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SEAN

Estoy soñando con el mar cuando me despiertan.

En realidad estoy soñando con la noche en la que atrapé a Corr, pero oigo el mar en sueños. Dice una vieja leyenda que los capaill uisce que son capturados de noche son más fuertes y rápidos. Bueno, pues son las tres de la madrugada y estoy agazapado tras una roca situada al pie del acantilado, a unos cuantos metros de la arena. La erosión del mar ha originado un arco en la roca calcárea, cuyo techo queda a unos treinta metros por encima de mi cabeza. Las blancas paredes me dan cobijo. Debería de estar a oscuras, a salvo de la luz de la luna, pero el océano refleja la claridad de la pálida roca y puedo ver lo suficiente como para no tropezar con el suelo, cubierto de algas. La piedra que tengo bajo los pies tiene más en común con el fondo marino que con la orilla, por lo que tengo que prestar especial atención para no patinar en la escurridiza superficie.

Escucho.

Allí, bajo aquel manto oscuro y frío, escucho el sonido del océano, en busca de algún cambio. La marea está subiendo, rápida y silenciosa, y en una hora la altura del agua en la cueva sobrepasará la de mi cabeza. Estoy alerta, escucho atento en busca del sonido de un chapoteo, del rumor de una pezuña que emerge a la superficie o de cualquier pista que me indique que un capaill uisce va a salir del agua.

Pero lo único que se oye es el sobrecogedor silencio del mar. Por la noche no hay pájaros ni chavales cerca de la orilla ni tampoco se oye el rugido de ningún motor. El viento sopla, despiadado, hasta llegar bajo el arco. Pierdo el equilibrio por el repentino sobresalto y me resbalo. Logro recuperar el equilibrio apoyando la mano sobre la pared, que aparto a toda prisa: las paredes del arco están cubiertas de hongos gelatinosos, rojos como la sangre, que relucen y parpadean bajo la luz de la luna. Mi padre me dijo una vez que eran completamente inofensivos. Yo no me lo creo: nada es completamente inofensivo.

El agua empieza a colarse entre las piedras a medida que sube la marea. Y me sangra la mano.

Oigo un ruido que parece el maullido de un gato o el llanto de un bebé y me quedo paralizado. En la playa no hay ni gatos ni bebés: sólo están los caballos y yo. Brian Carroll me explicó en una ocasión que, cuando sale a la mar, a veces oye a los caballos bajo el agua, cuando se llaman, y que suena como el canto de una ballena, el lamento de una viuda o algo parecido a un chasquido.

Bajo la vista y veo que la marea ha crecido rápidamente. A mis pies, la hendidura más profunda que había entre las rocas ha quedado cubierta de agua. ¿Cuánto tiempo llevo allí, de pie? Las rocas que tenía ante mis ojos ya son meros puntos brillantes que sobresalen de las oscuras aguas. Mi trayecto ha sido en balde y, además, el tiempo se me agota: necesito dar marcha atrás y desandar el camino a través de las rocas recubiertas de algas mientras sea posible.

Me miro la mano: en la palma tengo un hilillo de sangre que llega hasta el antebrazo, donde se arremolina antes de precipitarse en el agua. Seguro que la palma me dolerá luego. Observo el agua, en la que desaparecen las gotas de sangre que me caen del brazo. Estoy callado. La cueva está en silencio.

Me doy la vuelta y veo un caballo.

Estoy lo suficientemente cerca como para notar su olor salobre, sentir el calor que desprende su cuerpo, todavía húmedo, y mirarle a los ojos y ver su pupila cuadrada y dilatada. Su aliento huele a sangre.

Y entonces me despiertan.

Abro los ojos y veo los rostros alarmados de Brian y Jonathan Carroll. Cada uno refleja la preocupación a su manera: Brian me mira con el ceño y los labios fruncidos. Jonathan, en cambio, me dedica una sonrisa de disculpa que cambia cada pocos segundos. Brian es de mi edad y lo conozco del muelle: nuestras vidas están ligadas al mar y hemos pasado bastantes aventuras juntos, aunque no somos amigos. Jonathan es su hermano y le va a la zaga en casi todo, inteligencia incluida.

—Kendrick —dice Brian—. ¿Estás despierto?

Ahora sí lo estoy. No me muevo de la litera y me quedo como si estuviera atado a ella. Tampoco digo nada.

—Perdona por despertarte, tío —añade Jonathan.

—Te necesitamos —anuncia Brian. Aunque no le tengo un especial aprecio ahora mismo, Brian no me cae mal. Dice lo que piensa—. No podemos hacer nada más, Mutt se ha metido en un buen lío. Quería esperar a que saliera uno de los capaill del agua y ha recibido su merecido, y me parece que no le ha gustado nada.

—Los va a matar a todos —añade Jonathan. Parece satisfecho por haber sido capaz de decir aquella obviedad antes de que lo hiciera Brian.

