16
PUCK

Cuando llego al jardín de casa, todavía me dura la tos y los temblores. Dove se asusta ante cada sombra que ve y sus movimientos son tan exagerados como los de una marioneta. Hasta el sonido de la puerta al cerrarse tras de ella la impulsa a salir corriendo por el prado, con las patas traseras encogidas. Tengo suerte de que siga entera.

Tengo suerte de que no sea un cadáver.

El semental tardó apenas unos segundos en doblegarnos. Algunos segundos más, y me habría ahogado.

Me apoyo en la puerta y espero a que Dove se tranquilice y coma algo de heno (cosa que no hace), hasta que tengo demasiado frío por culpa de la ropa mojada que todavía llevo. Entro en casa y me pongo ropa seca. Pero sigo estando helada.

Dove podía haber muerto.

Voy a la cocina y me como una naranja entera y una rebanada de pan, en la que unto demasiada mantequilla, un bien muy preciado. Una sola naranja cuesta tanto dinero que normalmente habría seguido una de las técnicas de mamá para hacer que cada pieza de fruta dure el máximo tiempo posible. Con unas pocas naranjas, mamá preparaba un pastel, le daba sabor a la mantequilla y al glaseado, y preparaba mermelada con el resto. En caso de que nos comiéramos una naranja, siempre la partíamos en gajos y los compartíamos.

Sin embargo, la devoro en un abrir y cerrar de ojos y, cuando me la acabo, he dejado de temblar. La cabeza todavía me duele por el golpe que me dio el caballo con la rodilla.

Me chupo el dedo índice para aprovechar todo el sabor de la naranja, pero me sabe a sal, cosa que me irrita todavía más. Es el primer día que paso en la playa con Dove y vuelvo a casa con arena en todo el cuerpo y un fuerte mamporrazo en la cabeza.

No puedo apañármelas yo sola ni un solo día sin que tengan que acabar rescatándome.

Quiero quitarme a Sean Kendrick de la cabeza, pero mi mente sigue mostrándome fogonazos de su cara angulosa y del sonido de su voz, enronquecida por el agua de mar. Y cada vez que revivo ese momento, me pongo roja de vergüenza.

Me paso una mano por la frente, cubierta de sal, y suspiro profundamente.

«No vuelvas a traer a tu poni a esta playa».

Tengo ganas de dejarlo todo. Total, ¿tanto esfuerzo, para qué? Para pasar unas semanas más con Gabe en la isla. Con una persona que no ha dado señales de vida desde que le dije que iba a participar en las carreras. Qué plan tan idiota el mío. Y como buena idiota que soy, voy a hacer el ridículo delante de toda la isla. Voy a sacrificar mi vida y la de Dove por un hermano que pasa de todo.

La idea de tirar la toalla me alivia y me irrita a la vez. No puedo soportar la idea de regresar a la playa. Pero tampoco puedo imaginarme diciéndole a Gabe que he cambiado de opinión. Tendría que quedarme ya poco orgullo para que me lo pisotearan, pero no es así.

Alguien llama a la puerta. No me da tiempo a arreglarme un poco el pelo. Aunque, a decir verdad, no sé si lo de mi pelo tiene remedio: con ese tacto grasiento y apelmazado que le da el agua de mar. Tengo el ánimo en los pies: seguro que quien llama no lo hace para traer buenas nuevas.

Se abre la puerta y aparece Benjamin Malvern. Sé quién es porque hay una foto suya dedicada en la pared de detrás de la barra del Black-Eyed Girl. Recuerdo haberle preguntado a papá el porqué de esa foto, a lo que él me respondió que la habían colocado allí porque Benjamin Malvern les había dado mucho dinero para abrir el pub. Pero yo sigo sin entender que ése sea un buen motivo para tener la foto firmada de alguien en la pared.

—¿Está Gabriel Connolly por aquí? —pregunta Malvern, mientras entra sin permiso en la cocina y me deja a mí clavada en la puerta. El hombre más rico de Thisby está en casa. Mira el fregadero, lleno de cacharros, y después el montón desmoronado de leña y turba que hay al lado del hogar, en la sala de estar, antes de fijarse en la silla de montar que cuelga de la butaca de papá. Lleva un suéter de pico y corbata. Tiene el pelo canoso y no es guapo. Huele bien, cosa que me molesta.

