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SEAN

Benjamin Malvern quiere que nos reunamos en el Hotel Skarmouth. Se nota que le gusta jugar, porque el hotel está lleno hasta los topes de turistas que vienen a ver la carrera. La carnicería es el centro neurálgico de las apuestas y de los rumores, un lugar al que los jinetes acuden para hablar, mientras que en el hotel se congregan las gentes venidas del continente para comparar notas, hablar del entrenamiento diario, rascarse pensativos la cabeza y preguntarse si esa yegua o aquel semental se serenarán lo suficiente como para poder participar en la carrera. Que yo esté allí, en el vestíbulo del hotel donde Malvern decidió que teníamos que reunirnos, es enviarme a la boca del lobo.

De modo que entro en el hotel, a salvo del frío, pero paso por el vestíbulo lo más rápido que puedo en dirección a las escaleras, donde decido esperar. Parece que conducen sólo a unas pocas habitaciones, así que las probabilidades de que alguien me moleste son escasas. Me froto los brazos (hay corriente) y miro escaleras arriba. El hotel es el edificio de más solera de toda la isla; se diseñó para que la gente que viniera del continente se sintiera como en casa. Por eso tiene columnas pintadas y arcos de madera, cornisas y madera pulida. Bajo los pies tengo una alfombra persa, y en la pared de al lado hay un cuadro de un caballo purasangre delante de un paisaje idílico. Absolutamente cada detalle del hotel deja entrever que quienes residen en él son caballeros y eruditos; gentes cultas y de bien.

Observo un instante el vestíbulo en busca de Malvern; está repleto de turistas reunidos en pequeños corrillos. Fuman y hablan de los entrenamientos. En la sala retumban acentos muy dispares. A lo lejos se oye un piano. Los minutos pasan muy despacio. Los días que van desde el Festival hasta las carreras son como una extraña tierra de nadie. Los más entusiastas llegan a la isla antes del Festival de Escorpio, pero Skarmouth es pequeño y hay poco que hacer, así que su principal entretenimiento es observarnos vivir y morir sobre la arena.

Me vuelvo a colocar junto a la escalera y me cruzo de brazos para protegerme de la corriente. No puedo reprimir ciertos pensamientos, que me vuelven una y otra vez a la cabeza: pienso en Mutt Malvern, montado sobre Corr; en el aullido de éste y en el rizo rojo como el sol del atardecer que caía sobre la mejilla de Puck Connolly.

Siento que me adentro en un terreno peligroso.

Los escalones crujen por encima de mi cabeza; alguien baja por las escaleras. Levanto la vista justo a tiempo para descubrir a George Holly, que se acerca, alegre como un cascabel. Cuando me ve, se mira para comprobar que todo está en orden y se coloca junta a la pared, como si fuera a mí a quien estuviera buscando.

—¡Hola! —saluda. Tiene aspecto de no haber dormido en toda la noche, como si la tormenta lo hubiera arrojado a la orilla y lo hubiera obligado a elegir entre quedarse en tierra o volver al mar. Me resulta extraño imaginarme a George Holly haciendo algo que no sea observar caballos. Aunque seguro que le gusta cualquier actividad animada que pueda realizarse con un jersey blanco. Qué curioso que haya entablado amistad con alguien tan diferente a mí.

Le devuelvo el saludo inclinando la cabeza.

—Es verdad, siempre me olvido de asentir con la cabeza. De modo que espera a Malvern.

No me sorprende que lo sepa. La noticia de que abandonaba Malvern Yarn corrió como la pólvora por toda la isla, y supongo que los rumores de lo ocurrido con Corr por la mañana en la playa se han extendido todavía más rápido. Asiento de nuevo.

—Y supongo que han quedado ustedes junto a esta escalera.

Vuelvo a mirar hacia el vestíbulo. Me doy cuenta de que estoy nervioso. Por una parte quiero que Malvern llegue ya y diga lo que tenga que decir, pero, por otra, espero que llegue tarde y posponer así lo inevitable. Aunque tenga los brazos cruzados y los puños bajo las axilas, este frío no se me pasa. Son los nervios.

