Hacía mucho tiempo que no estaba en Skarmouth después de que anocheciera, y me recuerda a un día en que papá vino a cortarse el pelo. Durante los primeros siete años de mi vida, papá tenía el pelo oscuro y rizado, como yo. Por la mañana se lo peinaba a su gusto y, a medida que iban pasando las horas, el pelo cobraba vida propia y se rebelaba. Bueno, el caso es que un día, cuando yo tenía siete años, papá volvió de los muelles con el pelo casi al cero, y al verlo me puse a llorar porque pensé que era un desconocido.
Y precisamente eso mismo me ha ocurrido con Skarmouth; de noche se ha convertido en un pueblo totalmente diferente al que he conocido toda mi vida y de momento no me siento cómoda dejándole que me dé un beso en la mejilla. La noche ha teñido de azul oscuro sus calles y casas. Los edificios se estrujan unos contra otros y se aferran a las rocas, asomándose al lóbrego e interminable muelle. Las farolas irradian brillantes halos de luz y los farolillos de papel penden de los cables tendidos entre los postes telefónicos. Se diría que son lucecitas de Navidad o luciérnagas que ascienden en espiral hasta llegar al contorno de Santa Columba, que gobierna la población desde lo alto. Una legión de bicicletas descansa apoyada contra las paredes de los edificios, y hay más coches aparcados que los que jamás haya visto en toda la isla. La luz de las farolas se refleja en los limpiaparabrisas, y de esos coches descienden hombres a los que no conozco, aunque sí me suenan algunos de los chavales que han venido en bicicleta. Sólo en días de fiesta he visto a tanta gente por la calle.
El ambiente es mágico y aterrador. Estoy desorientada, y eso que estoy en Skarmouth. No puedo ni imaginarme cómo se las apañará Gabe en el continente.
—Puck Connolly —me grita una voz cuyo dueño sé que es Joseph Beringer—, ¿no tendrías que estar ya en la camita a estas horas?
Aparco la bicicleta de Finn lo más cerca que puedo de la carnicería, apoyándola en la barandilla metálica que evita que acabes despachurrado contra el muelle (a menos que eso sea lo que quieras). El agua huele a pescado y desprende, además, un hedor raro. Me asomo a la barandilla para ver si hay algún barco allá abajo del que emerjan aquellos efluvios. Lo único que veo es el reflejo de los edificios en las oscuras aguas, como si hubiera otra Skarmouth mítica anegada bajo la mar.
Joseph me grazna algo más, pero no le hago ni caso. En cierto modo, me alegro de que esté aquí, comportándose como un zoquete, porque está tan presente en mi vida que logra que todo me resulte más familiar.
El chaval me tira de la coleta y la cabeza se me va para atrás. Me doy la vuelta para enfrentarme a él y pongo los brazos en jarras. Me dedica una sonrisa de oreja a oreja. Tiene la cara llena de espinillas y el pelo muy rubio. Me suelta un «¡Vaya!», como si le sorprendiera que me dignara mirarle.
Me esfuerzo por pensar en algo ingenioso que decirle, pero no puedo. Me irrita demasiado que lo que le resulta gracioso a un chaval de once años le siga haciendo gracia a uno de diecisiete.
—¡Joseph Beringer, no tengo tiempo para tus tonterías! —le espeto.
Nunca tengo tiempo para sus chorradas; y esta noche menos. Se supone que me tengo que inscribir para participar en las carreras. Como he tenido que salir a toda pastilla de casa, Finn se ofreció a darle de comer a Dove. Cuando me marché, lo dejé contemplando su comedero como si se tratara de la obra de ingeniería más compleja que jamás hubiera visto.
Joseph no se da por vencido y sigue repitiendo que debería estar en la cama. Es inagotable; cuando le da por un tema, insiste una y otra vez hasta que lo acabas aborreciendo. La sutileza no es su fuerte. No le presto atención y camino a toda prisa hacia Gratton’s, la carnicería. Al observar a la gente que allí se congrega, entre la que hay ya bastantes turistas, pienso en lo que decía mamá: que esta isla estaría muerta sin ellos.
Esta noche la isla rebosa vida.
