Atardece y ensillo una potranca, llamada Pequeño Milagro de Malvern porque cuando nació estaba muy quieta y no emitió sonido alguno: todos creímos que había nacido muerta.
Estoy agotado. Me duele el brazo derecho, uno de los caballos me dio un buen golpetazo, y nada me apetece tanto como volver a la cama y pensar si es buena idea quedar mañana con Kate Connolly. Pero han llegado dos compradores, que acaban de desembarcar, y tengo entendido que debo enseñarles a los potrillos mientras sea todavía de día. No sé por qué no pueden esperar a mañana.
Cuando salgo al patio, bañado por el dorado sol de la tarde, para reunirme con los compradores, me sorprende ver a Sweeter, una potranca gris, fuera de la cuadra y con alguien en su lomo. Apenas tardo unos segundos en reconocer a Mutt Malvern, y siento que las tripas se me revuelven. Cerca de él hay tres hombres, observándolo. Se vuelve hacia mí: quiere que vea que él es el jinete. Que Mutt crea que enseñar a Sweeter es cosa suya me ofende, pero, cuando le oigo decir que adora a ese potro, sólo puedo verlo en la boca de la cala, esperando a que el capall uisce arrastre a Fundamental al fondo del mar.
Pequeño Milagro está acalorada. Se mueve nerviosa hacia un lado antes de salir escopeteada hacia el pasto donde está Mutt. La potranca es tan osada que Sweeter se ve obligada a apartarse cuando pasa por su lado. Nuestras grises sombras nos separan.
—¡Sean Kendrick! —exclama, alegre, George Holly. Al oír mi nombre, los otros dos compradores se vuelven para observarme. No los reconozco. Quizá sean nuevos.
—Sean montará a la otra potranca —explica Mutt, con expresión condescendiente, y luego sonríe—, porque yo no puedo subirme a dos caballos a la vez.
No sé si puede hacerlo o no, pero la verdad es que ni recuerdo la última vez que lo vi galopar a lomos de un caballo.
Uno de los compradores repite mi nombre en voz baja y Mutt se inclina hacia él.
—¿Qué ha dicho?
—Kendrick… Me suena mucho ese nombre.
—Me encargo de los caballos —aclaro.
George Holly sonríe bajo las sombras de la tarde.
—¿Y también participa en la carrera? —pregunta el otro comprador. Yo asiento.
—Con el semental rojo —añade Holly—. El que ha visto antes.
Musitan algo, agradablemente sorprendidos, y le preguntan a Mutt cuál es su montura para la carrera.
Mutt aprieta los dientes. Creo que no recuerda cómo se llama Edana. Ni siquiera la ha montado.
Sé que en este momento, yo, empleado de los Malvern, tendría que ser humilde y acudir en su ayuda para salvarle del apuro. Es lo que he hecho toda mi vida, y sé que esas simples palabras harían que Mutt quedara bien ante los compradores. Y también les recordaría el lugar que ocupo en la jerarquía de Malvern Yard. Pero decido desafiarlo.
—He elegido para él a la yegua de pelaje castaño con la raya blanca, Edana. Creo que hacen buena pareja —respondo.
Se hace el silencio. Hay algo repugnante en la posición que adopta Mutt cuando clava sus ojos en mí. Los compradores se miran, nerviosos, mientras Holly se balancea ligeramente sobre los talones.
Veo cómo mis palabras penetran lentamente en la mente de Mutt. Me siento peligroso y desatado.
Milagro da un respingo repentino y piafa. El repicar de sus cascos resuena en las piedras. Me vuelvo para observar a Mutt. Imagino que es él quien se ahoga, y no Fundamental. Imagino que Corr lo agarra. Que ocupa el lugar de mi padre, bajo los cascos.
—Empieza a anochecer. ¿Les echamos un vistazo a esas yeguas?
Sin mediar palabra, Mutt obliga a Sweeter a volverse.
Galoparemos casi un kilómetro y medio, en perfecta línea recta. Los animales rebosan energía al saber lo que les espera. Siento la mirada iracunda de Mutt sobre mí y, cuando nuestros ojos se encuentran, veo que aprieta con fuerza la mandíbula. Esta demostración no tenía que convertirse en una carrera entre Pequeño Milagro y Sweeter, pero veo que no nos queda otra alternativa.
Sweeter arranca de un salto. Pequeño Milagro queda por detrás unos instantes, lo que tardo en soltar rienda para que corra. Avanzamos al galope por la pista, cuya superficie se tiñe de sombras azuladas. El aire me silba en los oídos, frío y lastimero. Las sombras son ya tan pronunciadas que las potrancas las confunden con objetos reales y levantan las rodillas para saltar aquellos obstáculos invisibles.
Mutt me mira de reojo para ver si nos saca mucha distancia, pero no tendría que haberse molestado: le pisamos los talones. Uno junto a otro, los animales avanzan por la pista. Pero yo sé que la rapidez de tu caballo sólo determina la mitad de la carrera. Lo sé porque he galopado por esta pista cientos de veces, en cientos de caballos distintos, y sé dónde empieza la pendiente, en qué lugar la tierra se ablanda y en qué momento los caballos frenan el paso para mirar sorprendidos el tractor que está aparcado cerca de la carretera. Además, sé todo lo que tengo que saber de Pequeño Milagro: que si no la controlas se desboca, que tengo que presionarla para que no pierda energía al subir por la pendiente y que debo agitar la fusta ligeramente para que no se despiste y se entretenga con el tractor.
Y lo único que sabe Mutt es machacar a su caballo para forzarlo a que gane.
Sé que tendría que frenar un poco a Pequeño Milagro y que tendría que dejar ganar a Mutt y a Sweeter.
Sé que los compradores me observan.
Me inclino y le susurro algo a Pequeño Milagro, que me apunta con la oreja. Suelto las riendas.
Ni siquiera es una competición.
Pequeño Milagro le saca una cabeza, dos cabezas, tres cabezas, cuatro cabezas a Sweeter sin esforzarse demasiado. Mutt se ha quedado rezagado cerca de la pista. Sweeter va despacio y está desconcentrada.
Me vuelvo, me pongo de pie sobre los estribos y le dedico un saludo a Mutt Malvern con la fusta.
Sé que estoy jugando con fuego.
—Conque no es usted jinete, ¿no? —me dice Holly mientras regreso al pasto junto a Pequeño Milagro.
—No soy más que un amante de los caballos.