14
PUCK

Cuando se marcha Peg Gratton, Finn y yo preparamos las cajas para ir a Skarmouth. Me molesta bastante no poder disfrutar de mi solitaria entrada en el pueblo, a lomos de Dove, pero tenemos que cargar con las teteras y el Morris no arranca. Así que, con todo el pesar de mi corazón, tengo que engancharle nuestro carrito. Me enrabieto por la inminente vergüenza que sentiré al llegar de esta guisa, y coloco las cajas que contienen la cerámica con gran estruendo.

De repente, me asalta un pensamiento.

—¿Cómo vamos a traer de vuelta a casa el carrito? —le pregunto a Finn, que está colocando con suma delicadeza las cajas para que queden perfectamente alineadas. Parece que esté colocando ladrillos y tarda bastante. Me da igual si las cajas más grandes van abajo o arriba mientras no acaben chocando unas contra otras—. Me tengo que llevar a Dove a la playa, y no puedo cargar con el carro.

—Ya me lo llevaré yo —responde alegremente él mientras ajusta al milímetro las esquinas de una caja con dos dedos.

—¿Tú?

—Pues claro —añade—. Estará vacío.

Me imagino a mi hermano pequeño saliendo de Skarmouth con el carrito a cuestas y aquel jersey que le va enorme, como si fuera un troll escuchimizado, y también a mí me entran ganas de irme al continente, donde nadie me conozca. Pero no hay otra solución a menos que quiera llegar a la playa cuando la marea ya haya subido. El día está nublado, pero ya empieza a aclararse un poco. El tiempo pasa deprisa.

—Puede que Dory nos permita dejarlo detrás de la tienda —propongo—. Lo podría ir a buscar con Dove cuando haya acabado.

Finn le rasca la grupa a la yegua con un dedo y ésta da una patada en el suelo con el casco para espantarlo como si fuera una mosca.

Dove dice que no quiere cargar con el carro después de que la hayas hecho correr para escapar de los monstruos marinos —aventura mi hermano.

Dove dice que parecerás un idiota si vas por ahí tirando de un carro para ponis.

Finn le dedica una tímida sonrisa a su lote de cajas perfectamente alineadas.

—Me da igual.

—¡Ya lo veo! —exclamo.

Todavía no hemos llegado a ningún acuerdo cuando acabamos de cargar las cajas en el carro, pero ya no nos queda más tiempo para discutir, de modo que nos marchamos. Yo voy guiando a Dove y Finn nos sigue detrás. Puffin nos acompaña un trecho del camino. Mi hermano intenta disuadirla, cosa que hace que la gata nos siga todavía con más ganas.

A mitad de camino, noto el hedor a carne podrida en el viento. Finn y yo intercambiamos una mirada. La isla no es ajena a terribles olores (cuando las tormentas arrastran a peces de gran tamaño hasta nuestras costas, donde se descomponen, cuando las ganancias de los pescadores se estropean con el calor o cuando el viento nocturno a veces trae consigo un intenso hedor a salmuera y a humedad), pero ese olor no proviene del mar. Huele a descomposición, a algo que ha sido abandonado en un lugar extraño. No quiero pararme, pero podría tratarse de una persona, de modo que le digo a Finn que me espere junto a Dove mientras escalo la pared de piedra cercana que me separa de aquel olor pestilente.

Tengo el viento de cara; consigue atravesar la niebla, en vez de desviarse, y arqueo la espalda para no congelarme de frío mientras esquivo cacas de cabra. Ojalá hubiera enviado a Finn a investigar el origen de aquel olor, pero es demasiado aprensivo y no soporta ver sangre. Así que soy la afortunada en hacer el descubrimiento: una montaña de restos que una vez pertenecieron a una oveja. Lo único que se distingue bien son las pezuñas, un pedazo de la cola, un montón de tripas (la fuente de aquel hedor) y el peludo cráneo, con el ojo aplastado. Lo poco que le queda de lana, detrás del cuello, tiene una marca azul, lo que indica que pertenece al rebaño de Hammond. Me estremezco de miedo, aunque dudo que el capall uisce responsable de esa carnicería esté cerca. Estamos demasiado lejos del mar como para que se aventuren hasta aquí.

Regreso junto a Finn y a Dove. Están jugueteando: Finn le da un toquecito a Dove en el hocico y ésta responde con una mueca malhumorada. Mi hermano levanta la vista.

—Era una oveja —informo.

—Ya lo sabía —responde.

—Pues la próxima vez podrías usar tus superpoderes y así no tendré que pringarme de barro hasta las rodillas.

—No me lo preguntaste.

Y volvemos a ponernos en marcha hacia Skarmouth.

