23
PUCK

A mediodía del día siguiente, el desánimo hace mella en mí. Al ver que Gabe ya se ha marchado cuando me levanto, decido tomar las riendas de la situación e ir al Hotel Skarmouth a hacerle una visita. Una vez allí, me dicen que está en los muelles. Y en los muelles me dicen que se ha ido en barca. Cuando les pregunto en cuál, se ríen de mí y canturrean que en la que las niñas bonitas no pagan dinero.

A veces odio a los hombres.

Ya de vuelta en casa, me pongo a despotricar de lo poco que vemos a Gabe, ante la mirada incrédula de Finn.

—Pues yo he hablado con él esta mañana —confiesa—. Antes de que se marchara; hemos hablado del pez.

Intento contener la ira, pero sólo lo consigo parcialmente.

—La próxima vez que lo veas, dile que tengo que hablar con él —anuncio—. ¿De qué pez habéis hablado?

—¿Qué? —responde mi hermano, que sonríe distraído a una cabeza de perro de porcelana.

—Da igual —concluyo.

Voy a buscar a Dove y me la llevo a la playa para aprovechar que la marea está alta a primera hora de la tarde. Está muy irritable y perezosa, no tiene ganas de trabajar. Ha tenido días así antes, pero entonces no importaban. No es que hoy importe demasiado, pero si el día de la carrera está en este plan, casi prefiero no salir de la cama.

Cuando regresamos a casa, la suelto para que corretee por el prado y le tiro un fardo de heno por encima de la valla. El heno de la isla no vale nada, ya lo sé, aunque nunca me había importado hasta ahora. Miro la barriga de Dove y abro la puerta de casa.

—¿Finn?

No está. Espero que no esté fuera, arreglando el Morris de las narices. En esta isla del demonio no funciona nunca nada.

—¿Finn? —vuelvo a preguntar. Nadie me responde. Sintiéndome culpable, me dirijo a la lata de galletas que tenemos en la encimera y agito las monedas que hemos guardado dentro. Las cuento y las vuelvo a meter. Supongo que Dove se comportará de otro modo si come mejor. Las vuelvo a sacar. Creo que con este dinero sólo podré comprarle alimento para una semana, y habré utilizado todos nuestros ahorros. Vuelvo a meter las monedas en la lata.

Vamos a quedarnos sin casa a menos que haga algo.

Aprieto los puños y miro fijamente la lata.

«Le pediré a Dory Maud que me dé un anticipo por las teteras».

Dejo unas pocas monedas en la lata y me meto las demás en el bolsillo. Sin Finn y sin el Morris (que igualmente no arrancaría) no puedo llegar a Colborne & Hammond, nuestro proveedor, así que salgo al cobertizo, aparto a Dove y cojo la bicicleta de mamá. Compruebo la presión de los neumáticos y me dirijo, dando tumbos para esquivar los baches, carretera adelante. Me alegro de que las predicciones meteorológicas de Finn no se hayan cumplido y no haya ni rastro de la tormenta, porque Colborne & Hammond está en Hastoway, pasado Skarmouth. Cuando llegue tendré las espinillas hechas polvo y lo último que me faltaría sería acabar completamente empapada.

Salgo del camino hasta llegar a la superficie asfaltada, mirando atrás para comprobar que no viene ningún vehículo. Rara vez hay alguno en estas carreteras, pero desde que al padre Mooneyham le dio un buen golpe el camión de Martin Bird, prefiero andarme con ojo.

Tengo el viento en contra; viene de las colinas y me golpea con fuerza. Pedaleo inclinada para no caerme de la bici. La carretera zigzaguea, evitando el paso por enclaves rocosos. Papá solía decir que cuando pavimentaron la carretera por primera vez parecía una cicatriz, o una cremallera, de tan negra que era en contraste con los tonos marrones y verdes de las colinas que la rodean. Pero el color se ha acabado desgastando, con lo que parece un accidente geográfico más en tan anguloso paisaje. La carretera tiene algunos baches que han tenido que sellarse con un alquitrán más oscuro, haciendo que se camufle con el entorno. Por la noche es casi imposible no salirse de ella.

Logro distinguir el rugido de un motor por encima del ulular del viento. Me aparto para dejarlo pasar, pero, en vez de adelantarme, el vehículo se para. Es Thomas Gratton, en el camión con el que transporta las ovejas, un Bedford que tiene unos faros y una calandra que me recuerdan a Finn cuando pone la cara de rana.

—Puck Connolly —me saluda Thomas Gratton, con el rostro colorado como siempre, a través de la ventanilla. Se dispone a abrir la puerta—. ¿Se puede saber adónde vas con eso?

—A Hastoway.

