haremos al revés. Yo lo sostengo y tú le vendas las patas. Así, cuando lo hagas mal, sólo te podrás echar la culpa a ti mismo. Y coge la chaqueta, que se me cansa el brazo de llevarla tanto rato.

Sean me mira con ojos inquisitivos, como calibrando si hablo en serio. O quizá esté decidiendo si soy capaz de hacer aquella tarea.

—Vale —me dice.

Coloca una mano delante de la cara de Corr, a modo de advertencia. Hacemos el intercambio: con la otra mano coge la chaqueta y yo agarro el ramal. Se pone la chaqueta y, por arte de magia, se convierte en el Sean Kendrick que vi por primera vez en la carnicería.

—Tienes que fijarte siempre en los dientes —me advierte.

—Ya lo sé —le espeto, con un tono cortante que me sorprende a mí misma.

—Ése que viste en la playa no era Corr —continúa Sean—. Hay que conocer bien a los caballos marinos. Sólo tienes que usar lo necesario en cada caso. No puedes coger todos los cascabeles de Thisby y colocárselos a todos por igual. Reaccionan de modo diferente. No son máquinas.

—¿Así que me estás diciendo que David Prince estaría vivo si tú hubieras montado a Corr? —es una pregunta cuya respuesta ambos conocemos, por lo que añado—: ¿Por qué?

Sean se agacha y le acaricia la pata con la mano, para que sepa que está allí, junto a él.

—¿Acaso tú no notas cuando tu yegua está nerviosa?

Pues claro que me doy cuenta. He crecido junto a ella. Sé cuándo está triste, y seguro que ella sabe cuándo lo estoy yo.

—¿Vuelves a trabajar aquí? —le pregunto.

Levanto la vista, porque las bombillas se han encendido, llenando el espacio de un resplandor amarillento que no llega al suelo. Sean va mucho más rápido con los vendajes. Trabaja sin pararse a escupir, por lo que deduzco que era un truco para que Corr no se moviera. ¿Es que no había nadie en todas las cuadras que se atreviera a sostener a Corr mientras Sean le vendaba las patas? El animal lleva todo este rato manso como una ovejita, aunque sus ojos brillan, astutos como los de una cabra. Sean no levanta la vista para contestarme.

—Malvern me dijo que podría comprar a Corr si ganaba la carrera.

—¿Así que has aceptado tu empleo de nuevo?

—Sí.

—¿Y qué pasa si no ganas?

—¿Y qué pasa si no ganas tú? —me pregunta.

No quiero contestarle, por lo que prefiero cambiar de tema.

—¿Qué harás si ganas?

Ha acabado ya de vendarle la pata, pero sigue agachado.

—Con mis ahorros y la parte del premio que me corresponde, compraré a Corr y me mudaré a la casa de mi padre, en la roca de poniente. Sólo el viento podrá marcarme el rumbo.

Quizá porque acabo de descubrir la increíble belleza de los establos de Malvern, me atrevo a decir, incrédula:

—¿No echarás todo esto de menos?

Levanta la vista y me mira. Desde donde estoy yo parece que alguien le haya manchado con carbón la piel que tiene debajo de los ojos.

—¿Y qué voy a echar de menos? Nada de todo esto ha sido nunca mío como para que lo eche de menos —suspira hondo. Aquello era lo más parecido a una confesión que le había oído decir nunca. Se levanta—. ¿Y qué hay de ti, Kate Connolly? ¿Puck Connolly?

Por el modo en que pronuncia mi nombre, creo que finge que no lo recuerda porque le gusta oír el peso de las palabras cuando las repite dos veces, y eso me pone nerviosa y hace que sienta un agradable calor en mi interior.

—¿Qué quieres decir?

Volvemos a hacer otro intercambio: él me pasa el cubo y yo, el ramal. Doy un paso atrás.

—¿Qué harás si ganas la carrera?

—Ah, pues me compraré una docena de vestidos, una carretera para ponerle mi nombre y probaré todos y cada uno de los pasteles que venden en Palsson’s.

Aunque no levanto la vista, noto que él me está mirando, y esa mirada suya no es cosa para tomarse a broma.

—¿Y la respuesta de verdad, cuál es? —insiste.

Cuando intento hablarle en serio, pienso en el padre Mooneyham y en que me dijo que Gabe se había sentado en el confesionario y había llorado. Aunque todo fuera como la seda, mi hermano se acabaría marchando igualmente…

—¿Crees que voy contándole mis secretos a todo el mundo o qué? —le espeto, evitando decir la verdad.

Sean ni se inmuta.

—No sabía que fuera un secreto —suspira—. Si lo hubiera sabido, no te habría preguntado nada.

Aquella respuesta tan honesta me descoloca, y me siento mal por ser tan antipática.

—Lo siento —me disculpo—. Mi madre siempre me decía que, en lugar de salir de su vientre, había salido de una botella de vinagre, y que mi padre me tuvo que bañar en azúcar tres días seguidos para poder quitármelo. Intento comportarme, pero no siempre lo consigo… —cuando a papá le salía el ramalazo imaginativo, les decía a los invitados que los duendecillos me habían dejado en el umbral de la puerta porque les mordía los dedos. Mi teoría favorita era la de mamá: decía que, antes de que naciera yo, llovió siete días y siete noches sin parar y que cuando salió al patio a preguntarle al cielo por qué lloraba tanto, una nube me depositó a sus pies y salió el sol. Siempre me ha gustado la idea de ser una pesada carga incluso para los elementos.

