12
PUCK

La rosada luz de la mañana, pálida y primitiva, me acompaña cuando voy a buscar a Dove. Hace un frío del carajo, como solía decir mi padre, con el consiguiente enfado de mi madre, que añadía: «¿Es éste el tipo de lenguaje que enseñas a los críos?». Y supongo que así era, porque Gabe lo dijo el otro día, sin ir más lejos. El frío no es tan gélido como para congelar el barro, eso sólo pasa algunos años, de modo que avanzo por aquel prado embarrado dando pisotones y tiritando de frío. Intento no pensar en que estoy nerviosa. Casi me da resultado.

Llamo a Dove y golpeo la lata de café, que contiene su ración de grano, contra el poste de la valla. No es demasiado abundante (le daré más cuando hayamos entrenado un poco), pero le sirve de aliciente. Veo asomar su grupa, llena de barro, en el cobertizo. Le doy otro golpe a la lata, pero no se digna ni a mover la cola.

Pego un salto al oír la voz de Finn, a unos centímetros de mi codo.

—Sabe que estás hecha un manojo de nervios, por eso no se acerca.

Lo fulmino con la mirada. En algún lugar de Skarmouth, alguien prepara un pastel de carne, porque el viento transporta aquel delicioso olor hasta nosotros. El estómago me ruge, como queriendo señalar la dirección de la que proviene el aroma.

—Pues te equivocas, porque no estoy nada nerviosa. ¿No tendrías que estar limpiando la cocina o haciendo algo?

Finn se encoge de hombros y se pone de pie en el peldaño inferior de la valla. Parece que el frío no lo afecta en absoluto.

—¡Dove! —le grita, alegre. Me tranquiliza que Dove tampoco dé un paso hacia él.

—Pues vaya mula está hecha —añade mi hermano—, no vale para nada. ¿Qué planes tienes para hoy?

—La voy a llevar a la playa —explico. Me toco la nariz con la palma de la mano. Cuando hace este frío tan intenso, siempre tengo la impresión de que se me va a caer el moquillo, aunque al final, nada.

—¿A la playa? —repite Finn—. Pero ¿por qué?

Me irrita tanto tener que contestarle como la respuesta misma, de modo que me saco la hoja que contiene la normativa de las carreras de mi jersey de lana y se la paso. Finn alisa la arrugada hoja y yo le doy un par de golpes más a la lata, en un intento por no compadecerme de mi suerte mientras la lee. Sé perfectamente qué fragmento escruta en este momento, porque la boca se le contrae en una mueca. Cuando inscribí a Dove en las carreras, pensaba que podríamos entrenar lejos de la playa y acudir allí exclusivamente el día de la carrera. Pero la hoja con la normativa que me dio Peg Gratton dice que no puedo: todos los participantes deben entrenarse a menos de ciento cuarenta metros de la playa, bajo pena de descalificación sin posibilidad de reembolso de la tasa de inscripción. Aquellas normas parecen ideadas expresamente para fastidiarme, aunque sé que obedecen a una buena razón: nadie quiere que los caballos marinos campen a sus anchas por toda la isla tan cerca de noviembre.

—Quizá podrías pedirles que hagan una excepción —manifiesta Finn.

—Quiero pasar desapercibida —respondo. Si voy a los comisarios de la carrera y armo un follón por lo de Dove, seguro que me descalifican de todos modos. Mi plan empieza a desmoronarse. Y todo por un hermano al que le importamos tanto que se ha largado antes de que nos despertemos.

A Finn y a mí nos sobresalta el sonido de un coche que se aproxima a la casa por la carretera. Ver un automóvil por aquí no es buena señal. Pocos habitantes de la isla los tienen, y todavía menos algún motivo para acercarse hasta aquí. Los únicos que se aventuran suelen ser hombres que no se quitan el sombrero mientras nos entregan algún recibo pendiente de pago.

Mi valeroso hermano Finn pone pies en polvorosa, dejándome más sola que la una. Cada vez tengo que entregar la misma suma de dinero, pero es menos doloroso si no te toca a ti contarlo antes de dárselo a quien lo reclama.

