Esa noche Gabe rompe la única regla que observamos.
No tengo grandes expectativas para la cena, porque no hay otra cosa que judías secas, y estoy ya de ellas hasta el moño. Al final, consigo preparar una tarta de manzana y me siento bastante orgullosa. Finn está en el jardín y no ha dejado de dar la lata toda la tarde con una motosierra vieja y rota. Dice que alguien se la regaló, pero lo más probable es que la haya sacado de la basura porque tenía marchas y eso le llamó la atención. Estoy de mal humor porque estoy en casa, completamente sola, y no tengo ganas de empezar a limpiar. Me pongo a cerrar armarios y cajones con gran estruendo mientras trasteo en el fregadero, siempre lleno de cacharros, pero Finn no me oye o se hace el sordo.
Al fin, antes de que el sol desaparezca por completo por el oeste, abro la puerta lateral y me quedo mirando a Finn con la esperanza de que levante la vista y me diga algo. Mi hermano está inclinado sobre la pieza superior de la motosierra, que está completamente desmembrada delante de él. Las piezas están dispuestas ordenadamente en el suelo. Lleva puesto un jersey de Gabe que, a pesar de ser antiguo, le sigue yendo grande. Se ha enrollado las mangas de modo que forman unos puños perfectamente simétricos y voluminosos. Lleva el pelo recogido en una coleta grasienta y despeinada. Tiene aspecto de huérfano, y eso también me pone de mal humor.
—¿Vas a venir a comerte la tarta antes de que se quede como la suela de un zapato? —mi voz suena un poco irritante, pero me da igual.
—Ya voy, tardo un minuto —responde Finn, sin levantar la vista. Sé que tardará mucho más.
—Bueno, pues me la comeré toda yo —añado. No me contesta, está absorto en los misterios de la motosierra. En ese momento se me ocurre que odio a los hermanos en general, porque nunca se dan cuenta de cuándo algo es importante para ti y sólo les importa lo que les pasa a ellos.
Estoy a punto de decir algo de lo que seguramente me arrepentiría más tarde cuando veo que Gabe se acerca con su bicicleta bajo la tenue luz del crepúsculo. Ni Finn ni yo lo saludamos cuando abre la portezuela del jardín, pasa a través de ella con la bicicleta y la vuelve a cerrar. Finn está perdido en sus pensamientos y yo estoy molesta con él.
Gabe aparca la bicicleta en el pequeño cobertizo que tenemos en la parte trasera de la casa y después se detiene detrás de Finn. Se quita la gorra, se la coloca bajo el brazo y se queda mirando lo que hace con los brazos cruzados, sin decir nada. No sé si Gabe sabe qué objeto es el que ha destripado Finn, porque la luz del atardecer es cada vez más tenue, pero éste mueve ligeramente el cuerpo de la motosierra para que Gabe lo vea mejor. Al parecer, ese gesto le proporciona a Gabe toda la información que necesita, porque Finn levanta la barbilla hacia nuestro hermano mayor y éste asiente con la cabeza.
Se entienden sin necesidad de decirse una palabra. Ese lenguaje propio suyo me enfurece y me fascina a la vez.
—En la cocina tienes tarta de manzana —le digo—. Todavía está caliente.
Gabe se saca la gorra de debajo del brazo y se vuelve para mirarme.
—¿Qué hay para cenar?
—Tarta de manzana —dice Finn desde el suelo.
—Y motosierra —respondo—. Finn ha preparado una deliciosa motosierra para acompañar.
—Con la tarta de manzana ya me basta, gracias —dice Gabe. Parece cansado—. Puck, no dejes la puerta abierta, hace bastante frío —me aparto para que pueda entrar en casa y, al pasar, me doy cuenta de que apesta a pescado. No me gusta nada que los Beringer le hagan limpiar el pescado: toda la casa acaba oliendo fatal.
Gabe se detiene en la puerta. Me lo quedo mirando: tiene la mano colocada en el marco y la cara vuelta hacia ella. Parece contemplarse los dedos o la pintura roja de la puerta. Tiene la mirada perdida, como la de un extraño, y de repente siento la necesidad de abrazarlo como cuando era pequeña.
—Finn —dice al fin con tono grave—. Cuando hayas acabado con eso, tengo que hablar contigo y con Kate.