Gratton’s está lleno hasta la bandera y hay quien se ve obligado a ver lo que sucede desde el paseo. El sonido es ensordecedor. Me tengo que abrir paso a codazos. No es que la gente de Skarmouth sea especialmente maleducada, pero la cerveza se les sube a la cabeza y no atienden a razones. La carnicería es un hervidero y los mozos esperan en fila contra la pared. El techo, con sus vigas de madera, parece cernirse sobre la multitud que allí se agolpa. No es nada descabellado que la carnicería sea el centro neurálgico de las carreras, de modo no oficial, pues aquí obtienen todos los jinetes los pedazos de carne con los que alimentan a sus salvajes monturas.
Todos menos yo.
Veo enseguida a Thomas Gratton. Le grita algo a alguien al oído. Su mujer, Peg, está detrás del mostrador. Sonríe y charla mientras sujeta una tiza en la mano. Puede que Thomas sea el dueño del negocio, pero papá me dijo una vez que Peg era la que llevaba los pantalones. Todos los hombres de Skarmouth están enamorados de Peg, porque, según papá, saben que ésta puede hacerles picadillo el corazón, y eso les encanta. Seguro que no se quedan prendados de ella por su físico: una vez le oí decir a Gabe que Mutt Malvern tenía más delantera que ella. Supongo que será verdad, pero recuerdo que me chocó mucho oírle decir aquello a mi hermano, porque ¿desde cuándo una chica puede decidir el tamaño de sus pechos?
Me acerco a la cola que lleva hasta Peg, que escribe los nombres en la pizarra. Me sitúo detrás de un hombre que lleva una anodina chaqueta azul y un sombrero. Es tan alto que no veo nada. Me siento como una niña pequeña que corretea en una habitación llena de cristales rotos. Thomas Gratton pide a voz en grito que no se fume en la carnicería, y los allí congregados se ríen a mandíbula batiente contestando, divertidos, que Thomas no quiere que nadie le queme la salchicha.
La inseguridad hace mella en mi ánimo. No sé si debería estar aquí, haciendo cola. Creo que la gente empieza a mirarme. Oigo a quienes realizan sus apuestas junto al mostrador. Quizá me he equivocado y esta reunión no tiene nada que ver con la inscripción en las carreras. Puede que no me dejen apuntarme si corro con Dove. Lo único positivo es que Joseph Beringer ha desaparecido de mi vista.
Me aparto para ver más allá del gigante que me tapa la pizarra. En la parte superior se lee «JINETES» y, a su derecha, «capaill». Alguien ha escrito «carnada» en letra minúscula al lado de «JINETES». Unos centímetros por debajo de estos encabezamientos se leen los nombres de los jinetes, más numerosos que los de los caballos marinos. Me pica la curiosidad y estoy tentada de preguntarle al gigantón que tengo delante a qué se debe esa inferioridad numérica de los caballos. Me pregunto si Joseph lo sabrá. Me pregunto también si Gabe habrá regresado ya a casa. Y si Finn habrá conseguido averiguar cómo funciona el comedero. La cabeza me va a mil por hora y me cuesta concentrarme en una sola cosa.
Y entonces lo veo a él. Es un muchacho de cabello oscuro y rostro anguloso. Está de pie junto al mostrador, silencioso y callado, con los brazos cruzados. Lleva una chaqueta de color negro azulado. Está fuera de lugar: parece un león enjaulado. Su expresión es áspera, lleva el cuello de la chaqueta vuelto hacia arriba, como para protegerse la nuca, y va despeinado. No mira a nadie ni tampoco se esconde: simplemente está allí, mirando al suelo, ensimismado en sus pensamientos, que a buen seguro poco tienen que ver con lo que sucede en la carnicería. Todos se empujan y se achuchan; todos menos él, aunque tampoco parece que lo eviten. Es como si estuviera en otro lugar, diferente al que ocupamos los demás.
—¡Pero bueno, si es Puck Connolly! —dice alguien detrás de mí. Me doy la vuelta y veo a un señor mayor que no está en la cola, pero que observa a quienes aguardan, pacientes, su turno. Creo que se llama Reilly o Thurber o algo así. Era un viejo amigo de mi padre, uno de ésos a los que conoces desde hace tanto tiempo que no tienes la necesidad de recordar su nombre. Tiene la piel ajada y seca; en los surcos de su frente podrían anidar las gaviotas—. ¿Se puede saber qué haces aquí a estas horas?
—Metiéndome donde no me llaman —contesto, porque es una respuesta difícil de rebatir. Miro al muchacho del mostrador, que justo en ese momento se vuelve y se queda de perfil. Reconozco esa silueta de inmediato: es el jinete que cabalgaba a lomos del semental rojo. Hay algo en su rostro y en ese pelo enmarañado por el viento de la playa que me acelera el pulso.
