22
SEAN

No hay nadie en el segundo piso del salón de té a estas horas. Estamos sólo yo y un rebaño de mesas cubiertas con manteles, cada una coronada por un jarrón con un cardo violeta. La sala es alargada, estrecha y de techo bajo. Parece que estés en una cómoda tumba o en una asfixiante iglesia. Las cortinas rosas de encaje de las ventanas que tengo detrás tiñen aquel salón de un rosa pálido. Yo soy la nota oscura y discordante.

Evelyn Carrick, la joven hija del dueño, está de pie junto a mi mesa y me pregunta qué me apetece tomar. No me mira, y lo prefiero, porque yo tampoco la miro a ella. Observo el rectángulo impreso que tengo delante de mí, sobre el mantel. Hay algunas palabras francesas en la carta. El nombre de los platos es largo y descriptivo. Aunque quisiera pedir sólo té, no sé si lo encontraría.

—Voy a esperar —informo.

Duda. Me mira y aparta la vista, una y otra vez, como un caballo desorientado en un lugar extraño.

—¿Me da su chaqueta?

—Me la voy a dejar puesta —como se ha secado en el radiador, la noche anterior, la chaqueta tiene ese tacto rígido que le da la sal del agua. Además, está manchada de barro y sangre. Tiene las heridas de guerra de todos los días que he pasado en la playa. No me imagino a la camarera tocándola con esas manos tan pequeñas y delicadas.

Evelyn dispone la servilleta y el plato de modo curioso al otro lado de la mesa y después desaparece escaleras abajo. Oigo el crujir de sus pasos: cada escalón parece tener vida propia. El salón de té es uno de los edificios más antiguos de Skarmouth. Es alto, estrecho y queda encajado entre el colmado y la oficina de correos. Me pregunto qué tipo de lugar debía de ser antes de dedicarse a vender petit pain.

Malvern llega tarde. Me esperaba que quisiera verme, pero no en este lugar. Me vuelvo para mirar a través de la ventana que tiene las cortinas rosas de encaje. En la calle se distinguen ya algunos turistas curiosos que se han adelantado al festival. Se oye el repicar de los tambores, que se preparan para las celebraciones. En unos pocos días, las mesas de este salón de té estarán todas ocupadas, y las calles, llenas. Cuando acabe el festival, los demás jinetes y yo desfilaremos entre la multitud. Y seguiré conservando mi trabajo.

Me subo el puño de la manga un poco para mirarme la muñeca: como la chaqueta está tan tiesa, me ha producido una rozadura durante el entrenamiento. Dos caballos se pelearon esta mañana y tuve que intervenir. Ojalá Gorry se diera por vencido con la yegua pinta y la soltara; está poniendo muy nerviosos a los demás caballos.

Los escalones crujen de nuevo, esta vez bajo el peso de alguien más corpulento que Evelyn. Benjamin Malvern entra de una zancada en la sala y se queda de pie junto a la mesa hasta que me levanto para saludarle. Malvern, que ha tenido dinero toda su vida, tiene un aire de fealdad aseada, como si fuera un carísimo caballo de carreras de tosca cabeza. El exterior es refinado, la mirada, perspicaz, y la nariz, bulbosa sobre unos labios demasiado carnosos.

—¿Cómo va, Sean Kendrick? —me saluda.

—Tirando —le respondo.

—¿Cómo se porta el mar contigo? —es el momento en que decide bromear y mostrar empatía. Yo decido fingir que lo que dice tiene gracia para demostrarle que quiero seguir cobrando mi salario.

—Como siempre —esbozo una sonrisa.

—¿Nos sentamos?

Dejo que se siente él primero, luego me siento yo. Coge la carta, pero no la lee.

—¿Estás preparado para el festival? Es ya este fin de semana.

Los escalones crujen de nuevo. Es Evelyn. Le sirve a Malvern una taza que contiene un líquido espumoso.

—¿Qué desea tomar? —me pregunta de nuevo.

—Nada, gracias.

—No quiere abusar de tu hospitalidad, querida —bromea Malvern—. Tráele una taza de té.

