19
PUCK

Finn y yo esperamos esa noche a que llegue Gabe. Hiervo judías (malditas judías, parece que sea lo único que comamos) y me ahogo en mi propia angustia, pensando en qué voy a decirle cuando entre por la puerta. Finn está entretenido en la ventana mientras cocino. Cuando quiero preguntarle lo que hace, me dice algo de una tormenta. Más allá de la ventana, el cielo nocturno está bastante despejado a pesar de la presencia de unas nubes altas y tan finas que permiten ver a través de ellas. Finn y sus cosas. Quién sabe por qué las hará. Ya ni intento disuadirlo.

Esperamos a Gabe largo tiempo. El sentimiento de traición que sentí tras la revelación de Malvern va en aumento y luego mengua para volver a crecer. Y así todo el rato. Es imposible estar enfadado tanto tiempo. Ojalá pudiera confesarle a Finn el motivo de mi nerviosismo, pero mejor no decirle nada. Lo único que conseguiré será que empiece a pellizcarse los brazos y que se obsesione todavía más con sus rituales matutinos.

—¿Qué te parecería si vendiéramos el Morris —le pregunto sin venir a cuento mientras le doy la vuelta una y otra vez al cuenco de la mantequilla, de modo que parece que el búho pintado me mira a mí y luego a Finn y otra vez a mí. —¿Se puede saber de qué te ríes?

Finn repiquetea contra uno de los cristales de la ventana.

—Pero si ni siquiera arranca.

—Bueno, ¿y si arrancara?

—Mañana quizá lo arregle —lanza Finn, distraído. Ahora caigo en que está utilizando la excusa del tiempo para echarle un vistazo al jardín y ver si llega Gabe—. No quiero que esté ahí afuera cuando la tormenta arrecie.

—La tormenta, ya, claro —le sigo la corriente—. ¿Qué te parece lo de venderlo?

—Bueno, supongo que depende del motivo por el que lo tengamos que vender.

—Para que Dove pueda comer en condiciones durante las semanas de entrenamiento.

Finn tarda una eternidad en contestar. Durante esos segundos, le da toquecitos al cristal con un dedo, de un extremo a otro, antes de inclinarse, casi pegando la nariz contra el vidrio para escudriñar la juntura que lo une a la madera. Parece bastante satisfecho tras sus comprobaciones. Retoma entonces la conversación.

—Pues sí que es caro el pienso de buena calidad —murmura al fin.

—¿Es que acaso has visto crecer la alfalfa en esta isla?

—Puede. ¿Qué aspecto tiene?

—Seguro que se parece a lo que hay dentro de tu cabeza hueca. Pues sí, es muy cara, tienen que traerla del continente —no me siento bien al contestarle tan mal. No es culpa suya que esté de mal humor, sino de Gabe. No puedo creer que no tenga la ocasión de hablar esta noche con él de lo de Malvern. No puedo esperarlo más tiempo despierta, tengo que levantarme pronto si quiero volver a la playa mañana.

Finn parece triste. Me siento fatal. Quizá podríamos vender otras cosas, como las gallinas inútiles que no hacen más que morirse antes de que las podamos sacrificar para la cena. Todas ellas juntas no darían más que para una bala de heno. Y no podríamos comprar grano de calidad.

—¿La alfalfa hará que corra más rápido? —pregunta Finn.

—Los caballos de carreras tienen que alimentarse bien, y no con cualquier cosa.

Finn mira la loncha de beicon, donada por Dory Maud, y las judías que componen nuestra cena.

—Si es lo que necesita…

Parece que le acabe de pedir que se corte una pierna. Pero entiendo lo que siente. Tiene tanto aprecio por el Morris como yo por Dove. ¿Con qué se entretendrá si se queda sin el Morris? Con las ventanas, y sólo hay cinco en la casa.

—Si gano —intento animarlo—, tendremos dinero para volverlo a comprarlo —sigue compungido, por lo que continúo—: Tendremos dinero para comprar dos, si queremos. Un coche sólo para remolcar al otro cuando se le cale el motor.

Ahora parece que esboza una sonrisa. Nos sentamos y nos comemos las judías con la triste loncha de beicon que las acompaña. Sin mediar palabra, nos comemos lo que queda de la tarta de manzana. No le guardamos ni un trozo a Gabe. Somos dos en una mesa para cinco. No creo que pueda dormir con la rabia que siento. ¿Dónde demonios estará?

Pienso en la oveja decapitada que Finn y yo nos encontramos de camino a Skarmouth. ¿Cómo podemos saber si se ha quedado trabajando hasta tarde o si está muerto en alguna cuneta? ¿Y cómo puede él saber si estamos en casa, a salvo, o somos nosotros los que estamos tirados en una cuneta?

—Es como si ya se hubiera ido —dice Finn, rompiendo el silencio.