—Oye, Puck Connolly —me dice el viejo—, deja de mirar al muchacho así.
—¿Quién es? —me resulta imposible no tomarme la frase como una excusa para averiguar más sobre él.
—Pero, niña, ¿no lo sabes? Es Sean Kendrick —explica. Arqueo las cejas, en un intento de recordar de qué me suena ese nombre. Me siento como cuando te han explicado varias veces lo mismo en la escuela y luego te cuesta recordarlo—. Nadie sabe más de caballos que él. Corre año tras año y, en mi opinión, es el mejor. Siempre. Pero tiene un pie en la tierra y otro en la mar. Es mejor que no te cruces en su camino.
—Pues claro —digo, aunque en ese momento no sé exactamente qué camino tengo que seguir. Vuelvo a mirarlo mientras repito mentalmente su nombre. Sean Kendrick.
El chico se acerca al mostrador y Peg le sonríe con demasiada familiaridad, a mi entender. Como si quisiera demostrar algo. No oigo lo que le dice ella, pero no puedo apartar la vista de la escena cuando él se inclina un poco hacia delante y gesticula con los dedos al hablar. Tiene dos dedos en alto y los presiona contra el mostrador dos veces, como si contara. No me cuesta darme cuenta de que no está enamorado de Peg Gratton: me pregunto si es porque no sabe que puede hacerle picadillo el corazón. Aunque quizá sí lo sabe, pero no le importa.
Peg se da la vuelta, todavía con la tiza en la mano, y alarga el brazo todo lo que puede. Me doy cuenta en ese momento de que los centímetros que separaban los encabezamientos de «JINETES» y «CABALLOS» de los primeros nombres tenían su razón de ser: allí escribe «Sean Kendrick», por encima de los demás. El gentío grita alegre cuando acaba de escribir su nombre. Sean Kendrick no sonríe, pero sí le dedica una señal con la cabeza a la carnicera.
Uno de los allí presentes lo aparta para hablar y la cola avanza. Ya me queda menos para inscribirme y me pongo nerviosa. No sé si son estos mismos nervios o el calor que hace en esa tienda los que me causan un ligero mareo. Otro paso más.
Peg me sonríe, igual que le sonríe a todo el mundo. No la temo: parece bastante simpática y agradable.
—Hola, cielo, ¿quieres alguna cosa? Anda que vaya nochecita has ido a elegir para venir por aquí…
Cree que he venido a por carne. Las mejillas me abrasan y me esfuerzo para que no me tiemble la voz.
—La verdad es que he venido a inscribirme.
La sonrisa de Peg permanece inalterable, pero ahora parece una mueca que alguien le hubiera pintado en el rostro. No se mueve ni un milímetro y la expresión de sus ojos no concuerda con dicha sonrisa.
—Tu hermano ha venido a advertirme que no te dejara inscribirte. Quería que encontrara una regla que no te lo permitiera.
Gabe. Siento una punzada en el estómago. Intento no parecer desesperada mientras me apoyo en el mostrador, que está manchado de sangre. En ese momento me doy cuenta de que la mujer sabía perfectamente por qué estaba allí desde el primer momento, y aun así me había formulado aquella primera pregunta. Eso demuestra que tengo que desconfiar de ella y andarme con cuidado, pero no puedo, porque sigue pareciéndome simpática y agradable.
—Pero no hay ninguna regla que me impida participar, ¿a que no?
—No, ya se lo dije, pero… —de repente, su sonrisa se esfuma. Y me la imagino haciéndome picadillo el corazón, sin miramientos, sin errar el corte—. ¿Qué pensarían tus padres? ¿Lo has meditado bien? Estas carreras se cobran muchas vidas, cielo. Ya sabes que yo estoy por la igualdad de la mujer, pero esto no es cosa de mujeres.
Ese argumento me irrita mucho más que cualquier otro. No tiene ni pies ni cabeza. Le dedico la mirada de rabia que he practicado ante el espejo esta mañana.
—Lo he meditado y me gustaría apuntarme, por favor.
Me mira de hito en hito y yo permanezco impasible. Suspira, coge la tiza y se vuelve hacia la pizarra. Empieza a escribir una pe, pero la borra de inmediato con la palma de la mano. Me mira.
—No me acuerdo de tu nombre de verdad, cielo.
