Hay una chica en la playa.
El viento ha deshecho la niebla en retazos cerca del mar: los caballos y sus respectivos jinetes se dibujan con gran precisión contra la arena, a diferencia de lo que sucede en el resto de la isla. Distingo sin esfuerzo las hebillas de cada brida y el temblor en cada mano. Es el segundo día de entrenamientos y las cosas se están empezando a poner serias. Esta primera semana es una especie de baile sangriento y complicado en el que los bailarines tantean la fortaleza de sus rivales. Es el momento en el que los corredores comprueban si sus amuletos funcionan, a qué distancia deben mantenerse del mar, cómo pueden convencer a sus caballos para que corran en línea recta y cuánto tiempo tienen para escaparse cuando se caen del caballo. Este tenso cortejo no se parece en absoluto a una carrera convencional.
Cuando llego, no veo nada fuera de lo normal. Allí está Privett, el único de los hermanos que queda, azuzando a su capall gris con una rudimentaria fusta; Hale, vendiendo unos amuletos que no salvarán la vida de nadie, y Tommy Falk, intentando controlar el ronzal de su yegua azabache para que no se vaya directa al mar.
Y allí está la chica. Cuando la veo por primera vez, a lomos de su yegua parda, desde la atalaya en la que estoy, en la carretera del acantilado, lo que más me llama la atención no es el hecho de que sea chica, sino que está en el océano. Hoy es el temido segundo día, el día en el que puede haber algún accidente mortal, y nadie se atreve a acercarse al agua. Y sin embargo, allí está ella, a lomos de su caballo, que tiene las patas metidas hasta las rodillas en el agua. Sin miedo.
Bajo despacio hasta la arena por el camino del acantilado. Si Corr tenía algún que otro pensamiento retorcido esta mañana, el trote se ha encargado de aplacarlo. Pero las dos yeguas no están tan cansadas como Corr. Ni son tan mansas. Cada vez que se sienten atraídas por el mar, sus cascos emiten un sonido especial. He intentado colocarles cascabeles en los espejuelos para recordarme a cada momento que no puedo bajar la guardia. La más fiera de las dos lleva una manta de malla negra sobre la grupa. Esa prenda era de mi padre. Está hecha de hilo y de miles de ojalillos calados de acero: es, en parte, tela funeraria y, en parte, cota de malla. Espero que me ayude a que el animal mantenga las patas en tierra firme. Nunca usaría nada parecido con Corr, lo pondría muy nervioso y, además, nos conocemos demasiado bien para necesitar artimañas de ese tipo.
Estoy ya más cerca del mar y me doy cuenta del motivo de la valentía de la chica. Su caballo no es sino un poni isleño, que tiene el pelaje del color de la arena y las patas tan oscuras como las algas marinas. Su aspecto me dice que la pobre hierba de Thisby le ha servido de sustento, pero no le ha llenado la barriga.
Quiero saber qué hace en mi playa. Y quiero saber por qué nadie se enfrenta a ella. Los que sí se han dado cuenta de su presencia son los caballos. Tienen las orejas muy tiesas, el cuello arqueado y le enseñan, amenazadores, los dientes. Y, cómo no, la yegua pinta también está allí, quejumbrosa de hambre y de deseo. Tendría que haber sabido que Gorry no iba a soltarla.
Al oír los lamentos de aquel capall, la yegua parda isleña se pone tensa y pega las orejas al cuello, temerosa. Sabe perfectamente que es el botín, y que con ese grito desgarrado, lo que pide aquel capall es su muerte. La chica se inclina sobre su yegua parda y la calma.
Me doy la vuelta de mala gana para ocuparme de mis asuntos. La boca me sabe a sal y el viento, cortante, me golpea en todas direcciones. Es uno de esos días en los que resulta imposible no pasar frío. Hallo un recoveco en el acantilado, que parecería una marca de un hacha colosal, y resguardo a las yeguas y a Corr en él. El viento deja escapar un grito sordo en el vértice de la grieta, como el de un moribundo invisible. Trazo un círculo en la arena y escupo dentro.
Corr me mira. Las yeguas miran el océano. Y yo miro a la chica.
Pienso una y otra vez en lo extraña que me resulta su presencia. Abro mi bolsa de cuero y saco la bola de papel impregnado con cera que coloqué allí antes. Coloco los trozos de carne dentro del círculo, pero las yeguas ni los tocan. No hacen más que mirar a la chica y a su poni, que sigue con las patas en el agua. Sin duda, un bocado mucho más apetitoso.