—Me parece a mí que lo que necesita es una chaqueta —me dice Holly al observar mi postura.

—Ya tengo una, de color azul.

Holly se queda pensativo unos instantes.

—Ah, sí, ya la recuerdo. La que es fina como el papel, ¿verdad?

—Esa misma —y ahora la tiene Puck Connolly. Puede que ya no vuelva a ver esa chaqueta nunca más.

—Alguna vez se ha preguntado por qué… —Holly se queda callado—. No, seguro que no. O quizá sabe la respuesta. Desde luego, si alguien la sabe, por fuerza tiene que ser usted. Verá, desde que estoy aquí me ronda por la cabeza una pregunta… ¿Por qué cree que sólo hay capaill uisce en Thisby? No los hay en ningún otro sitio.

—Porque nosotros los amamos.

—Sean Kendrick, habla usted como un anciano. ¿Fuma? No, yo tampoco. Aunque, con lo cargado que está el ambiente en esta sala, no nos pasaría nada. ¿Alguna vez había visto a tantos hombres fumando con tal fruición? Por cierto, ¿ésa es su respuesta definitiva?

Me encojo de hombros y le contesto:

—Los caballos y los hombres llevan conviviendo en esta isla desde siempre. Al otro lado de Thisby hay un acantilado con una cueva que tiene un semental rojo dibujado en una de sus paredes, muy antiguo. ¿Cuánto tiempo tienes que vivir en un lugar para que se convierta en tu hogar? Éste es su hogar en la tierra.

Encontré aquel dibujo mientras intentaba atrapar a un capall. Con la bajamar, la cueva se volvía tan profunda que pensé que si seguía caminando llegaría al otro lado de la isla. Y entonces, de repente, la marea empezó a subir con tal rapidez que me quedé atrapado. Me pasé horas agarrado a un pequeño saliente. Cada movimiento de la mar me empapaba una y otra vez. Por debajo de mí, oía perfectamente los aullidos graves y los chasquidos de un caballo marino que rondaba la cueva. Para no caer, logré ponerme boca arriba sobre el saliente, y allí estaba la pintura, por encima del nivel del agua. En ella aparecía un semental de un color rojo más vivo que el de Corr. La pintura apenas se había desgastado, al quedar fuera del alcance de los rayos del sol. A los pies del caballo había un hombre muerto, con un borrón negro por cabello y una línea roja por pecho.

El mar de Escorpio lleva escupiendo capaill uisce a nuestras costas mucho antes de que naciera mi padre o el padre de mi padre.

—¿Siempre han sido animales sagrados? ¿Nunca nadie los ha utilizado como alimento?

Lo miro con desdén.

—¿Acaso se comería usted a un tiburón?

—En California nos los comemos.

—Bueno, pues por eso mismo en California no hay ningún capall uisce —hago una pausa para que Holly pueda acabar de reír y añado—: Tiene pintalabios en el cuello de la camisa.

—Han sido los caballos —bromea, pero se mira de reojo y frota los dedos sobre la mancha—. Es ciega. En realidad lo que buscaba era mi oreja.

Eso explica su aspecto desarreglado. Me inclino otra vez para observar el vestíbulo.

Hay todavía más gente que antes; más y más hombres se congregan allí a medida que la tarde avanza y el frío se vuelve más intenso en el exterior. Pero Benjamin Malvern sigue sin aparecer.

—¿Sabe ya lo que le dirá? Parece usted muy tranquilo —declara Holly.

—Estoy hecho un manojo de nervios —le confieso.

—Pues no lo parece.

Al igual que Corr, puedo experimentar miles de sensaciones en mi interior y no reflejarlo en el rostro, como hizo hoy en la playa. Somos tan parecidos…

Por un instante, me permito pensar en el motivo de la reunión con Malvern. Siento un aguijoneo en el corazón.

—Ahora sí parece nervioso.