Vamos a la tienda de Dory Maud, que se llama Fathom & Sons; cosa que no entiendo, porque Dory no tiene hijos ni tampoco marido. En fin. Vive con sus dos hermanas, que tampoco se apellidan Fathom ni tienen hijos, y recolecta objetos todo el año para podérselos vender a los turistas en octubre y noviembre. De niña, lo que más me llamaba la atención de Dory era que siempre llevaba un par de zapatos diferente; cosa de lo más extravagante en la isla. Ahora, lo que me llama la atención de ella y de sus hermanas es que no tienen apellido: cosa extravagante tanto en la isla como en cualquier otra parte.

Fathom & Sons está situada en una callejuela de Skarmouth. Es tan estrecha que Dove y su carrito pasan con cierta dificultad. En el callejón no se adentran ni la niebla ni el sol, así que tiritamos de frío cuando el repiqueteo de los cascos de Dove resuena contra las paredes de los edificios cercanos.

Algunas puertas más abajo está Jonathan Carroll dándole trocitos de galleta a un perro de raza collie. Su figura se distingue entre las sombras de la mañana. Los dos hermanos Carroll tienen el pelo oscuro y rizado, pero uno de ellos tiene una masa de pan reblandecida por cerebro y el otro, una masa de pan también reblandecida en los pulmones. Cuando vine una vez a Skarmouth con mamá, nos cruzamos con Brian (el que tiene la masa de pan en los pulmones) hecho un ovillo y temblando, sin poder respirar. Mamá le dijo que expulsara el aire malo que guardaba dentro antes de inspirar, y lo dejó a mi cuidado mientras iba a comprarle un café bien cargado. En su momento me enfadé bastante, porque mamá me había prometido que me compraría un rollito de canela de esos tan ricos que hacen en Palsson’s, de esos que se acaban enseguida. Me avergüenzo al recordar que le dije a Brian que si se moría y yo me quedaba sin rollito de canela, escupiría sobre su tumba. No sé si él se acuerda de esto, parecía bastante concentrado intentando respirar a través del cuenco que había formado con las manos. Espero que no, porque mi carácter ha mejorado bastante desde entonces. Ahora también se me habría ocurrido lo de escupir sobre su tumba, pero nunca se lo hubiera dicho a la cara.

El caso es que no es Brian, sino Jonathan, quien le da trocitos de galleta al perro. Mira a Dove, después a Finn y finalmente a mí.

—Hola, poni —dice sin más, lo que prueba que éste es el hermano que tiene una masa de pan en la cabeza en vez de cerebro.

—Espérame aquí —le ordeno a Finn—. Y empieza a descargar la cerámica. Voy a ver qué puedo hacer con el carro.

Fathom & Sons es una tienda abigarrada, oscura y estrecha. Las etiquetas que indican el precio de los objetos y de las figuritas que venden las hermanas destacan como dientes blancos en la pálida luz. Siempre huele como si estuvieran friendo mantequilla en una sartén: una delicia. No sé cuántos compradores entrarán en la tienda; me da la impresión de que gran parte de la venta tiene lugar los fines de semana, en el tenderete que montan, o los días previos a las carreras. Así que las etiquetas con los precios y el delicioso olor a mantequilla probablemente sean innecesarios el resto del año.

Hoy no es una excepción: cojo una bocanada de aire cuando abro la puerta. Dentro, las hermanas se pelean por algo, como de costumbre. No he hecho más que entrar por la puerta y Dory Maud ya me ha puesto un catálogo en las manos.

—Toma —me insta—. ¿A que comprarías cosas de aquí, Puck? —las hermanas me llaman Puck y no Kate porque las tres están de acuerdo en que a una persona se la tiene que llamar por el nombre que quiere usar, sin limitarse al que se le dio al nacer. No recuerdo haberles dicho que prefería Puck y no Kate (los dos nombres son míos), pero no me importa.

—La muchacha está a dos velas —dice Elizabeth con desdén desde las escaleras situadas al final de la tienda. Éstas llevan al segundo piso, donde viven las tres hermanas. Nunca he subido, aunque secretamente lo anhelo. Supongo que debe de haber zapatos por doquier. Y mantequilla.

—Pues claro que le va a parecer bien —prosigue Elizabeth.

Observo lo que Dory Maud me acaba de dar: es un catálogo, de pulcra impresión, de Fathom & Sons. Al mover las manos, se queda abierto por una página en la que aparece dibujada una mujer que lleva guantes de ganchillo. Hay una viñeta de un cuello que luce uno de esos collares con una cruz de piedra que tanto gustan a los turistas. Las elegantes letras describen cada producto con minucioso detalle y un flash publicitario reza: «¡NUESTRA HERENCIA CULTURAL A TU ALCANCE! ¡INVIERTE EN UNA MODA ETERNA!». La verdad es que parece un catálogo de verdad, de esos que traen a veces en barco, con la única diferencia de que salen las cosas de la tienda. Mi mal humor se disipa.

—¡Qué pasada! —exclamo. Me muevo unos centímetros para que la antigua estatua de la fertilidad, llena de polvo, deje de darme golpecitos contra el hombro con sus dedos de piedra. Lleva bastante tiempo a la venta—. ¿Cómo lo has hecho? ¡Pero mira qué letras! ¡Son perfectas!

