La isla se despierta al día siguiente envuelta en una calma espectral. Aunque la locura de la noche anterior parecía sugerir que los entrenamientos empezarían hoy en serio, las cuadras están tranquilas y las carreteras, silenciosas. Me alegra: tengo mucho que hacer en las próximas veinticuatro horas. Observo el cielo, un retazo de nube tapa el sol y, bajo ella, pequeñas brumas viajan apresuradas para llegar a su destino. Sabré de cuánto tiempo dispongo antes de que la tormenta nos alcance cuando vea el océano.
En la quietud sobrecogedora de la mañana, saco al purasangre más joven para que haga algo de ejercicio y coma un poco de hierba antes de que el tiempo empeore. Recojo las provisiones que necesito para llevarme a la playa: dos cubos y toda la magia débil que puedo contener en los bolsillos.
Cuando estoy a punto de marcharme, oigo una voz.
—No es de los que van a la iglesia, ¿no?
—Buenos días, señor Holly —saludo.
Lleva un jersey de cuello de pico, una chaqueta fina y unos pantalones caquis demasiado planchados. Entiendo que así se viste en América los domingos. Parece que vaya a posar para una de esas fotos de las páginas de sociedad de algún periódico del continente.
—Buenos días —dice Holly. Echa un vistazo al interior de mis cubos y se aparta con una mueca. Están llenos de excrementos de Corr y huelen tan mal que incluso a mí me cuesta acostumbrarme.
»Por el amor de Dios y de sus apóstoles —al ver que tengo dificultades para abrir la puerta sin dejar los cubos en el suelo, la abre para que pueda pasar y la cierra tras de mí, siguiéndome afable—. Así que no es usted creyente, ¿no?
—Creo en lo mismo en que creen los demás —le digo, apuntando con el mentón a Santa Columba—, pero no creo que sea algo que pueda encontrarse en un edificio.
Me dirijo hacia la línea de la costa que bordea casi todos los pastos de Malvern. La tierra está blanca y tiene un ligero olor a estiércol. Estamos en el lado opuesto a la playa de la carrera y, si bien hay acantilados, son más bajos y desiguales que los otros. Tanto el océano como las criaturas que lo habitan lo tienen mucho más fácil para llegar a la orilla en este lado de la isla.
Holly se apresura para no perderme de vista y agarra uno de los cubos. Gruñe al comprobar el peso, pero no dice nada más.
—¿Qué hace? —le pregunto.
—Buscando a Dios —explica Holly, siguiéndome el paso—. Si dice usted que está aquí afuera, entonces echaré una ojeada por la zona.
No sé si encontrará a este Dios compartiendo las tareas conmigo, pero no protesto. Falta bastante trecho hasta llegar a los acantilados y tener compañía no es algo tan terrible. Cuanto más nos alejamos de la protección de los establos, más insistente se vuelve el viento, atacándonos a ráfagas, descontrolado. Los únicos signos visibles de civilización en esta zona son las paredes de piedra que delimitan los pastos de Malvern, mucho más antiguas que los rebaños que contienen: éste es un Thisby que muchos han olvidado.
A favor de Holly hay que decir que camina en silencio durante largos minutos antes de preguntarme nada.
—¿Qué estamos haciendo, exactamente?
—La tormenta se acerca cada vez más —le explico—. Ya ha llegado al mar, y eso atraerá a los caballos.
—Se refiere a los… —de nuevo, se detiene antes de intentar pronunciar bien las famosas palabras—. A los capaill uisce.
Asiento.
—¿Adónde los atraerá, exactamente? ¡Caramba!
Esta última exclamación se debe a que hemos llegado a una atalaya desde la que se divisa el océano y toda la zona que nos rodea. La tierra es peligrosa, esta plagada de acantilados bajos que fraccionan y rasgan inesperadamente los pastos y se hunden en el mar, de modo que se distingue el campo, después el vacío y, a continuación, más campo. Ante nuestros ojos, la inmensidad del mar, cuya superficie está cubierta de olas de blanca cresta, espuma y rocas oscuras como dientes. Está muy movido. Mañana la tormenta será de órdago. Le doy a Holly unos minutos más para que disfrute de las vistas antes de contestar a su pregunta.
—Los atraerá a la costa. Si en estos momentos merodean por las aguas poco profundas que rodean la isla, pronto estarán en tierra firme para no tener que enfrentarse a las rocas ni a las corrientes. Y le aseguro que no le gustaría nada encontrarse con un capall uisce recién salido del agua.
—¿Por qué no? ¿Porque está hambriento?
