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PUCK

Esa noche, Finn y yo preparamos un picnic en el cobertizo de Dove, que sigue alterada e inquieta. No creo que pruebe el heno a menos que esté yo con ella. Y como, según Finn, la tormenta no nos va a dejar salir en varios días, lo mejor es que aprovechemos el tiempo que nos queda para estar fuera. Además, mamá siempre nos hacía organizar un picnic en el jardín cuando nos portábamos mal en casa y estábamos demasiado alborotados. Así que ese acto tiene un punto de nostalgia que nos hace sentir mejor.

Se está haciendo de noche, y la llovizna cada vez va a más, pero bajo el cobertizo no nos mojamos. La linterna emite la luz necesaria para ver el plato de sopa que nos tomamos a sorbos. Rompo uno de los fardos de heno barato para cubrirnos las piernas con él, a modo de manta, y apoyamos la espalda contra la pared. Finn se da cuenta de que estoy de un humor de perros y choca su plato contra el mío a modo de brindis. Dove tiene medio cuerpo dentro del cobertizo y el otro medio, fuera, y mordisquea el heno. Desde aquí veo perfectamente el rasguño que tiene detrás de la oreja e, inmediatamente, vuelvo a oír mi grito en la cima del acantilado. No dejo de pensar en lo que habría pasado de haberme atrevido a correr contra ellos cuando me lo pidieron. Veo una y otra vez sus rostros al apartarse de Dove.

Durante unos minutos nos quedamos en silencio, sorbiendo patatas y caldo; oyendo a Dove triturar el caro heno con los dientes. La llovizna repiquetea contra el techo metálico del cobertizo, como un susurro constante. Finn se hace con más heno para taparse mejor las piernas y protegerse del frío. Fuera, el cielo se llena de matices marrones y azules, enmarcados en un fondo negro.

—Parece que llueve más fuerte —dice Finn mientras churrupea lo que le queda de sopa antes de relamerse sonoramente para sacarme de mis casillas (cosa que, por otra parte, consigue).

Dejo mi cuenco vacío sobre la bala de heno que tengo detrás y cojo un mendrugo de pan. Tengo la impresión de que sigo con el estómago vacío.

—¿Podrías hacer un poco más de ruido? Es que me parece que no te he oído bien.

—Estás de un humor verdaderamente insoportable —se queja Finn.

Se me ocurren tres maneras distintas de contestar a esa frase, pero decido limitarme a negar con la cabeza. Si hablo, más me costará luego olvidar lo que diga.

Como Finn es una criatura que disfruta de su privacidad tanto o más que nadie, no me fuerza a hablar. Reparte bien el heno sobre las piernas, de modo que el grosor sea idéntico en todos los puntos.

—¿Qué crees que va a pasar? —pregunta después de un buen rato.

—¿A qué te refieres?

—A la carrera, a Gabe… ¿Qué crees que va a pasarnos a nosotros?

Enfadada, tiro una pajita hacia donde está Dove.

—Pues que Dove se comerá su heno caro, los capaill uisce se zamparán su hígado de ternera y las apuestas volverán a estar en nuestra contra. Pero el día de la carrera brillará el sol y soplará el viento, y Dove galopará en línea muy recta mientras los demás corcovearán a la derecha y entonces seremos los más ricos de toda la isla. Podrás tener tres coches, Gabe querrá quedarse y nunca más tendremos que comer judías.

—No me refería a eso —responde Finn, como si me hubiera pedido que le explicara un cuento y hubiera elegido uno que no le gustara—, sino a lo que nos va a pasar de verdad.

—No sé predecir el futuro.

—¿Qué ocurrirá si no ganas? No quiero decir nada malo de Dove, pero ¿y si no tiene un buen día?

Lo miro para ver si ha empezado con esa manía suya de pellizcarse los brazos, pero se limita a retorcer una pajita del fardo de heno.

—Entonces perderemos la casa y Benjamin Malvern nos echará.

Finn asiente mirándose las manos, como si ya lo supiera. Gabe nos ha subestimado a los dos.

—Y entonces, supongo que… —intento imaginar lo que pasará si pierdo—. Tendré que vender a Dove, y encontrar algún otro sitio donde vivir. Si consigo un trabajo, quizá también me ofrezcan alojamiento. No sé, si limpiara en alguna casa o trabajara en un molino… Allí tendríamos sitio seguro.

Nadie quiere vivir en un molino.

Intento pensar en algo que, siendo realista, no parezca tan crudo.

—Gratton me dijo que se había fijado en ti para que fueras su aprendiz. Ya sé que no quieres ver ni en pintura la carnicería, pero quizá podría convencerlo para que me aceptara a mí.

