El desfile de los jinetes parece de todo menos un desfile.
Hay un hombre que grita por encima de la multitud: «¡Atención, jinetes, a la roca!». Está claro que quiere que lo sigamos. No pierdo la esperanza de que, en algún momento, todo se vuelva más organizado, pero no es así. El único momento en el que aquello se ha parecido mínimamente a un desfile ha sido cuando he visto que algunos jinetes avanzaban en la misma dirección, hacia la cima del acantilado. El gentío se aparta para que puedan pasar, y entonces corro a toda prisa para ir tras ellos. Finn se esfuerza todo lo que puede para seguirme. Nadie me abre paso, por lo que recibo un montón de codazos.
La noche es negra como la boca de un lobo. La única claridad proviene de dos hogueras. Una refulge con fuerza, furiosa, y la otra mengua, agónica. Estoy desorientada.
—¡Kate Connolly! —grita alguien, con un tono nada agradable. Al volverme, no veo más que ojos que apartan la vista y fruncen el ceño. Es extraño que hablen de ti pero que no hablen contigo.
Una mano me coge del brazo y me vuelvo, bufando, hasta que veo que es Elizabeth, la hermana de Dory Maud. A pesar de la oscuridad imperante, su pelo pajizo se distingue perfectamente. Lleva puesto un vestido del color del coche del padre Mooneyham. Me mira mal. También sus labios son del color del coche del padre Mooneyham. Me sorprende verla aquí: nunca la he visto más allá de la caseta de Fathom & Sons. Pensaba que seguramente se desintegraría si cruzaba el umbral que llevaba al mundo real. Cada hermana tenía su propio reino: El de Dory Maud es el más amplio y abarca toda la isla. El de Elizabeth se reduce al edificio y a la caseta. Por último, el de Annie es el más pequeño y se limita al segundo piso de Fathom & Sons.
—¿Te has perdido, no? Dory Maud dijo que conocías el camino, pero ya sabía yo que te acabarías desorientando —la expresión de Elizabeth es de puro desdén.
—Si estuviera perdida significaría que al menos sé adónde voy —le espeto—. Pero no he ido nunca antes al desfile.
—Uy, cuidado, que muerde —se burla Elizabeth—. Es por aquí. Finn, muchacho, ¿estás papando moscas o qué? Cierra la boca y vente con nosotras.
Sus dedos se me clavan como garras en el brazo mientras nos guía acantilado arriba, por encima de la playa en la que se celebrará la carrera. Finn nos sigue tan rápido como puede, nervioso como un cachorrillo.
—¿Dónde está Dory? —le grito.
—Apostando —gruñe Elizabeth—, cómo no. Y mientras, me toca trabajar a mí.
No acabo de comprender por qué guiarnos acantilado arriba cuenta como trabajo para Elizabeth, pero le estoy agradecida por ello. Me cuesta bastante imaginar a Dory Maud participando en las apuestas. Y mucho menos de un modo que pueda provocar ese desairado «cómo no» de su hermana. Intento imaginármela en la carnicería, apostando por algún caballo, y no puedo. Como mucho, en el Black-Eyed Girl. Seguro que lo haría mejor que yo y se acercaría al bar con la misma seguridad de un hombre.
Elizabeth me suelta un grito para despertarme y me guía con rapidez entre la multitud, en dirección a la cima del acantilado. Al fin se detiene para recuperar el aliento después de largo rato. Entonces veo que ya estamos en el lugar indicado. Lo sé porque, entre el hervidero de gente, veo a una persona que permanece impasible: Sean Kendrick. Su ropa es oscura; su expresión, todavía más. Mira a algún punto inescrutable de la negra noche, en dirección al mar: está esperando.
—Aquí.
—No —me dice Elizabeth, siguiéndome la mirada—. No es aquí donde tienes que estar. La carrera ya es lo suficientemente peligrosa para que encima pienses en otras cosas, ¿no?
Sean vuelve la cabeza justo en el momento en que Elizabeth tira de mí en dirección opuesta. Nuestros ojos se encuentran. Hay un brillo de dureza y desprotección en su mirada. Tengo que bajar la vista para que Elizabeth no me acabe tirando al suelo.