—Kate —le digo. De repente, siento clavados en la espalda todos los ojos de Skarmouth—. Kate Connolly.
Hay momentos que se recuerdan toda la vida, y hay instantes que crees que recordarás siempre, si bien no suele suceder que ambos momentos coincidan. Cuando Peg Gratton me da la espalda para apuntar mi nombre en la pizarra, blanco sobre negro, sé sin lugar a dudas que jamás olvidaré esa imagen por mucho que viva.
Se vuelve y arquea una ceja.
—¿Y el nombre de tu caballo?
—Dove —le respondo, pero lo digo en voz muy baja y se lo tengo que repetir.
Lo anota sin preguntarme nada. Seguro que pensaba que Dove era un capall uisce.
Me muerdo el labio. Peg espera.
—Puck, son cincuenta monedas por la inscripción —añade.
Siento un ligero malestar al desenterrar las monedas de mi bolsillo. Durante un momento aterrador creo que no tengo suficiente, pero, al final, encuentro el dinero con el que pensaba comprar algo de harina. Extiendo la palma, aunque no me decido a dárselo.
—Un momento —le digo antes de inclinarme sobre el mostrador. Y añado en voz baja—: ¿Hay alguna regla sobre los caballos? —si me descalifican y pierdo las cincuenta monedas, no me lo podría perdonar—. Quiero decir…
—¿Quieres leerte las normas de la carrera?
Peg sale en busca del documento. Siento que todo el mundo mira mi nombre escrito en la pizarra. Cuando al fin la carnicera encuentra la hoja, me la ofrece. Es un papel arrugado que analizo con avidez, por ambas caras. Sólo se habla de los caballos en dos líneas: «Los jinetes deben declarar cuál es su montura a finales de la primera semana, en el desfile de jinetes del Festival de Escorpio. A partir de esa fecha, no se permitirá cambiar de montura».
Vuelvo a examinar el documento, pero no hallo ninguna referencia más a los caballos. No hay nada que diga que no puedo competir con Dove.
Finalmente le entrego las monedas a Peg.
—Muchas gracias —le digo.
—¿Quieres quedártela? —inquiere Peg, mostrándome la hoja arrugada que contiene la normativa. La verdad es que me da igual, pero asiento.
—De acuerdo —concluye—. Ya estás inscrita.
Ya es oficial.
Salgo de la tienda y me adentro en la oscuridad tomando grandes bocanadas de aire fresco. En el aire se nota un ligero olor a gas de los tubos de escape, que sustituye al de salobre anterior. En comparación con el hedor a sudor y a carne cruda de la tienda, me parece una delicia. La cabeza me da vueltas y estoy aterrorizada y contenta a la vez. Siento que distingo cada bache de la calzada, cada mancha de óxido de la barandilla y cada onda reflejada en el agua. Es noche cerrada y en el negro cielo y las oscuras aguas sólo destacan los amarillentos haces de luz de las farolas y de los escaparates de las tiendas.
A unos metros de mí, alguien discute. Reconozco la chaqueta de Sean Kendrick. Mutt Malvern está delante de él, su enorme silueta se cierne, amenazadora y sudorosa, sobre él. El corrillo que se empieza a formar alrededor de las dos figuras indica que la discusión no tiene nada de amistosa.
Es como los pájaros cuando quieren ahuyentar a un cuervo que se ha acercado demasiado a su nido o los ha ofendido. Los demás pájaros se lanzan en picado a atacarlo, graznando con agresividad. El cuervo permanece impasible y tranquilo en su negrura.
La escena sería la siguiente: Sean y Mutt, heredero de la mayor fortuna de la isla, enfrentados. En las botas de Sean brilla el escupitajo que le ha lanzado Mutt.
—Bonitas botas —dice con sorna Mutt. Pero Sean Kendrick no las mira. Se dedica a contemplar a su contrincante con la misma expresión impávida que tenía en la carnicería. Me horroriza y me fascina a la vez la expresión que leo en la cara de Mutt: es similar a la ira, pero no la sé identificar con exactitud.
Pasados unos segundos interminables, Sean se da la vuelta para marcharse.
—¡Oye! —le espeta Mutt—. ¿Tanta prisa tienes por volver a las cuadras? Apenas hace unas horas que recibiste tu ración de caballo —grita mientras hace un gesto grosero con la cadera.
