No me molesto en ponerle los arreos a Dove el domingo, después de misa. Todo el mundo estará poniéndoselos a sus capaill uisce al salir de la iglesia, y creo que será una buena oportunidad para aprender algo de mis rivales. Quizá esta noche lleve a Dove a los acantilados, después de pasar el día comiendo heno del caro y acostumbrándose a la idea de que tiene que ser rápida.
Dejo a Finn y a Gabe solos en casa. Gabe vino a misa con nosotros, aunque miraba impaciente el reloj y se acabó marchando a la mitad, cosa que hizo que el padre Mooneyham lo mirara severamente primero a él y después, a nosotros. Las homilías de nuestro párroco no suelen ser demasiado pesadas, pero aun así hay que soportarlas de principio a fin: si se te duerme la pierna, no te puedes ni mover. Si el té que has tomado antes de ir a misa te hace soñar con todos los retretes de aquí a Damasco y no con epifanías varias, no te queda otra que aguantarte. Si eres Brian Carroll y has estado pescando toda la noche, echas la cabeza hacia atrás para que mantener los ojos abiertos no sea una tarea tan ardua. Pero lo que no puedes hacer es levantarte. Y eso fue precisamente lo que hizo Gabe. Y también Beech Gratton, instantes después. Y si Tommy Falk no hubiera sido demasiado guapo como para ir a misa, seguro que también se habría marchado con ellos.
Y ahora seguro que tengo que confesarme, porque no sólo he pensado cosas malas de mi hermano, sino que, además, las he pensado en misa. No me hace gracia la idea de que, si muero en las próximas horas, iré al infierno, pero tengo que marcharme antes de que suba la marea y desaparezcan los jinetes.
En cualquier caso, todo me parece bastante lejano cuando llego a los acantilados que quedan por encima de la playa de la carrera. Esta noche no quiero galopar sobre esos ventosos acantilados, pero no me importa quedarme sentada allí. Camino con dificultad ataviada con el hato que me he preparado con la manta de lana. Cuando llego, lo dejo en el suelo y busco un lugar seguro en el que sentarme, cerca del borde, para no perder detalle de los entrenamientos de los demás jinetes. Me envuelvo con la manta, le doy un sorbo al té que llevo en el termo y un bocado a uno de los pastelillos de noviembre. Calenté tres esta mañana en el horno, junto a algunas piedras, y éstas han hecho que sigan calentitos. Me siento bastante orgullosa de mí misma cuando saco el papel, el lápiz y el cronómetro que Finn me ha dado. Si me quedo aquí sentada el tiempo suficiente, seguro que los caballos me revelarán sus secretos. Quiero saber cuánto tardan en recorrer el terreno y, después, llevarme a Dove al mismo lugar y cronometrarla a ella también. Si conozco mis flaquezas, seguro que podré prepararme mejor.
Llevo diez minutos aquí sentada cuando veo por el rabillo del ojo que algo se mueve. Alguien se sienta a unos pasos de mí, con una rodilla doblada y el brazo colocado sobre ella, en posición de reposo.
—¿Ya has descubierto el secreto que te llevará al triunfo, Kate Connolly?
Reconozco la voz sin volver la cabeza. El corazón me hace «bum, bum, bu…» y luego pretende volver a empezar, sin demasiado éxito.
—Te dije que podías llamarme Puck.
Sean Kendrick no añade nada más, pero tampoco se levanta. Me pregunto qué se le pasará por la cabeza en estos momentos, mientras observamos a los caballos. Parecen tan distintos ahí abajo… El entrenamiento parece bastante tranquilo, todo se desarrolla con más orden que el caótico primer día. Veo que dos caballos se encabritan y sus mozos se esfuerzan por apartarlos, pero el sonido llega muy mermado a las alturas, y el viento lo acalla. Parecen soldados de juguete.
Observo a Ian Privett en su montura gris, Penda. Galopan en paralelo al agua. Presiono el botón de mi cronómetro y tomo nota.
—Irá todavía mucho más rápido dentro de un rato —me advierte Sean Kendrick—. Ahora no lo está presionando demasiado.
No sé si me dice eso porque me ve tomar nota de esos tiempos absurdos y está siendo un poco paternalista o porque me premia con una información que no podía haber conocido de ninguna otra manera. Así que me limito a pasar el lápiz por encima de los números que acabo de escribir, otra vez, imprimiéndolos bien sobre el papel. Quiero preguntarle por qué intercedió por mí ayer por la noche, pero mamá decía que estaba mal buscar un cumplido y, como en esta situación parecería que estoy buscando un cumplido, me quedo con las ganas y no le pregunto nada.
Con lo que nos quedamos en silencio un rato más. El tormentoso viento me araña la manta y el gorro, y alborota mis notas. Busco en el fardo uno de los preciados pastelillos de noviembre (todavía caliente) para ofrecérselo a Sean.
Lo acepta sin darme las gracias. Pero ese gesto queda de algún modo implícito. No sé cómo lo hace, porque no lo miré a la cara cuando le di el pastelillo.
Pasados unos instantes, interviene.
—¿Ves a esa yegua negra? ¿La de Falk? Le encanta perseguir a los demás. Si fuera la mía, la obligaría a quedarse la última, para que no perdiera la motivación. Y entonces, al final, metería baza.
Frunzo el ceño en dirección a la playa, para intentar ver lo que él ve. La playa es un barullo de falsas carreras y galopes interrumpidos. Localizo a Tommy y a su yegua negra y los observo un instante. Tiene unas patas increíblemente esbeltas para ser un capall uisce y, al avanzar, veo que cabecea un poco cuando toca el suelo con la pezuña trasera izquierda.