Finn no sonríe con el rostro, pero sí con la mirada. Elizabeth se detiene.
—Aquí —dice.
Hemos llegado a una tercera hoguera, delante de la cual hay una enorme piedra plana llena de manchas y vetas marrones. Tardo unos segundos en descifrar lo que ven mis ojos: las manchas son sangre seca. Finn está lívido. Gran número de personas rodea la roca, aguardando lo mismo que Sean. A esa distancia, reconozco a otros jinetes: al doctor Halsal, a Tommy Falk, a Mutt Malvern y a Ian Privett. Algunos charlan y ríen animadamente. Ya han pasado antes por la misma situación y hay un sentimiento de familiaridad. De repente, me encuentro mal.
—¿De dónde ha salido esa sangre? —le susurro a Elizabeth.
—De unos cachorritos desvalidos —bromea ella, que acaba de sorprender a Ian Privett mirándola. Le enseña los dientes con una mueca que a mí no me parece una sonrisa. Me coge por los dos brazos y me coloca delante de ella como si yo fuera un escudo.
—Es de los jinetes. Tienes que subirte ahí y derramar una gota de tu sangre para probar que vas a participar en la carrera.
Me quedo mirando la roca. Tengo la sensación de que allí hay más sangre que la gota depositada por cada jinete a lo largo de los años.
Un hombre se sube a ella. Lo reconozco: es Frank Eaton, un granjero que conocía mi padre. Lleva una de esas bufandas tradicionales y raras que tanto les gustan a los turistas: se lía alrededor del hombro y se ata a la altura de la cadera. Queda de lo más ridícula con los pantalones de pana que lleva puestos. No puedo evitar asociar el traje tradicional con un penetrante olor a sudor, y tengo la impresión de que Frank no me hará cambiar de opinión. Lleva un pequeño cuenco en la mano y se prepara para gritarles algo a los allí congregados, que poco a poco se van quedando callados.
—La responsabilidad de hablar por el hombre que no participará recae sobre mí.
Eaton inclina el cuenco y la sangre se derrama sobre la roca que tiene a sus pies. No se aparta, por lo que algunas gotas le tiñen el pantalón de rojo. Creo que le da igual.
—Jinete sin nombre —entona—. Caballo sin nombre. ¡Por su sangre!
—Es sangre de oveja —aclara Elizabeth— o de caballo. No me acuerdo.
—¡Eso es de bárbaros! —estoy horrorizada. Finn parece estar a punto de vomitar.
Elizabeth encoge un hombro. Ian Privett la sigue mirando.
—Hace cincuenta años, aquí mataron a un hombre, como sucedía año tras año. Es «el hombre que no participará».
—Pero ¿por qué? —protesto.
Elizabeth me contesta con tono aburrido. Seguro que aquella pregunta tiene una respuesta de verdad, pero parece que a ella no le interesa.
—Pues porque a los hombres les gusta matar. Y menos mal que ya no lo hacen, porque nos quedaríamos sin hombres.
—Porque —interviene una voz que reconozco al instante— si le das sangre a la isla antes de la carrera, quizá no reclame tanta durante su transcurso.
Elizabeth se vuelve para mirar a Peg Gratton de mala gana. Pestañeo al verla, casi no la reconozco debajo de su elaborado tocado. Se parece a uno de esos frailecillos de cresta bufada que sobrevuelan la isla y que dan tanto miedo. Lleva una puntiaguda visera a modo de pico y de las orejas le salen un par de borlas amarillas filamentosas a modo de cuernos. No hay ni rastro de sus rizos, escondidos a buen recaudo bajo el forro de tela de aquel extraño gorro.
—No esperes que sean agradables contigo, Puck —me dice Peg Gratton como si Elizabeth no estuviera allí—. Muchos creen que la presencia de una chica en la playa les va a traer mala suerte. No les alegrará verte.
Aprieto los dientes con fuerza.
—Me da igual que sean agradables o no. Lo único que quiero es que me dejen correr en paz.
—Entonces estarían siendo amables contigo —insiste Peg. Se vuelve con un movimiento extraño y brusco provocado por la cabeza de pájaro. Si nada de lo que había visto esa noche hubiera conseguido alterarme, aquel gesto sí lo habría hecho—. Me tengo que ir —anuncia de pronto.
