La isla ha enloquecido.
Como tuve que ir a lomos de Dove desde Hastoway hasta casa la noche anterior, esta mañana la he dejado que descanse y le he dado heno del caro, además de un poco de grano (no demasiado, porque sino se atiborraría). La he dejado en casa y me he ido a ver los entrenamientos y así seguir con mis anotaciones. No me quedan más pastelillos de noviembre y, como no hemos estado en casa, tampoco he podido preparar nada, por lo que me llevo un puñado de galletas rancias.
No tardo en darme cuenta de que Thisby está completamente cambiado por el festival y la tormenta. Además de tejas y ramas rotas, parecería que el vendaval también trajo consigo a personas y tiendas. La carretera que parte del claro de Skarmouth en dirección a los acantilados está salpicada de una retahíla de tiendas y tenderetes de todo tipo. El puesto que ayudé a montar a Dory Maud está ahora rodeado de miles más, todos regentados por isleños que intentan endosarles sus productos a los turistas. Algunos vendedores son los mismos que los que vi la noche en que Brian Carroll me ayudó a buscar a Gabe, pero otros son nuevos: hay un puesto de telas con los colores de los jinetes, otro de unos cuadros muy horteras con los favoritos de la carrera, esterillas para sentarse a descansar y no mojarse las posaderas…
De repente, me asalta la idea de que falta muy poco para las carreras, apenas unos días para llevarme a Dove a la playa. Y siento que no estoy nada preparada. Continúo sin saber nada de las carreras. Nada de nada.
Joseph Beringer me saca de mis cavilaciones bailando a mi alrededor y cantándome una canción patética de contenido un tanto verde que trata de mi falda y de las posibilidades que tengo de ganar.
—Oye, que yo no llevo falda —le espeto.
—Pero en mis fantasías, sí —me contesta.
Pensaba que, como jinete de las Carreras de Escorpio, me respetarían un poco más, pero hay cosas que nunca cambiarán.
No le presto atención y lo dejo con sus tonterías; estoy acostumbrada. Sigo adelante en dirección al tenderete de Dory Maud, esquivando charcos y ninguneando a Joseph lo mejor que puedo. Hasta aquí llega el jaleo de la playa, a pesar de que hay mucha gente merodeando por las tiendas. Hay algo que me llama la atención en medio de aquel barullo: los gritos que se oyen de fondo no parecen los propios de un entrenamiento. Quizá es por la cantidad de personas congregadas en la playa ahora que la carrera se acerca.
—¡Puck! —Dory Maud me ve antes que yo a ella. Lleva puesta la tradicional bufanda y unas botas de goma: una combinación ridícula y, a la vez, muy característica de Thisby (desgraciadamente).
»¡Puck! —repite, esta vez agitando una tira de cascabeles de noviembre en mi dirección. Ese gesto atrae la atención de, por lo menos, dos personas más. Coloca cuidadosamente los cascabeles en la mesa que tiene delante, de modo que se vea bien la etiqueta con el precio.
—¡Hola! —saludo. Se oye un grito cerca de la playa, cosa que me deja bastante intranquila.
—¿Dónde te has dejado el caballo? —me pregunta ella—. ¿O es que tienes pensado entrenar sin Dove?
—Ayer por la tarde regresamos a casa galopando desde Hastoway, y he preferido dejarla descansar. He venido a observar lo que pasa desde los acantilados.
Dory Maud me mira.
—La estrategia es parte de la carrera —aclaro, malhumorada—. No todo consiste en galopar, ¿sabes?
—No sé nada de las carreras —me responde Dory—, excepto que al caballo de Ian Privett le gusta acelerar desde el exterior al final de la carrera, si hace lo mismo que el año pasado.
Recuerdo lo que me dijo Elizabeth antes sobre Dory Maud y su afición a las apuestas. Mamá le dijo una vez a papá que un vicio sólo era un vicio si se juzgaba a través de los ojos de la sociedad. Aquel hábito mal visto de Dory Maud podía resultarme un poderoso aliado.
—¿Y qué más sabes, Dory?
Ella estira el brazo y asegura mejor la lona del tenderete antes de responder.
—Pues mira, sé que te contaré más cosas si vuelves más tarde y te ocupas de la tienda durante una hora mientras yo salgo a comer.