—Además —añado, porque no puedo callarme—, cojea un poco de la pata trasera izquierda.
—De la derecha, me parece a mí —declara él antes de rectificar—. No, de la izquierda, tienes razón.
Me siento satisfecha, aunque lo único que ha hecho ha sido estar de acuerdo con algo que yo ya sabía.
Ahora siento que he reunido la valentía necesaria para formularle la siguiente pregunta.
—¿Por qué no estás ahí abajo con Corr? —lo miro al hacerle aquella pregunta y estudio su anguloso perfil. Sigue con los ojos los movimientos de la playa, pero el resto del cuerpo permanece inmóvil.
—Para preparar las carreras hay que hacer algo más que montar.
—¿Y qué observas, exactamente?
Y, de nuevo, se crea un interminable silencio entre mi pregunta y su respuesta. Me parece que no va a contestarme, pero después se me pasa por la cabeza que quizá sólo he pensado la pregunta, sin llegar a formularla en voz alta. O puede que lo haya ofendido, aunque ya no recuerdo exactamente mi pregunta y me resulta imposible repasar mentalmente si he podido molestarle.
Entonces me contesta.
—Quiero saber quién le teme al agua y quién puede avanzar en línea recta. Quién atacará a Corr y quién es capaz de adelantarlo. Y quién es incapaz de gobernar a su caballo. Quiero saber cómo les gusta correr. Hasta qué punto ha cambiado la playa este año. Y qué aspecto tendrá la carrera antes de que empiece.
Abajo, en la playa, la yegua pinta grita con tal fuerza que ambos oímos el quejido a pesar de estar lejos, en los acantilados. Parece mentira que ayer por la noche me estuviera arrepintiendo de no haberla elegido como montura cuando tuve la oportunidad. Observo a Sean para saber qué mira.
—Y tú crees que hay que tener mucho cuidado con la yegua pinta —prosigo.
—Ni tú ni yo tenemos que perderla de vista.
Justo en ese momento, la yegua avanza a toda velocidad en paralelo a la agitada orilla. Hace un rápido ademán hacia el mar antes de apartarse con la misma velocidad hacia el acantilado. Es tan rápida que ha llegado hasta el final de la zona practicable de la playa antes de que se me haya ocurrido mirar el cronómetro.
—Tengo entendido que tu hermano se marcha al continente —dice Sean.
Respiro hondo antes de contestar.
—Justo después de la carrera —ya no tiene sentido guardarlo en secreto: todo el mundo lo sabe. Además, me oyó hablar del tema con Gratton en el camión.
—¿Y tú no te marchas con él?
Estoy a punto de confesar que la verdad es que no se ha molestado ni en preguntármelo, pero entonces me doy cuenta de que ése no es el motivo real. No quiero irme porque ésta es mi casa.
—No.
—¿Y por qué no?
Esa pregunta me enoja.
—¿Y por qué marcharse tendría que ser lo normal? ¿Acaso alguien te ha preguntado alguna vez por qué te quedas?
—Pues la verdad es que sí.
—¿Y cuál es la respuesta?
—Por el cielo, por la arena y el mar, y por Corr.
Es una respuesta tan bonita como inesperada. No me había dado cuenta de que estábamos hablando en serio, o habría pensado algo mejor que decir. Me sorprende, además, que haya incluido a su semental en la lista. Me pregunto si, cuando yo hablo de Dove, los demás se dan cuenta de lo mucho que la quiero; igual que yo noto en la voz de Sean ese cariño que siente por Corr. Me resulta difícil imaginar cómo puede quererse a un monstruo. Recuerdo lo que dijo aquel hombre en la carnicería: que Sean Kendrick tenía un pie en la tierra y otro en el mar. Quizá es necesario tener un pie en el mar para poder ver más allá de las ansias de matar de tu caballo.
—Para mí, tiene que ver con el deseo de acumular cosas —aventuro, después de quedarme pensativa un rato—. Los turistas siempre quieren algo. En Thisby, en cambio, la vida no consiste en poseer cosas, sino en vivir y ser uno mismo —me pregunto si pensará que no tengo iniciativa ni ambición. Supongo que, en comparación con él, eso es lo que debe de creer. Cuando estoy con Sean parezco condenada a decirle exactamente lo que pienso pero a no saber nunca lo que piensa él. Es como una especie de maldición.
Se queda callado. Observamos a los caballos arremolinarse y separarse a nuestros pies.
—No creas que se han rendido. No quieren que estés en la playa —me advierte pasado un rato—. Lo de ayer no significa que vayan a conformarse.
—No entiendo el porqué.
—Si utilizas las carreras para demostrarles a los demás tu valía, es tan importante la gente a la que vences como el caballo que montas —habla sin despegar los ojos de la yegua pinta.
—Pero tú no crees que las carreras consistan en eso, ¿no?
Sean se levanta y se queda allí, de pie. Tiene las botas muy sucias. «Ahora sí que le he ofendido», me parece.
—Nunca me han importado los demás, Kate Connolly. Puck Connolly.
Levanto el rostro para mirarlo. La manta me resbala por los hombros y también se me cae el gorro, aflojado por la presión del viento. No sé lo que debe de estar pensando: tiene los ojos entornados y resulta casi imposible adivinarlo.
—¿Y ahora, qué? —le pregunto.
Kendrick se sube el cuello de la chaqueta. No sonríe, pero su gesto es menos severo de lo habitual.
—Gracias por el pastelillo.
Entonces se aleja a paso rápido, por el campo, dejándome allí con el lápiz apoyado en el papel. Siento que he aprendido una valiosa lección sobre la carrera, pero no sé cómo plasmarla en el papel.