Tommy Falk nos lleva a casa de los Gratton, que queda cerca de Hastoway; si bien no sé exactamente a qué distancia, porque bajo la persistente lluvia y el halo de luz amarilla de los faros, soy incapaz de distinguir un lugar de otro. Beech sale a nuestro encuentro, con la espalda encorvada para resguardarse del viento, y me indica dónde puedo dejar a Dove. Con la linterna señala un pequeño establo que tiene capacidad para cuatro boxes, de techo bajo y sin corriente eléctrica. En una de las cuadras descansan unas cuantas cabras mojadas; en otra, pollos, y en la última, un caballo castrado gris de patas cortas que asoma el cuello por encima de la portezuela de la cuadra al ver a Dove, quien apunta las orejas hacia atrás, a modo de saludo descortés. A pesar de su reticencia, la pongo en el box de al lado. Quiero quedarme un rato con ella, pero me parece de mala educación, porque Beech sigue ahí, iluminando el establo con la linterna para mí. Así que me despido de ella con unas palmaditas en el cuello y le doy las gracias a Beech. Por toda respuesta, éste gruñe y apunta hacia la casa con la linterna.
Cuando entro, veo que Gabe y Peg Gratton departen en animada conversación, mientras Tommy espía el contenido de una olla que se calienta en el fogón. No veo a Finn por ninguna parte.
La cocina me recuerda a la carnicería. A pesar de la oscuridad imperante en el exterior, la sala resplandece con sus paredes encaladas, de las que cuelgan ollas y cuchillos. Que el suelo esté lleno de sucias pisadas no disminuye la sensación de limpieza y blancura radiante. Hay media docena de estantes llenos de adornos, que no se parecen en nada a los que tenemos nosotros en casa: allí se congregan estatuillas de madera que bien podrían ser caballos o ciervos, un ramillete de hierba con una cinta roja anudada, un trozo de piedra caliza que lleva el nombre de «PEG» escrito en una cara… Nada que ver con las figuritas de cristal pintado o los pintorescos paisajes salpicados de ovejas y alegres mujeres que tanto le gustaban a mamá. Hay cosas, pero no sensación de desorden. En la cocina se respira un delicioso aroma a lo que sea que se esté cociendo en el fogón.
—Ellos se quedarán en tu habitación —le dice Peg a Beech, tan pronto como éste entra por la puerta. Gracias a aquella claridad me doy cuenta de que Beech se ha convertido en un ser igual de corpulento y sonrosado que su padre. Le cuesta tanto cambiar su expresión que parece hecho de madera. Cuando lo consigue, su rostro deja entrever que no está de acuerdo con aquella decisión.
—No me parece bien —discrepa Beech.
—¿Y dónde quieres que se queden, si se puede saber? —pregunta Peg Gratton. Me resulta extraño verla en este contexto y no en la carnicería, donde es capaz de hacerte picadillo en cualquier momento, o con aquel tocado de pico, lista para rasgarme el dedo con un cuchillo. Aquí parece más pequeña y pulcra, aunque sus rizos cobrizos siguen igual de alborotados que siempre. Me sorprende ver lo cómodos que parecen Tommy y Gabe hablando de dónde dormirán, y me doy cuenta en ese momento de que Gabe debe de haberse quedado aquí las noches que no venía a casa. Quizá haya pasado mucho tiempo con ellos. Caigo en la cuenta de que hemos venido hasta aquí porque es donde Gabe se siente seguro. Me embarga la tristeza y el desconcierto al pensar que quizá nos ha reemplazado por otra familia.
—¿Dónde está Finn? —pregunto.
—Lavándose las manos, cómo no —responde Gabe—. Puede que tarde años en salir.
Que Gabe comente como si tal cosa, delante de extraños, las rarezas de nuestro hermano, me sorprende. Pensaba que era algo privado, de lo que sólo los Connolly podían hablar. Gabe no lo ha dicho para reírse de Finn, pero ésa es la impresión que me llevo.
—¿Dónde está el baño?
