La tormenta me despierta y me arroja a la oscuridad de la mañana.
Es temprano y el viento ruge en el exterior, como un motor o el aullido de una criatura marina. Cuando los ojos se me acostumbran a la oscuridad, me percato de la presencia de luces que revolotean en las caballerizas. La lluvia choca a ráfagas contra los cristales; primero furiosa y después, colérica.
Ya oigo a los caballos. Relinchan y golpean las paredes. La tormenta los ha alterado tanto que están como locos y, además, ahí afuera se oye un grito. Es el grito lo que me ha despertado, no el viento.
Me incorporo en la cama sin darme cuenta y entonces dudo sobre qué debo hacer. Los que están allí abajo en las caballerizas, en apuros, son mis caballos, pero, a la vez, no lo son, porque he renunciado a mi trabajo. Tendría que quedarme allí, sin hacer nada, y dejar que la noche impusiera su voluntad; que Malvern valorara el caos a la mañana siguiente y decidiera si le soy valioso o no.
Cierro los ojos y apoyo la frente en el puño. Oigo aquel quejido de nuevo. Todavía más cerca. Un caballo aterrorizado golpea la pared del establo. Si sigue así la acabará echando abajo o destrozándose la pata.
«Sobrestima usted el papel que desempeña en las caballerizas, señor Kendrick».
Sé que no es verdad.
No puedo dejar que muera ningún caballo por mi enfrentamiento con Malvern.
Me pongo las botas, agarro la chaqueta y, justo cuando voy a poner la mano en el pomo, alguien llama a la puerta.
Es Daly. Tiene el pelo mojado y pegado a la cara, y las mangas de la camisa salpicadas de sangre. Tiembla como una hoja.
—Malvern dice que lo hagamos sin ti, pero no podemos. No tiene por qué enterarse, por favor…
Sostengo la chaqueta para demostrarle que ya me disponía a salir, y los dos nos empezamos a bajar las angostas escaleras que llevan a las cuadras. La tormenta huele a lluvia y a océano, aunque el primero es más fuerte que el segundo.
Daly se esfuerza por seguirme el paso, presuroso.
—No hay modo de calmarlos. Hay un capall uisce merodeando ahí afuera, y no sabemos si está con los caballos o si… Tampoco sabemos si hay alguien herido, porque se oyen gritos y… Todos los caballos están dando coces contra la pared, están como idos. Cuando logramos calmar a alguno, al instante se altera otra vez arrastrado por los demás.
—Es imposible que se calmen con esos gritos —le contesto. Todos los mozos de cuadra, palafreneros y jinetes que tiene Malvern a su disposición están allí, intentando calmar a los caballos más preciados de la ganadería. Las bombillas del techo se agitan de un lado a otro y proyectan sobre mí luces y sombras, como si estuviera a punto de desmayarme. Paso por delante de la cuadra de Meetle. La yegua se encabrita y clava los cascos contra la pared antes de llegar al suelo. Si no está herida ya, no tardará en estarlo. Oigo a Corr, chasquea la lengua y canta, haciendo que los caballos que lo rodean se estén volviendo locos. En algún punto, tras de mí, otro caballo golpea el casco contra la pared una y otra vez, fuera de sí. Los gritos persisten en el exterior.
Daly me sigue en mi recorrido hacia el box de Corr. Dentro del bolsillo, en la mano, tengo una piedra con un agujero en el centro. Si Corr fuera un caballo marino corriente, esta noche se la ataría en su cabezada, para que emitiera un sonido más ensordecedor que el del amenazador mar de noviembre. Pero Corr no es un caballo cualquiera, y mis trucos no harán sino ponerle más nervioso.
Dejo la piedra en el bolsillo y saco la mano.
—Haz que todo el mundo salga de aquí —le espeto—. No quiero ver a nadie cerca de mí.
Abro la puerta de la cuadra de Corr y éste quiere avanzar hacia el pasillo. Le pongo la mano en el pecho y le doy una palmada, obligándolo a retirarse. Uno de los purasangre emite un relincho ensordecedor.
—Apártalos a todos —le repito a Daly.
El mozo sale zumbando de allí para transmitirles a los demás mis órdenes, y entonces le permito a Corr que salga del establo y tire de mí por el pasillo hacia la puerta que da al patio. Está cerrada para evitar que entre la lluvia y otras amenazas peores.
—Por aquí no —protesta Daly, al que tengo de nuevo detrás—. Malvern está ahí afuera.
Pues mala suerte si está. Sabrá que sigo aquí, con sus caballos. Pero no puedo controlar la situación en las cuadras si no consigo acallar los gritos que resuenan una y otra vez en el exterior.
