29
PUCK

—El desfile de los jinetes empieza a las once —anuncia Brian Carroll—. Supongo que ya lo sabes.

No lo sabía, pero ahora ya lo sé. Las once quedan todavía muy lejos; quedan unas cuantas horas cargadas del bullicio del Festival.

—Tengo que encontrar a mi hermano —le digo a Brian—. Al otro, quiero decir.

Lo que en realidad necesito es situarme. Estoy aquí, en el Festival de mamá, pero sin mamá. Finn y Jonathan Carroll se han esfumado entre la multitud, abandonándome a mi suerte con Brian, cuyos pulmones me resultan mucho más familiares que su personalidad, y con mi manojo de nervios.

Pensaba que Brian habría comprendido que mi frase era una despedida, pero me responde:

—Vale. ¿Dónde crees que estará?

Si supiera la respuesta a esa pregunta, habría hablado con él hace tres días. La verdad es que ya no sé nada de mi hermano mayor. Brian estira el cuello para mirar por encima del gentío, en busca de Gabe. Estamos en la parte superior de la calle principal de Skarmouth, y desde aquí se alcanza a ver el muelle. Hay gente por todas partes. Sólo se abre un claro entre aquella multitud por donde desfilan los tamborileros de Escorpio, lejos de donde estamos nosotros y muy cerca del agua. Algo huele deliciosamente bien, y las tripas me rugen.

—En algún lugar en el que no se me ocurra buscarlo, seguramente. ¿Tú tienes hermanos?

—Hermanas —responde Brian—. Tres.

—¿Y dónde están esta noche?

—En el continente.

Lo dice con tono apático, y me pregunto si la herida ya habrá cicatrizado, o si jamás existió.

—Bueno. Y si estuvieran aquí esta noche, ¿dónde crees que se habrían metido?

—A ver… —Brian se queda pensativo largo rato y musita algo. Es imposible oír lo que dice con el follón que hay a nuestro alrededor—. En el muelle o en el pub. ¿Vamos a echar un vistazo?

De repente me siento rara por estar hablando de esto con Brian Carroll. Está lo suficientemente cerca de mí como para que pueda oír lo que me dice, y me parece tan grande, robusto y adulto, con esos rizos, esos músculos de pescador y esa mirada tan decidida con la que me habla, tan diferente a la que estoy acostumbrada… Una parte de mí cree que lo hace por educación, como la niña que debo de ser para él, ya casi un hombre hecho y derecho. Pero otra parte de mí ve mis manos, las de mamá, y la cara, también la de mamá. Me pregunto cuánto tiempo tardaré en sentirme tan adulta por dentro como ya lo soy por fuera.

—Vale —asiento.

Caminamos calle abajo. La ancha espalda de Brian nos abre paso entre la gente. Hay muchos turistas, de rostros extraños. Tienen un matiz que los hace diferentes a nosotros, como si fueran de otra especie distinta. La nariz un poco más recta, los ojos más juntos y las bocas, más pequeñas. Tienen tanto que ver con nosotros como Dove con los caballos marinos.

No hay ni rastro de Gabe. Además, ¿cómo íbamos a encontrarlo entre tanta gente? Brian sigue calle abajo de todos modos, en dirección al muelle.

El ruido es ensordecedor. Los tambores retumban y las risas y los cantos se entremezclan con el rugir de las motocicletas y la música de los violines.

Nos abrimos paso hasta llegar al muelle; al estar flanqueado por el mar en uno de sus costados, el ambiente que se respira es un poco más tranquilo. El agua se agita, intranquila, contra el muro, más cerca de lo normal, y se acerca hacia nosotros. Está todo tan tranquilo que se escucha perfectamente el revuelo que se ha formado en los acantilados que dan al pueblo.

—¿Qué pasa ahí arriba? —pregunto—. ¿Es por la hoguera?

Brian entorna los ojos, como si pudiera ver algo más que los edificios situados en la ladera de la pendiente.

—Por la hoguera y por los deseos marinos.

Lo único que sé de los deseos marinos es lo que el padre Mooneyham nos dijo una vez: que ni se nos ocurriera pedirlos. Le había preguntado a mamá, pero no había soltado prenda.