Finn levanta la vista, sorprendido, pero Gabe ya ha desaparecido en dirección a la habitación que todavía comparte con él, a pesar de que el dormitorio de nuestros padres está vacío. Aquella petición inusual o el hecho de que Gabe me haya llamado por mi nombre de pila han captado la atención de Finn mucho más que la promesa de mi pastel de manzana. El caso es que se pone a ensamblar las piezas antes de colocarlas en una caja de cartón que está hecha polvo.
Me noto intranquila mientras espero a que Gabe salga de su cuarto. La cocina se ha convertido en un cuartucho amarillo y pequeño, como cada noche, por efecto de la oscuridad exterior. Busco tres platos iguales para lavarlos a toda prisa y corto un pedazo grande de tarta de manzana para cada uno de nosotros. El más grande se lo doy a Gabe. Me deprime colocar tres platos en una mesa a la que antes se sentaban cinco personas, de modo que decido olvidar este pensamiento preparando un poco de té a la menta para acompañar. Mientras coloco las tazas junto a los platos, se me ocurre que quizá la tarta de manzana y el té de menta no pegan demasiado.
Finn ha empezado a lavarse las manos; puede tardar una eternidad. Se las enjabona con la pastilla, con la mayor parsimonia del mundo, y se frota tranquilo el espacio que queda entre dedo y dedo antes de restregarse la espuma por cada línea de la palma. Cuando al fin aparece Gabe, que se ha cambiado de ropa pero sigue oliendo a pescado, todavía no ha acabado con el ritual.
—Qué buena pinta —me dice Gabe mientras aparta la silla. Me siento aliviada porque no pasa nada y todo irá bien—. Qué bien huele la menta, después del día que llevo.
Intento imaginar lo que le habrían dicho mamá o papá en esa situación. Pero nuestra diferencia de edad, por algún motivo, me parece un obstáculo insalvable.
—Pensaba que hoy te tocaría prepararlo todo en el hotel para que estuviera a punto.
—Sí, pero andaban escasos de personal en el muelle —responde Gabe—. Además, Beringer sabe que soy más rápido que Joseph.
Joseph es el hijo de Beringer. Es demasiado vago como para acabar las tareas con rapidez. Gabe me dijo una vez que tendríamos que darle las gracias a Joseph por ser incapaz de ocuparse de otra cosa que no fuera él mismo, porque gracias a él tenía trabajo. Pues yo no le estoy nada agradecida en este momento, porque Gabe huele a pescado por su culpa.
Mi hermano mayor sostiene la taza de té con la mano, pero no bebe. Finn sigue lavándose las manos. Yo estoy sentada. Gabe espera unos instantes antes de decir:
—Finn, vale ya, ¿no?
Finn se toma otro minuto más para aclararse bien las manos antes de cerrar el grifo y sentarse al otro lado de la mesa.
—Aunque sólo haya tarta, ¿también tenemos que rezar?
—Y sierra mecánica.
—Gracias, Señor, por esta tarta y la sierra mecánica de Finn —recita Gabe—. ¿Contentos?
—¿Dios o yo? —pregunto.
—Dios siempre está contento —replica Finn—. Tú eres la que nunca está satisfecha.
Esa afirmación me parece la cosa más absurda del mundo, pero no pico el anzuelo. Miro a Gabe, que está concentrado en el plato.
—Bueno, ¿y qué tenías que decirnos? —le pregunto.
Oigo a Dove relinchar en la linde del jardín, donde empieza ya el pasto. Tiene hambre y reclama su ración de grano. Finn se queda mirando a Gabe, que, a su vez, sigue con la vista perdida en el plato. Toquetea con los dedos la capa superior de la tarta, como queriendo comprobar su textura. De repente me doy cuenta de que tal vez a Gabe, tan centrado y callado, también lo afecte que mañana sea el aniversario de la muerte de nuestros padres, como a mí.
—Me marcho de la isla —anuncia, sin levantar la vista del plato.
—¿Qué? —dice Finn, mirando fijamente a nuestro hermano.
No me salen las palabras. Es como si Gabe hubiera hablado en otro idioma y mi cerebro tuviera que traducirme lo que ha dicho para que yo lo entienda.
—Me voy de la isla —repite Gabe, esta vez con un tono mucho más firme, aunque sigue sin mirarnos.
Finn es el primero que consigue emitir una frase entera.
—¿Y qué haremos con nuestras cosas?