—¿A quiénes? —pregunto. Hace frío y estoy completamente despierto.

—A Mutt y a su pandilla —responde Brian—. Están todos en la playa, con el caballo, pero no lo pueden soltar ni tampoco traerlo aquí.

Me incorporo en la cama. No siento ninguna estima por Mutt, también conocido como Matthew Malvern, el hijo bastardo de mi jefe, ni por ninguno de los mozos de cuadra que pululan a su alrededor, vinculados a él por una amistad puramente servil. Pero no puedo dejar que ningún caballo se quede atrapado en la playa en alguna estúpida trampa de su invención.

—Tú eres el que sabe de caballos, Kendrick —afirma Brian—. Estoy convencido de que alguien morirá a menos que vuelvas allí con nosotros.

«Volver allí». Ahora entiendo la preocupación que se refleja en sus rostros. Ellos estaban metidos en aquel lío y sabían que me decepcionarían al decírmelo.

Ya no digo nada más. Salgo de la cama, me pongo el viejo jersey y cojo de un manotazo mi chaqueta negra azulada, que tiene los bolsillos llenos de cosas. Miro con un gesto brusco hacia la puerta y los dos chavales se disponen a salir a toda pastilla. Jonathan sostiene la puerta para que Brian lidere la comitiva.

Ya afuera, el viento tiene vida propia y está hambriento. Es noche cerrada, pero el cielo sobre Skarmouth tiene un tono marrón apagado, iluminado por la débil luz de las farolas. La luna nos alumbra con su tenue luz, que se volverá más clara cerca del océano, aunque no demasiado. Atajamos por los campos para seguir el camino más recto hacia la playa. No hay más que rocas y ovejas, pero hay que prestar mucha atención para no tropezar con unas ni con otras.

—La linterna —digo. Brian la enciende de inmediato y me la pasa. Pero yo niego con la cabeza: necesito tener las manos libres. Jonathan va detrás: le cuesta seguirnos el paso y se tropieza cada dos por tres. Lleva la linterna en la mano derecha y el haz de luz que proyecta oscila con violencia. Me viene a la mente el recuerdo de mi madre dibujando palabras en la pared con una linterna cuando la tormenta nos dejaba sin electricidad.

—¿Cuánto queda para llegar a la playa? —pregunto. La marea subirá en apenas unas horas y, si están allí en ese momento, capturar a un nuevo capall uisce será el menor de sus problemas.

—No mucho —resopla Brian. No está en mala forma, pero el esfuerzo extremo suele dejarlo sin aliento. De no haber visto sus caras de pánico antes, me habría detenido para dejar que se recuperara.

Desde donde estoy distingo la hendidura que separa los acantilados y deja paso al camino que lleva a la playa: en este punto, la tierra se vuelve más oscura que el cielo. Y entonces oigo un grito. El viento ha transportado hacia nosotros aquel quejido agudo, débil e irregular; es imposible saber si es un sonido humano o animal. Siento que se me eriza el vello de la nuca: es un aviso, pero hago caso omiso y empiezo a correr a toda prisa hacia la playa.

Brian no me sigue (no creo que pueda aguantar el ritmo) y noto que Jonathan duda entre acompañarme o quedarse con su hermano.

—¡Necesito la linterna, Jonathan! —le grito por encima del hombro.

El viento arrastra mis palabras hacia atrás y, aunque Jonathan me contesta, no oigo lo que me dice. Salgo del débil círculo de luz que emite su linterna y me adentro en la oscuridad, tropezando y resbalándome a cada paso en aquel empinado sendero que lleva a la playa. Durante un breve instante se me ocurre que ya no puedo seguir adelante, porque no veo nada, pero entonces doy unos pasos más y percibo el movimiento de linternas que danzan sobre la arena. Más allá veo el mar, débilmente iluminado por la escasa luz de la luna.

La fuerza del viento se lleva las palabras de modo que, cuando llego hasta el grupo de mozos, parece que todos hayan enmudecido. De lejos, parecería una lucha equilibrada. Pero no lo es. Los cuatro hombres tienen cogido a un caballo marino gris del cuello y de la cuartilla de una de sus patas traseras, justo por encima del casco. Cuando el caballo arremete contra ellos, se apartan, y cuando se retira, tiran de él. Pero están mal situados, y lo saben. Han cogido al tigre por la cola y se han dado cuenta de que todavía puede herirlos con las garras.

—¡Kendrick! —grita alguien; no sé distinguir de quién se trata—. ¿Dónde está Brian?

—¿Sean Kendrick? —brama otro. Sé que es Mutt. Es él quien sostiene el cabo por el que tienen agarrado del cuello al animal. Lo sé porque reconozco su silueta, la ancha espalda y el cuello recio, que es a la vez cuello y barbilla.

