13
SEAN

Estoy en un redil circular, en Malvern Yard, con un americano pegado al cogote. Los dos observamos cómo trota Corr a nuestro alrededor. La mañana es de un azul pálido que necesita unas cuantas horas más para ser agradable. Tenía intención de pasarla en la playa, antes de que llegaran los demás, pero Malvern me ha interrumpido antes y, sin darme tiempo para hablar, me ha hecho cargar con aquel americano. Pensé que llevarlo a la playa sería una pésima idea, con lo que me lo he llevado al redil para entrenar hasta que se acabe aburriendo como una ostra. La regla que dicta que los capaill sólo pueden entrenar cerca de la costa únicamente se aplica si van ensillados, algo de lo que yo siempre me aprovecho. En un redil como aquél poco se puede preparar uno para lo que pasa en la playa.

Corr lleva veinte minutos trotando en círculo. Lo sostengo con un cabestro. El americano está entusiasmado, pero sin resultar irrespetuoso. Creo que me teme más a mí que a Corr. Nuestros acentos, tan diferentes, nos hacen observarnos con cautela.

—Qué construcción tan interesante. ¿Se hizo específicamente para los capaill uisce? —inquiere. Pronuncia con suma delicadeza y precisión las dos últimas palabras: «capaill uisce».

Digo que sí con la cabeza. Al otro lado de las cuadras está el redil circular en el que entreno a los caballos deportivos. Mide casi quince metros de ancho de extremo a extremo y tiene unas paredes parecidas a las vallas, pero construidas con tubos metálicos ligeros. Corr no toleraría el metal largo rato y, además, aunque lo tolerara, nadie querría colocar a un capall uisce en una estructura que se podría llevar el viento en cualquier momento. Así que, en su lugar, estamos en este increíble corral circular de aspecto aterrador, diseñado por Malvern tiempo antes de que apareciera yo. Para crear esa construcción, fue necesario levantar unas paredes naturales de tierra escarbando siete metros de profundidad en la ladera de una colina. Sólo se puede entrar por un camino de altos muros terrosos que lleva hasta una puerta de roble que forma parte de la pared de aquel recinto circular de entrenamiento. Me gusta bastante el sitio, excepto cuando se inunda.

—¿Cómo se dice, capaill uisce o capall uisce? —me pregunta el americano frunciendo el ceño.

Capaill es plural. Capall, singular.

—Entendido. Aquí nunca se sabe cuándo va a ponerse a llover, ¿verdad? —inquiere. Es bien parecido, tendrá unos treinta y tantos y lleva una gorra marinera, un jersey de pico y unos pantalones perfectamente planchados que no permanecerán demasiado tiempo en ese estado por culpa de la humedad. El cielo, ingrato, nos escupe, pero la lluvia es débil y habrá desaparecido cuando me vaya a la playa con los demás—. ¿Cuánto tiempo lo tiene corriendo al trote?

Corr no oculta su descontento. Está cansado de trotar. Mi padre me decía que ningún caballo marino está hecho para trotar. Los caballos pueden ir al paso, al trote, a medio galope y al galope. En principio no hay motivo alguno para preferir uno de los cuatro pasos, pero lo cierto es que Corr preferiría ir al galope hasta acabar cubierto de un sudor blanquecino, como la espuma, antes que trotar durante menos tiempo. Mi madre me dijo una vez que yo tampoco estaba hecho para trotar, y creo que es verdad. Es un paso demasiado lento para dejarse llevar y tampoco resulta cómodo por el traqueteo. No me importa en absoluto que Corr practique a solas el trote.

El animal sabe que está siendo observado por un extraño, de modo que se esfuerza más con sus cabriolas y agita más las crines. Yo le permito que siga con su pequeño espectáculo: hay pecados mucho peores que ése en un caballo.

El americano me sigue observando, de modo que me veo obligado a contestar:

—Estoy dejando que se desfogue un poco. La playa estará llena y no quiero bajar hasta allí con tres caballos recién salidos de la cuadra.

—La verdad es que es una preciosidad de animal —dice el hombre con intención de agradarme, cosa que consigue—. Su sonrisa me indica que ya lo sabe —añade.

No me había dado cuenta de que estaba sonriendo, pero sí, tenía razón: ya lo sabía.

—Por cierto, me llamo George Holly —se presenta—. Le estrecharía la mano si no la tuviera usted ocupada.

—Sean Kendrick.

—Ya lo sé. En realidad, he venido a verlo a usted. Tengo entendido que sin su presencia, una carrera no es una carrera de verdad.

La boca se me contrae en una mueca.

—Malvern me ha dicho que quiere comprar algunos potros.

—Bueno, también he venido por ellos, sí —Holly se seca la humedad que le impregna las cejas—. Pero podría haber enviado a mi agente para eso. ¿Cuántas veces ha ganado?

—Cuatro.

—¿Cuatro? Es usted el mejor de todos, un tesoro nacional. O regional, depende. ¿Sabe si Thisby es autónoma en estos temas? ¿Por qué no compite en el continente? Bueno, quizá ya lo hace y me he colado, sus noticias nos llegan con cuentagotas.

George Holly no lo sabía, pero sí había estado en el continente, con mi padre, con motivo de una de las carreras. Los espectadores llevaban jerseys de pico, bombines y bastones. Los caballos llevaban bridones y los jinetes, ropa de seda. La pista estaba delimitada por un raíl blanco y las esposas parecían muñecas de porcelana. Las colinas se extendían, plácidas, a cada lado de las gradas. El sol brillaba, las apuestas ya se habían realizado y el favorito le acabó sacando dos vueltas al segundo. Volvimos a casa y jamás regresé.