Tommy (no Peg ni Beech) señala hacia las escaleras que quedan al otro lado de la cocina. Parece que aquella casa sea de todos, no sólo de los Gratton. Salgo de la sala de mal humor. Hay un estrecho y oscuro pasillo que da a una escalera. Desde allí se llega a un rellano con tres puertas. Por la rendija de una de ellas se ve un resplandor luminoso. Llamo a la puerta: nadie responde. Digo el nombre de Finn y entonces, tras una pausa, la puerta se abre. Es un aseo muy pequeño, en el que apenas caben una bañera, un retrete y una pila. Finn está sentado en el retrete, con la tapa bajada. Las baldosas del suelo están manchadas de pisadas que parecen provenir de un hombre corpulento.
Cierro la puerta tras de mí y compruebo que la bañera está seca antes de meterme dentro y sentarme.
—Aquí es donde viene siempre —me informa Finn.
—Sí —le contesto—. Yo también me he dado cuenta.
—Es aquí donde se ha escondido.
El sentimiento de traición es tan denso que casi se puede palpar. Quiero decirle algo a mi hermano pequeño para tranquilizarlo, porque idolatra a Gabe y haría cualquier cosa por él, pero no se me ocurre nada.
—¿Crees que Puffin está muerta? —me pregunta.
—No, seguro que ha escapado —le respondo.
Se mira las manos. Tiene los nudillos un poco cortados a fuerza de tanto frotárselos.
—Sí, yo también lo creo.
Observo los relucientes grifos de la bañera. Brillan tanto que me recuerdan a la calandra del coche del padre Mooneyham.
—¿Así que esto durará un día? —le pregunto.
Finn asiente con solemnidad.
—Un día, sí. Lo peor será mañana por la mañana, a primera hora, creo yo.
—Ya. ¿Y cómo lo sabes?
Parece impaciente.
—Pues fijándome en las cosas. Si la gente usara los ojos para algo, también lo sabría.
La puerta se abre en ese momento, sin previo aviso, y Gabe entra en el aseo. Parece estar de muy buen humor. Hacía mucho tiempo que no lo veía así.
—¿Qué hacéis aquí, celebrando una fiesta?
—Sí —le contesto—. Empezó en la bañera y ha llegado hasta el retrete. Sólo puedes elegir la pila, es lo único que te queda.
—Bueno, todos se preguntan dónde estáis. El estofado de cordero está casi listo, pero para poderlo probar tendréis que salir del baño.
Finn y yo nos miramos de hurtadillas. Me pregunto si le pasará por la cabeza en ese momento lo mismo que a mí: que Gabe finge que no pasa nada, que entre nosotros no hay rencor, que nunca se ha marchado y que todo volverá a ser como era. Antes pensaba que una palabra de Gabe bastaba, pero ahora me doy cuenta de que necesito algo más y de que, si no puede ofrecerme ninguna disculpa, entonces no quiero nada.
—Como eres el más bajito, Finn, tendrás que dormir en el sofá —prosigue Gabe mientras bajamos por la escalera.
—¿Y eso quién lo dice? —intervengo.
Gabe se encoge de hombros.
—Bueno, técnicamente tú eres la más baja, pero Peg dice que debes tener una habitación con su correspondiente puerta. Así que tú y yo nos quedamos la habitación de Beech.
—¿Y Beech, adónde irá?
—Tommy y él dormirán en un colchón, en la sala de estar. Peg dice que es la mejor distribución posible.
En la cocina, los chicos arman bastante escándalo: Beech y Tommy agarran algo que los dos quieren, y un perro pastor ha aparecido de la nada e intenta quedárselo también. Pegg sostiene un cucharón con una mano y con la otra sacude a un gato por su pellejo. Les dedica un improperio a los dos muchachos.
—Quédate con esto —Gabe toma al gato en brazos y lo deposita al otro lado de la puerta. La mujer me mira con disgusto—. No soporto tener a ningún gato cerca cuando estoy cocinando, que además se me da fatal.
—¿Dónde está Tom? —pregunta Gabe, antes de que me dé tiempo a responderle nada a Peg.
Tardo unos instantes en darme cuenta de que se refiere a Thomas Gratton. Nunca se me había ocurrido que Thomas Gratton podía responder a un somero «Tom» bajo estas cuatro paredes.
—Ha salido a ver si los Mackies necesitan refuerzos. Beech, sal de aquí. Salid todos, id a la sala mientras acabo. ¡Fuera!
Beech y Tommy obedecen y salen de la cocina. Finn va tras ellos, interesado por la repentina presencia del can.