—¿Y qué pasa con Dove? —añado yo.
—Me marcho de la isla.
Finn mira a Gabe como si éste le hubiera dado una bofetada. Levanto la barbilla e intento que Gabe me mire a los ojos.
—¿Te vas a ir sin nosotros? —mi mente responde a la pregunta maquinalmente. La explicación es lógica y excusa a mi hermano—. O sea que es algo temporal. Sólo te vas para…
Niego con la cabeza. No se me ocurre ningún motivo que justifique su ausencia.
Gabe levanta al fin el rostro.
—Me marcho de aquí.
Finn, que está sentado al otro lado de la mesa, se agarra con tanta fuerza a la madera que se le quedan las puntas de los dedos blancas. Creo que lo hace sin darse cuenta.
—¿Cuándo? —pregunto.
—En dos semanas —Puffin maúlla a los pies de Gabe y frota la barbilla contra la silla y su pierna, pero él no baja la vista ni le hace caso—. Le prometí a Beringer que me quedaría hasta entonces.
—¿Que le prometiste a Beringer qué? ¿Y qué pasa con nosotros? ¿Qué nos va a pasar? —me quejo.
Gabe no me mira. Intento imaginar cómo sobreviviremos con un Connolly menos y una cama vacía más.
—No puedes irte —afirmo—. Todavía no —el corazón me va a mil y tengo que apretar con fuerza la mandíbula para que no me castañeteen los dientes.
Gabe sigue imperturbable, y sé que me voy a arrepentir de lo que diré a continuación, pero es lo único que se me ocurre y lo digo.
—Voy a participar en las carreras —le espeto, como si nada.
Ahora he conseguido llamar la atención de mis hermanos. Las mejillas me arden como si me hubiera inclinado encima de un fogón.
—¡Venga ya, Kate! —exclama Gabe; pero en su voz veo un resquicio de esperanza: parece dudar. Creo que parte de él me cree, muy a su pesar. Antes de añadir nada más, tengo que pensar y decidir si yo misma me creo lo que acabo de decir. Pienso en aquella mañana, cuando el viento me alborotaba el pelo y yo galopaba a lomos de Dove. Pienso en el día posterior a las carreras y en las manchas rojas de sangre que tiñen la arena, allí donde el océano no llega. Pienso en las últimas barcas que parten de la isla antes de que empiece el invierno, y me imagino a Gabe en una de ellas.
Si me lo proponía, podía hacerlo.
—Voy a participar. ¿No te has enterado? Los caballos ya han empezado a salir del mar. Mañana comienzan los entrenamientos —me siento infinitamente orgullosa de lo convincentes que suenan mis palabras.
Gabe gesticula, como queriendo decir algo, pero no separa los labios. Sé que en esos momentos piensa en cómo rebatir mis argumentos. En parte quiero que me diga «no puedes participar» para así poder preguntarle «¿por qué?» y que vea que no puede responder a la pregunta, puesto que entonces tendría que decir «porque no puedes dejar solo a Finn». Tampoco puede preguntarme «¿por qué?», porque entonces volvería a estar en las mismas. Así que debería sentirme muy orgullosa de mi ingenio ya que es muy difícil dejar a Gabe sin habla, pero en vez de eso, lo único que noto es el «bum, bum, bum, bum» de mi corazón, que bate a toda prisa. Me gustaría que me dijera que se quedará en la isla si yo no participo en la carrera. Pero, en cambio, lo que dice es:
—Vale. Me quedo hasta que acaben las carreras —parece contrariado—. Pero no más días o los barcos ya no zarparán hasta que llegue la primavera. Lo que vas a hacer es una tontería descomunal, Kate.
Está enfadado conmigo, pero me da igual. Lo único que me importa es que se va a quedar un poquito más con nosotros.
—Bueno, la verdad es que no nos vendrá nada mal el dinero si gano —digo en un intento de parecer adulta, como si todo aquello no fuera conmigo, pero pensando en realidad que, si gano, mi hermano no tendrá que marcharse. Me levanto y coloco mi plato y mi taza en el fregadero, como si aquélla fuera una noche de lo más normal. Después me voy a mi habitación, cierro la puerta y me tapo la cara con la almohada para que nadie me oiga.
—Egoísta de mierda —musito con la boca pegada a la almohada.
Y rompo a llorar.