Sean Kendrick me dijo que me reuniera con él en los acantilados que quedan por encima de Fell Cove, pero cuando llego, él no está allí.
Los acantilados no son en este punto tan pronunciados como los que rodean la playa de la carrera, y tampoco son tan blancos como aquéllos. La costa que rodea esta cala es de difícil acceso, y una vez Dove y yo logramos llegar hasta la arena, bajando por un angosto y desigual camino. Me doy cuenta de que no es un buen lugar para montar a caballo. La playa está llena de guijarros y tiene una superficie muy desigual. Además, el mar está demasiado cerca. La marea está baja, pero aun así, sólo hay poco más de cuatro metros de rocas hasta llegar a la orilla. Siempre nos han advertido que no debemos ir a lugares así porque los caballos marinos podrían llegar hasta nosotros en un abrir y cerrar de ojos.
Me pregunto si Sean Kendrick me ha gastado una inocentada.
Antes de darle más vueltas a esa idea y de desconfiar de él, oigo el repiqueteo de unos cascos. Al principio no sé de dónde viene, hasta que me doy cuenta de que su origen está en un punto situado por encima de nosotras. Estiro el cuello para mirar.
Veo un caballo solitario, a galope tendido por el borde del acantilado. A su paso deja un rastro de hierba aplastada. Reconozco el caballo un instante antes de reconocer al jinete: Sean Kendrick, quien va perfectamente colocado a lomos del semental y se mueve como si animal y él fueran uno. Cuando aquel capall uisce, rojo como la sangre, pasa cerca de mí, me doy cuenta de que Sean Kendrick no monta con silla. El peligro que entraña montar de esta manera es muy grande: jinete y caballo cabalgan piel contra piel, pulso contra pulso, y no hay modo posible de protegerse contra el hechizo del caballo.
No quiero admirarlos ni admitir que son algo completamente distinto a lo que jamás haya visto, pero no puedo evitarlo. Cuando el semental rojo pasa por delante de mí, me quedo sin respiración y el corazón se me acelera de puro entusiasmo. Si pensaba que los caballos que vi en el entrenamiento el primer día eran rápidos, éste sin duda se lleva la palma. Nunca había visto un ejemplar parecido en mi vida. No va ensillado y tiene a Sean Kendrick por jinete. Es un aguafiestas, pero hay que darle la razón al viejo de la carnicería: el muchacho tiene algo especial. Conoce bien a sus caballos, pero hay algo más.
Pienso en qué se siente montando un caballo como ése. Me aguijonea la culpa cuando pienso en lo que me dijo antes Finn sobre mis principios, los mismos que empezaron a desvanecerse ante la amenaza de perder nuestra casa. Ojalá pudiera pensar en eso sin sentirme tan mal.
Dove y yo emprendemos el camino de regreso a la cima del acantilado. Mi yegua está contenta y hace cabriolas. A pesar de llevar varios días galopando, sigue entusiasmada con la idea de cabalgar. Oigo la vocecilla de Finn mientras Dove agita la cola.
Cuando llego al punto más alto de la carretera, ya sé lo que le voy a preguntar a Sean.
SEAN
Cuando llego al acantilado, no hay ni rastro de Kate Connolly. Llevo un rato esperándola, aunque no puedo permitirme perder el tiempo. Ato a la yegua de pelaje castaño, dibujo un círculo a su alrededor y escupo dentro de él antes de llevarme a Corr para que corra un poco. Si Kate no aparece, por lo menos habrá hecho un poco de ejercicio. Hoy está animado y concentrado. Le alegra tanto como a mí salir a correr.
Para galopar por la cima de estos acantilados hay que tener el corazón de gaviota y la sangre fría de un tiburón. No son tan altos como los de la playa de la carrera, eso está claro, pero una caída desde aquí te mataría igual. Además, para un capall uisce, la llamada del mar es casi tan poderosa a treinta metros por encima de él como treinta metros playa adentro. Más de un hombre ha acabado estampado contra las rocas por temerle al mar.
En estos acantilados monté por primera vez un capall uisce siguiendo las indicaciones de mi padre. No me llevó a la playa en la que había aprendido él, porque mi padre le temía muchísimo más al mar que a las alturas.