Sobre la roca hay una mujer que lleva una cabeza de caballo de verdad, de pie sobre el lugar en el que se vertió la sangre hace unos instantes. Tiene la túnica empapada de sangre: regueros del rojo líquido le corren por las manos. Observa la multitud, pero, al llevar esa colosal cabeza, se diría que no nos mira a nosotros sino al cielo. Me siento mareada y febril por el calor de la hoguera y la presencia de la sangre. Creo estar soñando, aunque sé que esto es muy real.
Se oye un murmullo entre el gentío. No soy capaz de distinguir las palabras.
—Dicen que nadie ha conseguido la concha este año —me explica Elizabeth—. Que este año no hay concha.
—¿Qué concha?
—La que necesitas para pedir un deseo —responde la muchacha con su característico tono impaciente—. Ella deja caer una concha al suelo y quien la recoge pide un deseo. Puede que la soltara en Skarmouth y que nadie fuera lo suficientemente avispado para cogerla.
—¿Quién es la que lleva la cabeza de caballo? —le pregunta Finn a Elizabeth. Es lo primero que dice desde hace un buen rato.
—Es Epona, la madre de todos los caballos. El alma de Thisby y de estos acantilados.
Finn, paciente, se explica.
—Quiero decir que quién es la mujer que hay debajo.
—Alguien que tiene más delantera que tú —replica Elizabeth. Los ojos de Finn van de inmediato a posarse sobre los senos de aquella mujer caballo, cosa que hace reír a Elizabeth a carcajadas, como una loca. La miro con el ceño fruncido, intentando defender la dulce inocencia de Finn, y ella me responde con un buen empujón—. Están llamando a los jinetes.
Es verdad. La mujer que portaba la cabeza de caballo ha desaparecido, aunque no la he visto marcharse, y Peg Gratton se ha puesto de pie en aquella roca, ocupando su lugar. Aproximadamente una docena de hombres se congregan en un extremo de la roca, esperando a que los llamen para subir. Muchos más avanzan, inquietos, hacia el grupo. Yo soy un animal pequeño y estático.
Elizabeth chasca la lengua.
—Espera aquí si quieres. Suben de uno en uno.
Aprieto los puños intentando mitigar el temblor que me invade. Observo con detenimiento para ver qué tendré que hacer yo cuando me toque. El primer jinete sube por las piedras que hacen las veces de escalones, situadas en un extremo de la roca. Es Ian Privett. Parece mayor de lo que es por su pelo; se le volvió gris de niño. Avanza con ímpetu en dirección a Peg Gratton.
—Montaré —le dice con un tono formal y lo suficientemente alto como para que lo oigamos todos los allí presentes. A continuación, extiende la mano ante la mujer y ella le realiza un corte en el dedo con un pequeño cuchillo el movimiento es tan rápido que me resulta imposible verlo bien. Privett extiende el brazo y supongo que la sangre se vierte sobre la roca, aunque no alcanzo a verlo porque estoy lejos.
No parece que le duela.
—Ian Privett. Penda. ¡Por mi sangre! —exclama.
—Gracias —responde Pegg, con una voz grave que no es la suya.
Entonces Ian desaparece y el siguiente jinete ocupa su lugar. Es Mutt Malvern, quien repite el mismo juramento extendiendo la mano para que la sangre gotee después de haber recibido el corte. Cuando dice «Matthew Malvern. Skata. ¡Por mi sangre!», aparta la vista de la roca para mirar a alguien en la multitud. La boca se le quiebra en una mueca extraña. Me alegro de no ser yo su objetivo.
Una y otra vez, los jinetes suben a la roca, extienden las manos, pronuncian sus nombres y los de sus caballos y, una y otra vez, Peg Gratton les da las gracias antes de que se marchen. Hay muchísimos, por lo menos unos cuarenta. He visto en la prensa artículos sobre las carreras, y en la final jamás son tan numerosos. ¿Qué ocurre con todos ellos?
Imagino que puedo oler la sangre desde aquí.