—No tienes por qué disculparte. Ha sido culpa mía, por preguntar demasiado.

Y ahora me siento peor todavía, porque mi intención no era que pensara eso.

Corr se mueve repentinamente y cambia el peso de una pata a otra. Su gesto tiene más de lobo que de caballo. Algo en él hace que Sean vuelva a escupirse en la mano y a colocársela sobre el lomo para empujarlo hacia la pared.

—¿Por qué te escupes en la mano? Te he visto hacerlo antes —temo que vaya a pedirme que salga de la cuadra, así que le formulo rápidamente la pregunta. No tengo que fingir interés, aquel gesto llama la atención de una parte de mí reprimida por años de estudio en el colegio, obligada por los adultos que gobernaban mi vida.

Sean se mira los dedos, como si fuera a hacer una demostración, pero se limita a abrirlos y cerrarlos. Estudia a Corr mientras piensa en la respuesta; como si su caballo pudiera ayudarlo a responder mejor.

—La saliva… es una parte de mí. Es el modo que tengo de llegar a un lugar al que no tengo acceso de otro modo.

Recuerdo el día de la playa: el caballo marino sólo se quedó quieto cuando Sean estuvo cerca de él. Su olor, impregnado en su camisa, fue lo único que logró calmarlo ese día.

—Algo me dice que mi saliva no significaría tanto para Corr como la tuya.

Sean tarda un rato en responder.

—Quizá todavía no.

«¡Todavía!». Creo que no he oído una palabra tan bonita como esa jamás en la vida.

—¿Y lo de susurrarle cosas? ¿Qué le dices?

Sean se coloca junto al hombro de Corr y, por primera vez, me sonríe. Es un gesto muy sutil: no indica buen humor, no sé lo que significa. En cualquier caso, parece más joven con una sonrisa en el rostro, y menos solemne. Quizá por eso no lo hace a menudo. Apoya la mejilla contra la cruz del animal y me responde:

—Lo que necesita oír.

Una oreja de Corr se vuelve hacia él. La otra sigue apuntándome a mí. Hay algo especial en aquella escena: el menudo y sombrío Sean Kendrick apoya la mejilla contra aquel coloso rojo que mató a un hombre, como si fueran amigos. Me resulta fascinante y aterrador a la vez, y no puedo despegar la vista de ellos.

—¿Le tienes miedo? —me pregunta Sean, al ver que los observo.

No quiero decir que sí, porque ahora mismo no lo tengo: en este momento parece un caballo y no un demonio, pero tampoco quiero decir que no, porque ayer por la mañana, en la playa, estaba absolutamente aterrorizada. Conteste lo que conteste, estoy segura de que Sean Kendrick es capaz de ver todos los matices contenidos en mi respuesta. Así que me decido por la ambigüedad.

—Me dijiste que no confiara en él.

—Tampoco yo confío en el océano: puede matarme en cualquier momento, pero eso no quiere decir que lo tema.

Miro a Sean con el ceño fruncido: lo veo una y otra vez subido a lomos del semental rojo, galopando a pelo por los acantilados. Pienso en el Sean que no puede soportar ver a Mutt Malvern montando a Corr. Por primera vez, no aparto la vista de aquellos ojos tan penetrantes.

—Pero tú amas a los caballos, ¿no? Quieres mucho a Corr.

Sean Kendrick se estremece, como si lo sorprendiera mi respuesta. Se queda callado tanto rato que oigo a la perfección todos los sonidos del patio: los relinchos, el borboteo del agua y el ruido de las puertas al abrir y cerrarse.

—Y tú amas la isla. ¿Acaso es diferente?

Tan pronto como lo dice me doy cuenta de que no puedo rebatir ese argumento. Es verdad que la isla podría matarme en un abrir y cerrar de ojos, y es cierto que la sigo amando a pesar de todo. Seguramente por ese mismo motivo.

—Creo que no me gustaría discutir contigo —anuncio—. Me parece que sería un pasatiempo muy poco gratificante.

Por toda respuesta, Sean mira a través de la estrecha ventana. Estudia aquel paisaje desolado con tanta intensidad que me obliga a seguir su mirada, porque pienso que quizá haya descubierto algo. Después me doy cuenta de que llevo años viviendo con dos hermanos, y sé que no está mirando hacia el exterior, sino hacia su interior, y que se debate en una lucha interna. Lo único que puedo hacer es esperar.

—¿Quieres montar en él? —me pregunta al fin.

Tengo la impresión de no haberle oído bien. No quiero decirle «¿cómo?», porque si de verdad oí bien, podría parecer que no quiero montar, y si no he oído bien, parecerá que no le prestaba la suficiente atención.

—Yo me subiré contigo —añade.

Estoy hecha un lío. Vi cómo ese caballo le mordía la yugular a un hombre hace apenas un día. Sé que es el caballo más rápido de toda la isla y que deshonraré la memoria de mis padres. Temo que me guste, no quiero tener miedo y deseo que Sean Kendrick tenga un buen concepto de mí. Y lo que es más importante, necesito saber que podré dormir tranquila por la noche al pensar en lo que he hecho durante el día.

—Vamos a los acantilados —le propongo. La marea está alta, por lo que tendrá que ser allí. Recuerdo al otro capall uisce lanzándose al vacío.

—No puedes negarte —me dice, tras mirarme largo rato.

Pero ya sabe que no le diré que no.