Yo creo que los dos son mortíferos, pero eso no es lo mismo que tenerles miedo.
Cuando me doy la vuelta en el acantilado, veo a Kate Connolly y a su menudo poni castaño. Kate tiene el pelo del color de la hierba del acantilado bajo el sol del otoño, y la cara salpicada de unas pecas que la hacen parecer más pequeña. Es curioso el efecto casi mágico que tienen en ella: a ratos parece una niña enfadada, pero también salvaje y madura, fruto de esta tierra hosca. Está mirando los arreos que he dejado allí abajo: la silla, inclinada sobre la perilla, mi mochila, los termos y los cascabeles. No puedo evitar sentirme raro, como cuando la arena arrastrada por el viento te pellizca la piel.
Cuando Kate advierte mi presencia, frunce el ceño o entorna los ojos, no la conozco lo suficiente para poder ver la diferencia. Me invade el mismo sentimiento de desasosiego que sentí en la cala. Fundamental se sumerge en el agua, y yo junto a él. Pero ahora no me ahogo. Respiro aliviado.
A Corr le inspira la presencia de la yegua, en vez de apaciguar el paso, trota pulcramente sobre el terreno, estremeciéndose de la emoción. No me atrevo a acercarme a ella montando a Corr, con lo que le grito desde una distancia de más de cuatro metros, por encima del viento:
—¿Cómo te tengo que llamar?
—¿Qué?
—En la pizarra de Gratton’s pone «Kate», pero Thomas Gratton no te llamó por ese nombre.
—Puck —me responde con una voz áspera—. Es mi apodo, hay quien me llama así —no me invita a ser una de esas personas. El viento sopla y se nos enreda en los pies, alisa la hierba y juguetea con las crines de los caballos. Aquí arriba, no sé muy bien porqué, huele a pescado más intensamente. Transcurren unos segundos antes de que añada—: Pensaba que las normas decían que sólo se podía entrenar en la playa.
Por un momento me descoloca lo que dice.
—No se puede entrenar a más de ciento cuarenta metros de la orilla.
La chica parece concentrada en algo y, en ese momento, da igual que esté yo o no allí. Está ensimismada en sus pensamientos. Miro el reloj.
—¿Dónde está el otro caballo? —me pregunta. Su yegua intenta mordisquearle el pelo y Kate la ahuyenta, distraída. Su poni aparta la cabeza, fingiendo disgusto. Es un juego que conozco bien y que hace que me sienta unido a ellas.
—Cerca de aquí.
Kate nos mira.
—¿Siempre hace eso?
Corr no ha dejado de moverse. Además, arquea el cuello. Seguro que tiene un aspecto bastante ridículo al intentar exhibirse delante de las féminas de esa manera… Los sementales uisce suelen preferir a los caballos de tierra como presas, y no como compañeros, pero a veces un capall puede encapricharse de una yegua y entonces hacer un numerito y quedar como un tonto.
—La yegua castaña es todavía peor —amenazo.
Kate me mira con una expresión que parece divertida.
—Cuéntame algo de ella.
—Es variable, escurridiza, y está enamorada del océano —le contesto—. La capturé durante una tormenta. El agua salada había hecho que mis tiras de cuero se volvieran demasiado resbaladizas. El agua caía a cubos y el frío no me dejaba atinar. Apareció en una red, detrás de la barca, cuando llegué a la orilla. La tradición popular dice que si se captura un capall uisce cuando llueve, siempre querrá estar mojado. Pero no me lo creí hasta que lo experimenté por mí mismo.
—¡Qué faena!
—Sí.
—¿Entonces para qué me has hecho venir hasta aquí?
Observo a Kate. Es una pregunta recurrente que me asalta una y otra vez desde que la vi en la playa.
—Porque es un capall uisce en una carrera pensada para capaill uisce.
Mira más allá de la cima del acantilado, frunciendo el ceño y apretando los labios. Hay algo en ella, una fiereza, una contundencia, que asocio con la juventud.
