Después de lo sucedido ayer en la playa, tengo que buscar otra táctica: enfrentarme a la marea alta, con la posibilidad de que los caballos marinos se acerquen, provenientes del océano, en vez de entrenar con la marea baja y la certeza de los caballos acechándome en la playa. Así que me pongo el despertador para que suene a las cinco en punto y ensillo a Dove antes de que esté despierta del todo.
Gabe ya se ha ido. La verdad es que ni siquiera sé si ha pasado la noche en casa. Me alegro de estar caminando por la oscura pendiente, porque así no le doy más vueltas a lo que significa para nosotros la ausencia de Gabe.
Cuando llegamos a la base del acantilado, me veo obligada a avanzar despacio para que Dove no tropiece con ninguna de las rocas que salpican la crecida orilla. La poca claridad que hay me permite ver el aliento de Dove, blanco y denso. Está todo tan oscuro que oigo el mar pero no lo veo. El rumor de las olas parece susurrarme, como una madre a una niña miedosa. Aunque si la mar fuera mi madre, preferiría mil veces ser huérfana.
Dove está alerta, tiene las orejas muy tiesas en dirección al agua, que sigue demasiado alta para que podamos empezar a entrenar. Cuando despunte el alba, el mar retrocederá bastantes metros y dejará tras de sí una extensa superficie arenosa sobre la que los jinetes se entrenarán, lejos del océano. Pero ahora las olas siguen embravecidas y llegan demasiado cerca de nosotras, estrellándose contra las paredes del acantilado.
Mi valentía brilla por su ausencia.
La marea está alta, la noche es oscura y casi estamos en noviembre. El mar que rodea Thisby está infectado de capaill uisce en estos momentos. Sé que Dove y yo somos muy vulnerables en esta sombría playa. Ahora mismo, podría haber un caballo marino acechando.
Oigo latir mi corazón. Las olas siguen hablándome, pero yo no creo lo que me dicen. Ajusto los estribos. Las orejas de Dove siguen apuntando al agua. Decido no montar.
Aguzo el oído en busca de alguna señal de vida. Sólo me responde el océano. De repente, en el mar se dibuja un destello, como si fuera una pícara sonrisa. Podría ser el reflejo del sinuoso lomo de un capall uisce.
Dove se habría dado cuenta. Tengo que confiar en ella. Sigue con las orejas tensas. Está alerta, pero no preocupada. Le beso el hombro, lleno de polvo, para que me dé suerte antes de montar. La guío tan lejos de la marea como me resulta posible; si nos apartamos demasiado, la arena se llena de guijarros y rocas, y resulta imposible cabalgar. Si nos acercamos demasiado, en cambio, el peligro acecha.
Para empezar el calentamiento, hago trotar a Dove en sencillos círculos. Sigo esperando que mis músculos se relajen un poco e intento olvidar dónde estoy, pero me resulta imposible. Cada reflejo que veo en el mar hace que me estremezca. Todo mi cuerpo me alerta del peligro que entrañan las oscuras aguas. Recuerdo la historia que nos contaban cuando éramos chavales; la de los dos enamorados adolescentes que se reunían a escondidas en la playa y a los que un caballo marino acabó arrastrando al mar. Todos los chavales de Skarmouth conocen la fábula. Moraleja: mejor que no te besuquees con nadie…
Pero la historia nunca parecía real, tanto si te la explicaban en clase como en alguna tienda. Sin embargo, en la playa parece un presagio. Pero no tengo tiempo para darle muchas vueltas al tema. Hay que aprovechar las horas que tengo; pensar que estoy en un prado. Dove y yo entrenamos durante largo rato: trotamos en una dirección y después en la otra; después, repetimos la misma rutina al galope. Me paro al cambiar de paso para aguzar el oído y observar la negra noche en busca de algún ser más oscuro que la propia oscuridad. Dove empieza a calmarse, pero yo no puedo dejar de temblar, porque hace frío y porque los eventos acaecidos en aquella playa son todavía muy recientes.
Lejos, muy lejos, despunta la luz del amanecer. Muy pronto será de día.
Hago que Dove se detenga y escucho. Sólo oigo el rumor insistente de las olas.
Espero unos larguísimos instantes. Sólo el océano.
Y, después, arrancamos a galopar.
Dove se lanza alegre al nuevo paso, restallando la cola de la emoción. Junto a nosotras, el mar se ha transformado en una oscura mancha borrosa, y los acantilados, en una informe pared gris. Ya no oigo el rumor del océano, sólo el martilleo de los cascos de Dove y el resoplar de su respiración.
De la coleta se me escapan algunos mechones que me golpean el rostro como pequeños látigos. Dove corcovea feliz una vez y otra de la alegría que siente al galopar, cosa que me hace reír. Nos detenemos y regresamos al galope al punto de partida.
Me parece ver a alguien en la cima de los acantilados, observándonos. Cuando vuelvo a mirar, ya no hay nadie.
Hago una valoración del entrenamiento matutino: Dove está exhausta, yo también, y el mar empieza a retirarse. Los demás jinetes todavía tienen que llegar a la playa, y nosotras ya hemos acabado por hoy.
Quizá mi plan funcione.
No sé a qué velocidad hemos ido, pero ahora mismo no me importa. Ha sido una pequeña victoria. Y ya vendrán más.