Inclino ligeramente el cubo para que se derrame un poco de su contenido en el camino antes de seguir andando.
—Porque está hambriento, sí, y porque su comportamiento es vacilante. Y eso es mucho más peligroso.
—Y los excrementos sirven para…
—Para marcar el territorio. Si llegan a la orilla, quiero que piensen que se las tendrán que ver con Corr.
—Y no con los caballos purasangre de Malvern —concluye Holly, poniéndole punto final a mi explicación. Seguimos trabajando en silencio, yendo primero a los lugares altos de fácil acceso antes de bajar hacia la costa, hasta que ya sólo nos queda la playa rocosa.
—Quizá prefiera quedarse arriba —sugiero. No puedo garantizar su seguridad cerca de la orilla. El mar está ya demasiado agitado y es peligroso. Imposible saber si ya ronda por allí algún capall uisce. Malvern se enfadaría bastante si se quedara sin uno de sus compradores dos días después de haber perdido un caballo de la misma manera.
Holly asiente; comprende lo que quiero decir, pero, aun así, decide seguirme. Su valentía despierta mi respeto. Le cambio el cubo vacío por el que lleva él y, acto seguido, se masajea la palma de la mano, allí donde se le clavaba el asa.
Aquí, donde nace el camino, la costa más transitable está compuesta de rocas del tamaño de mi puño. El resto es todo piedras y peñascos que se desprendieron de los acantilados. El océano se extiende ante mis ojos, buscándome los pies. Huele a podredumbre.
—Si quisiera atrapar a otro caballo —advierto—, éste sería un buen momento para hacerlo.
El agua se ha abierto paso a través de los peñascos de la costa y ha creado un gran charco de agua. George Holly se moja los dedos en ella, inexplicablemente. Esa pequeña piscina de agua está llena de oportunistas anémonas, que extienden sus tentáculos amenazadoras, de negros erizos de mar y de cangrejos demasiado pequeños para poderlos echar en la cazuela.
—Está más tibia de lo que me esperaba —asevera Holly—. ¿Y por qué no intenta atrapar otro caballo? Lo digo porque perdió uno el otro día…
Lo cierto es que no existe razón alguna para atrapar otro capall uisce, porque Mutt Malvern ha decidido que su montura será Skata. Tampoco tiene demasiado sentido tener a Edana, llegados a este punto.
—No necesito ningún otro caballo: tengo a Corr.
Holly le da unos golpecitos con una piedra a un erizo.
—¿Y cómo sabe que ahí abajo no hay un caballo más rápido que Corr, esperando a que lo atrape?
Pienso en lo increíblemente veloz que es la yegua pinta.
—Quizá sea verdad, pero no me tienta la idea —le respondo. No todo se basa en ganar la carrera. No sé cómo explicarle que conozco su corazón mejor que el de nadie, igual que él conoce el mío—. No necesito otro caballo. Es sólo que…
Me quedo callado y avanzo hacia el otro punto por el que se puede acceder a esta inexpugnable playa. Me saco un puñadito de sal del bolsillo y escupo sobre él antes de lanzarlo sobre el inicio del otro camino. Inclino el cubo para que caiga excremento de Corr también allí. Después, regreso camino arriba sin abrir la boca.
Holly me sigue y, aunque no me doy la vuelta, oigo perfectamente lo que me dice.
—Es sólo que Corr no le pertenece, ¿no?
No sé si quiero seguir manteniendo esta conversación.
—No es sólo que no me pertenezca: es propiedad de Benjamin Malvern.
—Eso no tiene sentido.
—En esta isla, tiene todo el sentido del mundo —Thisby se define por las cosas que son de Malvern y las que no—. La lógica es ésta: yo le pertenezco a Malvern. Usted, no.
—De modo que lo que quiere es ser libre.
Dejo de hacer lo que estoy haciendo para mirar al americano. Allí está, en mitad del camino, siguiéndome sin perder esa pulcritud asombrosa: no se ha manchado el jersey y lleva los pantalones todavía perfectamente planchados. Tiene un aspecto sumiso con esa imagen tan cuidada, sin embargo, su expresión no tiene nada de insulsa. George Holly, inversor americano, sin duda siempre ha sido así de libre y espontáneo. Por primera vez no me importa, porque creo que me entiende a pesar de todo.
—¿Y por qué no le compra a Corr?
Esbozo una débil sonrisa.
Holly me lee la mente.
—¿Es por el dinero? Ah, ya. No quiere vendérselo. ¿Tiene algo con que presionarlo?