—No quiero contemplar esa posibilidad a menos que sea mejor que Dove —me dice. No me doy cuenta hasta que se queda quieta unos instantes de que me mira a mí, esperando que le dé mi opinión.
No sé qué quiere exactamente que le diga. Seguro que ya sabe lo que tengo que decirle, pero aun así se lo digo:
—No hay ser más rápido que un capall uisce. Y punto. Da igual el tipo de entrenamiento que lleves a cabo, si vas en círculos, sobre la mar o lo que sea. Son más fuertes que tu yegua y más altos. Ella cabalga sobre hierba; los capall, sobre sangre, Kate Connolly. No tienes nada que hacer.
Lo que le digo parece convencerla, porque asiente una vez con determinación.
—De acuerdo. Entonces vamos a comprobarlo, ¿de acuerdo?
Es curioso que plantee así la cuestión. El «¿de acuerdo?» hace que tenga que mostrar mi desacuerdo con ella.
—¿Quieres que compitamos? ¿Yo con la yegua uisce y tú con Dove?
Kate asiente.
El viento nos zarandea y calma finalmente a Corr, que se detiene para olisquearlo. Huele a lluvia; lejana todavía.
—No entiendo para qué.
En Malvern Yarn me queda mucho que hacer todavía: tengo que sacar a dos grupos de caballos a que galopen un rato, atender a George Holly y a dos compradores más en las cuadras en su búsqueda del caballo que dé fama a sus ganaderías, por lo menos este año. Estoy muy ocupado antes de que caiga la noche. No tengo tiempo para carreras estúpidas de capaill uisce contra ponis que no le llegan a Corr a la altura de la pezuña.
—La carrera no durará más de lo que me llevaría probar a tu yegua —dice Kate—. Así que si dices que no, entenderé que la idea de competir contra Dove te parece un insulto.
Y por eso al final acabamos compitiendo.
Voy a buscar a la yegua de pelaje castaño y dejo a Corr atado, con un pedazo de corazón de ternera que me saco de la bolsa. Kate ajusta los estribos de su poni, con una pierna cruzada sobre la silla. Es imposible realizar esa acción en un caballo en el que no confías. Es algo que no sé si llegaré a hacer alguna vez con un capall uisce.
La yegua de pelaje castaño está inquieta y ansiosa. Me cuesta tanto gobernarla como a la yegua pinta; aunque es menos malintencionada. Ésta te ahogaría; no te comería, como aquélla.
—¿Listo? —me pregunta Kate, aunque creo que esa pregunta tendría que haberla formulado yo. No creo que exista la más mínima posibilidad de que elija a este caballo—. ¿Vamos hasta las rocas grandes de allá?
Asiento.
Pienso para mis adentros que este ejercicio no tiene por qué ser tiempo mal empleado. Si consigo que la yegua marina galope en línea recta estos cinco minutos, entonces reconsideraré lo que le dije a Malvern. Odio tener que soltar a un caballo después de haberle dedicado tiempo. Y a esta yegua le he dedicado muchas horas. Quizá me equivoque y todavía pueda ponerla en forma para el año que viene. Tardé años en domar a Corr.
—¿Esperamos a algo? —dice Kate, arrancando de un salto. Mi yegua sale tras ella como una bala, depredadora. Le doy ventaja hasta que decido alcanzarla. Veo que Kate se agarra de las crines de Dove; pienso que lo hace para sostenerse hasta que me doy cuenta de que lo hace para que las riendas, muy largas, no le golpeen las manos ni la cara. No tengo que preocuparme de que la yegua uisce haga lo mismo: ha destrozado las suyas restregándose contra las paredes de la cuadra.
Los dos animales galopan ágiles sobre la hierba que cubre la desigual cima del acantilado.
La yegua de pelaje castaño no se está esforzando demasiado. Le doy un golpecito para que corra un poco más, se ponga en cabeza y acabe esta tontería. Pero, en vez de apartarse, se me pega todavía más a la pierna y tira con fuerza hacia el borde del acantilado, sin concentrarse en cabalgar hacia delante.
Y, claro está, el poni va recto como una flecha y nos aventaja.