Atravieso la puerta. Corr está inquieto en el otro extremo del ramal. El agua me cala de inmediato. Me entra en los oídos y me ciega los ojos. Me estoy bebiendo el cielo. Tengo que pasarme la mano por la frente y pestañear para lograr ver algo. El patio está lleno de tejas rotas que provienen de las cuadras. Todas las luces están encendidas, y a su alrededor brillan temblorosos halos de luz. Hay tres yeguas en la puerta, desesperadas por entrar en las caballerizas: son purasangres que provienen de pastos cercanos a Hastoway, propiedad de Malvern. El hecho de que estén allí, en el patio, indica que algo muy malo ha debido de suceder en el campo donde pastaban y que han acudido aquí en busca de un lugar familiar en el que cobijarse. Una de ellas cojea tanto que me rompe el corazón. La yegua más grande parece reconocer mis pasos, porque deja de forcejear y emite un relincho largo y suplicante en mi dirección, como pidiéndome que la proteja.
En el patio también están Malvern y David Prince, el mozo de caballos principal. Malvern sostiene una escopeta en la mano. Es bastante optimista por su parte.
Desde el exterior, el grito parece provenir de todas direcciones. Tiembla en cada gota de lluvia y palpita en las nubes que coronan la tormenta. Es un aullido envenenado, una premonición que te paraliza. Esta tormenta está volviéndonos locos a todos.
Corr tira de mi brazo. Veo que piafa: levanta los cascos y los vuelve a posar en el suelo, pero no oigo ningún ruido. Lo único que oigo es ese grito penetrante, cuyo tono es tan alto que parece que lo tenga metido en la cabeza. Es un aullido que sabe abrirse paso a través del agua, a lo largo de kilómetros y kilómetros.
Tiro de la cabezada de Corr para que me preste atención, y acerco su cabeza a la mía. Tiene el hocico deformado en una espantosa mueca: éste no es el Corr que conozco. El pulso se me acelera a pesar de todos los años que hemos pasado el uno junto al otro. Es un monstruo. Con una mano, aparto esos dientes de mí, y con la otra, le cojo la oreja y me la acerco. Frunzo los labios y entono un quejido, más grave que el grito que no ha dejado de retumbar en el patio. Ese aullido que cada vez se acerca más a nosotros.
Corr está distraído. Tiene el morro muy subido y enseña los dientes: no parece un caballo. Le retuerzo la oreja con la fuerza necesaria para que le duela y, de nuevo, le musito aquel quejido grave al oído que muere en un gruñido.
Malvern levanta la escopeta y mira a un punto que no alcanzo a distinguir en la oscuridad imperante.
—¡Corr! —le grito. La boca se me llena de agua al hacerlo. Y vuelvo a entonarle al oído el quejido.
Malvern dispara, pero el grito del capall uisce, ahora más cercano, no se interrumpe. El volumen de aquel aullido es infernal.
Y entonces, al fin, Corr responde a mi quejido con otro quejido. Es un sonido tan grave que lo siento en la cuerda con que lo sostengo y en las suelas de los zapatos. Aquel lamento burbujea por debajo del aullido del capall. El quejido de Corr crece y se amplifica hasta convertirse en un gruñido, en un rugido tan poderoso como el viento que azota los edificios. Aquel bramido invade el patio entero y escapa entre las gotas de lluvia. Es un grito territorial, una amenaza y una declaración: «Esta tierra es mía. Ésta es mi manada».
Al oír el aullido de Corr, el otro pierde intensidad. El bramido del semental rojo invade el aire. Las yeguas que están junto a la puerta están aterrorizadas, y sé que los caballos de las cuadras todavía estarán peor. Aquel grito penetrante y agudo no es distinto al que acaba de reemplazar. La única diferencia es que éste sí sé cómo detenerlo.
Escucho atentamente para comprobar que el único grito que oigo es el de Corr. En uno de los tímpanos, el que está más cerca del animal, sólo oigo un silbido. Pero mi oído izquierdo me dice que su rival ha desaparecido.
Sostengo firmemente la cabezada de Corr con la mano y presiono los dedos contra sus venas, en dirección contraria a la de las agujas del reloj. El grito de Corr flaquea. Presiono los labios contra su hombro mojado y le susurro unas palabras.
La noche se vuelve silenciosa. El oído derecho todavía me silba como si fuera una emisora que no emite en ninguna frecuencia. Malvern y Prince me observan. Las yeguas purasangre que se acurrucan junto a la puerta tiemblan. Dentro, en las cuadras, han cesado los golpes.
Llueve a cántaros: el mundo entero está empapado. Malvern me dedica un gesto.
Guío a Corr hasta el halo de luz bajo el que me espera Malvern. Sus ojos se posan en mí y luego en Corr, cuyo húmedo pelaje bajo la lluvia parece del color del azabache.
—¿Has cambiado ya de idea? —me pregunta Malvern.
—No.
—Pues yo tampoco —responde—. Esto no cambia nada.
No sé si creerlo.