—El señor Davidge, de la imprenta, es quien se ha encargado —me explica Dory Maud satisfecha, mirando por encima de mi otro hombro.

—Porque Dory Maud se lo hizo con él —añade Elizabeth desde las escaleras. Todavía lleva puesto el camisón y va peinada con unos rizos que ya tienen varios días.

—Vuélvete a la cama, anda —ordena Dory, sin acalorarse. No quiero darle demasiadas vueltas al asunto. Dory es, en palabras de mamá, una «mujerona», lo que quiere decir que, vista de espaldas, parece un hombre, y vista de frente, hubieras preferido verla de espaldas. Elizabeth es la hermana guapa; tiene el pelo largo, pajizo, y una nariz altiva, en parte aristocrática y en parte desdeñosa. Nadie parece prestarle demasiada atención al aspecto de la tercera hermana, Annie, porque es ciega.

Sigo hojeando el catálogo. Sé que me están entreteniendo, pero no me importa.

—¿Y nuestras teteras salen aquí? ¿Quién va a ver este catálogo?

—Bah, los cuatro gatos que lean los anuncios que aparecen al final del Post —responde Elizabeth. Ha subido dos escalones, pero todavía le quedan bastantes más hasta llegar a la cama— y todos a los que nos les importe esperar años para recibir su pedido.

—¿El Post? ¡En el continente! —exclamo mientras intento localizar nuestras teteras. De pronto veo la ilustración de uno de los recios cacharros, con los cardos que siempre pinto en uno de los lados. La misma mano que dibuja los anuncios en nuestro pequeño periódico local, que sale sólo los miércoles, es la autora de aquella ilustración. El texto dice que la tetera cuenta con un «diseño representativo» y que las «unidades son limitadas». Además, señala que cada pieza está numerada y firmada, aunque yo no he hecho nada de eso. Es raro pensar en algo mío más allá del océano, lejos de aquí. Señalo con el dedo lo de la firma y pregunto:

—¿Y esto?

Dory Maud lee la descripción.

—Ah, bueno. Eso hace que la pieza sea más valiosa. Seguro que no te cuesta nada numerarlas y firmarlas. Pasa y tómate un té, te prometo que Elizabeth dejará de meterse donde nadie la llama. Por cierto, ¿y tu hermano?

—No puedo quedarme —rechazo con pena—. Tengo que llevar a Dove a…, a la playa. ¿Te importa si Finn deja el carrito detrás de la tienda cuando haya descargado todas las cajas? —hablo a toda velocidad para que no les dé tiempo a preguntarme nada, aunque, de todos modos, las hermanas no me hacen ni caso. Dory Maud acaba de abrir la puerta y allí aparece Finn con Puffin en los brazos: al parecer nuestra amiga felina ha decidido seguirnos hasta Skarmouth.

—Espero que ser pobre te resulte plato de buen gusto —lanza Elizabeth—. Si el precio del anuncio nos ha parecido desorbitado, ¡imagínate lo que nos va a costar enviarles ese catálogo a las señoras del continente!

—El catálogo no es gratis, tienen que pagar por él. Lo dice bien clarito el anuncio. ¡No hace ni una hora que te lo he enseñado! Si prestaras un poco de atención en vez de andar refunfuñando todo el santo día, a lo mejor te habrías enterado de algo. Pasa, pasa, Finn Connolly. ¿Qué haces con ese gato? ¿Está a la venta? ¿Tan mal estáis?

—No, señora —dice Finn, quien, nada más entrar en la tienda, recibe un golpecito en el pecho, gentileza de la diosa de la fertilidad. Me aparto para que pueda escapar de ella: lo último que necesito en este momento es que Finn decida volverse fértil de repente.

—De verdad que me tengo que ir —insisto. No quiero parecer maleducada.

—¿Dónde me has dicho que ibas? —me pregunta Dory Maud.

—Quizá llame al señor Davidge yo también —vocea Elizabeth desde las escaleras—. Así seguro que no me tengo que preocupar de pagar las facturas. ¿Cómo lo haces tú, hermanita? ¿Le dices que lo recompensarás al pie de la letra?

Dory Maud se da la vuelta y brama amigablemente:

—Cállate, arpía.

Finn lo mira todo con los ojos muy abiertos, como Puffin. Dory le agarra del brazo con gran entusiasmo y se lo lleva a la rebotica, donde les espera la tetera.

—Adiós —le susurro a mi hermano. Me siento mal al abandonarlo de aquella manera en las garras de esas mujeres, pero por lo menos podrá tomarse una taza de té.

Dejo que la puerta se cierre tras de mí.

Dove espera paciente cerca de la entrada y alza la vista cuando salgo de la tienda. Finn ha desenganchado el carro, pero ella todavía lleva el arnés puesto. No parece un caballo de carreras.

Vuelvo a recogerme el pelo en una coleta: ya se me empezaban a escapar algunos mechones.

Seguro que yo tampoco parezco una amazona.