La miro con expresión sombría. Pensaba que mi estatus de jinete también me libraría de esa tarea.
—Lo pensaré. ¿Qué es lo que pasa allí abajo?
Dory Maud mira con envidia hacia la carretera que lleva a la playa.
—Ah, es Sean Kendrick.
La curiosidad me puede.
—¿Y qué le pasa a Sean Kendrick?
—Están bajando a su caballo ahora. Lo llevan Mutt Malvern y otros mozos.
—¿Y Sean también está?
Dory Maud tiene una expresión melancólica en el rostro, consecuencia de estar atrapada en aquella tienda de lona y no poder disfrutar de lo que sucede en la playa.
—No lo he visto. Se rumorea que no participará en las carreras; que él y Benjamin Malvern han discutido por el semental rojo y que se ha despedido. Me refiero a Kendrick, se entiende.
—¿Qué se ha despedido?
—¿Es que estás sorda? —Dory agita la tira de cascabeles justo al lado de mi oreja. Quiere llamar la atención de alguien que está detrás de mí—. ¡Cascabeles de noviembre! ¡Los más baratos de toda la isla! —a veces me recuerda a su hermana Elizabeth, y no precisamente por algo bueno. Son todo habladurías, claro está. Se dice que Sean Kendrick quería comprar el semental y que Malvern le dijo que no, y entonces se despidió.
Pienso en Sean, a lomos de su caballo marino, montando a pelo, al borde del acantilado. En la familiaridad que demostraban el uno con el otro cuando me reuní con él en la playa para echarle un vistazo a la yegua uisce. Lo recuerdo de pie, sobre la roca ensangrentada, pronunciando su nombre y después el de Corr, como si fueran una sola cosa; como si un nombre fuera seguido indefectiblemente del otro. Recuerdo también las palabras que me dijo: «el cielo, la arena, el mar y Corr» y siento rabia, porque sé que Corr pertenece a Sean mucho más que a Malvern.
—¿Y qué van a hacer con él?
—¿Y yo qué sé? Sólo los he visto pasar; parece como si a Mutt Malvern le hubiera tocado la lotería.
La rabia que sentí antes se ha convertido en una ira atroz. Cambio inmediatamente de planes: en vez de ir al acantilado a observar lo que sucede desde lejos, me dirijo al camino que lleva a la playa para averiguar qué sucede.
—Voy a bajar a la playa.
—No hables con el hijo de Malvern —me previene Dory Maud.
Ya he empezado a alejarme, pero me vuelvo para preguntarle:
—¿Por qué no?
—¡Porque puede que te conteste!
Avanzo a toda prisa por el camino que conduce a la playa desde el acantilado, dejando atrás la zona de tenderetes. Llega un momento en que la pendiente es tan pronunciada que los vendedores no pueden colocar ya sus mesas, de modo que el jaleo es menor. Y allí abajo, veo al fin al semental rojo, rodeado de cuatro hombres. Reconozco la silueta achaparrada de Mutt Malvern, y también al hombre que sostiene el ramal: David Prince. Lo sé porque solía trabajar en la granja de los Hammond, no lejos de nuestro hogar. No sé quienes son los otros dos. Hay un círculo de personas alrededor de ellos. Observan la escena, ríen y gritan. Mutt vocifera algo en su dirección. Corr levanta la cabeza y tira con fuerza del brazo del mozo que lo sostiene. El semental entona un canto puro y agudo para llamar al mar.
—¿Te cuesta sostenerlo, Prince? —Mutt se ríe.
—¡Quita, ya lo hago yo! —grita alguien desde el corrillo, causando más risotadas.
Sólo imaginar que me quitan a Dove de este modo tan ruin me revuelve el estómago.
Sé que Sean está aquí, en alguna parte. Tardo unos instantes en localizarlo, aunque ahora ya sé cómo hacerlo: tengo que buscar una zona carente de movimiento y hallar a la persona que está ligeramente apartada de las demás. Y allí lo veo, con la espalda apoyada en las rocas, un brazo cruzado y, sobre aquél, el otro codo. Aprieta con fuerza los nudillos contra los labios pero, por lo demás, su rostro parece impasible. En su aspecto hay algo terrible. No está quieto, sino paralizado.
