28
PUCK

Esta noche se celebra el fabuloso Festival de Escorpio.

Sólo lo he presenciado en una ocasión; mamá nos llevó una vez que papá estaba pescando. A él no le gustaban ni el Festival ni las carreras. Solía decir que de allí sólo salían gamberros y que las carreras proporcionaban a esos mismos gamberros dos piernas más que no sabían controlar. Siempre creímos que a mamá tampoco le hacía ninguna gracia el festival, sin embargo, ese año, cuando supo que papá no estaría en casa por la noche, nos dijo que cogiéramos nuestros sombreros y nuestros abrigos y le pidió a Gabe que intentara arrancar el Morris (ya en esa época era una tartana que funcionaba cuando le daba la gana). Entusiasmados, nos subimos al coche: Gabe se apoderó del codiciado asiento del copiloto y Finn y yo nos quedamos peleando y dándonos bofetones en los asientos de atrás. Mamá nos gritaba mientras se adentraba en la carreterita que lleva a Skarmouth, inclinada sobre el volante como si éste fuera un caballo problemático.

Y de repente, ¡estábamos en Skarmouth! Todo el mundo iba disfrazado, se oía el rumor de los tamborileros de Escorpio y unos cantos plañideros. Mamá nos compró cascabeles, cintas y pastelillos de noviembre, que te dejaban las manos pegajosas durante días. Había un gran barullo y tanto ruido que Finn, que era un chiquillo por aquel entonces, se puso a llorar. Dory Maud apareció de la nada y le encasquetó una de aquellas aterradoras máscaras. Escondido detrás de aquella careta sin dientes, el pobre parecía tan fiero como mi madre.

De los años que viví con mamá, recuerdo que la mayor parte del tiempo lo pasaba limpiando el cobertizo de Dove, fregando los cacharros, pintando cerámica o apoyada contra el tejado colocando alguna teja en su sitio con un martillo. Pero, por alguna razón, cuando quiero recordarla, siempre me viene a la mente aquella noche en el Festival, bailando frenéticamente en círculo con nosotros, sonriendo de oreja a oreja, con una expresión extraña en el rostro a causa de la luz de la hoguera y cantando las canciones de noviembre.

Han pasado algunos años y hoy vuelve a ser el día del Festival. Y podemos ir porque no queda nadie vivo que pueda impedírnoslo. Es una sensación de vacío muy rara.

—He conseguido arrancar el Morris —me informa Finn al entrar en casa. Me observa lavar los cacharros con más interés del que requiere una tarea tan rutinaria como ésta—. Me ha costado bastante —lo creo. Se ha llenado de mugre.

—¡Pero se puede saber qué haces con esta pinta de vagabundo! —exclamo—. ¿Y ahora adónde vas?

En vez de irse al cuarto de baño, ha cogido el abrigo, que se le había caído al suelo detrás de la butaca de papá, situada junto al hogar.

Finn se frota la frente y acaba con un manchurrón negro.

—Me da miedo que el Morris no vuelva a arrancar si apago el motor.

—No vas a dejarlo toda la noche encendido, ¿no?

Mi hermano se pone el rupestre gorro de lana.

—Parece mentira que mamá dijera que tú eras la inteligente de la familia.

—No decía eso de mí; lo decía de Gabe —cuando Finn pone la mano en el pomo de la puerta, me doy cuenta de adónde quiere ir a parar—. Un momento, ¿estás insinuando que vayamos ahora al Festival?

Finn se da la vuelta y se me queda mirando.

—Gabe ni siquiera está en casa. ¿Para qué vamos a ir ahora? Tengo que madrugar mucho mañana.

—Tenemos que ir porque tienes que inscribirte —responde Finn—. Es lo que pone en tu hoja de normas para la carrera.

Y tiene toda la razón. Me siento estúpida por no acordarme. En ese momento, se me cae el alma a los pies. Antes, unos cuantos metros de agua me separaban de los demás jinetes que quisieran meterse conmigo por participar en las carreras. Ahora, lo único que me separa de los demás son unas cuantas pintas de cerveza.

Pero no puedo hacer nada más. Y quizá (quizá, ¿quién sabe?). Gabe también esté allá. Toda la isla acudirá al Festival.

Dejo los platos a medio terminar y me pongo mi raída chaqueta verde a regañadientes. Cuando cojo el gorro de lana, Finn ya ha abierto la puerta. Ahora que interpreto mejor su temperamento, sé que está rebosante de entusiasmo. Mi hermano no demuestra el entusiasmo estando más animado, simplemente lo hace todo más rápido. Los Finn suelen ser criaturas lentas por naturaleza.