—No, lo haré yo —me dice Finn.

—Pero tú no soportas la sangre.

Ha pulverizado la pajita que tenía en la mano, reduciéndola a nada.

—Tampoco tú soportabas la idea de participar en la carrera, y has acabado inscribiéndote. Creo que si me esfuerzo podré soportarlo, si es necesario.

No quiero que mi dulce e inocente hermano pequeño aprenda a soportar nada. Quiero que siga siendo como es, y que mi mejor amiga Dove esté siempre a mi lado. No quiero tener que cambiar mi casa por un minúsculo apartamento y el trabajo en un molino.

—Pero eso no pasará —le tranquilizo—. La primera versión era la buena.

Finn desmenuza otra pajita del fardo de heno; como Dove.

Y entonces se oye un crujido repentino.

La techumbre del cobertizo tiene muchos años y no es nada extraño que cruja de vez en cuando. Además, una de las paredes de aquella construcción hace las veces de valla, con lo que también puede suceder que la madera cruja en la juntura de los tablones con los postes del cobertizo.

Pero no se trata de ese tipo de crujido.

Parece un quejido seguido de un golpe. No; más que un golpe es una especie de palmadita. La verdad es que no sé cómo he podido oírla, ahora que lo pienso, hasta que veo a Finn, quien me mira completamente inmóvil, y me doy cuenta de que no la he oído. La he sentido.

Mi hermano y yo volvemos la cabeza hacia la pared del cobertizo contra la que nos apoyamos.

Quiero decir «quizá ha sido Puffin», pero Dove ha dejado de remugar y tiene las orejas muy tiesas. Con ellas apunta hacia el lugar del que proviene el ruido, si bien no hay nada que ver. No creo que un gato la alterara tanto.

Finn y yo nos quedamos inmóviles. La lluvia sigue con su incesante ploc, ploc, ploc contra el tejado. Intentamos no mirarnos para concentrar toda nuestra atención en aquel sonido. No se oye nada, nada excepto el repiqueteo de la lluvia en el tejado. Dove aguza el oído, pero todo está en silencio. Supongo que sólo era el tejado, recomponiéndose. Nuestra linterna eléctrica proyecta un círculo de luz en el techo. El mundo ha enmudecido.

Y de repente: «¡Crac!».

Es el sonido de una ramita al quebrarse bajo la pisada de alguien al otro lado del cobertizo. Se oyen unos pasos.

No son humanos.

Es el sonido de unos cascos.

Nos miramos.

De nuevo se oye aquel crujido, seguido de la leve palmadita, y esta vez ambos sabemos lo que es. Algo empuja la frágil pared desde el otro lado, como probando su resistencia. Me muerdo el labio con fuerza. Finn lleva el dedo al interruptor de la linterna, con expresión de duda. Niego furiosamente con la cabeza. Lo único que puede ser peor que encontrarse con un capall uisce en esta lluviosa noche es enfrentarse a él a oscuras.

En vez de eso, empiezo a esconderme debajo de la precaria manta de paja que he ideado hace apenas unos instantes. Tengo sumo cuidado para no hacer el más mínimo ruido. Finn se pone a hacer lo mismo inmediatamente. Dove sigue con las orejas un movimiento invisible que proviene del otro lado de la pared. Si me esfuerzo, oigo claramente el sonido de un casco al apoyarse contra el suelo, y luego otro. Oigo la respiración del animal, menos perceptible que el repiqueteo de la lluvia.

No sé qué hace ese capall uisce aquí. Quizá se canse de merodear al ver la valla que lo separa de nosotros. Imagino mentalmente los pasos que tenemos que dar para regresar a casa: tenemos que salir por la parte de atrás del cobertizo, sortear dos secciones de valla, pasar por encima de la puerta metálica y recorrer cuatro metros y medio.

Quizá uno de los dos logre pasar por encima de la puerta metálica a tiempo. Pero eso no es suficiente.

La noche es oscura y silenciosa. Agudizo el oído para ver si oigo más pasos. Dove tiene la vista y las orejas clavadas en el mismo lugar desde hace un rato. Finn, prácticamente enterrado en heno, me mira. Aprieta con fuerza la mandíbula.

Unas gotas, formadas por la condensación del aire, se deslizan por el tejadillo metálico hasta caer al suelo con un suave y apenas imperceptible sonido. A lo lejos me parece oír el motor de un coche. El viento juguetea con el heno, desordenándolo. Al otro lado de la pared no se oye nada.

Dove da una sacudida.

En uno de los extremos se dibuja un alargado morro negro.

Es el demonio.