—¿Quién le ha pedido a este malnacido que viniera? Vuélvete a la cama, matarife de caballos, ¡lo tengo todo bajo control!

Que Mutt pueda amansar al caballo es tan improbable como que una barquichuela de pescador pueda controlar lo que sucede en el mar. Veo ahora que es Padgett quien tira del otro cabo: me sorprende que, a pesar de ser un hombre maduro, arriesgue su vida al lado de alguien como Mutt. Oigo un ruido sordo cerca de mí. Me vuelvo para ver a otro de los amigos de Mutt sentado, hecho un ovillo, contra la pared de roca del acantilado. Se agarra con fuerza uno de los brazos, que parece tener roto. El lamento que escuché antes era el suyo.

—¡Kendrick, aquí no pintas nada! —grita Mutt.

Me cruzo de brazos y espero. El caballo ha dejado de corcovear. Distingo perfectamente contra las blancas paredes del acantilado las temblorosas líneas negras de los cabos que sujetan al capall uisce. El animal empieza a cansarse, pero los mozos también. Los musculosos brazos de Mutt parecen imitar el temblor de los cabos. Los demás se agitan a su alrededor y forman lazadas con la cuerda, a la espera de que el caballo caiga en la trampa. Alguien que no conociera el temperamento de los caballos marinos pensaría casi sin dudarlo que el capall uisce ha perdido el combate, por el temblor en sus costados. Pero yo veo que echa la cabeza para atrás porque su naturaleza depredadora y de ave rapaz es más fuerte que la equina. Y sé que las cosas se van a poner muy feas.

—Mutt —digo. Ni siquiera vuelve la cabeza. Por lo menos le he avisado.

De repente, el cabo que sostiene al equino de la cuartilla se tensa cuando el capall gris inicia su arremetida contra Mutt. El caballo clava los cascos y me rocía con una lluvia de piedrecillas y arena. Se oyen gritos. Padgett recoge y tira de su cabo, en un intento de desequilibrar al caballo. Mutt está demasiado ocupado preocupándose de su propio bienestar como para devolverle el favor. La soga que tiene atrapado al caballo del cuello se destensa repentinamente y el caballo se vuelve hacia Padgett. Con las pezuñas dibuja círculos en la arena antes de dirigirse hacia él. Le clava los dientes en el hombro. Se encabrita y se abalanza sobre el mozo. Parece imposible que Padgett no sucumba bajo el peso del animal, pero, al tenerlo la bestia agarrado por el hombro, tarda unos instantes antes de poner las patas delanteras en el suelo y llevarse a Padgett consigo.

Mutt tira del ramal que rodea el cuello del cuadrúpedo, pero ya es demasiado tarde, no tiene nada que hacer ante la fuerza de un capall uisce.

Parece ya imposible poder salvar a Padgett: su cuerpo es un pedazo de carne informe. Uno de los hombres me llama con tono quejumbroso: «Kendrick». Doy un paso al frente y, a medida que me acerco al caballo, me escupo en la mano izquierda antes de agarrarlo por las crines, justo detrás de las orejas. Me saco de la chaqueta una cinta roja con la mano derecha y la aprieto con fuerza contra los ollares del animal, que se resiste, pero mi pulso es firme y le presiono con fuerza la cerviz. Le susurro unas palabras al oído y se tambalea. Al intentar recuperar el equilibrio pisa el cuerpo de Padgett. Pero lo que me preocupa ahora no es el mozo, sino sacar de allí a ese caballo de novecientos kilos que ya ha lisiado a dos hombres y al que sostenemos de un cabo. Y todo eso antes de perder la poca fuerza que me queda.

—Ni se te ocurra dejarlo escapar después de todo lo que ha pasado —me ordena Mutt—. Llévalo al establo, que esta salida no acabe en fracaso.

Quiero decirle que este caballo que tiene ante sus ojos es un capall uisce, no un perro, y que llevármelo al interior de la isla, lejos del agua salada del mar de noviembre, es algo que no tengo la mínima intención de hacer en este momento. Pero no quiero gritar y que el caballo recuerde que sigo allí, a su lado.

—¡Haz lo que tengas que hacer, Kendrick! —grita Brian, que ha logrado llegar hasta la playa.

—¡Ni se te ocurra soltarlo! —insiste Mutt.

Sacarlos a todos vivos de la playa sería una verdadera proeza. Llevar al caballo hasta la orilla, liberarlo y ver que se aleja y podemos regresar sanos y salvos, sería algo excepcional. Puedo hacer mucho más que salvarlos a todos, y lo saben, especialmente Mutt.

Pero, en vez de eso, le susurro al caballo al oído y me aparto del haz de luz de las linternas. Me alejo de todos ellos y me acerco al océano. Los calcetines se me empapan y las botas se me calan. El caballo gris tiembla bajo mis manos.

Me vuelvo para mirar a Mutt y dejo que el caballo se vaya.