30
SEAN

Los tamborileros de Escorpio entonan una melodía desigual mientras me abro paso entre la gente que llena las calles de Skarmouth. El aire helado me escuece en la nariz. El viento transporta toda clase de olores extraños: el aroma de platos que sólo se preparan durante la temporada de carreras, perfumes que sólo llevan las mujeres del continente, el olor a tierra, a basura quemada y a cerveza derramada en los adoquines. Este Skarmouth primitivo, esforzado e inexpugnable está hambriento. Los sentimientos que despierta la carrera en mi interior se derraman esta noche por las calles.

Delante de mí, la gente se abre paso a codazos entre los turistas, de trago lento y grito fácil. Si caminas con decisión, no obstante, incluso los borrachos respetan tu espacio y no te empujan. Avanzo entre la multitud en dirección a la carnicería, con los ojos bien abiertos. Estoy buscando a Mutt Malvern. Prefiero verlo yo a que me vea él, aunque ya sé dónde estará esta noche.

«Sean Kendrick». Alguien susurra mi nombre. Y después, alguien me llama. Pero yo sigo adelante. Muchos me reconocerán esta noche.

Mientras camino, mi mirada vaga más allá de la gente y se posa en Skarmouth. Las piedras adquieren reflejos dorados y rojos bajo la luz de las farolas. Las sombras son negras, marrones y de un azul profundo, todos los colores del mar de noviembre. Las bicicletas se apilan contra las paredes, como si una ola las hubiera arrastrado hasta allí antes de retirarse de nuevo. A mi alrededor, me empujan muchachas con cascabeles atados a los tobillos. En una de las callejuelas laterales refulgen las llamas que consumen un barril, alrededor del que se reúnen unos cuantos chavales. Observo Skarmouth a los ojos y él me devuelve la mirada con expresión salvaje.

En una de las paredes hay un anuncio de Malvern Yard. «CUATRO VECES GANADORES DE LAS CARRERAS DE ESCORPIO», reza. «LLÉVESE A CASA UNA PARTE DE LAS CARRERAS: SUBASTA DE EJEMPLARES JÓVENES EL JUEVES A LAS 7.00.»

Todo lo que describe el cartel tiene que ver conmigo, pero mi nombre no aparece por ninguna parte.

Tengo que pararme para esperar a que pasen los tamborileros, que emergen de una callejuela que lleva hasta el mar. Son catorce, y su entusiasmo es mayor que su talento. Todos van vestidos de negro. Los tambores de Escorpio son tan grandes como la envergadura de mis brazos y tienen las pieles manchadas de sangre y atadas con cuerdas. Repiquetean, y ese sonido constante se confunde con mi pulso. Detrás de los tamborileros va una mujer que lleva puesta una cabeza de caballo y una túnica roja como la sangre. Detrás de ella se dibuja una cola, y cuesta distinguir si se trata de un pedazo de cuerda o de una cola de verdad. Va descalza, como dicta la tradición. Es imposible saber quién es.

La percusión de los tambores continúa y nos arremolinamos contra las paredes para dejarlos pasar. Algunos turistas aplauden. Los lugareños dan zapatazos contra el suelo. La diosa yegua escudriña la multitud. La gigantesca cabeza le empequeñece el cuerpo. En las primeras filas, alguien se santigua; primero, en la dirección habitual, y después, al revés. En el centro de la calle, la mujer que lleva la cabeza de caballo extiende la mano y miles de piedrecillas se desperdigan por el suelo. La tradición dice que esa noche dejará caer una concha, y quien se haga con ella podrá pedirle un deseo a la diosa yegua.

En la mano no tiene más que arena esta vez.

Una noche, hace muchos años, estaba junto a mi padre en aquella misma situación. La diosa me miró y esparció aquel puñado de arena y piedrecillas. La concha fue a parar justo delante de mí. Me aparté de mi padre para poderla coger cuando se detuviera. Antes de cogerla, ya sabía lo que iba a pedir.

Vuelvo la cara mientras espero que pase aquella mujer y que mis recuerdos se esfumen.

Oigo una respiración, humana y equina a la vez, y me vuelvo para mirar. Tengo justo delante de mí a la yegua diosa, a apenas unos centímetros. Vuelve la colosal y vetusta cabeza a un lado, de modo que sólo es el ojo izquierdo el que me mira; igual que habría hecho Corr con su ojo malo. La única diferencia es que el ojo de este animal ha sido reemplazado por un brillante trozo de pizarra, pulido de tal manera que parece cerrarse y llorar como el de la yegua pinta. Desde esta corta distancia, distingo las vetas de un rojo más oscuro que tiene la túnica de la mujer allí donde la prenda se arrugó y la sangre se incrustó con más fuerza. El disfraz es terrorífico: aun tan cerca, es difícil adivinar dónde acaba la mujer y dónde empieza la falsa cabeza. Es imposible saber cómo puede ver nada. Creo imaginar una respiración caliente en el rostro, proveniente de los ollares de la máscara. Se me acelera el pulso.

