Esa noche sueño que mamá me enseña a montar a caballo. Yo voy acurrucada delante de ella, como si fuéramos una sola persona, y me rodea con los brazos. Sus dedos son cortos y gruesos, como los míos. Es sencillo compararlos porque sujeta las riendas mientras que yo me agarro a las crines del poni. No llueve ni hace sol, es uno de esos días tan típicos en Thisby. Me sudan las manos.
—No te pongas nerviosa —me dice. Sus cabellos, agitados por el viento, me rozan el rostro, y los míos, a su vez, rozan el suyo. Son del mismo color que la rojiza hierba que se mece sobre los acantilados—. A los ponis de Thisby les encanta correr. Pero es más fácil separar a una lapa de una roca que a una mujer de Keown de un caballo, porque es como un centauro, forma parte del animal. Es imposible que nos caigamos.
Y entonces me despierto. Creo que alguien ha cerrado la puerta de casa, por eso me he desvelado. Me quedo allí, en la cama, sin mirar a ningún lugar en particular, todo está sumido en la más profunda oscuridad. Espero a que mis ojos se acostumbren a aquella negrura o bien a dormirme. Me seco las lágrimas que me humedecen las mejillas. Minutos más tarde, ya no sé si de verdad he oído el portazo.
Sin embargo, de repente, la habitación huele a sal y siento pánico. Veo a Gabe; está de pie junto a la puerta y asoma la cabeza. Distingo perfectamente el contorno de su cuello. Me repito para mis adentros «por favor, entra» una y otra vez. Me gustaría tanto que se sentara a los pies de la cama, como solía hacer antes de que murieran nuestros padres, y me preguntara qué tal me había ido el día. Que me dijera que había cambiado de opinión y que no tengo que participar en la carrera. ¿Dónde habrá estado hasta tan tarde?
Pero lo que quiero por encima de todo es que se acerque y se siente junto a mí.
No lo hace. Le da un golpecito a la puerta, como si lo hubiera decepcionado. Se da la vuelta y, en algún momento impreciso, vuelvo a quedarme dormida. Pero ya no sueño con nuestra madre.
SEAN
De noche, las cuadras de los Malvern están embrujadas.
A pesar de que llevo despierto diecisiete horas y que tengo que estar en pie otras cinco si quiero tener la playa para mí solo por la mañana, no voy directo a mi apartamento. Prefiero quedarme en las frías caballerizas, cuyos pasillos poco iluminados recorro arriba y abajo para comprobar que los mozos les han dado de beber y de comer a los caballos. Han limpiado casi todas las cuadras, pero, como estamos casi en noviembre, les da miedo entrar en los boxes de los capaill uisce, incluso cuando están vacíos. Creo que en parte se debe a la reputación que tienen estos animales, y en parte a las leyendas que se cuentan sobre las caballerizas. En cualquier caso, hay tres boxes en los que no quiero que pasen los capaill uisce la noche. Como preparador principal de los caballos, no tendría que andar preocupándome por la limpieza de los establos, pero la verdad es que prefiero ponerme manos a la obra yo mismo antes de que los dos mozos novatos que ha contratado Malvern lo hagan de cualquier manera.
De modo que, mientras los caballos entonan su parloteo nocturno, tranquilo y grave, y las sabias paredes de las caballerizas me dan su cobijo, me dedico a dejar como una patena las tres cuadras. Limpio los comederos y les doy a los caballos sus raciones de carne correspondientes (aunque creo que están demasiado agitados para comer nada). Mientras sigo con mis tareas, imagino que las caballerizas son en realidad mías y que estos caballos a los que cuido llevan mi apellido. Que todos los compradores que los prueban asienten contentos ante mí, y no ante Benjamin Malvern.
Las caballerizas de los Malvern no siempre han sido suyas. Son un complejo de graneros de piedra que ya se utilizaban en Thisby para cobijar a los caballos desde mucho antes de que el apellido Malvern se oyera por primera vez en la isla. Lo único que puede hacerlo sombra a estas cuadras en tamaño, especialmente a la principal, es Santa Columba, en Skarmouth. Los establos se construyeron con el mismo fervor religioso. El techo se sostiene sobre unas columnas delicadamente talladas con figuras de ojos muy abiertos, que sostienen los pies de otros mozos que, a su vez, aguantan los de otros, y así hasta llegar a las figuras humanas con cabeza de caballo. Igual que sucede en la iglesia de Skarmouth, el inclinado techo del establo principal se sostiene con vigas de madera, entre las cuales destacan unas figuras de extraños animales cuyas extremidades se unen unas con otras. Pintadas en los recovecos más inesperados (en la esquina de la cuadra, en mitad del suelo, a la izquierda de las ventanas) se distinguen pequeñas y alambicadas formas: hombres que tienen cascos por manos, mujeres que tosen caballos, sementales que tienen tentáculos en vez de crines y colas…
La pintura más espectacular de todas cubre la pared que queda al fondo del establo principal. En ella aparece el mar y un hombre, quizá un olvidado dios marino, arrastrando a un caballo hacia el océano. El agua es del color de la sangre y el caballo es tan rojo como el mar.
Este establo es el animal más viejo de toda la isla.
Por todas partes se ven pistas de su naturaleza anterior. Las cuadras son tan grandes que, en todas menos en tres, Malvern ha colocado separadores para poder acomodar allí a más caballos deportivos, que luego exporta al continente. Las portezuelas de las cuadras son de acero, y las manillas sólo giran en el sentido contrario a las agujas del reloj. Hay algo escrito en runas rojas encima de uno de los umbrales. La décima cuadra, la más cercana a los acantilados, tiene manchas de sangre. En las paredes se distinguen unas salpicaduras similares a las de la espuma marina. Malvern ha ordenado que quiten las manchas una y otra vez, pero, cuando el sol de la mañana refulge en todo su esplendor, de nuevo aparecen las siniestras salpicaduras. Una de ellas es una mano; los dedos se distinguen perfectamente en la manilla de la puerta.
Tiempo atrás, no sólo eran los caballos deportivos los que habitaban estas cuadras.
He acabado ya de limpiar los boxes y los comederos. Ya no me quedan más tareas que realizar, de modo que apago las luces y me encuentro rodeado de una densa oscuridad, estómago de ese animal mítico que es el establo. Uno de los capaill uisce chasquea la lengua y otro le contesta. Aunque conozco a los caballos marinos, no puedo evitar que aquel sonido me provoque escalofríos. Los demás equinos enmudecen y permanecen alerta.
En realidad, no codicio las cuadras de Malvern. Tampoco quiero quedarme con los ricos compradores que acuden cada octubre a ver las carreras y a comprar sus purasangres. No quiero su dinero ni su reputación ni ir por Thisby como si fuera el dueño de la isla. No necesito tener cuarenta caballos en mi ganadería para sentirme satisfecho conmigo mismo.
Lo único que quiero es tener un hogar, cuenta abierta a mi nombre en Gratton’s y Hammond’s y, por encima de todo, quiero a Corr.
Por primera vez en nueve años, cierro la puerta de mi apartamento pensando en la cara colorada de Mutt Malvern y en sus puños amenazadores. Me quedo despierto largo rato, escuchando el violento chocar del océano contra las rocas del lado noroeste de la isla y pensando en la yegua pinta.
Finalmente logro quedarme dormido y sueño con el día en que pueda darle la espalda a Mutt Malvern y seguir mi camino.