No cierro la puerta. Si la cerrara, podría interpretar que lo he invitado a pasar. Y no es el caso.

—Ahora mismo, no está en casa —le respondo.

—Vaya —dice Malvern, sin dejar de husmear—. Y tú debes de ser su hermana.

—Kate Connolly —le clarifico, con toda la desgana que soy capaz de expresar.

—Sí, claro. Creo que deberíamos tomarnos un té.

Se sienta en nuestra mesa.

—Señor Malvern —empiezo a decirle con tono severo.

—Bien, así que ya sabes quién soy. Pues vamos al grano. No quiero pasarme de listo y decirte lo que tienes que hacer, pero hace bastante frío y esa puerta está muy mal aprovechada.

La cierro. Igual que cierro la boca. Me pongo a preparar el té. Estoy ofendida, pero me pica la curiosidad.

—¿Qué le trae por aquí? —pregunto. No me gusta lo educada que parezco.

Malvern aparta la vista de mi silla de montar y me mira al oírme hablar. Sus ojos me intimidan un poco. El resto de su persona, no: parece un señor mayor muy adinerado, pero tiene una mirada inteligente.

—Un asunto poco agradable —dice con tono amable.

—Vaya, yo que pensaba que otros se encargaban de esas cosas por usted —añado con picardía—. ¿Leche o azúcar?

—Mantequilla, leche y sal, por favor.

Me vuelvo hacia Malvern para comprobar que me toma el pelo. Pero no; lo sé porque tiene una cara en la que no hay lugar para el humor. Es una de esas caras que podría uno encontrarse en un billete. Le sirvo su taza de té y le doy el salero y nuestro cuenco para la mantequilla. Me siento delante de él con la jarrita de leche y lo observo mientras corta un trozo de mantequilla, lo echa en el té, añade una buena pizca de sal y vierte un poco de leche antes de mezclarlo todo con la cucharilla. Encima del líquido se forma una capa de espuma. Me recuerda a la leche que vi salir de una vaca hace tiempo. No creo que se vaya a beber eso. Hasta que se lleva la taza a los labios.

Malvern sujeta con firmeza la taza.

—¿Ése de ahí afuera es tu poni?

—Es una yegua —puntualizo—. Y mide más de metro y medio.

—Sacarías más partido de ella si la alimentaras mejor —me alecciona—. Deja de darle ese heno tan pobre y tendrá más energía y mejor planta.

Pues claro que tendría más energía si comiera heno y grano de mejor calidad. Yo también tendría más energía si comiera otra cosa que no fueran judías o pasteles de manzana. Pero las dos tenemos que sacrificarnos por la misma razón.

Nos bebemos el té. Pienso en qué diría Finn si llegara ahora a casa y se encontrara a Malvern sentado a la mesa, en la cocina. Barro algunas migas con la mano, hago una pirámide y la escondo detrás del cuenco de la mantequilla.

—Así que tus padres han muerto —continúa Benjamin Malvern.

Dejo la taza en la mesa.

—Señor Malvern…

—Ya me sé la historia —me interrumpe—. Y no es de eso de lo que quiero hablar, sino de lo que viene después. ¿Cómo os las apañáis los tres? Porque sois tres, ¿no?

Intento imaginar qué harían mis padres en una situación así. Tenían el don de saber combinar educación y discreción en todo momento. Y a mí sólo se me da bien una de las dos cosas.

—No nos va mal. Gabe trabaja en el hotel. Finn y yo pintamos cacharros para los turistas.

—Y os llega para comprar té —dice «té» mientras observa la puerta de nuestra despensa. Sé que vio lo vacía que estaba cuando saqué de allí el cuenco de la mantequilla.

—Nos las apañamos —insisto.

Malvern le da el último sorbo al té. Cómo ha conseguido beberse ese mejunje tan rápido y sin taparse la nariz es un verdadero misterio… Cruza los brazos sobre la mesa y se inclina hacia donde estoy yo. Huele a colonia.

—He venido a desahuciaros.