Más abajo, en la playa, Corr entona su lamento de nuevo. Acto seguido, Mutt le ata una cinta escarlata llena de cascabeles alrededor de sus cuartillas, justo encima de los cascos. El semental se estremece a causa del tintineo, que parece resultarle doloroso, y no puedo evitar que se me asomen unas lágrimas a los ojos.
Sean Kendrick aparta la mirada de la playa.
Algo en él se ha roto, y siento que no puedo dejarlo allí, solo. Me abro paso a codazos entre los turistas y los lugareños que contemplan el infame espectáculo. El corazón se me sale del pecho. Recuerdo las palabras de Sean: «No vuelvas a traer a tu poni a esta playa». Seguramente yo sea la última persona a la que le apetezca ver.
Me sitúo a su lado, de brazos cruzados, sin decir nada. Me alegro de que no levante la vista, porque Mutt acaba de ensillar a Corr y ahora le están colocando una coraza que lleva incrustados clavos y cascabeles a la altura de la cruz del animal. Su piel se estremece cada vez que el acero entra en contacto con ella.
—¿Dónde está tu yegua? —me pregunta Sean con tono grave tras un largo rato, sin dejar de mirar al suelo.
—Ayer le di un buen trote cuando se despejó la tormenta. ¿Y tu caballo dónde está?
Traga saliva.
—¿Cómo pueden hacerte esto?
Corr emite un sonido enloquecido; es un lamento que no llega a finalizar, un sonido interrumpido antes de que llegue a emitirse. Sigue allí, quieto, pero mueve bruscamente la cabeza, como si quisiera espantar una mosca.
—Creo que haces bien participando con tu propio caballo, Puck, —añade Sean, en el mismo tono grave de antes— aunque sea un poni isleño. Es mejor que tu corazón te pertenezca sólo a ti.
—¡Pensaba que sería más grande! —vocifera Mutt Malvern.
Está montado en Corr, aunque Prince sigue sujetando el ramal. Otro mozo se ha apostado entre el semental y el mar. Tiene los brazos extendidos, a modo de valla. Mutt balancea las piernas y mira al suelo como si fuera un niño pequeño a lomos de un poni.
—Ésta es la venganza de Mutt Malvern —murmura Sean, con una amargura tan grande que me contagia—. Todo esto es culpa mía.
Intento pensar en algo que pueda consolarlo. No sé si es lo que quiere oír; quizá tampoco quiere que nadie lo consuele. Si yo estuviera en una situación tan desagradable como la suya, me gustaría saber que el culpable de mi desgracia va a pagar por ello y lo va a pasar igual de mal o peor. Lo que no querría es que me dijeran que me conformara.
—Seguramente sea verdad —le respondo—, pero en veinte minutos, en treinta o en una hora, Mutt Malvern se habrá cansado de su nuevo juguetito. Y entonces volverá a montar esa criatura blanca y negra cuyo nombre apuntó en la pizarra de la carnicería. Y yo creo que esa yegua pinta es suficiente castigo para cualquiera.
Sean me mira con ese brillo en los ojos que me hace sentir mareada. Le devuelvo la mirada.
—¿Dónde me has dicho que está Dove? No me he enterado.
—En casa. Ayer por la tarde entrenamos. ¿Por qué te has despedido? No me he enterado del todo.
Suelta una risotada triste.
—Por una apuesta. Como la tuya con tu poni —y aparta la vista.
—Yegua.
—Vale —Sean mira a Corr—. ¿Por qué quieres participar en esta carrera? Tampoco me he enterado de eso.
Y es que no se lo había explicado. Va en contra de mis principios confesar los motivos que me empujan a tomar una decisión. No quiero que todo Skarmouth se ponga a chismorrear sobre mí como lo hizo Dory Maud con Sean Kendrick y Corr. No se lo he explicado a Peg Gratton, aunque parece que está de mi parte, ni a Dory Maud, que prácticamente es de la familia.
—Porque perderemos la casa de mis padres si no consigo el dinero —me oigo a mí misma decir aquellas palabras, como si fueran las de otra persona.