Tardo unos segundos en lograr que mi yegua me vuelva a obedecer. Cuando arranca a correr, sin embargo, las alcanza sin mayor problema. La yegua de Kate galopa alegre. Tiene las orejas muy tiesas de puro contento. De vez en cuando, corcovea, juguetona, y restalla la cola, entusiasmada. Mi montura no está concentrada, pero tampoco la de Kate.
La chica me mira, y le susurro a mi yegua que vaya más deprisa. Ella me escucha y sale disparada. Dove no tiene ninguna oportunidad de ganar.
Por encima del viento oigo un chasquido, y me vuelvo justo a tiempo para ver que Kate le ha dado una fuerte palmada en la grupa a Dove, quien ha recuperado la concentración y contraataca, dándolo todo.
Pero no es suficiente. Mi capall uisce va a una velocidad que ningún poni isleño jamás podrá alcanzar, ni en sueños, y nos separamos rápido de ellas. Cuando lleguemos a las rocas, les sacaremos más de setecientos metros.
El poni da un traspié pero no pierde el equilibrio. Tengo las manos manchadas de barro. Miro por debajo del brazo para ver dónde está Kate. Ella y su poni están lejísimos. Esta carrera no tiene emoción. Una victoria tan fácil no resulta gratificante. Y, por encima de todo, no hay alegría en una carrera si al caballo le da todo igual.
En ese momento, el viento transporta hasta nosotros el olor a mar. La yegua marina flaquea, se retuerce, alza la cabeza y ensancha los ollares. Le susurro al oído y le dibujo letras en el hombro, pero no hay manera de calmarla.
El borde del acantilado la llama. El aire va cargado de aromas marinos y no puede resistirse. Saco el acero que llevo en el bolsillo y le paso el metal por encima de las venas, sin éxito. Retrocede y se encabrita para tirarme al suelo. Como no lo consigue, decide llevarme con ella. Tiene la piel muy caliente; noto la elevada temperatura en la pierna. Nada de lo que yo haga conseguirá que vuelva la cabeza.
Ante nosotros hay retazos de hierba y, más allá, sólo el cielo azul. Tiro de una de las riendas, un modo muy peligroso de detener a un caballo normal, porque podrías acabar con el caballo en el suelo encima de ti, pero ese violento gesto no surte ningún efecto en la yegua uisce. Muerde el bocado con fuerza; tiene el mar en los pulmones.
Seis metros nos separan del abismo.
Tengo menos de un segundo para tomar una decisión.
Me tiro al suelo, dándome un fuerte golpe en el hombro antes de rodar para amortiguar el impacto. Ante mis ojos, el prado rojizo, después el cielo, y de nuevo el prado. Me pongo de pie apoyándome con los hombros y llego justo a tiempo de ver cómo la yegua contrae los músculos y salta al vacío.
Me aproximo al borde del acantilado todo lo que puedo. No sé si podré soportar ver cómo se estrella contra las rocas, allí abajo, pero no puedo apartar la vista del abismo.
La yegua nada en el aire temerosa, navega, como si aquel salto no fuese más que otro brinco sobre un obstáculo corriente. Su ágil silueta es cada vez menos elegante.
No puedo mirar.
Oigo un terrible estrépito. El animal ha desaparecido entre las olas. Su cola es lo último que acierto a ver.
Suspiro. Me llevo las manos a los bolsillos. No sé si ha sobrevivido al impacto. He perdido la silla. Me alegro de que no fuera la de mi padre; por suerte la dejé en el establo. Aunque ésta también me gustaba bastante; la encargué hace un par de años, fue un raro capricho que me permití. Me retengo para no soltar ningún exabrupto.
Noto un aliento caliente en el hombro. Es Dove. Kate está a su lado y tiene la coleta pelirroja alborotada y deshecha. La yegua resuella, cansada, pero no tanto como me esperaba.
Kate mira por encima del acantilado y frunce el ceño un instante antes de señalar hacia un punto.
Sigo su mirada y veo un lomo brillante y oscuro que refulge en el mar. Esbozo una mueca.
—Bueno, pues parece que has ganado tú, Kate Connolly.
—Puedes llamarme Puck —dice mientras le da una palmadita en el hombro a Dove.