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SEAN

Lo primero que hago de regreso en Malvern Yard es buscar a Benjamin Malvern. Siento la misma sensación de vértigo y desarraigo que se apoderó de mí mientras entrenaba a Fundamental, después de ver a Puck por primera vez. Lo mismo que sentí cuando la diosa yegua me ordenó que pidiera otro deseo. No me he dado cuenta de lo inalterable que es esta isla tan cambiante hasta que se ha convertido en algo diferente y desconocido.

Hallo a Malvern en la pista de entrenamiento. Le siguen de cerca dos hombres. Mi patrón inclina la cabeza hacia delante, como siempre hace cuando hay algún comprador cerca, parecería que apremiándolos a comprar. Los dos hombres sufren, apiñados, las inclemencias del tiempo, como dos gatos remojados a los que alguien ha olvidado fuera de casa en plena tormenta.

Lo primero que veo cuando me aproximo es que todos observan a Malvern Meetle, una potrilla de futuro prometedor por su asombrosa velocidad y buen temperamento. Tiene muy buena disposición: tiende a dar más de lo que puede, y eso siempre es preferible a lo contrario.

A continuación advierto que uno de los compradores es George Holly. Al verme se da cuenta de lo idóneo de la situación. Dice algo a Malvern y al otro comprador. Aquél asiente con la cabeza y sonríe, pero no oculta su disgusto. Señala hacia la casa y George Holly guía al otro comprador en aquella dirección.

Al pasar junto a mí, Holly me tiende la mano y dice:

—Es usted Sean Kendrick, ¿verdad? Que tenga un buen día.

Le sigo la corriente y le devuelvo el saludo, como si no nos conociéramos de nada. Arqueo una ceja al comprender su astucia y, en unos segundos, el otro comprador y él se han marchado, dejándome a solas con Malvern.

Me acerco a él, que está apoyado en la barandilla que bordea la pista de doma. Mira a Mettle y frunce el ceño. Un mozo la ha montado y ella se ha empeñado en juguetear y hacerse la perezosa. Mettle es bastante feúcha de cara (por algún curioso motivo, la fealdad y la tosquedad son características que parecen acompañar siempre a los caballos purasangre más rápidos), y levanta la cabeza durante el galope. El mozo tampoco la está poniendo a prueba: no sé si es que desconoce de lo que es capaz la yegua o si él no está demasiado por la labor. En cualquier caso, aquel ejercicio es pan comido para Mettle.

—Señor Kendrick —interviene Malvern al fin—, ¿esta yegua siempre se comporta así?

Medito la respuesta.

—Es hija de Penny and Pound y de Rostraver —Penny and Pound es una de las yeguas para la cría favoritas de Malvern, y se dice que Rostraver ha ganado tantas carreras de vallas en el continente que nadie quiere competir contra él.

—Puede que no lo lleve en la sangre —asevera Malvern antes de escupir y volver a mirarla.

—Sí que lo lleva.

—¿Y por qué se dedica a hacer tonterías delante de posibles compradores?

Sólo puedo pensar en lo que quiero saber, pero ahora no es un buen momento para decirle nada. En vez de responderle, me agarro a la barandilla y me deslizo por debajo de ella. Cruzo la pista hacia donde está el mozo, uno de los nuevos. Malvern siempre anda contratando a gente nueva porque nadie aguanta demasiado tiempo viviendo en los cuartuchos que les asigna ni tampoco recibiendo la paga que les da. Meetle, siguiendo las indicaciones del mozo para que se relaje, trota en círculo. Me acerco a ella y la cojo por la brida.

—¡Uy! —exclama el mozo, sorprendido, mirándome. Tiene mi edad, creo que se llama Barnes, pero no estoy seguro. Quizá Barnes era el que estaba antes—. ¡Sean Kendrick!

Estiro la mano que tengo libre y le arrebato la fusta. La yegua, sin necesidad de azuzarla, ya se ha puesto a bailar en círculo a mi alrededor.

—Malvern te está observando. Tienes que sacarla otra vez y emplearte a fondo para que trabaje.

—Pero si eso es lo que estaba haciendo —se queja Barnes.

Toco suavemente con la fusta los corvejones de Mettle y ésta se impulsa hacia delante como si la hubiera azotado. Conoce bien mi voz y sabe que le sujeto con pulso firme la brida.

—Puede que sí, pero ella no te ha tomado en serio. Y yo tampoco. Toma, vuelve a empezar.

Barnes coge la fusta y vuelve a tomar las riendas. Mettle tiembla, ansiosa. Lo único que la frena en este momento es la mano con la que le agarro la brida. Barnes me mira, asustado por el potencial de aquella yegua y su velocidad. Lo mejor es que aprenda muy pronto a amar tanto lo uno como lo otro.

Suelto la brida y alzo la otra mano, como si todavía tuviera la fusta en ella. Mettle sale disparada a toda velocidad, al galope. Observo la escena un instante para ver cómo se desenvuelve Barnes (no lo hace del todo mal, a pesar de lo aterrorizado que está) y si Mettle se comporta. Podría haberme esforzado más, pero por lo menos ahora la yegua lo hará mejor.

