—Puck, te das cuenta de que no es culpa tuya, ¿verdad?
El padre Mooneyham me habla con un tono un tanto cansado; siempre parece tenerlo cuando voy a confesarme. Me paso las manos por la bata de trabajo. Me siento mal por ir a la iglesia en pantalones, pero tampoco iba a montar con un vestido, así que me he puesto una bata por encima de los pantalones. Yo creo que es un buen término medio.
—Pero me siento culpable. Yo fui la última que le cogió la mano y, al soltársela, se murió.
—Pero habría muerto de todos modos.
—Quizá no; ¿y si me hubiera quedado con él, agarrándole la mano? Nunca lo sabré, tendré que vivir con eso.
Observo la vidriera de brillantes colores situada encima del altar. La particular disposición del confesionario me permite ver perfectamente el resto del edificio desde donde estoy. Santa Columba es muy anterior, al parecer, a la confesión, a los sacerdotes e incluso al pecado; por eso los confesionarios se añadieron después. La cabina está abierta al resto de la iglesia, y el único elemento de separación es una cortina que oculta al sacerdote y que resulta bastante inútil; no sólo porque no le impide ver perfectamente al penitente que se acerca a él por entre los bancos, sino también porque el padre reconoce perfectamente todas las voces de la isla. Así que, aunque estuviera ciego, sabría quién le habla. La única ventaja de la cortina es que te puedes hurgar la nariz sin que nadie, divino o humano, te vea. Joseph Beringer lo sabe muy bien.
El padre parece ahora un poco molesto.
—Eso que dices me parece bastante egoísta, Kate. Le estás otorgando demasiado poder a una simple mano.
—Usted siempre dice que Dios obra a través de nosotros. Quizá lo que quería era que me quedara junto a él y que no lo soltara.
Se hace el silencio unos instantes al otro lado de la cortina.
—No todas las manos pueden obrar milagros. Entonces, nos daría miedo tocar cualquier cosa. ¿Sentiste una llamada divina que te dijera que te quedaras junto a él? ¿No? Pues entonces aparta esa culpa de ti.
Tal y como lo explica el padre, parece que la culpa sea algo que pueda lanzarse a la papelera, sin más. Me desplomo en la silla y contemplo el techo de la iglesia.
—Además, estoy muy enfadada con mi hermano —añado—. La ira es un pecado, ¿no? —recuerdo, no obstante, que Dios se enfadó unas cuantas veces, y que eso no parecía estar mal. Siento que tengo razón, por lo que quizá resulte que al final no es un pecado.
—¿Por qué estás enfadada con él?
Me seco una lágrima de la mejilla. Es una lágrima muy astuta, porque se ha escapado sin que yo me diera cuenta.
—Porque se va y nos deja aquí; y encima por un motivo absurdo. Y yo no puedo hacer nada.
—Gabriel —suspira el padre Mooneyham, pues sabe perfectamente de qué hermano le hablo.
Se queda callado unos instantes para que me desahogue. Los colores anaranjados y azules de la vidriera logran traspasar la barrera que forman mis manos, con las que me cubro la cara. La iglesia está sumida en un silencio casi total. Al cabo de un rato me paso la manga de la camisa por la mejilla.
La cortinilla se agita levemente y veo la mano del padre Mooneyham, que me ofrece un pañuelo. Me seco la cara con él y la mano desaparece.
—No puedo decirte nada de lo que se habla en este lugar, Kate. Y no sé si hará que te sientas mejor saber que él también se ha sentado en esa misma silla en la que estás tú ahora, y que ha llorado también amargamente.
Intento, sin éxito, imaginarme a Gabe llorando. Ni siquiera lo hizo en el momento en que enterraron en aquel hoyo a nuestros padres durante el funeral. Finn y yo lloramos desconsolados, abrazados a él. A pesar de eso, la imagen de mi hermano mayor llorando en aquella silla se me mete en la cabeza, y noto que mis sentimientos hacia él se vuelven menos fríos. Me da rabia que ese hipotético Gabriel sea capaz de tener ese efecto en mí.
—Pero no tiene por qué irse —protesto.
—Te diré algo que me dijo, Kate. Que no tenías por qué competir en las carreras.