Soy un niño otra vez y observo aquella palma abierta que esparce piedrecillas y arena. La isla, la playa, la vida se extiende ante mis ojos. La yegua diosa me coge del mentón. El ojo de pizarra me mira. El pelo de alrededor está apelmazado por el paso del tiempo y ha crecido después de la muerte.

—Sean Kendrick —pronuncia con una voz gutural, apenas humana, cargada de mar—. ¿Te ha sido concedido tu deseo?

No puedo apartar la mirada.

—Sí. Muchas veces.

La pizarra brilla y parpadea.

Aquella voz me vuelve a coger desprevenido.

—¿Y te ha traído la felicidad?

Ésa es una pregunta que no suelo plantearme. No soy infeliz. La felicidad no es algo que esta isla te conceda fácilmente: la tierra es demasiado rocosa, y el sol, escaso para dejarla florecer.

—No me ha ido mal.

La mujer me aprieta la mandíbula con una fuerza descomunal. Huelo a sangre y ahora veo que ese líquido fresco le empapa la falda y le ha manchado también las manos.

—El océano conoce tu nombre, Sean Kendrick —me dice—. Pide otro deseo.

Se acerca a mí y me embadurna las mejillas con el dorso de la mano.

Acto seguido, la diosa yegua se da la vuelta para seguir a los tamborileros y se convierte de nuevo en una mujer que lleva una cabeza de caballo. Pero dentro de mí algo se queda vacío y, por primera vez, siento que ganar no me basta.

No puedo quitarme a la diosa yegua de la cabeza. El timbre de su voz resuena en mi cabeza y pienso una y otra vez en aquel aliento imaginario que sentí sobre la piel. La garganta me quema como si me hubiera tragado un litro de agua marina. Nado entre la multitud para recuperarme de aquel encuentro y regresar al mundo real. Intento pensar en el encargo que tengo que llevar a cabo en Gratton’s para no perder la perspectiva. Debo saldar la cuenta y realizar otro pedido para los caballos marinos. Sin embargo, las manos de aquella mujer me vienen a la mente como fogonazos. ¿De quién serán? Si descubro quién se oculta bajo esa cabeza, podré llenar el vacío que siento en mi interior. Aquello se convierte en un juego: intento reconocer aquella voz hosca. Quizá fuese Peg Gratton, acostumbrada a tener las manos manchadas de sangre. No es más alta que yo, incluso con una cabeza de caballo puesta.

Entro en la carnicería. Como siempre, es el lugar más limpio de todo Skarmouth. La iluminación es tan clara que parece de día. Dos pájaros han conseguido entrar en el edificio y, cuando me abro paso hacia el interior, la luz parece oscilar y atenuarse por efecto del movimiento de sus alas delante de las bombillas.

Peg Gratton no está detrás del mostrador, por lo que podría haber sido ella la mujer que iba disfrazada de caballo. Me siento aliviado y menos «elegido», por así decirlo.

Me quedo de pie junto al mostrador y aparece Beech Gratton para tomar nota de mala gana del pedido. No está molesto conmigo, sino con su trabajo. Lo que él querría es estar en el Festival y no atendiendo a posibles clientes.

—Tu cara es un poema —gruñe Beech, con un destello de admiración. Recuerdo entonces que la mujer me ha manchado de sangre—. Pareces el mismo diablo.

No le contesto.

—Salgo en veinte minutos —me informa, aunque yo no le haya preguntado nada.

—¡Treinta! —grita Peg Gratton desde la trastienda.

Noto el sabor a sangre en la boca. El parpadeo de un ojo de pizarra.

Beech garabatea mi pedido. Mientras, observo la pizarra que hay detrás del mostrador. Ahí esta mi nombre escrito, y el de Corr. Debajo, las apuestas: 1 a 5. Por debajo de nosotros leo los nombres de un grupo nuevo de participantes que vienen del continente y encontraron montura los primeros días de los entrenamientos. Estos jinetes ocuparán la playa y se mostrarán ineptos y bravucones. Busco en la lista el nombre de Kate Connolly: veo primero el nombre de su poni, y después el suyo. Sus apuestas van 45 a 1. Me pregunto cuánto se debe a su poni y cuánto a su género. Busco entre todos aquellos nombres el de Mutt. Ahí está. Y al lado, el de su caballo, cuyo nombre debería haber sido Edana. El de la yegua a la que no ha tocado en dos días; la de pelaje castaño con la singular marca blanca. Le dije a su padre que le asignara ese caballo.

Pero en la pizarra no aparece el nombre de Edana.

La palabra que se lee debajo del nombre de Mutt es Skata. Es un buen nombre para un caballo; corto y enérgico. Skata es como llamamos a las urracas en Thisby. Un ave conocida por su inteligencia, su debilidad por los objetos brillantes y sus colores blanco y negro. En la playa sólo hay una cosa que sea blanca y negra.

Skata es la yegua pinta.