El Morris tiene un aspecto bastante siniestro bajo aquel cielo rosado cada vez más oscuro. La puesta de sol está poblada de unas nubes negras que se estrechan y se alargan en el horizonte. La escena contrasta con la sonriente cara de Finn, que ya está sentado en el asiento del conductor, esperándome. Es un faro que me guía. Lo recuerdo detrás de la terrorífica máscara de Dory Maud y lo imagino de nuevo tan feliz como entonces, con los dedos pegajosos durante días.

—¡Espera! —exclamo antes de volver a entrar en casa para coger algunas de las pocas monedas que nos quedan en la lata de galletas que descansa sobre el mostrador. Encontraré el modo de recuperar ese dinero. Aunque esta semana no tengamos más que pastelillos de noviembre para comer. Regreso al coche y me siento. El remiendo que Finn le ha hecho al asiento del copiloto se me clava en el muslo—. ¿Crees que el coche nos dejará tirados en la cuneta? No me gustaría tener que quedarme en mitad de la nada, de noche, esperando a que un caballo nos encuentre.

—Mientras no pongas la calefacción no pasará nada.

No quiero saber cómo ha logrado poner en marcha el coche. La última vez tuvimos que pedirles ayuda a dos hombres, que empujaron mientras mi hermano conducía.

—Seguro que Gabe está en el Festival —afirma Finn mientras avanzamos por la carretera.

Al oír aquello me pongo todavía más nerviosa ante la idea de tener que enfrentarme a Gabe por la amenaza de desahucio de Malvern. No puedo sacármelo de la cabeza. Si está en el Festival, no tendrá modo alguno de evitarme.

—¡Cáspita!

Al principio creo que es Finn quien ha dicho eso, aunque ni es su voz ni creo que mi hermano haya dicho «cáspita» en su vida. Entonces me doy cuenta de que son los hermanos Carroll, que revolotean como aves acuáticas en el crepúsculo. Jonathan es quien ha gritado para llamar nuestra atención.

Finn detiene el Morris. Bajo la ventanilla.

—¿Nos lleváis al pueblo? —pregunta Jonathan.

Por toda respuesta, Finn levanta el freno de mano. Me sorprende el atrevimiento de mi hermano. Quiero decir que yo habría dejado subir también a los Carroll, por supuesto, pero tenía a Finn por alguien mucho más retraído. No deja de crecer cuando no le presto atención.

Tengo que salir para que los dos muchachos puedan entrar. Jonathan pasa primero y da un golpe al asiento de Finn, que lo mira, afable, por el retrovisor. Brian me da las gracias, no sé si por llevarlos en coche o por dejarlo pasar. De repente, el coche va lleno, como si en vez de dos personas más, se hubieran subido cinco.

Al arrancar, Jonathan se inclina hacia delante y se agarra del asiento del conductor antes de preguntar:

—¿Sabéis cuándo encienden la hoguera?

—Ni idea —responde Finn.

Me estremezco al notar una mano en la espalda de mi asiento, acompañada de un penetrante olor a pescado.

—Buenas noches, Kate.

Me vuelvo hacia la mano. Es bastante bonita, a pesar de que huela a pescado.

—Buenas noches.

Jonathan menea el asiento de Finn.

—Creo que este año ya puedo participar en las apuestas. ¿Sabes si hay que tener dieciséis o diecisiete años? Para apostar, digo.

—Ni idea —repite Finn.

—Jopé —añade Jonathan, alegre—, estás más perdido que un pulpo en un garaje, macho. Te vi ayer por la mañana con Dory Maud, Puck, preparando el tenderete. ¿Qué cosas vende? Un poco de todo, ¿no?

No sé por qué me pregunta si luego se responde él mismo la pregunta.

Brian se inclina hacia la ventana y hacia mí, y su voz suena más cercana. Es bonita, como su mano. Tiene uno de esos acentos isleños tan auténticos que suenan muy bien cuando se habla del tiempo o de cuántos alcatraces había el otro día en las rocas. De pequeña, solía quedarme de pie en el baño, donde la acústica era buena, e imitarlo. Tiene un deje especial, un modo de pronunciar las erres que mis padres no tenían.

—¿Es verdad que vas a participar en las carreras? Es lo que se comenta…

Finn pone las luces mientras Jonathan sigue con su cháchara. La noche llega rápida bajo el fino manto de nubes. Huele a quemado. Espero que no sea el Morris.

—Es verdad —respondo.