Camino hacia la barandilla y paso por debajo. Los ojos de Malvern siguen a Mettle. Se rasca el mentón sonoramente con las uñas, pensativo.

Me llevo las manos a los bolsillos. No necesito un cronómetro para saber que Mettle ha mejorado su marca. Me quedo callado unos instantes, pensando en un argumento de peso que respalde lo que voy a decirle. Sin embargo, al final, me doy cuenta de que lo que debo hacer es decírselo sin más.

—Quiero comprarle a Corr.

Benjamin Malvern me mira con desagrado un instante antes de volver la vista a la pista de entrenamiento. Saca un cronómetro, que ha debido de tener en la mano todo este tiempo, y aprieta el botón cuando Mettle llega al final del circuito.

—Señor Malvern —insisto.

—No quiero tener la misma conversación dos veces. Ya te dije hace años que no está a la venta para nadie. No lo tomes como algo personal.

Sé perfectamente el porqué de su negativa. No quiere vender a Corr porque perdería a un poderoso contendiente en las Carreras de Escorpio. Si lo vendiera, perdería uno de sus reclamos principales para darse a conocer.

—Sé por qué no quiere venderlo —continúo—, pero quizá haya olvidado lo que se siente cuando uno monta para otro y no tiene un caballo en propiedad.

Malvern observa el cronómetro y frunce el ceño, no porque Mettle haya galopado despacio, sino por todo lo contrario.

—Y yo te dije que, si querías, te vendía a cualquiera de mis purasangres.

—No es mérito mío que sean como son.

—Precisamente el mérito es todo tuyo —reconoce Malvern.

—Pero no son ellos los que han hecho de mí lo que soy —le respondo, sin mirarle a los ojos.

Es una confesión insólita: acabo de abrirle mi corazón a Malvern para que examine su contenido. He crecido junto a Corr. Mi padre lo montó y lo perdió. Pero yo lo recuperé. Es la única familia que tengo.

Benjamin Malvern se pasa el tosco pulgar por la barbilla y, por un segundo, tengo la impresión de que toma en consideración lo que le pido. Pero no es así.

—Elige a otro caballo —responde.

—Seguiré entrenando a los demás caballos, lo único que cambiará será lo de Corr.

—Elija a otro caballo, señor Kendrick.

—No quiero ningún otro caballo —insisto—. Quiero a Corr.

Sigue sin mirarme. Si lo hace, seguro que me salgo con la mía. La sangre se me agolpa en los oídos.

—Esta conversación se ha acabado —concluye—. No está a la venta y punto.

Mientras Malvern observa al siguiente caballo que entra en la pista, aprieto con fuerza los puños dentro de los bolsillos al recordar cómo Kate Connolly no retrocedió ni un paso durante el desfile de los jinetes. Pienso en lo que dijo Holly: que debía de haber algo que Malvern quisiera todavía más que a Corr. Las palabras de la diosa yegua me retumban en los oídos: «Pide otro deseo». Incluso pienso en Mutt Malvern, dispuesto a arriesgarlo todo por conseguir la fama a lomos de aquella yegua pinta. Hasta ahora he pensado que, año tras año, arriesgo la vida en la playa, y que así será para siempre. Me tenía por un valiente, pero ahora me doy cuenta de que nunca he sido capaz de arriesgar la única cosa que temía perder.

No quiero tener que hacer esto.

—Entonces, señor Malvern, dejo mi trabajo —anuncio en un tono apenas audible.

Se vuelve hacia mí arqueando una ceja.

—¿Cómo?

—Que me voy. Búsquese a otro domador y a otro jinete para las carreras.

En sus labios se dibuja una débil sonrisa. Reconozco ese gesto: se llama desdén.

—¿Estás intentando chantajearme?

—Llámelo como quiera —le digo—. Véndame a Corr y competiré para usted un año más, por última vez, y seguiré entrenando a sus caballos.

En la pista entra dando grandes zancadas un caballo castrado de pelaje castaño oscuro. Resuella; todavía no está listo para correr. Malvern se pasa la mano por la boca, una acción que me hace pensar en Mettle.

—Sobrestima usted el papel que desempeña en las caballerizas, señor Kendrick.

No titubeo. Estoy de pie y el mar me cubre hasta las rodillas, pero no permito que me desestabilice.

—¿Crees que no soy capaz de encontrarle un jinete a tu semental? —me desafía Malvern. Espera a que le responda y, como no lo hago, añade—: Hay más de veinte mozos que darían su vida por subirse a lomos de ese caballo.

Pensar en eso me duele. Seguro que eso era lo que pretendía Malvern.

Como sigo sin decir nada, prosigue:

—Bueno, pues ya está todo dicho. Puedes recoger tus cosas al final de la semana.

Nunca antes había sido tan firme. Nunca antes me había visto obligado a quedarme tan inmóvil y a ser tan valiente. Me cuesta respirar, pero me obligo a no ceder.

—Mejor que te dejes de jueguecitos conmigo —me dice—, porque yo fui quien los inventé.

La reunión se ha acabado.

Puede que nunca más vuelva a montar a Corr.

Sin él, no sé quién soy.