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SEAN

Cuando cae la tarde y llega el ocaso, camino a través de los campos en dirección a la playa de poniente. A medida que los últimos y rojizos rayos de sol se reflejan en la superficie, me adentro en el océano. Las aguas siguen crecidas y turbias por el recuerdo de la tormenta, de modo que si hay algo debajo de ellas, seré incapaz de verlo. Ese desconocimiento forma parte del ritual: representa una rendición ante lo que se oculta bajo la superficie. Al fin y al cabo, el océano no fue lo que mató a mi padre.

El agua está tan fría que los pies se me entumecen de golpe. Estiro los brazos a ambos lados del cuerpo y cierro los ojos. Escucho el entrechocar de las olas, el estruendoso gorjeo de los charranes y de los araos que pueblan las rocas de los acantilados; los penetrantes y roncos graznidos de las gaviotas que revolotean sobre mí. Huele a algas, a pescado y al peculiar perfume de las aves que anidan en la orilla. Una capa de sal me cubre los labios y me endurece las pestañas. Siento el frío en el cuerpo. La marea succiona la arena que tengo bajo los pies. Estoy completamente inmóvil. Los párpados se me vuelven de un color rojizo por el sol. El océano no conseguirá doblegarme y el frío no se apoderará de mí. Todo lo que me rodea está igual que hace quinientos años, cuando los sacerdotes de Thisby se quedaban inmóviles en la oscura y helada mar en señal de ofrenda a la isla.

Intento estar igual de quieto por dentro que por fuera. Mi única preocupación es la gaviota que ahora revolotea a mi alrededor, cuya única preocupación es a su vez sobrevivir momento tras momento.

Le susurro tres veces al mar. La primera le pido que Corr sea dócil y bueno para que no tengan que usar esos cascabeles y esa magia que tanto odia.

Pero las otras dos veces le pido a la mar que sea cruel, para que así tengan que suplicarme que regrese.