A lo que no dice nada. Se limita a emitir una especie de silbido grave que indica sorpresa o temor y a dejarse caer sobre el asiento. Mientras tanto, Jonathan Carroll sigue en animada conversación consigo mismo. Lo único que necesita para seguir con la charla es que Finn incline ligerísimamente la cabeza. No sé si mi hermano en realidad inclina la cabeza voluntariamente, creo que ese gesto es una consecuencia de los baches que hay en la carretera. Cuando nos aproximamos a la parte alta de la carretera, no obstante, incluso Jonathan se queda callado. Desde aquí se ve unos instantes el océano. Es gris e inmenso, como el cielo. Incluso desde aquí se aprecia su magnitud. Veo perfectamente cómo chocan las olas unas contra otras. En Thisby llueve bastante y solemos tener bastantes tormentas, pero nuestro clima no es de cambios bruscos. Aun así, hay algo que no me gusta en la espuma blanca que rompe contra las rocas.

—¡Cáspita! —dice Jonathan por segunda vez—. ¡Mira, mira! ¡Una cabeza!

Sin poder contenernos, todos miramos. El agua cambia de color: primero es negra, luego de un gris azulado y finalmente vuelve a ser negra. La blanca espuma parece un collar con volantes. De repente, todos vemos emerger de la espuma la oscura cabeza de un caballo, con la boca muy abierta. Antes de que la mar engulla al primer caballo, alcanzamos a ver unas crines de color castaño, y el reflejo de un lomo que se curva en la superficie. En apenas unos segundos, han desaparecido los tres y tengo la piel de gallina.

—Hoy es mejor estar lejos de la costa —afirma Brian Carroll. No lo dice a la ligera, como habría hecho su hermano. Pienso en el olor a pescado que emana de su cuerpo y en el tono llano en que me preguntó si iba a participar en las carreras. Seguramente la idea no le parece tan valiente a alguien que pesca en el mar de noviembre para ganarse el jornal.

—Si tuviera que atrapar a uno, me quedaría con el de pelaje castaño rojizo —dice Jonathan—. Los rojos siempre ganan.

—Quieres decir que Sean Kendrick siempre gana.

Jonathan se mueve inquieto en el asiento.

—Yo creo que los que tienen el pelaje rojizo son más rápidos.

—Pues lo que yo creo —dice Brian— es que el mérito es de Sean Kendrick. ¿Lo conoces, Kate?

A Finn parece divertirle lo de «Kate», seguramente porque cuando lo dice Brian parece que sea mucho mayor de lo que soy.

—Sí —musito. Lo he visto dos veces desde que competimos con las yeguas, pero no me dio ningún indicio de que quisiera hablar conmigo. De hecho, más bien todo lo contrario. Tampoco es de ese tipo de persona a la que le puedas soltar un «¡Cáspita!».

—Es bastante peculiar —continúa Jonathan.

—Sólo un capall uisce conoce mejor a los caballos marinos que Sean Kendrick —el tono de voz de Brian denota admiración—. Hay gente peor que él, Kate, aunque supongo que tú ya lo sabes.

Lo único que sé es que Sean Kendrick se subió a lomos de la yegua uisce y esperó a que el animal estuviera prácticamente en el borde del acantilado para saltar y salvarse. Y que los muertos hablan más que él.

—Yo apostaría por ti —dice Jonathan, generoso— si no fuera a apostar por él.

—Jonathan —interviene Brian a modo de advertencia. Como si a mí me importara por quién apueste el papanatas de su hermano.

—O por Ian Privett —sigue diciendo Jonathan—. Monta ese caballo gris tan rápido del año pasado —se pone a repiquetear una melodía de tambor de Escorpio en el asiento de Finn antes de hablarme—. Hay muchas apuestas sobre ti en el pub. Una de ellas es si aparecerás o no esta noche. Gerry Old dice que no has pisado la playa desde hace días y que te has rendido. Ese otro, no me acuerdo de su nombre, dice que estás muerta, cosa que obviamente no es verdad. ¿Qué crees tú, Kate? ¿Eres una buena apuesta o no?

Brian suspira.

—Si compitiera mi yegua contra tu bocaza, perdería seguro —le respondo.

Brian y Finn se ponen a reír a mandíbula batiente. Jonathan me dice que estoy chalada. Creo que es un elogio.

Miro por la ventanilla. El cielo está oscureciendo rápidamente bajo las nubes. Hay un resplandor rojizo a lo lejos, donde se dibuja la silueta de Skarmouth, pero el resto de la isla está negro y misterioso. En aquella negrura no se distingue la tierra del mar. Pienso en esta mañana, cuando he galopado con Dove en la cima del acantilado. El aire me pellizcaba las mejillas y el olor a mar me aceleraba el corazón. Sé que tendría que estar aterrorizada por lo de esta noche, y lo de mañana, y lo del día siguiente, y lo estoy. Pero siento algo más: emoción.