—¿Alguna vez has pedido un deseo marino?

—No, jamás —Brian parece sorprendido por la pregunta.

—¿Cómo se piden?

—Se escriben con el carbón de la hoguera en un papel que luego se tira desde los acantilados.

—Pues no veo nada de malo en ello.

—Sí lo hay: son maldiciones, Kate. Las escribes del revés y las tiras al mar.

Estoy emocionada y horrorizada a la vez. Intento imaginarme escribiendo alguna maldición y lanzándola desde los acantilados. Veo mi silueta, recortada por las llamas de la hoguera, arrojando un papel que contiene una abyecta maldición…

—¡Eres una criatura salvaje, Kate Connolly! —exclama Brian—. Lo veo en tus ojos.

Yo no estoy tan segura de eso, pero cuando levanto la vista para mirarle veo que me estudia atentamente. De repente me pasa por la cabeza un pensamiento aterrador: que quiere besarme. Me aparto un poco antes de darme cuenta de que él no se ha movido ni un milímetro. De sus labios escapa una risa amable y alegre. Quizá es verdad que soy una criatura salvaje.

—Vamos —dice Brian—. Vamos a ver si está aquí.

Seguimos avanzando por el muelle. Hay algunos tenderetes de comida; seguro que Brian creía que encontraríamos a mi hermano aquí. Los vendedores están haciendo su agosto, y nos vemos obligados a pasar entre las filas para avanzar. Brian vuelve a estirar el cuello para divisar a mi hermano y, de nuevo, me siento extraña al llevar a cabo una tarea tan personal con alguien ajeno a mi familia. ¿Por qué estará empeñado en encontrar a Gabe, en vez de estar pasándoselo bien en el Festival?

—No tendrías que pasar la noche aquí, conmigo, buscando a Gabe —le digo—. Anda, ve a divertirte, yo seguiré buscando.

Brian me mira desde las alturas. Creo que se está volviendo más alto por minutos. Cuando encontremos a Gabe, será tan alto como Santa Columba y necesitaré una escalera para hablar con él.

—Me lo estoy pasando bien. ¿Quieres que me vaya?

No me lo creo. He visto a la gente pasárselo bien, y no tiene nada que ver con lo que estamos haciendo nosotros en este momento, sino con reírse a carcajadas, bailar en corro y seguramente acabar con un rasguño en la rodilla.

—Me siento mal por tenerte aquí conmigo, ayudándome, y no en el Festival.

Brian traga saliva y escudriña la multitud, como si todavía estuviera buscando a Gabe.

—La última de mis hermanas se marchó al continente el año pasado. Hoy estaría aquí, conmigo.

—Gabe dice que se va a ir.

Esa frase sale de mi boca sin pensar y, de inmediato, me doy cuenta de que no tendría que haberla pronunciado. ¿Por qué le iba a explicar algo así a Brian Carroll, si ni siquiera había hablado en serio del tema con Finn? La conversación más extensa que había mantenido con él en toda mi vida había tenido que ver con escupirle en su futura tumba, y ahora resulta que le estoy explicando los secretos de la familia.

—Eso dice él —responde Brian.

Quiero gritarle que no nos lo dijo hasta que ya no le quedó más remedio, pero eso sí que era ya revelarle un secreto de verdad, así que me quedo callada. Ojalá no hubiera venido y me hubiera quedado en casa. Ojalá Brian Carroll no me mirara desde esas alturas crecientes. Me cruzo de brazos con rabia. Cuando vea a Gabe, le voy a dar un buen puñetazo.

Brian Carroll parece ajeno a mi desasosiego.

—Creo que dijo que se iba a marchar con Tommy Falk y Beech Gratton —añade.

No puedo evitar soltar un gruñido de rabia.

—¡Cómo no! ¡Todo el mundo lo sabe! ¡Todos se marchan! ¿Tú también te vas a ir, Brian?

—No —responde él, serio—. Mi tatarabuelo ayudó a construir este muelle y no voy a abandonarlo.