Me doy cuenta de la tontería que hago contándoselo. No porque crea que Sean Kendrick es de los que va chismorreando, sino porque pensará que sólo participo por el dinero. Y para Sean Kendrick, cuatro veces ganador de las Carreras de Escorpio, seguro que ese motivo resulta descabellado. Se queda en silencio un instante, contemplando a Corr y a Mutt, que sigue a lomos del semental.
—Ésa es una excelente razón para jugársela —declara. Siento una increíble corriente de simpatía hacia él por decirme eso en vez de amonestarme por ser una loca.
—Como la tuya —le respondo.
—¿Eso crees?
—Es tu caballo. Da igual lo que diga la ley. Yo creo que Benjamin Malvern está celoso y —añado— creo que le gusta jugar con la gente.
Sean me dedica otra de sus miradas penetrantes. Me parece que desconoce el efecto que éstas tienen en la gente.
—Lo conoces bastante bien.
Sé que a Benjamin Malvern le gusta añadirle sal y mantequilla al té, y que tiene una nariz tan grande que parece un cuerno. Sé que le gusta que le entretengan, pero que pocas cosas lo consiguen. Pero no sé si eso significa que lo conozco.
—Lo justo y necesario —concluyo.
—A mí no me gustan los juegos —añade él.
Los dos miramos a Corr, quien, a pesar de todo, se ha calmado. Está perfectamente quieto, mirando por encima de la multitud, con las orejas muy tiesas. De vez en cuando tiembla, pero, a excepción de ese gesto, está inmóvil.
—¿Comprobamos lo rápido que es capaz de galopar? —pregunta Mutt, y se vuelve para mirar a Sean, que sigue quieto como una estatua. Dave Prince nos observa con una expresión de extrañeza en el rostro que combina culpabilidad, disculpa y entusiasmo.
—Sean Kendrick —dice Prince, mirándonos como si acabáramos de aparecer de la nada—, ¿algún consejo?
—Nunca te olvides del mar —responde Sean.
Mutt y Prince se ríen de la respuesta.
—Mira lo manso que está —le dice Mutt a Sean. Corr tiene las orejas muy tensas, en señal de interés. Husmea la silla y las piernas de Mutt, sorprendido por la presencia de aquel extraño y por el raro desarrollo de los acontecimientos. Los cascabeles de la brida tintinean, casi imperceptibles, con el movimiento—. No hay que usar ninguno de los respetadísimos hechizos de Sean Kendrick. ¿Te molesta que sea tan desleal?
Sean no responde. Mutt me mira apenas un segundo, con desdén. Creo que nunca he conocido a nadie que disfrute tanto amargándole la vida al prójimo. Recuerdo aquella primera noche en que los vi a ambos a la salida del pub. El odio entonces estaba en un estado latente: ahora había estallado. Mutt se dirige al corrillo de personas que se arremolinan a su alrededor, la mayoría turistas:
—¿Qué les parece? Voy a galopar con el caballo más rápido de toda la isla. Es una leyenda, ¿no es cierto? ¡Un héroe, un tesoro nacional! ¿Quién no conoce su nombre?
El gentío aplaude y grita. Sean ni se inmuta. Forma parte de la pared del acantilado.
—¡Yo lo conozco! —mi grito es tan atronador que me sorprende. Mutt me busca hasta encontrarme al lado de Sean—. Pero el tuyo, no. ¿Cómo dices que te llamas? —le lanzo el desafío con la sonrisa más horrible que tengo, la que he aprendido a utilizar cuando me enfrento a mis dos hermanos.
Mientras veo cómo se transforma su cara en una mueca de disgusto y oigo el murmullo de sorpresa de los espectadores, recuerdo también las palabras de Dory Maud.
—¿Y tu poni dónde está? —me espeta él—. ¿Arando los campos?
Más que el insulto, lo que me avergüenza es ser el centro de todas las miradas. Probablemente porque cuando haya terminado en la playa, tendré que ir al tenderete de Dory Maud a venderles baratijas a los turistas. Pienso en ese momento que Mutt Malvern no me conoce lo suficiente como para decir algo que pueda herirme.
De todos modos, no es a mí a quien quiere herir.