Pero en esta ocasión, quien acude a vernos no es un acreedor. Llega en un coche elegante, del tamaño de nuestra cocina, que tiene una calandra tan grande como un contenedor de basura. Sus faros son dos amables ojos muy redondos, coronados por unas cejas de acero. Por el tubo de escape emanan unas nubecillas blancas que juguetean con los neumáticos antes de extinguirse. Es rojo, pero no del mismo rojo que el caballo marino que vi ayer en la playa, sino de un tono que sólo los humanos pueden imaginar: el rojo de los caramelos o el de un pintalabios.

Rojo como el pecado, como suele decir el padre Mooneyham con gravedad.

Reconozco ese vehículo. Pertenece a Santa Columba; fue un bienintencionado parroquiano del continente quien se lo donó al padre Mooneyham para que realizara sus visitas. Al parecer, el feligrés tuvo una especie de visión en el mar, cerca de Skarmouth. Y el padre le da buen uso, pues visita a los isleños que le necesiten para dispensar la extremaunción y demás ritos, pero nunca conduce él. Se sienta en el asiento del copiloto y busca a alguien que haga las veces de conductor. Y si no hay nadie disponible, entonces se sube a su bicicleta, como solía hacer antes, aunque sea más viejecito que Matusalén.

Me da pena que Finn se haya escondido en casa, porque le habría gustado ver aquel majestuoso coche rojo del párroco. Me digo para mis adentros que le está bien empleado por ser un cobardica.

Antes de que me dé tiempo a preguntarme cuál será el motivo de tal visita, se abre la puerta del conductor y de ella baja Peg Gratton. Lleva protegidos los pies con unas botas verdes de goma a las que no les gusta nada el barro de nuestro jardín. El padre Mooneyham está intranquilo por algo, pero se queda en el asiento del copiloto. Peg es quien decide intervenir, cosa que me preocupa.

—Puck —me dice. Tiene el pelo rizado, corto y pelirrojo, muy diferente a su vez al púrpura del coche o al del caballo de la playa. Lo lleva alborotado pero le queda bien, lo que me da esperanzas, porque no sé qué hacer con el mío—, buenos días, tienes un momento, ¿verdad?

Es una mujer muy lista porque en realidad no me pregunta si lo tengo o no: lo asevera. Tengo que apuntarme esta técnica para utilizarla en un futuro.

—Sí —le respondo, aunque no me gusta la idea de que vea cómo está la cocina: parece que un grupo de hadas rebeldes la haya utilizado para realizar magia negra toda la noche—. ¿Te apetece tomar un té?

—No puedo hacer esperar al padre —me responde ella, bastante tajante—. Ya ha sido demasiado amable trayéndome hasta aquí.

Por supuesto, eso no es cierto, porque es ella la que ha conducido. La observo con los ojos entornados. Al ver aquel coche rojo he recordado que hace mucho tiempo que no me confieso y que he hecho muchas cosas que debería confesar. Siento desasosiego.

Ahora es Peg quien titubea. Le echa un vistazo a nuestro jardín, que tiene un aspecto bastante deplorable. A menudo quito las malas hierbas que crecen en las esquinas de la valla y de la casa, pero los hierbajos silvestres siguen haciendo su aparición en cualquier juntura. La hierba no es especialmente abundante en nuestra parcela: el barro lo inunda casi todo. Pero Peg no le presta especial atención a este despropósito de jardín nuestro, sino que observa la silla de montar que descansa sobre la valla, al lado de mis cepillos. Y la lata de café que llevo en la mano.

—Mi marido y yo estuvimos hablando de ti ayer por la noche, justo antes de irnos a dormir —me confiesa. Me siento bastante incómoda al imaginarla a ella y al rubicundo Thomas Gratton en el mismo lecho, hablando de mí, como si fuera un tema corriente de conversación. Me pregunto de qué hablarán cuando el tema de conversación no soy yo… Quizá hablen del tiempo, del precio del tuétano o de por qué los turistas siempre llevan zapatos blancos cuando llueve. Creo que si yo tuviera un marido carnicero, de eso sería de lo que hablaría—. Él cree que no vas a participar con un capall uisce. Yo le dije, por supuesto, que eso era ridículo, porque si el hecho de participar en las carreras es una idea nefasta, ir a lomos de un caballo corriente todavía complica más las cosas.

—¿Y qué respondió él?