Me llevo la bolsa a la espalda y regreso a la grieta de la roca. Cruzo los brazos y espero que la multitud de caballos y jinetes se disperse un poco para poder volver a ver a la chica y a su yegua. El animal es de lo más normal, aunque tiene una magnífica cabeza y un buen ancho de caña. Como poni, es una preciosidad. Pero no tiene nada que hacer contra los capaill uisce.
La muchacha tampoco es nada del otro mundo: menuda y con coleta pelirroja. Parece menos temerosa que su montura, a pesar de que corre más peligro que su poni.
Oigo el grito de una de mis yeguas y me vuelvo justo a tiempo para abrir mi bolsa y lanzar un puñado de sal en su dirección. Alza la cabeza violentamente cuando la sustancia le salpica en la cara: no le hace daño, pero se siente ofendida. La miro fijamente a los ojos para que sepa que si no se comporta, el castigo seguirá. Su pelaje es zaino: de color castaño y sin ninguna mancha blanca. Se supone que un capall así es tremendamente veloz, aunque no he tenido la oportunidad de conseguir que cabalgue en línea recta para poderlo comprobar.
Me vuelvo hacia el océano y el viento me arroja arena en la cara; no lo suficientemente fuerte como para hacerme daño, pero sí para molestarme. Sonrío por lo irónico de la situación y me subo el cuello de la camisa. La chica sigue cabalgando por el agua. Hay que reconocer que ha sabido escoger el único lugar al que nadie se acercará hoy. No parece preocupada por los capaill uisce que hay en la playa…, aunque sé que ya ha pensado en eso. Su mirada vuelve una y otra vez a las amenazantes olas que se acercan a la orilla. No creo que sea capaz de distinguir a un capall uisce en busca de una presa (cuando nadan en paralelo a la cresta de la ola, bajo la superficie del mar, rápidos y oscuros, es prácticamente imposible verlos), pero es comprensible que se mantenga alerta.
Oigo, cercano, el lamento de un hombre. Puede que un caballo lo haya pisoteado, lanzado al aire o mordido. Su grito tiene algo de resentimiento o de sorpresa. ¿Acaso nadie lo avisó de que el dolor es un personaje más en esta playa y que se alimenta de nuestra sangre?
Miro a la muchacha: tiene las riendas bien sujetas y su posición es firme. Sabe montar, eso está claro. Como todo el mundo en Thisby.
—Seguro que no has visto cosa igual antes, eh, Sean Kendrick —murmura Gorry con su desagradable voz—. La ropa no va a desaparecer por arte de magia, por mucho que la mires.
Lo observo un instante, tiempo suficiente para ver que todavía tiene en su poder a aquella yegua pinta. Él se da cuenta de inmediato de mi reacción, y vuelvo a clavar la vista en el mar. Delante de nosotros, algunos caballos buscan pelea y resoplan, como gatos callejeros. El sonido de los cascabeles es ensordecedor. Los caballos marinos tienen hambre de mar y de caza.
Vuelvo a mirar a la yegua pinta. Gorry ha rodeado la cabezada con la que la sujeta de cable de cobre. Sólo le servirá para fardar, porque no surtirá ningún efecto sobre el animal.
—Al final se ha injcrito en las carreras —añade Gorry. Fuma y señala con el cigarrillo a la muchacha que cabalga sobre la mar—. Con ese poni del demonio. Ej lo que dicen.
El olor de aquel cigarrillo es más molesto que el propio viento. ¿Va a correr con ese poni? En menos de una semana será un cadáver.
La yegua pinta da patadas con el casco en la arena. Con el rabillo del ojo la veo apretar los dientes y cavar. Esa brida es su maldición y la isla, su prisión. Noto su olor putrefacto en la nariz.
—Nadie quiere comprarme ejta yegua. Muchas gracias por tu ayuda —se queja Gorry—. Maldita opinión de experto —no sé qué decirle. Cuando mercadeas con seres monstruosos, corres el riesgo de que uno de ellos sea demasiado abominable para soportarlo.
Suenan de nuevo los cascabeles y aparto la vista de la playa para descubrir de dónde procede ese sonido. No son mis yeguas ni tampoco la de Gorry. Sólo es un caballo más, pero hay un deje de urgencia en esa llamada que me impacienta. El peligro nos acecha y resuena en las blancas paredes de los acantilados. Hay demasiada gente congregada en la playa que intenta demostrarse a sí misma de lo que es capaz, lo rápido que puede cabalgar… No saben que no será el más rápido de todos el que gane la carrera.
