Finn me mira mientras desmigaja con los dedos una galleta hasta convertirla en una montaña de bolitas.
—¿O sea que Sean Kendrick te va a vender un caballo marino?
Estamos sentados en la trastienda de Fathom & Sons. Es una habitación claustrofóbica con las paredes cubiertas de estantes sobre los que descansan unas cajas marrones. Apenas cabe la mesa, llena de ralladuras, en aquel angosto espacio. No huele tanto a mantequilla como en el resto del edificio, y sí a cartulina mohosa y a queso rancio. De pequeños, mamá solía dejarnos aquí con algunas galletas mientras charlaba animadamente con Dory Maud cerca del mostrador. Finn y yo nos turnábamos para adivinar qué había en aquellas cajas marrones. Cacharros. Galletas. Patas de conejo. Las partes íntimas de los amantes secretos de Dory Maud…
—No necesariamente —le contesto, sin levantar la vista de mi tetera. Las estoy numerando y firmando mientras me tomo una taza de té que se ha quedado demasiado fría—. Sólo voy a mirar. No me ha dicho nada de venderlo.
Finn me observa.
—Yo tampoco he dicho que quiera comprarlo —le espeto.
—Pensaba que ibas a participar con Dove.
Firmo la parte inferior de la tetera: «Kate Connolly». Me siento como si estuviera firmando un papel para la escuela. Necesito añadir alguna floritura. Dibujo un tirabuzón en la parte inferior de la i griega.
—Y seguramente participe con ella. ¡Sólo voy a mirar!
Me he puesto roja y no sé por qué, cosa que me molesta. Espero que la escasa luz que proyecta la bombilla y la que entra por las estrechas ventanas que quedan por encima de las estanterías oculten un poco mi sonrojo.
—Sólo me quedan dos días para poder cambiar de caballo; vale la pena que me asegure de que tengo la montura adecuada.
—¿Vas a desfilar con los jinetes? —me pregunta mi hermano, que ya no me mira. Ha desmigajado por completo la galleta y ahora empieza a unir todas las migas en una especie de bola irregular y más pequeña.
Cada año se celebra el Festival de Escorpio una semana después de que los caballos emerjan del agua. Sólo he estado una vez y, como era demasiado tarde, no nos quedamos a ver el desfile de los jinetes, el evento cumbre de la noche. Los jinetes dan a conocer el nombre de sus monturas y las apuestas se disparan.
Pensar en eso me pone un poco nerviosa.
—Sí, ¿vas a ir? —la voz de Dory Maud resuena en la pequeña habitación. Arquea una ceja desde el umbral de la puerta. Lleva puesto un vestido de mangas de encaje que, en aquel cuerpo tan robusto, parece robado.
Frunzo el ceño, malhumorada.
—No intentarás convencerme de que no participe, ¿verdad?
—¿Dónde? ¿En la carrera o en el desfile? —Dory Maud saca la tercera silla de aquella mesa y se sienta.
—Lo que no entiendo —continúa ella— es por qué una chica tan inteligente y apañada como tú, Puck, está decidida a quedar como una idiota y a poner en riesgo su vida.
Finn le sonríe a la galleta.
—Tengo mis motivos —espeto—. Y no me digas que a mis padres les daría pena, me lo ha dicho todo el mundo y ya me lo sé de memoria.
—¿Lleva así de insoportable toda la semana? —le pregunta Dory Maud a Finn, quien asiente con la cabeza. Después, añade algo más—: Tu padre estaría disgustado, pero tu madre…, no te creas que se habría opuesto. Era un terremoto y lo único que le quedó por hacer en esta isla fue participar en las carreras.
—¿En serio? —le pregunto, deseosa de saber más.
—Sí, probablemente —responde Dory Maud—. Finn, ¿qué estás comiendo? Parece pienso para gatos.
—Lo he traído de casa —suspira largamente—. En Palsson’s acababan de sacar los rollitos de canela.
—Ay, sí —Dory Maud se pone a garabatear algo en un pedazo de papel. Tiene una letra imposible de entender. Parece mentira que se dedique a esto—. Los mismos ángeles podrían olerlos.
Finn parece triste.
Me siento mal por haber comprado el heno y el grano. No sé si los rollitos de canela habrían resultado una mejor inversión.
—¿Me puedes adelantar algo por las teteras, Dory Maud? —le pregunto al fin. Le acerco una de las que acabo de numerar y firmar para que vea que me lo estoy tomando en serio—. La comida para caballos es muy cara.
—¿Qué te crees, que soy un banco? Si me ayudas a preparar el tenderete para el festival este viernes por la tarde, te daré el dinero.
—Gracias —le digo, aunque no siento ninguna gratitud.
—No sé por qué no vas a llevar a Dove —interviene Finn, tras unos instantes de silencio.
—Finn.
—Oye, eso es lo que me habías dicho.
—Me gustaría tener la posibilidad de ganar algo de dinero —explico—. Y creo que tener de montura un caballo marino, en una carrera pensada para caballos marinos, pues puede ayudarme a conseguirlo, ¿sabes?
—Ya —titubea Dory Maud.
—A eso me refiero —asevera Finn—. ¿Por qué estás segura de que son más rápidos?
—¡Venga ya, hombre! —exclamo.
—Bueno, tú misma me has dicho que no siempre corren en línea recta. No entiendo por qué cambias de idea ahora que un sabelotodo te ha dicho lo que tienes que hacer y lo que no.
Noto que las mejillas se me ponen coloradas.
—No es un sabelotodo. Y no me ha dicho que haga nada. Sólo quiero echar un vistazo a los caballos.
Finn aprieta con fuerza el pulgar contra el montoncito de migas hasta que la punta del dedo se le queda blanca.
—Me dijiste que no ibas a subirte a uno de ésos por principios. Por mamá y por papá.
No le tiembla la voz porque Dory Maud está delante y porque Finn es así, pero sé que está nervioso.
—Los principios no van a pagarnos las facturas —le respondo.
—Pues vaya principios los tuyos, que puedes cambiarlos así, de un día para el otro, como si fueran… —supongo que no se le debe de ocurrir nada que compararlos, porque se levanta, pasa por el lado de Dory Maud y sale hecho una furia de la habitación.
Reacciono sorprendida.
—¿Como si fueran qué? Venga, dilo —repito.
Los hermanos son los seres más extraños de todo el planeta.
Dory Maud aparta unas migas invisibles del papel y examina lo que acaba de escribir.
—Los chicos no llevan muy bien eso de tener miedo —concluye.