Asiento con la cabeza. Malvern parece no ver que Evelyn se va.

—Mejor que te tomes una buena taza de té, porque tenemos algunos asuntos desagradables de los que hablar —adelanta Malvern. Acto seguido, le da un sorbo a ese extraño té espumoso.

No digo nada ni tampoco me muevo.

—Eres un hombre de pocas palabras, Sean Kendrick —afirma. Los tamborileros de Escorpio siguen practicando en la calle un ritmo ascendente y animado que no casa con el mundo rosa pastel en el que estamos nosotros. Malvern coloca los codos sobre la mesa y se inclina hacia mí—. Creo que no te he contado la historia de cómo empecé con esto de los caballos, ¿verdad?

Lo miro a los ojos.

Sigue hablando.

—Era joven y pobre. Un isleño más, sólo que no en esta isla. No tenía ninguna posesión excepto mis zapatos y unos cuantos moretones en la piel. En nuestra calle había un hombre que vendía caballos. Royal horses y pencos, caballos de salto y caballos para el consumo. Cada mes organizaba una subasta, y la gente acudía de los lugares más remotos que puedas imaginar.

Hace una pausa, supongo que para comprobar si siento lástima de mí mismo por haber nacido en esta isla. Cuando ve que mi reacción no es la que pretende, sigue hablando.

—Este hombre tenía un semental del color del oro, como si lo hubiera tocado el Rey Midas. Hacía de alto casi metro ochenta, y tenía las crines y la cola de un león. Al ver a un ejemplar así, uno se da cuenta de cómo tiene que ser un caballo de verdad. Pero había un problema: nadie podía montarlo. Había tirado a cuatro hombres y había matado a otro. Además, cada día se comía de cuatro a ocho balas de heno. En aquella subasta, nadie se atrevía a tocar a un caballo que mataba hombres y al que nadie podía montar. De modo que le dije al hombre que si yo lo lograba domar, tendría que darme trabajo para no ser pobre nunca más. El comerciante me dijo que no me podía prometer que nunca más iba a ser pobre, pero que me daría trabajo hasta el día en que él faltara. Así que cogí al semental y lo embridé. Le vendé los ojos con la tela del vestido de una virgen y me subí a su lomo. Galopamos por los campos y praderas, él ciego y yo rey, y cuando lo traje de vuelta, era ya manso y yo tenía trabajo. ¿Qué me dices de esto?

Miro a Malvern. Se lleva la taza con aquel extraño brebaje a los labios. El aroma a mantequilla llega hasta aquí.

—Que no me lo creo —respondo—. Usted nunca fue joven.

—Y yo que pensaba que no tenías sentido del humor, Sean Kendrick —se queda callado mientras Evelyn me sirve la taza de té. Me ofrece leche y azúcar y digo que no con la cabeza. Malvern espera a que la muchacha desaparezca escaleras abajo para volver a hablar.

Coloca una servilleta encima de su taza de té, como si fuera un cadáver y no un tazón vacío.

—Mi hijo me ha dicho que has matado a uno de mis caballos.

Una oleada de ira estalla contra mi pecho.

—Parece que no te sorprende lo que te digo.

—No.

Los tamborileros de Escorpio se acercan cada vez más y tocan con más entusiasmo. Se oyen risas. Una de ellas es una carcajada grave y burlona; de esas que se emiten cuando la broma no va contigo. Malvern frunce el ceño e inclina la cabeza, como si pudiera ver la escena que tiene lugar en la calle con más claridad que los pensamientos que me pasan a mí por la cabeza. El sonido de los tambores imita ahora intencionadamente el repicar de los cascos de los caballos. Me pregunto si estará imaginándose al caballo dorado, del tamaño de un establo, galopando por las praderas de alguna lejana isla.

—Quinn Daly me ha contado lo que pasó —declara Malvern—. Me dijo que estabas entrenando a Fundamental en la cala, y que parecías distraído. Que no estabas concentrado en tu trabajo y que no podrías haberte dado cuenta de la presencia de un capall en el agua.