El ganador será el más rápido de los que queden.
De repente se oye un grito y un relincho terrible. Me giro y veo a Jimmy Blackwell: acaba de saltar de su caballo, de pelaje tordo, justo antes de que se lance contra las olas. Blackwell esquiva de milagro los cascos de dos yeguas uisce. Está curtido. Ha sobrevivido media docena de veces a las Carreras de Escorpio.
—Y tú que pensabas que la mía noj iba a dar quebraderos de cabeza —brama Gorry con una risotada.
Escucho lo que me dice, pero no dejo de mirar hacia el mar. Blackwell sigue empeñado en apartarse de las dos yeguas, que no se dan tregua y parecen molestas la una con la otra. La pelea no va más allá. Uno de los mozos se atreve a apartarlas, aunque se anda con demasiados remilgos. Se oye un chasquido y, sin más, el hombre se queda sin dedos por la mordedura de una de las yeguas. Alguien grita algo, movido por los nervios, pero no hay mucho más que decir.
Mis ojos recorren, frenéticos, aquella multitud hasta llegar al agua. Allí, el caballo de Blackwell parece prepararse para saltar o para nadar. Tiene los ojos clavados en el poni y en la chica.
Oigo un aullido. Me cuesta un rato darme cuenta de que alguien me llama.
—¿Dónde está Kendrick?
Alguien está a punto de morir.
Lanzo la bolsa cerca del acantilado para quitarla de en medio y me pongo a correr como un loco, clavando los talones en la arena. No puedo estar en todas partes a la vez, así que la pelea de la playa queda fuera de mi alcance. El poni está metido en el agua hasta el pecho, y el semental de pelaje tordo ya está delante de la muchacha, acechándolas, amenazador, antes de lanzarse sobre ella. La chica aparta a su yegua con un movimiento brusco, salvándolas a las dos de las terribles fauces del capall. Pero la yegua pierde el equilibrio y la chica cae al agua. Y eso era precisamente lo que quería el capall. Arremete con los dientes, del color del coral podrido, y con la testuz contra la muchacha justo cuando ella logra salir a la superficie. Con los dientes la agarra del jersey y se prepara para levantar las patas y asestarle el toque de gracia. Ya estoy en el agua y no siento los dedos por el frío. Nado hacia el caballo a través de las peligrosas aguas, demasiado despacio. La chica vuelve a sumergirse y a sacar la cabeza.
Cojo al semental por la cola. La utilizo para acercarme más deprisa. Me abalanzo sobre su lomo y lo agarro por las crines hasta llegar a su cuello. No tengo tiempo para reseguirle las venas con acero ni para trazar con los dedos movimientos contrarios al sentido de las agujas del reloj. Está desbocado y las palabras que le susurre al oído no lo apaciguarán. Lo único que puedo hacer es coger el manojo de bayas de acebo que llevo en el bolsillo del abrigo y restregárselo contra los dilatados ollares.
El capall se agita y se convulsiona en el agua. La rodilla del caballo roza unos milímetros la cabeza de la muchacha. No logro ver si consigue mantenerse fuera del agua, porque el semental bufa y sus ollares escupen trozos de alga, de coral y de un líquido viscoso. El caballo está agonizando y empleo toda la energía que tengo para no ahogarme con él.
De repente, el semental se vuelve hacia mí y abre la boca, enseñándome las mandíbulas. En ese instante, que se me hace eterno, distingo perfectamente lo tosco que es su pelaje, salpicado de minúsculas gotas de agua marina.
Siento un fuerte golpe y pierdo la noción del tiempo.
De repente, recobro la vista y, con ella, las sensaciones: noto la mano de la chica, que tira de mi cabeza para sacarla a la superficie y el aguijoneo del agua salada en la nariz. El caballo tordo ya no es más que una crin que flota en el agua, la corriente arrastra su cuerpo inerte hasta la playa. El poni está de pie sobre la arena y relincha, ansioso, hacia la chica. El agua está teñida de sangre, igual que la arena allí donde el mozo perdió los dedos. Sigo oyendo mi nombre en la playa; no sé si me llaman para que ayude o si son ellos los que quieren acudir en mi ayuda. La chica tose, pero de su boca no sale agua. Tiembla, pero tiene en los ojos una expresión feroz.
He matado a uno de los hermosos y aterradores capaill uisce a los que tanto quiero. Casi me dejo la vida en el intento y noto que la fiebre se apodera de mi cuerpo.
—No vuelvas a traer a tu poni a esta playa —es lo único que acierto a decirle a la chica.