Parece que esté casado con él. Ese pensamiento hace que me sienta cansada y de mal humor.

—Oye —dice Brian, como si de repente se diera cuenta de mi malestar—, vamos al pub. Puede que esté allí. Yo iba a ir esta noche. La gente de la zona se esconde a veces allí del bullicio. Y si no está, por lo menos nos libraremos unos minutos del frío.

Caminamos entre el gentío en dirección al Black-Eyed Girl, un edificio de fachada verde con las puertas abiertas, apuntaladas. Siempre me ha parecido que tiene un aspecto demasiado distinguido para ser un pub: en su interior todo son maderas pulidas, cuero remachado y adornos de bronce. Está limpio como una patena y prácticamente vacío casi todo el día. Sin embargo, por la noche, cuando los marineros se cansan de estar sobrios, el pub se llena y se convierte en el típico antro ruidoso y abarrotado de gente que acaba vomitando en el muelle.

Nunca he conocido esa segunda versión del pub hasta esta noche. Está lleno hasta los topes, pero el ambiente que se respira es totalmente distinto al de la calle: es denso, claustrofóbico y bullicioso. Hay mucho humo, se oyen risas y mi nombre aparece en muchas conversaciones. Estoy desconcertada.

—¡Hombre! ¿Cómo está nuestra Kate Connolly? —me saluda un hombre que se encuentra de pie junto a la puerta. Al pronunciar mi nombre, unas cuantas cabezas se vuelven para mirarnos. Parece que todos los ojos estén clavados en mí.

—¡Kate Connolly! —grita otro hombre, alegre, desde la barra. Aparta un taburete para acercarse más a mí. Es corpulento, pelirrojo y huele a ajo y a cerveza—. ¡La única gallina entre tantos gallos!

Brian me coge del brazo, sin miramientos, y me hace una señal con la otra mano hacia la parte trasera del pub. Después se vuelve hacia el hombre y le dice:

—Sí, claro, claro. Oye, John, la marea está subiendo mucho, ¿no? ¿Crees que habrá tormenta?

Me doy cuenta de que quiere echarme un cable, con lo que me adentro más en el pub y me alejo de ellos. Escudriño la parte trasera del local y allí, en la mesa de la esquina, veo a Gabe. Está inclinado hacia delante y tiene una pinta de cerveza frente a él. Parece estar explicando algo, porque coloca la mano sobre la mesa con los dedos muy separados, como si fueran las patas de una araña. Cuando se ríe, a pesar de no oírle desde donde estoy, tiene una expresión más relajada y hosca de lo que recordaba. Una corriente de ira me recorre el cuerpo.

Brian me sigue encubriendo, de modo que avanzo a través del humo y me sitúo junto a Gabe. Espero a que se percate de mi presencia. Tommy Falk, su compañero de conspiraciones, ya me ha visto y me ha dedicado una bonita sonrisa. Pero Gabe sigue con lo suyo.

—Gabe —le digo, molesta, como una niña que se acerca a la butaca de su padre dispuesta a interrumpir su lectura del periódico.

Se da la vuelta. No sé distinguir si su expresión refleja culpabilidad o no. Ahora que lo veo mejor, creo que no.

—Anda, Puck —dice, lacónico.

—Pues sí, anda, Puck, eso digo yo.

—Es increíble que vayas a participar en la carrera —interviene Tommy. Delante de él hay dos vasos vacíos, por lo que todas sus palabras son confusas y se convierten en un largo trabalenguas—. Te vi el primer día. La primera chica. Brindemos por ti.

—Oye, encima no le des alas —amonesta Gabe, sin perder el tono alegre. Le huele el aliento a alcohol.

—Estás borracho —recrimino.

Gabe mira a Tommy antes de mirarme a mí.

—No seas tonta, Kate, si sólo me he tomado una pinta.

—Papá no quería que bebieras. ¡Le prometiste que no lo harías!

—Te estás comportando como una histérica.

Pero yo sé que no es verdad. No estoy histérica.

—Tengo que hablar contigo.