Los jinetes se siguen sucediendo para que les practiquen ese corte en el dedo y así poder anunciar su intención de participar en la carrera.
Se acerca el momento de subir, y me noto nerviosa. Me doy cuenta de que estoy esperando a que suba Sean Kendrick. No sé si es porque corríamos juntos, porque lo vi perder a aquella yegua o porque me dijo que no volviera a la playa cuando nadie más se dignaba dirigirme la palabra. O quizá porque su semental rojo es el caballo más hermoso que he visto en toda mi vida. Sea por lo que fuere, me despierta tal curiosidad que me sorprende.
Casi todo el grupo ha pasado cuando Sean se sube a la roca. Me cuesta reconocerlo: tiene la cara y los angulosos pómulos manchados de sangre. Su mirada es impactante y desconcertante a la vez, severa y sin piedad, cautelosa y mortífera. Como la de alguien que sería capaz de subir a la roca aunque la sangre que se derramara fuera humana y no de oveja.
De repente, me pregunto qué estará haciendo el padre Mooneyham esta noche; si se habrá recluido en Santa Columba para rezar por sus parroquianos, para que no pierdan la cabeza y se abandonen a diosas paganas. Y si la diosa de la isla alguna vez existió…, ¿cómo puede ser que se conforme con sangre de oveja en lugar de sangre humana? Yo misma he visto sangre de oveja y sangre de hombre y sé apreciar la diferencia perfectamente.
Sean Kendrick extiende la mano.
—Montaré —dice. Y al oírlo, siento que me pesan los pies, como si alguien tirara de ellos hacia abajo.
—Sean Kendrick. Corr. ¡Por mi sangre! —canturrea en una voz apenas audible.
Se oye un gran clamor proveniente de la multitud, incluso Elizabeth grita, y yo que la creía demasiado digna para hacer este tipo de cosas… Sean, sin embargo, permanece inalterable ante aquellos vítores. Me parece que mueve los labios de nuevo, pero el movimiento es tan leve que no puedo estar segura. Y entonces desaparece.
—Te toca —dice Elizabeth—. Arriba. No vayas a olvidar cómo te llamas.
Hace unos instantes tenía frío, pero ahora siento que estoy ardiendo. Con la cabeza bien alta me acerco a la roca, a la que subo como todos los demás. Me parece tan vasta como el océano mientras la cruzo para acercarme a Peg Gratton. Aunque la superficie debe de ser bastante sólida, parece inclinarse y balancearse a cada paso que doy. Me repito una y otra vez: «Montaré. ¡Por mi sangre!». No quiero olvidarme con los nervios de lo que tengo que decir.
A esta distancia veo bien los ojos de Peg Gratton, relucientes y penetrantes bajo aquel falso pico. Tiene un aspecto fiero e imponente.
Siento que me mira todo Skarmouth, todo Thisby y todos los turistas llegados del continente. Pongo la espalda bien recta. Seré tan fiera como Peg Gratton, aunque no tenga un pico enorme bajo el que esconderme. Mi apellido me bastará.
Extiendo la mano. Me pregunto si dolerá. Hablo en un tono mucho más alto de lo esperado.
—Montaré.
Peg blande su cuchillo. Me preparo para recibir el pinchazo. Nadie se ha inmutado y me niego a ser la primera en hacerlo.
—¡Espera! —grita una voz que no es la de Peg Gratton.
Las dos nos volvemos y descubrimos a Eaton, con aquella indumentaria tradicional empapada en sudor, al pie de la roca. Estira mucho el cuello para poder vernos bien. Va acompañado de un grupo de hombres con chalecos que tienen las manos en los bolsillos. Algunos son jinetes, y todavía se aprietan con fuerza la mano para no sangrar más. Otros llevan bufandas como la de Eaton. Todos fruncen el ceño.
Me he equivocado. He subido cuando no me tocaba. No he dicho las palabras adecuadas… Estos pensamientos se me agolpan en la cabeza. Siento una intranquilidad que crece por momentos.
—No puede montar —declara Eaton.
Se me cae el alma a los pies. ¡Dove! Ella debe de ser el motivo por el no puedo competir.
—Ninguna mujer ha participado nunca en las carreras —aclara—. Y éste no va a ser el primer año en que eso suceda.