No sé cómo, pero de repente Thomas Gratton está ya colocando mi bicicleta en la zona de carga del camión mientras me dice:

—Ahí voy yo también.

Sé reconocer perfectamente un golpe de suerte, así que me acomodo en el asiento del copiloto después de apartar una lata, un periódico y una perra border collie.

—Además —añade Thomas Gratton, mientras entra resoplando en la cabina del camión, como si le costara la vida sentarse—, cómete algunas galletas, que si no me las acabaré yo todas.

El coche arranca, me como una galleta y le doy otra a la perra. Miro con el rabillo del ojo a Thomas Gratton, para ver si se ha dado cuenta (y de haberse dado cuenta, si le importa), pero canturrea algo y tiene el volante agarrado con fuerza, como si fuera a escapársele. Me lo imagino hablando de mí con Peg y me pregunto si me habré equivocado aceptando su invitación.

Nos quedamos en silencio durante un rato. Bueno, en realidad el motor ruge como si se fuera a salir del capó, de modo que en silencio tampoco estamos. Me alegra ver que la cabina está llena de cajas de jarabe para la tos, de botellas de leche vacías y de páginas de periódico manchadas de barro que han adquirido un tono amarillento por el paso del tiempo. El desorden es mi hábitat natural. Si todo está ordenado, siento que tengo que comportarme como una niña buena.

—¿Cómo está tu hermano? —me pregunta Gratton.

—¿Cuál de los dos?

—El héroe que llevaba el carro el otro día.

Dejo escapar un susurro tan profundo que el perro me chupetea la cara para curarme.

—¡Ah, Finn!

—Me gusta su entusiasmo. ¿Crees que le interesaría ser mi aprendiz?

Que Finn entrara de aprendiz en la carnicería sería una bendición.

—No puede ver la sangre ni en pintura —le contesto, con todo el pesar de mi corazón.

—¡Pues ha ido a escoger la mejor isla para vivir! —ríe Thomas Gratton.

Pienso en la oveja muerta que hallé en el camino. Y en Finn, merodeando cerca de la pastelería Palsson’s. Si pudiera ser aprendiz en algún lugar, sin duda elegiría ése. Allí podría añadirle sal al cacao. Aunque tendrían que buscarse a otro aprendiz para que limpiara la cocina después, eso sí.

—Vaya, vaya, ¿qué tenemos aquí? —pregunta Thomas Gratton. Tardo unos segundos en darme cuenta de la presencia de una oscura figura que camina paralela a la carretera. Gratton para el camión y baja la ventanilla.

—¡Sean Kendrick! —grita Gratton. Me sobresalto al ver que es él quien camina con los hombros encorvados contra la fuerza del viento. Tiene el cuello vuelto hacia arriba—. ¿Se puede saber qué haces aquí sin un caballo entre las piernas?

Sean no le contesta de inmediato. Su expresión no cambia, pero hay algo en su rostro que sí lo hace: parece que cambia de marcha.

—Nada, aclarándome las ideas.

—¿Y adónde te diriges para aclarártelas?

—Pues no sé. A Hastoway.

—Bueno, pues puedes aclararte las ideas en el camión. Nosotros también vamos hacia allí.

Al principio me siento traicionada por lo injusto de la situación, por tener que compartir el viaje, y encima con Sean, alias «no vuelvas a traer a tu poni a esta playa». Pero luego veo que Kendrick también me ha visto y que no sabe si entrar o no, y eso me gusta. Quiero darle miedo. Lo miro de hito en hito.

Supongo que la cara que ha puesto Gratton ha debido contrarrestar la mía, porque Sean Kendrick mira atrás y, acto seguido, se dirige al otro lado de la cabina. Al mío. Gratton abre su puerta y le pide a la perra que se ponga detrás, cosa que hace, no sin antes dedicarnos un airado ladrido. Me traslado al asiento que ocupaba la perra. Estoy sentada al lado de Gratton, que huele a los caramelos de limón cuyos envoltorios están esparcidos por el suelo. Pienso, nerviosa, en algo que decir cuando Sean abra la puerta del copiloto, algo que le haga saber que recuerdo lo que me dijo en la playa y que no estoy acobardada ni conforme. Y que le dé a entender que soy más lista de lo que se cree.

Sean Kendrick abre la puerta.

Me mira.

Lo miro.

A esta distancia tan corta, es casi demasiado serio para ser guapo: sus pómulos son angulosos, la nariz afilada como una cuchilla y las cejas oscuras. Tiene las manos amoratadas y magulladas de tanto lidiar con los capaill uisce. Como los pescadores de la isla, tiene los ojos siempre entornados contra la fuerza del sol y del mar. Parece un animal salvaje. Uno que muerde.

No digo nada.

Entra en el camión.