—¡Pues claro que tengo que hacerlo! Necesitamos el dinero.
—Y resulta que las carreras son la solución a ese problema. De este modo tú crees que puedes solucionarlo. Pues bien, Gabe tiene un problema también, y marcharse de la isla es el modo en que él tiene de solucionarlo.
Ese argumento es tan lógico que me descoloca y me molesta.
—¿Y cuidar de viudas y de huérfanos desamparados no es algo sagrado? ¿No se supone que tendría que ocuparse de nosotros? —pero, al oírme diciendo aquello, recuerdo las palabras de mi hermano: «Ya no puedo soportarlo más». Ha estado cuidando de nosotros desde el día del funeral, en que no derramó ni una lágrima y nos dio consuelo. Ha estado trabajando en el muelle hasta muy tarde para intentar salvarnos de las garras de Malvern. De repente, me siento muy egoísta al intentar frustrar sus sueños. Suspiro hondo.
—¿Por qué tiene que marcharse? ¿No puede encontrar una solución mejor a su problema? ¿No puedo hacerle cambiar de idea?
El padre Mooneyham escucha atentamente lo que le digo.
—Que se marche no quiere decir que no vaya a volver. No te vendría nada mal repasar la historia del hijo pródigo…
Sus palabras me reconfortan tanto como un jarro de agua fría. Le devuelvo al padre el pañuelo por debajo de la cortinilla y, cuando lo coge, miro la vidriera con el ceño fruncido. Hay trece paneles centrales, y mamá o alguien me dijo que se suponía que eran gotas de sangre de Columba. Fue martirizado aquí. Sucedió mucho antes de que las gentes del lugar creyeran que la confesión, los sacerdotes y el pecado eran algo bueno, así que apuñalaron a Columba y lo lanzaron por los acantilados de poniente. Su cuerpo apareció junto a los capaill uisce un mes de octubre remoto y, como no estaba hecho unos zorros después de pasar tanto tiempo en el océano, lo santificaron. Creo que guardan su mandíbula detrás del altar, como reliquia.
Eso me recuerda que, a los quince años, Gabe quería hacerse sacerdote. Se pasó dos semanas dando la lata, ¡qué tostonazo! Fue él quien me contó la historia de Columba. Recuerdo estar sentada en un banco junto a él. Se había peinado hacia atrás porque creía que le daba un aire más angelical. Me doy cuenta de que echo muchísimo de menos a aquel Gabe tan serio y solemne, y a aquella Puck siempre tan peleona y leal.
—¿No me impone ninguna penitencia, padre? —le pregunto.
—Kate, antes tienes que confesarme algún pecado.
Me pongo a pensar en lo sucedido la semana pasada.
—Pues casi digo el nombre de Dios en vano. Bueno, no iba a decir «Dios mío», sino «¡ay, Jesús!». Ah, y me comí una naranja entera sin decirle nada a Finn, porque sabía que se enfadaría conmigo.
—Vete a casa, Kate —me aconseja el padre Mooneyham.
—Me he portado fatal. Es que no me acuerdo ahora exactamente de lo que he hecho, pero debe saber que he estado insoportable.
—¿Te sentirás mejor si rezas dos avemarías y un credo por Columba?
—Sí, mucho mejor, padre, gracias —me da la absolución y me siento libre de mis pecados. Al levantarme veo que alguien espera para confesarse en los bancos del lado opuesto de la iglesia. Es Annie, la hermana pequeña de Dory Maud. Tiene el pintalabios un poco corrido, pero me parece un poco cruel decírselo, porque es ciega, de modo que no le digo nada. Casi no me doy cuenta de la presencia de Elizabeth. Está sentada al final del mismo banco. Tiene el pelo recogido y los brazos cruzados. Por la pose, no sé cuál de las dos se va a confesar. Annie parece distraída, aunque siempre tiene ese aspecto, porque no ve nada que esté a menos de un metro de distancia. Elizabeth parece enfadada, pero siempre está así, porque ella sí ve todo lo que pasa a más de un metro de distancia.
—Puck —me llama Elizabeth.
Annie me saluda con su dulce voz.
—¿Adónde vas? —me preguntan.
—A devolver una chaqueta —ya me siento un poco más aliviada.