—Tengo que decirte que me alegro por ti, Kendrick. ¿Es ella mejor montura que la que solías tener? —finge que acaricia la grupa de Corr. Siento que tengo las mejillas rojas como un pimiento. Sean sigue imperturbable; me pregunto cómo lo consigue. ¿Será la práctica? ¿Estará ya acostumbrado a escuchar ese tipo de cosas como para que lo afecten?
Corr se agita intranquilo bajo las piernas de Mutt. Acerca los ollares hacia Prince y frota la cabeza contra el pecho de éste. El mozo le rasca la testuz y lo aparta.
—Tranquilo, muchacho —le dice. Prince vuelve la cabeza para mirar a Mutt—. ¿Lo vas a sacar para que dé unas vueltas antes de que suba la marea? —mientras Prince habla, Corr vuelve a frotarse contra el pecho del mozo, esta vez con más insistencia, de modo que vuelve a sonar aquel cascabeleo. David Prince lo aparta de nuevo.
—Sí, claro —contesta Mutt. Agita una de las riendas para llamar la atención de Corr, quien sigue acercándose a Prince y frotándose contra él. Veo cómo le tiembla la piel al semental debajo de la coraza que le han colocado.
—Venga pues —anima Prince. Corr tiene el morro cerca de la clavícula del mozo, como cuando Dove está cariñosa y se acerca para que le rasque la crin. Prince extiende la mano y acaricia la mejilla del animal mientras éste resopla contra su cuello.
—¡David! —grita Sean, y empieza a correr repentinamente, levantando una nube de arena a su alrededor.
Prince levanta la vista.
Rápido como una serpiente, Corr le hinca los dientes en el cuello.
Mutt Malvern tira con fuerza de las riendas y el caballo se encabrita. Se oyen gritos en el corrillo, que se dispersa rápidamente. Los otros dos mozos que acompañaban a Mutt se apartan, indecisos. No saben si ponerse a salvo o ayudar a su patrón. Sean se queda quieto de repente y aparta la cara para protegerse de la arena. Prince está en el suelo. Arquea la espalda y agita desesperadamente los pies. No puedo apartar la vista de él.
Corr se encabrita de nuevo y, esta vez, Mutt no puede controlarlo y cae al suelo. Se aparta rodando de los cascos del capall y acaba cubierto de sangre. Es la sangre de Prince, no la suya. El semental pone los ojos en blanco mientras se vuelve enloquecido. Todos tienen la vista fija en él y en Sean, pero ninguno de los dos se mueve de su lugar.
Cuando Corr se dispone a dar otro giro, aprieto a correr hacia donde yace Prince. No sé si está muy malherido, porque la sangre no me deja ver nada. Tengo miedo de que el animal lo pisotee, pero no sé si voy a conseguir sacarlo de ahí. Lo único que puedo hacer es colocarme entre él y el caballo e intentar acallar este horror que siento dentro de mí.
Corr se vuelve y gime de nuevo. Su grito parece un lamento ahogado. Una telaraña formada por hilillos de sangre le cubre el hombro.
—Corr —susurra Sean.
A pesar del ruido de los cascos, de las olas y de los quejidos de Prince, el semental rojo lo obedece y se queda quieto. Sean extiende los brazos y se acerca a él lentamente.
Corr tiene sangre en la mandíbula inferior y le tiembla el hocico, y sus orejas están dobladas hacia atrás, muy planas.
—Aguanta —le murmuro a Prince. De cerca no es tan joven como yo pensaba, distingo perfectamente cada arruga que le surca el rostro, alrededor de los ojos y los labios. No sé si puede oírme. Agarra con la mano puñados de arena y tiene los ojos clavados en mí con una expresión terrible. No quiero tocarlo, pero me acerco más a él. Cuando siente mis dedos, me agarra con tal fuerza que me hace daño.
Sean está cerca de Corr. Se ha quitado la chaqueta y la ha tirado en la arena, luego se quita la camisa por la cabeza. Su piel es muy blanca y tiene muchas cicatrices. Nunca hasta ahora me había preguntado si las costillas rotas vuelven a colocarse en su lugar una vez curadas. Sean le habla a Corr en voz muy, muy baja. El animal se estremece y mira al océano.