Cierra la puerta. Estoy sentada entre los dos hombres. A un lado tengo la pierna de Thomas Gratton, que imagino igual de rosada que el resto del cuerpo, y la pierna rígida de Sean Kendrick al otro. El tamaño de la cabina hace que estemos hombro contra hombro. Si Thomas Gratton estuviera hecho de algún material, sería de patatas y de harina. Sean, en cambio, estaría hecho de piedra, madera flotando a la deriva y quizá una de esas anémonas espinosas que te encuentras a veces en la playa.

Me aparto un poco de él. Sean mira por la ventana.

Gratton canturrea.

La perra ladra desde la caja del camión, cuya vibración hace que los ladridos se conviertan en un silbido intermitente.

—Tengo entendido que Mutt, bueno, Matthew, está un poco molesto por el caballo que has elegido para él —dice Gratton, con tono alegre.

Sean Kendrick lo mira con gesto grave.

—¿Y eso quién lo dice?

Me sorprende su voz, me gusta más su tono cuando habla que cuando grita por encima del viento. Le quita seriedad. Huele a heno y a caballo, y eso hace que me caiga un poco mejor.

—Le ha dado un berrinche en la tienda. Dice que quieres que pierda y que no soportas que nadie compita contigo.

—Ah, ya —contesta Sean, con desdén. Mira hacia atrás por la ventana. Pasamos por delante de uno de los campos de Malvern, donde pace una espléndida manada de yeguas de cría.

Gratton tamborilea con los dedos en el volante.

—Y luego Peg se lo sonsacó.

Sean vuelve a mirar hacia atrás. No dice nada, simplemente espera. Me gusta esa técnica de esperar largo rato a contestar, hace que Gratton hable más de la cuenta y, además, le da más tiempo para pensar en la respuesta.

—Bueno, pues dijo que si él fuera el jinete de ese semental rojo, también habría ganado cuatro veces la carrera. Peg le dijo que no sabía nada de caballos si pensaba que todo lo que te hace ganar es el caballo que tienes por montura. Mi mujer estaba de mal talante esta mañana, ¿sabes? Como el día acaba en una ese…

Me río, lo que le recuerda a Gratton que sigo allí, porque añade:

—Y claro, no tienes que preocuparte porque Mutt Malvern te gane, porque para eso tienes aquí a Puck, que te dará una paliza.

Pienso mentalmente en envenenar a Thomas Gratton más tarde. Quiero que me trague la tierra y desaparecer de allí, pero, en vez de eso, miro a Sean, desafiante, para que me diga algo.

Pero no dice nada. Me mira y frunce ligeramente el ceño, como si mis motivos para interrumpir su entrenamiento fueran a explicarse solos. Después, vuelve a mirar por la ventana.

No sé si me siento ofendida o no. No decir nada me parece mucho peor que decir algo horrible. Me vuelvo hacia Thomas Gratton y no le presto ninguna atención a Sean Kendrick.

—¿Dice que necesita un aprendiz?

—Sí.

—¿Y qué opina Beech de eso?

—Beech se marcha al continente después de las carreras.

Abro la boca, pero de ella no sale ningún sonido.

—Él, Tommy Falk y tu hermano Gabriel; los tres se marchan juntos. Tengo que darte las gracias Puck, por dejárnoslo unas semanas más. He oído que tu hermano tiene pensado quedarse hasta después de la carrera porque tú participas en ella, y que por eso los demás también han decidido esperar.

A veces creo que todo Thisby sabe más de mis asuntos que yo misma.

—Sí, es verdad —le respondo. No sé demasiado bien por qué, pero me entristece saber que Gabe no se marcha solo—. Pero Tommy participa en la carrera, ¿no?

—Sí, como va a estar aquí para esa fecha, ha decidido participar.

—¿Está triste por Beech? —después de formular la pregunta, me doy cuenta de que quizá no he tenido demasiado tacto al preguntarle eso, pero lo hecho, hecho está.

—Bueno, así están las cosas en la isla. No todos nos podemos quedar, de lo contrario nos acabaríamos cayendo al mar, ¿no? —el tono de su voz no concuerda con el tono bromista de sus palabras—. Además, no todo el mundo está hecho para vivir en la isla. Me parece a mí que tú sí, ¿me equivoco?

—Yo no me iría jamás —respondo con fervor—. La isla es… como mi corazón, o algo parecido.

Me siento tonta por ser tan sentimental. A través de la ventana, sobre el mar, veo una pequeña isla rocosa, demasiado pequeña para ser habitada. Nunca te acostumbras a tanta hermosura.

Estamos todos en silencio hasta que interviene Sean Kendrick.

—Tengo otro caballo, Kate Connolly, si quieres tener por montura a un capall uisce.