—Vale —pero Gabe no se mueve de su sitio. Por su negativa a levantarse, me doy cuenta de que sabe que Tommy contempla la escena, y que está llevando la conversación a su terreno para quedar como el más listo.

—En privado —insisto, acercándome a él.

Lo que más me duele es la expresión que se dibuja en su rostro. Arquea una ceja, como si todavía pensara que mi reacción es exagerada.

—La verdad es que aquí no hay ningún lugar privado en el que se pueda hablar. ¿No puedes esperar? —pregunta, alzando un dedo.

Le pongo la mano en el brazo y lo agarro de la camisa.

—No. Ya no puedo esperar más. Tengo que hablar contigo ahora mismo.

—Bueno, Tommy, supongo que me tengo que marchar. Vuelvo en un rato.

—¡Dale su merecido, Puck! —exclama su amigo en respuesta, blandiendo el puño en el aire. En ese momento odio a Tommy y su cara bonita. No me molesto en mirarlo. Llevo a Gabe hacia una puerta situada en la parte trasera del pub. Es un aseo pequeño que huele a vómito reciente. Cierro la puerta tras él. Ojalá tuviera un momento para ordenar mis ideas y recordar exactamente cómo pensaba enfrentarme a él, pero tengo la sensación de que se me ha olvidado todo de un plumazo.

—Qué sitio tan acogedor —bromea mi hermano. Encima de la pila cuelga un espejo del tamaño de un libro. Me alegra no poder verme reflejada.

—¿Dónde has estado?

Gabe me mira como si mi pregunta fuera una ridiculez.

—Trabajando.

—¿Trabajando? ¿A todas horas? ¿Toda la noche?

Gabriel reposa el peso del cuerpo en una pierna y luego en la otra. Mira al techo.

—No he pasado toda la noche fuera. ¿A eso viene esta bronca?

Evidentemente, no, pero me cuesta recordar qué era lo que quería decirle. Tengo la cabeza llena de pensamientos dispersos que no logro ordenar. Lo único que recuerdo es que quería darle un buen puñetazo. De repente, me viene a la mente el asunto más importante de todos.

—Benjamin Malvern vino a casa la semana pasada.

—Ya.

—¿Cómo que «ya»? ¡Me dijo que nos iba a quitar la casa!

—Vaya.

—¡Vaya! ¡Eso digo yo! ¿Por qué no nos lo dijiste? —le pregunto. No me gusta tener que agarrarlo por el brazo, pero es el único modo de asegurarme de que no se escapa corriendo.

—¿Cómo iba a hacerlo? —responde Gabe, con desdén—. Finn se habría puesto muy nervioso y tú, histérica.

—¡No es verdad! —exclamo, sin saber si estoy histérica en este preciso momento. Todo lo que digo me parece muy lógico, aunque tengo la sensación de que la voz se me altera a ratos.

—Ya, claro.

—¡Tendrías que habérnoslo dicho, Gabriel!

—¿Y qué habría conseguido con eso? ¿De dónde ibais vosotros dos a sacar el dinero? ¿Qué te crees que he estado haciendo todas estas noches? Hago lo que puedo.

—Y luego te irás.

Mi hermano me mira y veo que su sonrisa ha desaparecido, pero tampoco hay rastro de tristeza en su rostro, sólo una expresión vacía. Entrecierra los ojos, como enfrentándose a una ventisca inexistente que yo no soy capaz de notar. No puedo apelar a sus sentimientos, porque este Gabe que tengo delante no me deja entrever si los tiene.

—He hecho lo que he podido. Una persona sola no puede hacer más.

—¡Eso no basta! —grito.

De un gesto brusco se quita mi mano de encima y abre la puerta. El olor y el barullo del pub se cuelan en aquel cubículo mal ventilado.

—Pues lo siento, porque no puedo hacer más —Gabe cierra la puerta tras de sí. Intento tragarme la tristeza que me invade, pero se me queda a medio camino, en la garganta, hecha un nudo.

Todo depende de mí. La conclusión es ésa.