Cuando lo dice, no reacciono. Tardo unos instantes en darme cuenta de lo que significan aquellas palabras y entonces me estremezco. Siento un martilleo en las sienes, igual que cuando el caballo marino me golpeó. La frase me retumba una y otra vez en la cabeza.

El hombre sigue hablando.

—Los gastos de esta casa llevan un año sin pagarse y quería saber quién vivía aquí. Quería ver la cara que poníais cuando os dijera que os iba a echar.

Justo en ese momento, en una isla poblada por monstruos, me doy cuenta de que ése es el ser más abominable de todos. Me cuesta despegar la lengua del paladar.

—Pensaba que todos los gastos estaban ya pagados. No lo sabía.

—Gabriel Connolly sí lo sabía. Y desde hace tiempo, además —responde Malvern con tono calmado. Escudriña mi reacción. No puedo creer que le haya servido una taza de té.

Lo miro y aprieto los labios con fuerza. No quiero decir nada de lo que pueda arrepentirme. Lo que más me altera es la traición de Gabe: él sabía perfectamente que estábamos viviendo sobre una bomba de relojería y, aun así, no nos había dicho nada.

—¿Y qué ve en mi cara? ¿Es ésta la expresión que esperaba encontrar? —acierto a decir.

Mi pregunta es claramente un desafío, pero Malvern no se altera lo más mínimo. Asiente con la cabeza.

—Sí, creo que sí. Y dime, ¿qué estáis dispuestos a hacer, tus hermanos y tú, para salvar esta casa?

Hace años, en la isla hubo un problema con las peleas de perros. Los marineros, aburridos y borrachos, criaban a los animales de la isla para que se despedazaran los unos a los otros. Así me siento yo: como uno de esos perros. Malvern acaba de lanzarme a la arena y asoma la cabeza para ver si me voy a retirar o voy a pelear.

No pienso darme por vencida ni darle la satisfacción de verme derrotada. De repente, veo el futuro con gran claridad.

—Deme tres semanas —le pido.

Malvern no se anda con rodeos.

—Después de las carreras.

Me pregunto si pensará que es una locura que una chica como yo participe en las carreras. Quizá piense que no tiene sentido alguno esperar, porque entonces seguro que se queda sin su dinero, ya que estaré muerta.

«No vuelvas a traer a tu poni a esta playa».

Asiento con la cabeza.

—No tienes ninguna oportunidad con ese poni —me dice Malvern, sin maldad—, ¿por qué lo has elegido a él?

«Es una yegua» me digo para mis adentros.

—Los capaill uisce mataron a mis padres. No pienso deshonrar su memoria y subirme a uno de esos caballos marinos.

Malvern no sonríe, pero arquea las cejas, como si realmente pensara en lo que acabo de decirle.

—Es un gesto noble por tu parte. ¿No tiene nada que ver con el hecho de que nadie te ha dejado subirte a uno?

—Pude apostar por un quinto —le espeto con rabia—. Pero preferí no hacerlo.

Malvern se queda pensativo.

—Sólo conseguirás el dinero si llegas la primera.

—Ya lo sé —le respondo.

—¿Me estás pidiendo que te dé tres semanas porque de verdad crees que tú y tu poni vais a llegar a la línea de meta los primeros?

Observo su taza de té y el absurdo brebaje que se ha preparado. ¿Es que no puede conformarse con tomar un té normal? ¿Quién narices se echa mantequilla y sal en el té? Absolutamente nadie; sólo los viejos aburridos que gobiernan sus islas como si jugaran al ajedrez.

—Lo que creo es que le pica la curiosidad por saber lo que sucederá. Además, ya ha esperado doce meses.

Malvern echa la silla para atrás y se levanta. Saca de su bolsillo un trozo de papel, lo desdobla y lo coloca sobre la mesa. Es un documento oficial. Reconozco su firma y la de mi padre.

—La generosidad no es mi fuerte, Kate Connolly —me dice.

No le respondo. Nos miramos.

Coloca dos dedos sobre el papel y lo arrastra por la mesa hacia mí.

—Enséñale esto a tu hermano mayor. Vendré a buscarlo cuando te hayas muerto.