—Me dijo que recordaba que los Connolly tenían una pequeña yegua parda que respondía al nombre de Dove —explica Peg—. Yo reconocí que precisamente aquél era el nombre que me habías hecho anotar ayer por la noche en la pizarra.

Aprieto la lata de café con fuerza.

—Es verdad —le respondo—. Las dos cosas son ciertas.

—Eso es precisamente lo que pensaba. Así que le dije que iba a venir hasta aquí para quitarte esa idea de la mollera —parece bastante molesta. Supongo que una cosa es decírselo a tu marido rubicundo en la cama y otra muy diferente hablar conmigo aquella gélida mañana.

—Lamento que hayas tenido que venir hasta aquí —me disculpo, aunque en realidad no lo siento, y no suelo mentir antes de desayunar—, pero nadie va a conseguir que cambie de idea.

Se lleva una mano a la cadera y la otra, a la nuca, con la que se aplasta los rizos. Aquella posición transmite tanta frustración que me siento un poco mal por ser yo la causante.

—¿Lo haces por el dinero? —me pregunta al fin.

No sé si debo sentirme ofendida o no. Me explico: claro que necesitamos el dinero, pero ni siquiera el tonto más tonto de toda la isla pensaría que tengo una mínima oportunidad de ganarles a esos mastodontes.

Aunque me cueste reconocerlo, siento que una pequeñísima parte de mi ser, lo suficientemente minúscula como para disolverse en una taza de té, se ha hecho ilusiones y cree que la victoria es posible. Y me apena pensar que no puedo lograrlo. Pero cómo voy a ganarles a los caballos que mataron a mis padres subida en el poni en el que aprendí a montar… Sin duda la más tonta de la isla soy yo.

—Lo hago por motivos personales —declaro con frialdad. Es lo que mi madre me enseñó a decir cuando la conversación tuviera que ver con peleas con mis hermanos, enfermedades intestinales, el inicio del periodo o con dinero. Y esta decisión abarca dos de los cuatro temas mencionados, así que creo que está más que justificada.

Peg me mira, quizá en un intento por sacar sus propias conclusiones.

—Bueno, creo que no tienes ni idea de dónde te estás metiendo. Aquello es un campo de batalla —concluye.

Me encojo de hombros y, por un instante, siento que soy Finn y deseo no haber hecho ese gesto.

—Puede que mueras.

Intenta asustarme. Pero esa frase no me intimida.

—Tengo que participar en la carrera —insisto.

Dove elige ese preciso instante para hacer acto de presencia. Está llena de barro, es poca cosa y no parece demasiado contenta de vernos. Se acerca a la valla e intenta mordisquear la silla de montar. La miro enfadada. Está en buena forma y tiene buenos músculos, pero en comparación con los capaill uisce de ayer, parece de juguete.

Peg suspira y hace un gesto con la cabeza, como diciendo «bueno, por lo menos lo he intentado». Se marcha pisando enérgicamente el lodo. Antes de subirse al lujoso coche rojo, les da unos golpes a las botas para sacudirse la suciedad. Le froto el hocico a Dove y me siento mal por haber decepcionado a la temible Peg Gratton.

Pasados unos instantes, oigo mi nombre. El padre Mooneyham me llama. No doy crédito: ¿acaso Peg ha convencido al párroco de que correr en las carreras es un tema espiritual? Me acerco con paso taciturno a la ventanilla del copiloto.

—Kate Connolly —dice el padre Mooneyham. Es un hombretón alto, de barbilla y mejillas huesudas, muy pegadas a la nariz y enrojecidas. Tiene la nuez muy marcada: lo descubrí una vez que se cayó de la bici y se le movió el alzacuello.

—Padre —lo saludo.

Me mira y, acto seguido, me dibuja en la frente la señal de la cruz con el pulgar, igual que hacía cuando yo era pequeña y escupía en la iglesia.

—Ven a confesarte, hija, hace mucho que no vienes.

Peg y yo esperamos a que diga algo más. Pero se limita a subir el cristal de la ventanilla y a pedirle a Peg que dé marcha atrás para salir de nuestro jardín. Cuando se marchan, veo la nariz chafada de Finn contra la ventana del dormitorio, maravillándose ante la presencia de aquel coche.