Paso unos minutos en el aseo, sola, con la frente apoyada en el marco de la puerta. No puedo salir ahora porque Tommy Falk me dedicará una sonrisita de las suyas y me gastará alguna bromita que hará que me ponga a llorar delante de todos y no pienso permitirlo. Imagino que Brian Carroll debe de estar esperándome en la parte delantera del pub, y lo siento, pero soy incapaz de salir en ese momento.

Pasado un rato, respiro hondo. Supongo que antes pensaba que podría convencer a Gabe para que cambiara de opinión. Pero ahora parece imposible. Tengo la sensación de que ya se ha subido al barco.

Salgo del aseo y veo que hay una puerta a sólo unos metros. Por un instante, me debato entre ir hacia la entrada, lo que implica pasar por delante de Gabe, Tommy Falk y todos los hombres del bar, con los que seguramente esté Brian Carroll, o escabullirme por aquella portezuela, salir al callejón, lamerme las heridas en solitario y pasar como pueda el tiempo que falta para la carrera. Lo único que me apetece es irme a casa, meterme en la cama y taparme con la almohada hasta que llegue diciembre o marzo.

No me enorgullezco de mi decisión, pero decido salir por la puerta de atrás y abandonar a Brian Carroll en el pub.

El viento arrecia en el pequeño callejón de paredes de piedra que queda detrás del local y, de camino a la calle principal, pienso en una taza de chocolate caliente y en un hogar que ya no tiene nada de hogar. Cada vez hay más gente en la calle, y no me apetece nada mezclarme con ella.

Entonces oigo que alguien me llama. Es la voz de Finn.

—¡Puck!

Me coge del hombro, titubeante y, por un brevísimo instante de incertidumbre, se me pasa por la cabeza que Finn está borracho. Ya no me sorprende nada de mis hermanos, pero veo que lo que sucede es que la muchedumbre le ha dado un empujón. Finn busca mi mano izquierda y me deposita en la palma un pastelillo de noviembre. Rezuma miel y mantequilla. Noto un hilillo del cremoso glaseado que se mezcla con la miel y la mantequilla. De buena gana le daría un lametazo. Alguien, cerca de mí, grita como un caballo marino. Mi corazón se acelera como el de un conejo.

Dejo que el pastelillo chorree y miro a Finn. Es un extraño, un demonio negro de espantosa sonrisa blanca. Tardo unos segundos en reconocer a mi hermano debajo del carbón y la tiza que le cubren las mejillas. Sólo sus labios tienen un tono rosado, porque el glaseado del pastelillo de noviembre les ha quitado la capa negruzca que los cubría. Lleva una de esas lanzas de mentira hechas de madera encontrada en la playa, ceñida con una correa de cuero.

—¿De dónde has sacado eso? —tengo que gritar para que me oiga por encima de la multitud.

Finn me coge de la otra mano y me pone algo dentro. Cuando quiero comprobar qué es, me toma del brazo y me lo acerca al cuerpo, escondiendo su contenido de miradas ajenas. Parpadeo, sorprendida, al ver el montón de dinero que tengo en la palma de la mano.

Finn se acerca a mí. Su aliento es dulce como el néctar: se ha tomado más de un pastelillo.

—He vendido el Morris.

Aparto el dinero a toda prisa para que nadie lo vea.

—¿Quién te ha dado tanto dinero por él?

—Una turista tonta a la que le pareció muy mono.

Me sonríe, con sus dientes torcidos y tan blancos en contraste con su cara ennegrecida, y con el pelo alborotado. No puedo evitar que se me escape una sonrisa.

—Seguramente pensó que tú eras muy mono.

Mi hermano deja de sonreír. Una de las reglas del «código Finn» es que está prohibido decir que Finn puede resultarle atractivo al sexo opuesto. No sé exactamente por qué, pero tiene mucho que ver con esa otra norma que no te permite darle las gracias por nada. Mi hermano no está hecho para los halagos.

—Da igual —rectifico—. Bien hecho.

—Lo único —continúa él, mientras se chuperretea los dedos—, es que no sé cómo vamos a volver a casa ahora.

—Si consigo sobrevivir al desfile de los jinetes —le contesto—, seré capaz de llevarte a casa volando por los aires.