Pues claro que estaba distraído. Pensaba en esa chica pelirroja y en su poni. En las manchas de sangre de las yeguas salvajes que había en la arena. Malvern no me despediría por algo así. No creo que me despida suceda lo que suceda. Pero no tengo que olvidar que puede hacerlo. Y que pendo de un hilo.

Mis ojos se encuentran con los suyos.

—¿Qué más le dijo Quinn Daly?

—Que Matthew lo relevaría y vigilaría por él. Que lo siguiente que vio fue que Fundamental se ahogaba y que tú fuiste tras él —Malvern entrelaza los dedos—. Pero eso no es lo que me contó mi hijo. Es su palabra contra la de él. ¿Qué tienes que decir tú?

Aprieto los dientes. No tengo ninguna posibilidad de salir victorioso.

—No puedo contradecir a su hijo —murmuro a regañadientes.

—No vas a tener que hacerlo —responde Malvern—. Tu chaqueta me dice qué historia es cierta.

Los dos nos quedamos callados.

—Me intriga —interviene Malvern al fin—. ¿Qué es lo que le pides a la vida?

La pregunta me sorprende. Quizá hubo alguna vez una persona a la que le hubiese hablado con libertad de mis sentimientos, pero esa persona no era Benjamin Malvern. Confesarle a él mis deseos sería algo tan improbable y raro como imaginarlo a él confesándome los suyos.

Me mira.

—Un techo que me cobije, unas riendas que sostener y la arena de la playa bajo mis pies.

—Así que ya tienes lo que quieres.

No puedo estar ahí, delante de él, tomándome un té y decirle que lo que de verdad deseo es ser libre y no trabajar para él.

—Hace ya mucho que amansé a aquel semental —continúa Malvern—. No sabía cómo sería el camino que me llevaría a esta isla destartalada, en medio de la nada. No puedo compararlo con el camino que sigue Matthew para saber adónde quiere llegar.

Puede que Mutt Malvern decida seguir algún camino, pero lo que los dos sabemos es que no le llevará a convertirse en el magnate de una ganadería famosa internacional.

—En fin. Bueno, ya llevas bastante tiempo observando a los caballos, ¿sabes cómo les irá en las carreras? —lo que Malvern quiere saber en realidad es cuál de sus caballos marinos es el más rápido.

—Desde el primer día.

Malvern sonríe. No es una sonrisa agradable, pero tampoco malintencionada.

—Bueno, ¿cuál es el más lento?

—La yegua de pelaje castaño —le digo de corrido. Todavía no le he puesto nombre porque no se lo ha ganado. Es caprichosa y bastante salvaje: no es rápida porque no le gusta obedecer al jinete.

—¿Y cuál es el más rápido? —insiste Malvern.

Hago una pausa antes de contestar. Sé que de mi respuesta depende el caballo que le asigne a Mutt este noviembre. No quiero ser sincero, pero mentir no tiene sentido, porque descubrirá la verdad de todos modos.

Corr. El semental rojo.

—¿Y cuál es el más seguro? —continúa él.

Edana. La de pelaje castaño con la raya blanca.

Malvern me mira con atención por primera vez. Frunce el ceño, como si fuera la primera vez que viera a aquel muchacho que lleva años criando a sus caballos y viviendo encima de sus cuadras. Observo la taza de té.

—¿Por qué te lanzaste al mar detrás de Fundamental?

—Porque estaba bajo mi cuidado.

—Estaba bajo tu cuidado, pero era un caballo Malvern. Mi hijo era su dueño — Benjamin Malvern aparta la silla y se pone en pie—. Matthew se quedará con Edana. Deja marchar a la yegua, a menos que creas que puede estar lista para el año que viene.

Me mira para saber mi opinión. Niego con la cabeza.

—Suéltala entonces. Y tú —dice mientras coloca algunas monedas bajo el canto de la taza— montarás a Corr.

Cada año espero que llegue este momento. Cada año, cuando toma su decisión, me siento aliviado.

Pero este año, siento que sigo esperando algo.