Observo a Eaton y a los hombres que lo acompañan. Entre ellos existe una camaradería evidente, como la de los ponis que se agrupan para protegerse del viento. O como un rebaño de ovejas que miran cautelosas al perro que les indicará cuándo deben moverse. Yo soy la extraña. La mujer.
Podría haberme quedado fuera de la carrera por muchos motivos, pero me parece increíble que el impedimento sea que soy mujer.
Me pongo roja de rabia. Estoy encima de la roca y sé que todos me observan, pero no me tiembla la voz.
—Las normas no dicen nada de eso. Me las he leído de cabo a rabo.
Eaton mira al hombre que tiene a su lado, que se humedece los labios antes de intervenir.
—Algunas normas son demasiado importantes para plasmarlas en el papel.
Tardo unos instantes en darme cuenta de lo que realmente sucede: no hay ninguna norma que diga que una mujer no puede participar, sin embargo, no están dispuestos a dejarme competir. La situación es idéntica a cuando jugaba con Gabe de pequeña, mi hermano cambiaba las reglas del juego cuando veía que iba a ganar yo.
La injusticia de aquella situación, como la de ahora, hace que me hierva la sangre.
—Entonces ¿para qué existe la hoja de normas? —pregunto.
—Hay cosas que son demasiado obvias para escribirlas —repite el hombre que está al lado de Eaton. Lleva un pulcro traje de tres piezas, con una bufanda en vez de la chaqueta. Distingo con más claridad el triángulo que forma el chaleco, gris contra blanco, que su propio rostro.
—Tienes que bajar de ahí —ordena Eaton.
Un tercer hombre aparece a los pies de la roca. Alarga la mano en mi dirección, como si fuera a aceptársela y a bajar sin más.
—Pues yo no lo veo todo tan obvio —no me muevo ni un milímetro de donde estoy.
Eaton frunce el ceño un instante antes de intervenir, enlazando las palabras según le vienen a la cabeza:
—Las mujeres son la isla y la isla nos cuida. Eso es importante. Pero los hombres son quienes mantienen la isla anclada al fondo marino y quienes evitan que se pierda en la inmensidad del océano. Las mujeres no pueden estar en la playa. De lo contrario, se altera el orden natural de las cosas.
—Así que la razón de mi descalificación es la superstición —respondo—. ¿Creéis que los barcos se van a quedar varados en la arena porque yo participe en la carrera?
—Bueno, eso es hilar muy fino.
—O sea que soy yo. Creéis que está mal que participe en la carrera y punto.
La cara de Eaton me recuerda a la de Gabe en el pub, cuando miraba a la gente con expresión incrédula, para que todos vieran lo poco razonable que yo estaba siendo. Cuanto más miro a ese hombre, más me desagrada. ¿Acaso a su esposa no le parece horroroso ese labio superior que tiene? ¿No podría cambiarse la raya de sitio para que no se le vieran tanto las entradas? ¿Tiene que mover así el mentón cuando habla?
—No te lo tomes como algo personal, porque no es así —me dice.
—Para mí sí es algo personal.
Empiezan a enfadarse. Pensaban que iba a bajarme de allí tan pronto como oyera la primera negativa y, como no lo he hecho, he pasado de ser la curiosidad de la temporada a un objetivo claro contra el que pelear.
—Puedes hacer otras cosas durante el mes de noviembre para complacer a otras personas además de a ti misma, Kate Connolly. No tienes por qué participar en las carreras.
Pienso en Benjamin Malvern, sentado a nuestra mesa, preguntándome qué sería capaz de hacer por salvar nuestra casa. Si bajo de esta roca, Gabe no tendrá ninguna razón para quedarse con nosotros y, por muy enfadada que esté, no puedo permitir que la última conversación que tenga con él sea la de esta noche. Pienso en lo que sentí al competir contra la impredecible yegua uisce de Sean Kendrick, que acabó lanzándose al mar.
—Tengo mis propios motivos —le espeto—. Como cada hombre que se ha subido a esta roca. El hecho de ser una chica no hace que mis motivos sean menos importantes que los vuestros.