—No soy jinete —le digo. Corr empieza a acercarse hacia nosotros y lo aparto con un movimiento rápido de bastón, forzándolo a ir hacia la pared. El bastón no es lo suficientemente largo como para tocarlo, pero tiene un trozo de cuero unido al extremo, que chasca para recordarle cuál es su lugar.

—Yo tampoco —anuncia Holly mientras se lleva las manos a los bolsillos, como si fuera un chaval. Gira sobre sus talones para ver cómo corre Corr a nuestro alrededor—. No soy más que un amante de los caballos.

Ahora caigo en la cuenta de quién es. No lo conocía a él personalmente, pero sí a su agente, que acude año tras año para comprar un par o tres de potrillos. Holly es el equivalente americano de Malvern: es el dueño de una gigantesca ganadería muy conocida por sus caballos de salto y sus caballos hunter; lo suficientemente rico como para venir hasta Thisby a mejorar su ganadería. Diciendo que es un «amante de los caballos» se queda corto, aunque hace que me caiga mejor.

Y aquí me tiene Malvern, haciendo de canguro. Tendría que sentirme halagado, pero sigo pensando en cómo apañármelas para librarme de él y poder bajar a la playa.

—¿Cree que Benjamin Malvern sería capaz de separarse de este ejemplar? —me pregunta Holly, que observa las zancadas que da Corr, y probablemente se las imagina sobre terreno americano.

Titubeo. Por primera vez, me alegra la respuesta que tengo que darle, aunque me haya quitado el sueño en innumerables ocasiones.

—Malvern no le vendería a nadie sus caballos marinos.

Además, es ilegal sacar a los capaill uisce de la isla, aunque quizá eso no detendría a alguien como Holly. Si él fuera un caballo, tendría que sacarlo a trotar un buen rato para que se relajara un poco.

—Quizá es que no le han ofrecido la cantidad adecuada.

Aprieto con fuerza los dedos contra el cabestro. Corr nota la tensión y arquea la oreja hacia mí. Siempre nota mis cambios de humor.

—Las ofertas que recibe no son nada despreciables.

Por lo menos una de ellas: todos mis ahorros, incluido lo que he ganado en las carreras. Podría comprarle a Malvern diez de sus potros o diez de sus otros caballos. Pero no el único que quiero.

—Supongo que usted lo sabe bien —afirma el hombre—. A veces no es cuestión de dinero —no parece molesto. Supongo que está acostumbrado a comprar caballos y a ser rechazado, con lo que estas situaciones no lo sorprenden—. Desde luego, es un caballo formidable. Como todos los de Malvern, que son la leche.

No se le puede culpar de sentirse tan contento por estar aquí.

—¿Cuánto tiempo se va a quedar en la isla? —le pregunto.

—Me voy con el ferry el día después de la carrera, con aquellos ejemplares que Malvern me haya convencido para comprar. ¿Quiere acompañarme? Me vendría bien contar con alguien como usted. No como jinete, sino como lo que usted me diga que es.

Esbozo una frágil sonrisa, que revela la imposibilidad del trato.

—Ya veo —responde él, y señala con la barbilla a Corr—. ¿Puedo sostenerlo yo un momento? ¿Me dejará?

Es tan educado que le doy el cabestro y el bastón. Holly los coge con delicadeza y separa las piernas instintivamente para contar con una mejor base de apoyo. Sostiene el bastón con la mano derecha, como si fuera una extensión del brazo. El hombre debe de haberles dado cuerda a muchísimos caballos.

Aun así, Corr lo pone a prueba de inmediato. Arquea el cuello y se aproxima, de modo que Holly tiene que hacer restallar el bastón. Corr sigue insistiendo.

—Dele —le digo—, tiene que hacerlo restallar.

Holly blande el bastón y le da una sacudida fuerte para que el cuero restalle. Corr arquea la cabeza, más conciliador, antes de alejarse trotando hacia la pared. El americano sonríe feliz.

—¿Cuánto ha tardado en domesticarlo así?

—Seis años.

—¿Podría hacer lo mismo con las dos yeguas que hemos visto antes?

Había intentado darle cuerda a la yegua baya para adiestrarla y, si bien la experiencia no había sido un desastre, tampoco había sido una maravilla. Lo que menos me apetecía aquel día era estar con Holly o con cualquier otra persona en el redil. No estoy seguro de que seis años de trabajo con cualquiera de las dos yeguas pudieran dar el mismo fruto que los seis años que he pasado con Corr. No sé si es porque me entiende mejor que ellas o porque yo lo entiendo mejor que las dos hembras.

—¿De quién ha aprendido todo esto? Seguro que de Malvern, no —el americano se vuelve para mirarme y, en ese segundo de distracción, Corr se aparta de la pared y se acerca a nosotros, veloz y silencioso.

No espero a que Holly reaccione. Le quito el bastón de la mano y salto para enfrentarme a Corr. Presiono con fuerza la punta del bastón contra su hombro. El animal se encabrita y se aparta, pero yo lo sigo. Cuando da marcha atrás, le aprieto el pedazo de cuero contra el carrillo, desafiándolo a que me ponga a prueba, como había hecho con Holly.

Ya hemos jugado a esto antes, y los dos sabemos cómo acabará.

Corr se deja caer al suelo.

Holly arquea las cejas. Me da el cabestro y se seca las manos en los pantalones.

—Es la primera vez que le doy cuerda a un caballo así. Por lo menos no ha acabado enredada en algún árbol.

No parece desconcertado.

—Bienvenido a Thisby —le digo.