Me vuelvo para marcharme pero, cuando estoy ya en el umbral de la puerta, dudo y doy media vuelta. Peg Gratton está de espaldas a mí, ante la cocina económica, removiendo el estofado. Gabe está de pie junto a ella, diciéndole algo al oído. Logro distinguir las palabras «suficientemente fuerte y…».
—¡Puck! ¡Atrápalo! —me grita Tommy.
Me vuelvo hacia la sala de estar justo a tiempo para recibir el impacto en la cara de un calcetín lleno de judías. Peg suelta una risotada, pero Tommy parece bastante apenado y se disculpa profusamente. El perro pastor revolotea alrededor de mis pies con gran familiaridad, ansioso por hacerse con el calcetín. Éste era el objeto de la disputa entre Beech y Tommy.
—Tendría que darte vergüenza —reprendo muy seria a Tommy, que sigue con la misma cara de pena a un lado del sofá verde desgastado que hará las veces de cama de Finn. Y entonces le lanzo el calcetín a toda velocidad.
Contento al verse tan rápidamente perdonado, sonríe y se lo tira sin perder tiempo a Beech, a quien se lo arrebata el perro. Tommy no tiene remilgo alguno a la hora de ponerse a hacer el tonto: empieza a perseguir al perro, que corretea feliz por toda la casa. Incluso a Finn se le escapa la risa. Me pregunto en ese momento qué razón impulsará a Tommy a abandonar la isla: no es ni tan sesudo como Gabe ni tan malcarado como Beech. Siempre que lo veo, me parece que está contento, completamente integrado y feliz en la isla. Tommy, ya en el suelo, se hace con el calcetín y otra vez volvemos a pasárnoslo entre nosotros, hasta que Finn pregunta:
—¿Dónde está Gabe?
Y nos damos cuenta de que no ha salido de la cocina. Me dispongo a entrar, pero Tommy me coge del brazo.
—Ya voy yo.
Se asoma por una rendija de la puerta y no oigo lo que dice. Entonces se da la vuelta con una sonrisa de oreja a oreja.
—Buenas noticias: el estofado está listo.
Gabe aparece en el umbral de la puerta, detrás de Tommy. Intercambian una mirada que me pone furiosa, porque odio ese lenguaje secreto que tienen los hombres.
Peg aparece al fin.
—Si queréis cenar, serviros vosotros mismos. Y si no os gusta, le echáis la culpa a Tom, que es quien lo ha preparado.
Durante la cena no hablamos demasiado. Quizá los demás, como yo, estén recordando lo sucedido por la tarde. Es un silencio cómodo. El sonido de la tormenta no es demasiado perceptible, y resulta sencillo fingir que estamos allí de visita. El único momento en que Peg se dirige a mí es para decirme que puedo darle más heno a Dove antes de que acabe la noche y la tormenta se ponga fea.
Y no se equivoca respecto a la tormenta. Cuando nos vamos a dormir, el viento se ha vuelto furioso y bravo. Los cristales de las ventanas repiquetean con fuerza. Las sábanas de la cama están limpias, pero la habitación sigue oliendo a Beech, que siempre huele a jamón curado. Antes de apagar las luces, me doy cuenta de que no hay ningún efecto personal que indique que el cuarto pertenece a Beech. Sólo veo una cama, un austero escritorio, en el que descansa un jarrón vacío y algunas monedas, y una cómoda estrecha con las esquinas desgastadas. Nada más. Me pregunto si antes la habitación tendría más cosas de Beech y éste las habría empaquetado para llevárselas al continente.
Pienso en ello mientras intento conciliar el sueño. Duermo en un lado de la cama y Gabe, en el otro. Es una cama individual, por lo que tengo el codo de mi hermano clavado en las costillas y el hombro aplastado contra el suyo. Aquí hace más calor que en casa; además, la presencia de Gabe contribuye a que todavía haga más calor. No sé cómo voy a conseguir dormirme. Por la respiración de mi hermano adivino que él tampoco duerme.
Durante unos momentos nos quedamos callados, envueltos en la oscuridad, escuchando el repiquetear de la lluvia en el tejado. Pienso en la valla destrozada de nuestro jardín y en el último gimoteo que le oí emitir a Puffin. Recuerdo esa cara tan negra y alargada que asomaba por el cobertizo.