Seguro que lo necesita para mucho más que para ganar la carrera. Lo siento, me estoy metiendo donde no me llaman. Vayámonos, haga ver que no le he dicho nada.
Pero sí ha dicho algo. Algo que ya no puede borrarse. Lo cierto es que durante once meses, me esfuerzo por resultarle valioso a Malvern y, después, durante un mes, trabajo duro para resultarle imprescindible. ¿Sería él capaz de renunciar a ese mes para mantener los otros once? ¿Sería yo capaz de arriesgarme?
Nos detenemos para reflexionar en la zona más elevada del terreno. La ropa de Holly contrasta con el verde paisaje; como la mía, negra como el carbón. Vacío el cubo, satisfecho por librarme de su pestilente contenido. Holly me contempla sin abrir la boca mientras cojo un puñado de tierra limpia y le susurro algo antes de esparcirla de nuevo sobre el terreno.
—¿Utiliza la magia? —se interesa Holly.
—¿Utilizar un bridón es hacer magia? —le pregunto.
—Lo que quiero decir es que, si yo me pusiera a susurrarle algo a la tierra, mis conversaciones no serían demasiado profundas.
Me observa mientras hago lo mismo con los otros dos caminos que llevan a los acantilados. No me pregunta cómo lo hago, y yo no se lo digo. Cuando ya hemos emprendido el camino de regreso, y al ver que no dice nada en largo rato, decido intervenir.
—Puede decir lo que piensa.
—No, no puedo —declara inmediatamente, contento por aquella invitación a la conversación—, porque no es de mi incumbencia. Sé que antes he metido la pata, y no quiero volverlo a hacer.
Arqueo la ceja.
Holly se frota las manos, como si hubiera tocado algo mucho más sucio que el agua de aquella piscina natural formada por la marea.
—Bueno, ¿y qué pasa con esa chica, esa tal Kate Connolly?
Suspiro hondo, apilo los cubos y avanzo por el camino que conduce, colina abajo, hasta Malvern Yard.
—Si cree que evitando responderme me convenceré de que no pasa nada, se equivoca.
—No es ésa la razón por la que no respondo —reconozco cuando llega a mi lado—. No es que no haya nada; es que no sé lo que hay.
La veo con toda claridad, plantada sobre la roca, al lado de Peg Gratton, sin inmutarse ante Eaton y el resto del comité de carreras. No recuerdo si alguna vez he sido tan valiente como ella, y me siento avergonzado. Lo cierto es que esa chica me fascina y me repele a la vez: me veo reflejado en ella y, además, es la puerta que lleva a una parte de la isla que desconozco. Es una sensación idéntica a la que sentí ante la diosa yegua cuando ésta me miró a los ojos. Ese sentimiento me dice que hay una parte de mí que no conozco.
—En mi país tiene un nombre —continúa George Holly—, pero puede que no quiera saberlo.
Lo fulmino con la mirada y se ríe de buena gana.
—¡Esa cara vale un millón de dólares! —exclama—. ¿Debo apostar por la chica, pues?
—Lo mejor es que ahorre el dinero para comprar heno —refunfuño entre dientes—. Va a ser un invierno muy largo.
—No en California —afirma él antes de echarse a reír. Por lo lejos que suena su risa, me doy cuenta de que se ha parado. Me vuelvo.
—Creo que tiene razón, señor Kendrick —declara George Holly, con los ojos cerrados. Le da el viento en la cara y está ligeramente inclinado para no desequilibrarse. Ya no tiene los pantalones impecables: se le han llenado de churretes de barro y estiércol. El viento se ha llevado su ridícula gorra roja, pero parece que no se ha dado cuenta, el aire juega con su pelo y el océano le canta. Esta isla te lleva consigo, si tú te dejas.
—¿Por qué tengo razón? —quiero saber.
—Aquí sí siento a Dios.
Me limpio las manos el los pantalones.
—Vuélvamelo a decir en dos semanas, cuando haya visto cadáveres en la playa.
Él sigue con los ojos cerrados.
—¡Que nadie se atreva a decir que Sean Kendrick no es un optimista! —y tras una pausa, añade—: Sé que ahora mismo está sonriendo, así que no lo niegue.
Tiene razón, así que no lo hago.
—¿Va a poner a prueba a Benjamin Malvern por ese caballo o no?
Pienso en Kate Connolly de pie ante Eaton, con su rostro desafiante, como si fuera a ser sacrificada en esa antigua roca. Siento el aliento de la diosa yegua, preñado de trueno, en mi rostro.
—Sí —le digo.