Estoy cubierta de la sangre de Prince. Nunca en la vida había visto tanta. «Así murieron mis padres», me digo. Pero no quiero imaginarme la escena, aunque no puedo evitarlo. Mi mente no acepta esa posibilidad, y lo siento profundamente. Por muy terrible que pueda resultar la imaginación, seguro que no es peor que la realidad que tengo ante los ojos, con Prince temblando y apretándome con fuerza la mano.
Sean se acerca muy despacio a Corr, sin dejar de hablarle en voz baja. Está a tres pasos de él. A dos. A uno. Corr levanta la cabeza y se aparta. Le enseña los dientes, manchados de sangre. Tiembla tanto o más que Prince. Sean hace una bola con su camisa y la presiona contra el hocico de Corr. Espera unos instantes para que el animal se empape de su olor, y entonces le seca la sangre que tiene en el hocico. El semental se queda muy quieto y Sean dobla la camisa de modo que la sangre quede en la cara exterior. Después le tapa los ojos y los ollares con ella.
—Daly —llama Sean. A su lado, los ollares de Corr inspiran a través de la tela, dibujando el contorno de su hocico, antes de espirar de nuevo. Uno de los mozos que acompañaba a Mutt reacciona al oír su nombre. Está aterrorizado. Sean aparta la vista de él, decepcionado por lo que sea que ha visto en su rostro, y la posa en mí.
—Puck.
No quiero dejar allí a Prince, que me aprieta con fuerza la mano, pero me doy cuenta de repente de que, en algún momento, las tornas se han vuelto y ahora soy yo la que se aferra a él desesperadamente. Horrorizada, le suelto la mano con un rápido ademán y me pongo de pie.
Sean gesticula hacia las riendas que cuelgan de la brida de Corr.
—Sostenlas. ¿Puedes hacerlo? Necesito que… —el semental rojo sigue temblando bajo la venda que le ha preparado Sean. Estoy bastante tranquila, parece que mi miedo ha decidido ocultarse en algún recóndito lugar de mi cuerpo. Alguien tiene que sostener al caballo, y yo puedo hacerlo. Me seco la mano, todavía llena de sangre, en el pantalón y doy un paso adelante. Respiro hondo y extiendo el brazo.
Sean me da las riendas y un pedazo de tela, esté lista o no. Estoy tan cerca de Corr que oigo perfectamente el débil tintineo de los cascabeles. Son los cascabeles que le han puesto en la brida y en las cuartillas. El semental se estremece con tal sutileza y tan repetidamente que las bolas de metal contenidas dentro de los cascabeles emiten un continuo cricrí, como si fueran saltamontes metálicos.
Sean comprueba que tengo bien sujetas las riendas y después se agacha con decisión bajo la falda del semental. Se saca un cuchillo del bolsillo y le pasa la palma de la mano por la pata delantera.
—Estoy aquí —le susurra. La oreja de Corr tiembla y apunta hacia Sean.
Éste corta con destreza las cintas rojas, lanzándolas furioso tras de él. Al caer, tintinean por última vez. Me asusto al ver que el semental empieza a moverse. Libre de los cascabeles, levanta las patas antes de dejarlas caer, piafando, trotando sin moverse del sitio. Sean bufa: intenta quitarle la coraza, pero Corr se mueve demasiado. No sé si controlar a un capall uisce es parecido a controlar a Dove, de modo que decido poner en práctica lo que haría con ella. Tiro un poco de las riendas, ondeándolas con rapidez, y el semental levanta la cabeza. Me parece que tiembla menos, pero es difícil saberlo sin el tintineo de los cascabeles. Intento no pensar en la sangre de Prince, que todavía me mancha la mano. Me esfuerzo por recordar lo que le he visto hacer a Sean con los caballos.
—So, so —le digo al semental, alargando la ese, como si fueran las olas del mar. De inmediato, me apunta con las orejas y deja de mover la cola por primera vez. No sé si me gusta ser el blanco de su atención, aunque tenga los ojos vendados. Sean asoma la cabeza por encima de la cruz y me mira con extrañeza (¿o tal vez aprobación?) un instante antes de lanzar la coraza allí donde antes ha tirado las cintas.
—Ahora ya me ocupo yo.