Tengo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no gimotear. La criatura es tan negra como la boca de un lobo. En su hocico se dibuja una siniestra sonrisa. Las largas orejas apuntan la una a la otra, en una extraña disposición semejante a la de un diablo y no a la de un caballo. Me recuerdan a las bolsas en las que los tiburones depositan sus huevos. El animal tiene los ollares angostos y alargados para evitar que entre por ellos el agua del mar. Los ojos son negros y brillantes como los de un pez.

Aquella criatura es apenas equina: hiede a cosas que quedan atrapadas en las rocas cuando baja la marea.

Está hambrienta.

El capall uisce asoma la cabeza por encima de la valla que rodea el cobertizo. Lo único que nos separa de él y de su siniestra mueca, extrañamente iluminada, son los tres tablones que yo misma coloqué bajo la supervisión de mamá. Usé tres clavos y no dos para cada tablón, porque me dijo que a los ponis les gusta ponerlo todo a prueba.

Y ahora aquella bestia colosal aplastaba su cuerpo contra ella. No presionaba con excesiva fuerza, sino con la misma que había empleado contra la pared del cobertizo.

Los clavos rechinan.

El corazón me late, desbocado. Quizá es el de Finn, o quizá el de los dos galopando a la vez. Me va tan rápido que me resulta imposible respirar. Aprieto los puños con tanta fuerza que se me clavan las uñas en las palmas.

«Estamos escondidos, no puedes vernos: vete».

Dove está quieta como una estatua.

El capall uisce la mira y abre la boca. Emite un sonido que me hiela la sangre: es una especie de silbido seguido de unos chasquidos que provienen de algún remoto lugar de la garganta de la bestia: «cloc, cloc, cloc».

Dove apunta las orejas hacia atrás pero no se mueve. ¿Cuántas veces nos habrán dicho que los capaill uisce te dan caza si te mueves, y que moverse es morir?

Dove es una estatua.

El capall uisce sigue empujando. Los tablones crujen.

Finn deja escapar un frágil suspiro. Sé que nadie ha podido oírlo; sólo yo, porque me he pasado la vida entera escuchando cualquier ruidito que hicieran mis hermanos. Es un quejido asustado que no había oído en mucho tiempo.

Entonces oigo un gimoteo.

Viene del jardín. Tanto Dove como el capall uisce apuntan hacia allí con una oreja.

Se vuelve a oír de nuevo aquel lamento y se me hace un nudo en el estómago. Es otro capall, me digo, ha empujado la valla desde el otro lado hasta tirarla y ahora está en nuestro jardín. Nada nos separa de él, ni siquiera los tres clavos de la valla que contienen al otro animal.

El monstruo azabache agita sus extrañas orejas otra vez.

De nuevo, el quejido. Parece el lamento de un bebé. Entonces, veo que Finn mueve la boca, la única parte de su cuerpo que alcanzo a distinguir.

Gesticula exageradamente para formar una palabra: «Puffin».

Una vez más se oye el gimoteo, y entonces lo reconozco: es Puffin, nuestra gata, que siempre reclama a Finn de regreso de sus paseos. Seguramente la luz del cobertizo le ha llamado la atención. Vuelve a emitir aquel lamento, aquel maullido de bebé con el que busca a Finn y que éste, a su vez, si está de buenas, le repite a ella para guiarla hacia él.

Vuelve a maullar, esta vez más cerca, y el capall uisce se separa de la valla.

De la tierra emerge una neblina gris a consecuencia de la lluvia y, bajo esa luz, distingo la silueta de Puffin, que se acerca trotando hacia nosotros, con la cola levantada formando un interrogante. «¿Y aquí qué pasa?», parece preguntar.

La mueca siniestra del capall se cierne sobre ella.

Puffin sólo advierte la presencia del animal cuando éste se mueve. La valla se dobla como el papel y los tablones saltan por los aires con una fuerte explosión que parecería señalar el fin del mundo.

La gata sale zumbando de allí y el capall uisce corre tras de ella, impulsado por la sed de sangre que le despierta la caza. Los dos se pierden en la neblina y lo último que alcanzo a oír es un rumor atropellado de cascos y el quejido de Puffin.

Finn se lleva las manos al rostro y una infinidad de pajitas de heno cae al suelo. Veo que le tiemblan los hombros.

No puedo pensar en lo que ha sucedido, sino sólo en que el capall uisce podría volver y matar a mi hermano.

Lo agarro del hombro.

—Vámonos.

No tengo ningún plan previsto, lo único que sé es que no podemos quedarnos allí.

Oigo un ruido tras de mí y me doy la vuelta con tanto ímpetu que creo que me voy a romper todos los músculos del cuello. Enseguida me doy cuenta de que se trata de una voz que grita mi nombre.

