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PUCK

Casi siempre confío en Dove más que en la mayoría de personas, pero tiene sus momentos de vacilación. No le gusta que el agua le cubra por encima de las rodillas, cosa que en Thisby es probablemente una decisión sabia, y no cobarde. Cuando era una potrilla, tuvo un altercado con un camión que transportaba ovejas, y todavía le asustan estos vehículos. Y le intimidan, por así decirlo, los fenómenos meteorológicos un tanto extremos. Pero puedo perdonarle estas cosillas, porque no sucede demasiado a menudo que tenga que abrirme paso por un río, competir contra un camión de transporte de ovejas o trotar hacia Skarmouth en plena tormenta.

Sin embargo, cuando regreso aquella misma tarde a la cima de los acantilados, el tiempo ha cambiado. Sopla un viento bajo y decidido a ras de hierba, cuyo color verde se ha oscurecido por los nubarrones que surcan el cielo. Cuando Dove nota las ráfagas de viento en la cara, se asusta y tiembla. El aire hiede a capall uisce. Ninguna de las dos queremos estar aquí esta lúgubre tarde.

Pero tenemos que quedarnos. Si llueve o sopla el viento el día de la carrera, necesito que Dove no pierda la calma. No puede comportarse como el escurridizo y asustadizo animal que es ahora mismo.

—Tranquila —le susurro, pero agita las orejas para captar cualquier sonido, excepto el de mi voz.

Una ráfaga de viento la hace estremecerse y acercarse demasiado peligrosamente al borde del acantilado. Por un instante veo el saliente de hierba inmediatamente anterior al vacío. Por debajo, sólo la blanca espuma y el agitado océano. Siento vértigo ante aquel abismo ancestral e inmediatamente tiro de una de las riendas para que Dove retroceda.

Mi yegua sale disparada en dirección opuesta al acantilado. Brinca y se retuerce tanto que me resulta casi imposible estar sentada.

Pongo en práctica todos los consejos que me enseñó mi madre: me imagino que tengo una cuerda atada en la cabeza que baja por mi columna vertebral y me ata a la silla de montar. Finjo que estoy hecha de arena, que mis pies son piedras que penden a los dos costados de la barriga de Dove, demasiado pesadas para que nada ni nadie las pueda mover.

Logro mantener el equilibrio y hacer que baje un poco el ritmo, pero el corazón me late a toda prisa.

No me gusta tener miedo de Dove.

Y entonces llega Ian Privett. Bajo aquel cielo gris plomizo, tiene el porte de alguien que va camino de un funeral. Está montado en su lustroso capall, Penda, de pelaje veteado de blanco, como la espuma del inestable océano, agitado por la tormenta. A unos pasos de él está Ake Palsson, el hijo del panadero, montado en una yegua uisce de pelaje castaño. Y junto a ésta se distingue el capall uisce zaino de Gerald Finney, el primo segundo o algo parecido de Ian Privett. Hay también un bullicioso grupo de hombres con el pelo alborotado por el viento que avanza a pie.

No puedo imaginar qué querrán hasta que Tommy Falk aparece detrás de ellos a lomos de su yegua negra. En sus ojos brilla una advertencia.

Ake Palsson los guía hacia mí. Se parece mucho a su padre, y eso no es una buena nueva, porque el gigantón de Nils Palsson tiene el pelo repleto de mechones blancos, unas profundas simas por ojos y una panza tan grande que parece que quiera pasar de contrabando un kilo de harina. Pero los ojos entornados de Ake no hacen sino más intenso y llamativo su color azul. Su pelo, tan rubio que casi parece blanco, no llega a estar alborotado, pero se mueve libremente. Es tan alto que intimida y si el futuro le depara unos cuantos sacos de harina en la tripa, como a su padre, es una promesa casi remota por su delgada complexión. Mi padre siempre sintió mucho aprecio por Ake. Decía: «Ake lleva las cosas a la práctica». Aquello era un verdadero cumplido, porque en la isla muchos hablan pero pocos hacen lo que dicen.

—¿Cómo está el tercer hermano del clan Connolly hoy? —pregunta Ake, resguardándose contra el lomo de su caballo.

Ese comentario le vale las risas de los demás. No me doy cuenta hasta que cesan de que se refiere a mí.

El caballo zaino de Finney le lanza una dentellada a Ake cuando se aproxima. No es más que una amenaza, pero el chocar de esos dientes hace que Dove se estremezca.

—A cualquier cosa la llaman chiste hoy en día —le contesto. Intento ocultar lo mucho que me está costando gobernar a Dove. Si el viento era un obstáculo importante, los capaill uisce ya son lo último que nos faltaba.

—Pues tiene bastante éxito —responde Ake. Apenas alcanzo a verle el rostro en aquella penumbra: no sé si sonríe despreocupado o severo—. En la playa te han empezado a llamar Kevin.

Sin poder impedirlo, de modo instintivo, me llevo la mano al gorro para ver si se me han escapado algunos rizos. Gabe bromeó hace años sobre el hecho de que Finn y yo tenemos el mismo rostro. Me avergüenza pensar que me preocupe tanto que puedan confundirme con un chico.