Como estoy cansada, digo exactamente lo que pienso, sin tacto alguno que haga más llevadera la verdad.
—¿Por qué volviste a por nosotros? —aunque mi voz es un susurro, resuena con fuerza en aquella pequeña habitación.
—Dices unas cosas… De verdad, Puck, ¿por qué crees que lo hice? —la respuesta de Gabe, proveniente del otro lado de la cama, suena airada.
—¿Qué más te daba?
Ahora está enfadado.
—Pero ¿cómo puedes decir esas cosas?
—¿Por qué me contestas siempre con preguntas?
Gabe intenta moverse para dejar un poco de espacio entre nosotros, pero el colchón es demasiado pequeño. La cama cruje y chirría como un barco en la mar; sólo que en vez de estar en la mar, estamos en el cuarto de Beech, donde reina el perfume a jamón.
—No sé que esperas que te diga.
No quiero que me acuse de histérica, por lo que calibro bien mis palabras y las pronuncio despacio, sin alterarme.
—Quiero que me digas por qué te preocupas ahora por nosotros, cuando el año que viene te habrás ido y no sabrás si nos ha devorado un caballo en el mes de octubre, porque estarás en el continente.
Gabe suspira hondo en la oscuridad imperante.
—No es que yo quiera dejaros aquí solos, ¿sabes?
Me odio a mí misma por el hilillo de esperanza que siento al oírle decir aquellas palabras. Pero no puedo imaginármelo con los brazos abiertos, en dirección a nosotros, anunciándonos que ha cambiado de parecer mientras nos abraza a los tres: a Dove, a Finn y a mí.
—Pues no te vayas, entonces.
—No puedo quedarme.
—¿Por qué?
—Porque no puedo.
Es lo máximo que hemos hablado en toda la semana, y me pregunto si debería dejar de presionarlo y callarme. Si sigo, sé que se levantará de un salto, apartará las sábanas y se irá hecho una furia para que no le pregunte nada más. Sin embargo, si quisiera escapar tendría que sortear los cuerpos de Tommy Falk y de Beech Gratton, que descansan en un colchón en el suelo. Además, tendría que evitar tropezar con el sofá en el que duerme Finn y quedarse sentado en la oscura cocina, cosa que no creo que le apeteciera hacer. Así que me atrevo a seguir:
—¿Qué tipo de motivo es ése?
Gabe se queda callado unos instantes, y lo único que oigo es su respiración, bastante alterada.
—Ya no puedo soportarlo más —gime, con un hilillo de voz.
Me siento tan agradecida por ese momento de sinceridad, que no me atrevo a hablar. Me cuesta pensar en una buena pregunta, en algo que logre que siga expresándose así. Parecería que la verdad es un pájaro al que me da miedo asustar.
—¿Qué es lo que no puedes soportar?
—Esta isla —me responde. Se toma una pausa larga entre palabra y palabra—. La casa en la que vivís tú y Finn. Los rumores de la gente. El pescado…, ese olor a pescado que me perseguirá para el resto de mi vida. Los caballos. Todo. No puedo más.
Parece bastante triste, aunque antes, hace unos instantes, cuando estábamos todos cenando en la cocina, parecía de buen humor. No sé qué decir; todas las cosas que odia son las que yo amo de la isla, a excepción del olor a pescado, claro, que seguramente echa a perder todo lo demás. Pero no sé si ésa es una razón de peso para dejarlo todo y empezar de cero en otra parte.
Me siento como si me acabara de confesar que se va a morir de una enfermedad desconocida, cuyos síntomas no puedo ver. Hay en sus palabras algo que no comprendo, algo que no acaba de encajar, y que hace que no pueda pensar en otra cosa.
Lo único que de verdad comprendo es que esto que le sucede a mi hermano, esto tan incomprensible y extraño, debe de pesarle mucho para que tome la determinación de marcharse de Thisby. Por mucho que le importemos Finn y yo, esto tiene mucho más peso.
—¿Puck? —me llama Gabe. Me pilla desprevenida, porque su voz suena igual que la de Finn.
—¿Sí?
—Me gustaría dormir un poco.
Pero no lo consigue. Se vuelve de lado, pero sé por su respiración que no duerme. No sé cuánto tiempo se queda despierto, pero seguramente yo me duerma antes que él.