—¡Puck!

Es Gabe. Pasa por encima de la de valla que el caballo ha destrozado hace apenas un instante.

—¡Venga! No tardará en volver —su voz es un susurro que me agarra del brazo.

Estoy tan sorprendida de verlo, especialmente en aquellas circunstancias, que apenas puedo hablar.

—¿Y Dove? ¿Qué pasa con Dove?

—Tráela —me espeta Gabriel, en un tono apenas audible.

—Finn, despierta, vamos.

Cojo de un manotazo la cabezada de Dove y ésta levanta la cabeza de un tirón, dándome una fuerte sacudida a la altura del hombro. Tiembla con tanta violencia como antes, en la cima del acantilado.

—¿Y Puffin? —interrogo a Gabe.

—Es una gata, lo siento, pero tenemos que irnos —mi hermano tira de Finn—. Se acercan dos caballos más.

Seguimos a Gabe y pasamos por encima de la destrozada valla. Dove se resiste a avanzar, seguramente recuerda que es una barrera que no debe traspasar. Durante un terrible instante creo que voy a tener que abandonarla allí. Chasqueo la lengua con suavidad y finalmente pasa por encima de los destrozados tablones. Delante de la casa se dibujan los faros de un coche. Dentro de él, distingo la cara parcialmente iluminada de Tommy Falk. Abre la puerta del coche con un gesto brusco y urge a Finn a que entre.

Gabe aparece detrás de mí con una cuerda para guiar caballos.

—Sácala por la ventana y sostenla.

—Pero…

—¡Ahora!

Dicho esto, vuelvo a oír el mismo chasquido de antes, pero ahora proviene del lugar en el que estábamos hace unos segundos. Oigo el eco de aquel sonido en la niebla: es una respuesta. Le coloco la cuerda a Dove en la cabezada y entro a toda prisa en el coche. Tommy Falk está al volante y Gabe cierra la puerta de un portazo.

Los faros se reflejan en la mojada superficie mientras avanzamos por la estrecha carretera. Dove va detrás, siguiéndonos primero al trote y después al galope. Bajo la ventanilla para asegurarme de que le doy suficiente espacio a la cuerda. Tommy Falk está muy concentrado conduciendo: no deja de consultar los retrovisores para comprobar que no hay rastro de los caballos marinos y que Dove sigue bien nuestro ritmo. De repente recuerdo que lo he visto en la playa esa misma mañana.

En el coche hace calor y reina el silencio. La calefacción está a tope y nadie ha caído en bajarla. Huele mal, como a zapato recién estrenado. En el asiento de atrás, Finn sigue sin reaccionar por lo que le haya podido suceder a Puffin.

Las únicas palabras que rompen aquel silencio son las de Gabe, dirigiéndose a Tommy.

—¿Vamos a tu casa?

—No podemos ir con el poni. Tenemos que ir a la de Beech.

En ese momento, Finn me pellizca el brazo y señala algo a través del parabrisas. Allí, iluminado por los faros del coche, yace el cadáver de una oveja. Está mutilado y sus restos han quedado esparcidos desde la cuneta hasta la mitad de la carretera.

Incluso cuando ya nos hemos alejado de allí, no puedo quitarme esa imagen de la cabeza. Podríamos haber sido nosotros. Ni Tommy ni Gabe dicen ni una palabra. La verdad es que no abren la boca en todo el viaje. Se limitan a quedarse sentados en un silencio triste y demasiado familiar. Gabe mira por la ventana y le comunica a Tommy que no hay moros en la costa sin mediar palabra.

Tommy no sigue la carretera que conduce a Skarmouth, como yo esperaba, sino que toma la que lleva a Hastoway. Frena cuando llega a algún cruce, pero no se llega a parar. Tanto él como Gabe miran ansiosos en todas direcciones hasta que volvemos a recuperar la velocidad anterior. Pego la cara al cristal para comprobar que Dove está bien.

—Puedo montar en ella y seguiros —afirmo.

—No vas a salir de este coche hasta que estemos completamente seguros de que no nos siguen —la voz de Gabe, firme, no deja atisbo posible para la negociación.

Y de nuevo se hace el silencio. La noche se puebla de pequeños muros de piedra y lluvia.

—Finn —llama Gabe, levantando la voz para que no la enmudezca el rugido del motor—, ¿cuánto va a durar esta tormenta que ahora empieza?

A Finn le brillan los ojos en el asiento de atrás. Le complace tantísimo que le hagan esa pregunta que no puedo evitar sentir rabia.

—Esta noche y mañana.

—Un día. No es mucho —le dice Gabe a Tommy.

—Poco no es —contradice su amigo.