Ian Privett, situado unos metros atrás, interviene.
—Kate Connolly, ¿a quién ves detrás de ti? Es una mujer quien toma nuestra sangre. Y también una mujer quien nos concede nuestros deseos. Pero la sangre depositada sobre la roca durante generaciones es de hombres. No se trata de si quieres estar ahí o no. Ése no es tu lugar. Ahora bájate y deja de comportarte como una niña.
¿Quién se creerá Ian Privett que es para hablarme así? Sus palabras también me recuerdan a las de Gabe, pidiéndome que no me comportara como una histérica cuando no lo estaba siendo en absoluto. Pienso en mamá, a lomos de un caballo, enseñándome a montar. Ella misma formaba parte del animal. No pueden decirme que éste no es mi lugar. Pueden obligarme a bajar, sin importar mi opinión, pero no pueden decirme eso.
—Cumpliré las normas que recibí —insisto—, pero no las que no están escritas en ninguna parte.
—Kate Connolly —grita el hombre del chaleco—, en la playa jamás ha habido una mujer durante la carrera. ¿Quieres que rompamos esta regla por ti? ¿Quién eres tú para pedirnos eso?
El hombre que alargó la mano al pie de la roca parece recibir alguna señal secreta y empieza a subir los escalones de piedra. Me obligarán a bajar aunque yo no quiera.
Es el fin.
No puedo creer que todo haya acabado.
—Yo hablaré por ella.
De repente, todos se vuelven hacia Sean Kendrick, quien está un poco apartado de los demás y tiene los brazos cruzados.
—Esta isla siempre se ha sustentado en el coraje y no en la sangre —interviene. Tiene el rostro vuelto hacia donde estoy yo, pero mira a Eaton y a sus camaradas. Cuando acaba de hablar, se hace el silencio y oigo los latidos de mi corazón, que parece querer salírseme del pecho.
Veo en los rostros de aquellos hombres que las palabras de Sean Kendrick les han calado hondo. No quieren dar su brazo a torcer, pero la opinión de alguien que ha engañado a la muerte en tantas ocasiones durante la carrera no pueden ignorarla.
Como antes, cuando estaba en el camión de Thomas Gratton, Sean Kendrick enmudece. Su silencio los obliga a reaccionar.
—Y tú estás a favor de que ella participe —admite Eaton, al fin—, a pesar de todo.
—A pesar de nada —contesta Sean—. Que sea el mar quien decida lo que está bien y lo que está mal.
Se hace una pausa increíblemente larga.
—Que participe entonces —declara Eaton. A su alrededor, muchos niegan con la cabeza, pero nadie interviene. Las palabras de Sean resuenan en la noche—. Ofrece tu sangre, muchacha.
Peg Gratton no espera a que extienda más la mano, se adelanta y realiza la incisión en el dedo. En vez de dolor, lo que siento es un calor abrasador que me recorre todo el brazo hasta el hombro. La sangre brota de la herida y se vierte sobre la roca.
Vuelvo a sentirme como antes, cuando era Sean Kendrick quien estaba en mi lugar: tengo los pies bien firmes sobre la roca, como si formara parte de la isla y hubiera surgido de ella. El viento me alborota el pelo, que escapa de la cinta y me golpea la cara. El aire huele al océano cuando va a romper contra la orilla.
—Kate Connolly. Dove. ¡Por mi sangre! —entono al fin, con la cabeza bien alta.
Veo a Sean Kendrick entre la multitud. Se vuelve, dispuesto a marcharse, pero antes me mira un instante. Y yo le sostengo la mirada. Siento que todo el mundo observa este momento, como si mirar a Sean Kendrick a los ojos implicara una promesa o un compromiso con algo cuya naturaleza desconozco, pero de todos modos no aparto la vista.
—¡Por su sangre, que empiecen las carreras! —exclama Peg Gratton a la noche y a la multitud, que ya no está pendiente de ella—. Ya tenemos a nuestros jinetes, que empiecen las carreras.
Sean Kendrick me sostiene la mirada un segundo más, y después desaparece de allí dando grandes zancadas.
Faltan dos semanas para el gran día. Esta noche empieza todo. Lo siento en lo más profundo de mi ser.