—¡Qué divertido! —le respondo—. Participaré en la carrera, luego soy un chico —Ake y Finney se acercan, de modo que obligo a Dove a hacer círculos para ocultar que no puedo controlarla cuando está quieta.

Ake se encoge de hombros, como lamentándose por no haber pensado en algo mejor. Detrás, el caballo zaino de Finney da un brinco y se topa contra el de pelaje castaño, que a su vez casi choca contra Dove. Mi yegua está tan alterada que traslada su temblor a las riendas con las que la sujeto.

Ake suelta una risotada mientras Finney recupera el control de su montura.

—Joder —dice Finney, recolocándose bien el bombín para restaurar su orgullo perdido. Levanta la barbilla en mi dirección—. Venga ya, Kevin, demuéstranos que tienes lo que hay que tener.

—No me llames así —le grito. Él y Ake me rodean. Sus caballos hacen que Dove parezca una miniatura equina. Supongo que se dan cuenta de que la están alterando—. Además, ya me iba.

—Vamos, no nos hagas este feo. Tenemos entendido que eres rápida como una bala —dice Finney.

—No voy a enfrentarme a vosotros ahora —anuncio. Aprieto la mandíbula con fuerza para dibujar una sonrisa en mi rostro—. Pero observaré lo que hacéis.

Ake se ríe. No es una risa maliciosa, pero tampoco denota amabilidad.

—Tommy dice que estás aquí para correr contra nosotros —añade.

Veo entre el grupo a Tommy, que niega con la cabeza.

—Pues resulta que Tommy no tiene ni idea de lo que dice —le contesto.

—¿Es que no tienes pelotas? —me provoca Finney.

Necesito salir de allí. Estamos en un buen lío: Dove tendrá que lidiar con esto y con mucho más el día de la carrera. Pero ésa es una preocupación todavía lejana. Ahora me angustia otra cosa: que Dove tiembla asustada y está a punto de desbocarse.

—Eso lo dirás tú, no yo —miro hacia atrás, para ver si tengo el espacio necesario para que Dove se pueda apartar de ellos. Unas gotas de lluvia me salpican el rostro. Lo peor de todo es que ni Finney ni Ake están siendo particularmente crueles: son unos Joseph Beringer más en mi vida. Aunque Joseph Beringer no suele meterse conmigo desde la grupa de un enorme capall uisce.

—Los corredores de apuestas están aquí —advierte Finney, apuntando hacia atrás con el codo—. ¿No quieres demostrarles de lo que eres capaz para compensar ese 45 a 1 que tienes?

Finney deja que su zaino choque otra vez contra la yegua de Finney, que a su vez vuelve a golpear a Dove, esta vez con mucha más fuerza. Se oye el chascar de unos dientes y Dove se estremece. El viento le despeina las crines y veo que, detrás de la oreja izquierda, tiene una herida superficial porque el capall uisce le ha dado una dentellada. Unas pequeñas gotas de sangre se arremolinan en la herida.

—¡Dejadme espacio! —les grito.

Me avergüenza y aterroriza a la vez mi tono de voz: es el de una niña pequeña asustada.

Ake y Finney se dan cuenta de mi estado, porque les cambia la cara. Ake tira con tanta fuerza de las riendas de su caballo zaino que casi lo tira para atrás. Finney se aparta apresuradamente de Dove.

Los dos me miran con una expresión de disculpa en el rostro, especialmente Ake.

Dove alza la cabeza contra el viento y emite un lamento aterrorizado. Ake sigue apartando más y más a su caballo. Me alivia tener un poco de distancia entre los capaill uisce y Dove pero, a la vez, me avergüenza hasta la médula el espacio libre que me rodea.

Los corredores de apuestas me observan desde su posición privilegiada. Murmuran algo entre sí antes de marcharse sin dedicarme ni una mirada. Ian Privett, que sigue contemplando la escena desde la grupa de Penda, le hace una señal a Ake antes de volverse.

—Hasta luego, Kate —me dice Ake sin mirarme a los ojos, repentinamente comedido. Afloja las riendas que rodean el cuello de su yegua y emprende el camino de regreso a Skarmouth. Finney se lleva la mano al gorro a modo de despedida y se marcha también.

La cima del acantilado parece ahora tranquila. Sólo se oye el viento y el rumor de las gotas que caen, intermitentes, sobre la hierba. Una y otra vez oigo aquel quejido casi infantil y me siento más y más pequeña.

Tommy se ha quedado pensativo. Parece que quiere acercare a mí, pero, al ver que su yegua uisce se mueve, Dove suelta un gritito y pliega las orejas hacia atrás. Así que se limita a decirme adiós con una mano mientras sostiene las riendas con la otra antes de unirse al grupo.

Me he quedado sola, asediada ya sólo por las ráfagas de viento. Estoy furiosa con Dove por ser tan temerosa, pero estoy más enfadada todavía conmigo misma. No importa lo valiente que haya sido o lo valiente que llegue a ser. Sólo he tardado unos minutos en convencerlos a todos de que mi lugar no está en la playa.