—¿Y qué pasa con ese mozo, Prince? —pregunto, sin dejar de sostener las riendas hasta que estoy segura de que Sean las tiene bien sujetas.
—Está muerto.
Me vuelvo a mirar. Como Sean y yo hemos conseguido calmar a Corr, alguien se ha atrevido a apartar de allí a Prince. Pero le han colocado una chaqueta sobre el rostro. Me estremezco.
—¡Ha muerto! —sé que es una estupidez repetirlo, pero no puedo evitarlo.
—Llevaba un buen rato muerto, y él lo sabía, ¿no lo viste en sus ojos? Mi chaqueta.
—¿Cómo que «mi chaqueta»? —le digo, con un tono de voz tan alto que Corr se estremece—. ¿Qué te parece si me lo pides por favor?
Sean Kendrick me mira, perplejo, y me doy cuenta de que no tiene ni idea de por qué me he enfadado. No puedo dejar de temblar; parece que Corr se haya liberado de su tembleque contagiándomelo a mí.
—Pero si eso es lo que he dicho —suelta al cabo de un rato.
—No, no me has dicho eso.
—¿Y qué te he dicho?
—Me has dicho «mi chaqueta».
Sean parece bastante desconcertado.
—Pues si tú lo dices…
Rebufo como cuando estoy enfadada y voy a por su chaqueta. Si existiera la más mínima posibilidad de que la marea no se la llevara antes de que Sean pudiera regresar a la playa, la dejaría allí tirada. Sólo puedo pensar en que ese hombre está muerto. Sostenía mi mano con fuerza y, cuantas más vueltas le doy a eso, más enfadada me siento. Pero no sé a quién culpar, excepto a ese capall uisce cuyas riendas acepté sostener: eso me hace sentir cómplice y todavía de peor humor.
La chaqueta de Sean está hecha un guiñapo, completamente rebozada de arena, sangre y salitre. Parece un pedazo de vela. Estaba a punto de colocársela a Sean sobre el brazo desnudo pero, sin la protección de la camisa, le rozaría.
—Ya te la daré —le informo—. La lavaré con la manta de Dove. ¿Dónde te la llevo?
—A Malvern Yard —me responde—. De momento.
Me vuelvo para mirar a Prince. Allí sigue su cuerpo sin vida. Alguien ha ido a avisar al doctor Halsal para que lo declare oficialmente muerto. Hay quien habla en voz baja, como si de ese modo mostraran su respeto por el difunto. Pero los oigo perfectamente desde aquí, y están hablando de las apuestas.
—Gracias —me dice Sean.
—¿Cómo? —pero en ese momento mi cerebro hace un esfuerzo para interpretar lo que me acaba de decir. Al ver en mi rostro que le he entendido, Sean asiente. Tira de la brida de Corr para que éste baje la cabeza y le susurra algo antes de pasarle la palma por el flanco. El semental se sobresalta, como si aquella mano lo quemara. Pero no arremete contra él, y Sean se lo lleva de la playa en dirección a los acantilados. Sólo se detiene una vez, cuando pasa cerca de Mutt. Desde aquí, sin la camisa puesta, se le ve pálido y delgado, pero fuerte. No es más que un muchacho que camina junto a su caballo, rojo como la sangre.
—Señor Malvern —le dice—, ¿le gustaría llevarse a su caballo al establo?
Mutt lo mira de hito en hito.
Mientras Sean se aleja de la playa, retuerzo una y otra vez su chaqueta con las manos. No doy crédito ante lo sucedido, hace apenas diez minutos sostenía la mano de un hombre muerto, y dentro de unos días estaré en la playa rodeada de dos docenas o más de capaill uisce. No puedo creer que le dijera a Sean Kendrick que le lavaría la chaqueta.
—Tiene narices la cosa.
Me vuelvo. Es Daly.
—¿Cómo? —le pregunto.
—Que digo que tiene narices la cosa —repite él, empujado por la necesidad de decir algo, aunque sea una tontería—. Lo que pasa en esta isla tiene narices.
No le contesto. No tengo nada que decirle. Sostengo con fuerza la chaqueta de Sean para que las manos me dejen de temblar.
—Quiero irme a casa —confiesa Daly, con voz triste—. Ninguna carrera vale tanto como para soportar esto.