Frunzo el ceño, miro otra vez hacia el vestíbulo y esta vez sí veo a Benjamin Malvern. Acaba de entrar y cierra la puerta tras de sí. Tiene las manos en los bolsillos de su abrigo y entra con paso decidido en el vestíbulo, como si fuera el dueño de todo. Quizá lo sea. Por la posición de sus hombros y la línea adelantada del cuello parece un boxeador. Hasta ahora no había visto nada de Benjamin Malvern en Mutt, pero finalmente reconozco el parecido.

Holly sigue mi mirada.

—Mejor me voy. No se alegrará de verme aquí.

No imagino a Benjamin Malvern molesto por ver a uno de sus compradores o, por lo menos, no me lo imagino haciéndoselo notar.

—Hemos discutido —me explica Holly—. La isla es mucho más pequeña de lo que imaginaba. Pero no se preocupe, mis dólares garantizan nuestra amistad.

Nos separamos. Holly parte en dirección al piano y yo me adentro en el vestíbulo. Me doy cuenta perfectamente del momento exacto en el que me reconocen los allí presentes, porque todos apartan la vista con tanta discreción que es obvio que me miraban tan sólo un momento antes.

Tardo un instante en localizar a Malvern. Lo veo hablar con Colin Calvert, uno de los comisarios de la carrera. Calvert es más amable que Eaton, el carcamal con el que tuvo que enfrentarse Puck. No pudo presenciar el Festival porque su esposa profesa un tipo de cristianismo que prohíbe las reuniones en las que hay mujeres bailando por las calles, aunque no las carreras en las que mueren hombres. Calvern me ve y asiente con la cabeza a modo de saludo, que yo le devuelvo. Pero sólo puedo pensar en la conversación que tengo por delante. Malvern se acerca a mí, despacio, como si no fuera la persona a la que esperaba ver.

—¿Y bien, Sean Kendrick? —me dice Malvern.

Quiero a Corr.

Pero me quedo mudo.

Malvern se pasa el pulgar por la oreja y contempla el cuadro de dos purasangres que descansa encima del magnífico hogar.

—A ti no se te da bien conversar, y a mí no me gusta nada perder, de modo que haremos lo siguiente: si ganas, te lo venderé. Si pierdes, nunca más hablaremos del tema.

El sol se ha alzado por encima del océano.

Ahora me doy cuenta de que pensaba que no sería posible.

He ganado cuatro veces. Puedo hacerlo otra vez. Podemos conseguirlo. Ante mí, veo la playa y los caballos. Las olas juguetean bajo los cascos de Corr, y a lo lejos se divisa la libertad.

—¿Por cuánto? —le pregunto.

—Por trescientos —es astuto como un zorro. Mi salario anual es de ciento cincuenta, y él es quien me lo paga, de modo que lo sabe perfectamente. En los años en que he ganado, me he llevado el ocho por ciento del premio. He ahorrado lo que podido.

—Señor Malvern —le digo—, ¿quiere que vuelva a trabajar para usted o prefiere seguir jugando conmigo?

—Querer y necesitar son dos cosas bien diferentes.

—El señor Holly me ha ofrecido un trabajo.

Malvern parece dolido, aunque no sé si por la idea de perderme o por oír el nombre de Holly.

—Doscientos cincuenta.

Me cruzo de brazos. Doscientos cincuenta es una cantidad inalcanzable.

—¿Quién va a querer acercarse a él después de lo que ha pasado hoy?

—Todos han matado a alguien.

—Sí, pero no llevando a su hijo en la grupa.

Me funde con la mirada.

—Dame un precio.

—Doscientos —es un precio alto, pero podría pagarlo si gano este año y consigo hacerme con la parte del premio que me correspondería.

—Éste es el momento en que me marcho, señor Kendrick —pero no lo hace. Me quedo allí, esperando. Me doy cuenta de que en el vestíbulo se ha hecho el silencio. Y que ésa es la razón por la que no nos hemos visto en el salón de té, en las cuadras o en su oficina. Es un modo de publicitarse todavía más. Su nombre estará en boca de todos.

Malvern suspira hondo.

—Dejémoslo en doscientos, pues. Disfruten de las carreras, caballeros.

Se lleva las manos a los bolsillos y se marcha. Calvert le abre la puerta, por la que entran los últimos rayos rojizos del ocaso.

Tengo que ganar.