Aquella provocación me habría hecho pasar un mal rato de no haber visto la sonrisa, apenas perceptible, que se dibuja en el rostro de Sean. Aquel gesto dura un brevísimo segundo; la boca apenas se mueve, cambiando la expresión de sus ojos un instante. Es una mueca condescendiente y astuta que desaparece de inmediato. Entonces caigo en la cuenta de que lo que veo en aquellos rostros tan dispares no es sino puro odio.
—Di algo, amigo de los caballos, ¿o es que se te ha comido la lengua el gato? —inquiere Mutt—. ¿Te ha gustado mi regalito?
Tiene los puños bien apretados. No parece que lo que espere de Sean Kendrick sean simplemente palabras.
Pero Sean sigue sin intervenir. Siempre impasible, si bien quizá un poco cansado. Cuando Mutt da unos pasos hacia él para intimidarle, decide marcharse.
—¡Ni se te ocurra marcharte sin mi permiso! —le espeta Mutt. Da tres zancadas para llegar hasta Sean y lo agarra por el brazo con su manaza. De un tirón, Sean gira como una peonza—. Trabajas para mí. No puedes marcharte sin que yo te lo diga.
Sean se lleva las manos a los bolsillos.
—Por supuesto, señor Malvern —su tono de voz es tan sereno y reposado que el doctor Halsal, que contemplaba la escena, vuelve a entrar en la carnicería—. ¿En qué puedo servirle?
La respuesta sorprende a Mutt Malvern, que parece quedarse sin habla. Tengo la impresión de que, de momento, lo que quiere es arrearle un puñetazo a Sean Kendrick e improvisar algo que decirle más tarde. Pero entonces, se le acerca y declara:
—Voy a decirle a mi padre que te despida por robar. No puedes negarlo. Ese caballo era para mí, Kendrick, y lo dejaste marchar. Eso te costará tu empleo.
El dinero es un bien escaso en la isla. Decirle a alguien que se va a quedar sin trabajo no es un argumento que pueda tomarse a la ligera. Ni siquiera se trata de mi empleo, pero siento la misma punzada que cuando abro la puerta de la despensa para ver lo poco que tenemos para comer.
—¿De verdad? —responde Sean sin alterarse. Se hace el silencio y sólo se oye el rumor de voces que proviene de la carnicería—. He visto que te has inscrito en las carreras, pero no has apuntado el nombre de ningún caballo. ¿Por qué será, Mutt? —Mutt enrojece de la ira—.
Creo que sé cuál es el motivo —continúa Sean en un tono de voz tan bajo que quienes observamos la escena tenemos que contener la respiración para oír aquellas palabras—; tu padre espera, como cada año, que yo elija un caballo para ti.
—Eso es mentira —gruñe Mutt—. No eres mejor jinete que yo. Mi padre te consiente que me des los peores caballos, los que sobran y nadie quiere. Y tú te quedas los mejores. Si pudiera decidirlo yo, correría siempre a lomos del semental rojo. Y este año no pienso permitir que me des un caballo perdedor.
La puerta de la carnicería se abre y aparece el doctor Halsal, acompañado de Thomas Gratton. Se detienen en el umbral de la puerta y el último se limpia las manos en el delantal mientras observa la escena. Como Sean Kendrick habla tan bajo, la discusión se ha revestido de un tono solemne y sobrecogedor. El océano se muestra comedido en aquella serena noche. La tensión entre Mutt Malvern y Sean Kendrick se hace cada vez más palpable.
—Muchachos —interviene Thomas Gratton con tono jovial pero sin dejar de ser prudente—, creo que ha llegado la hora de que os marchéis.
Y, como si las palabras de Thomas Gratton jamás se hubieran pronunciado, Sean se acerca a Mutt antes de decirle:
—Si has salido con vida de esa playa los últimos cinco años, ha sido gracias a mí. Cumplo con las órdenes de tu padre, y eso es lo que pretendo seguir haciendo. Te subirás al caballo que yo te diga. No a otro.
Se vuelve hacia Gratton y asiente con brusquedad, con una madurez que no había apreciado antes. Y se adentra en la isla. Mutt le dedica un gesto grosero por la espalda. Cuando éste ve que Gratton lo observa, tarda unos segundos en bajar la mano y llevársela al bolsillo.
—Matthew —interviene Gratton—. Es tarde.
El doctor Halsal me mira. Entorna los ojos, como si quisiera convencerse de lo que ve, pero, antes de que le dé tiempo a abrir la boca, cojo la bici de Finn y me marcho. Thomas Gratton tiene razón: es tarde. Y mañana tengo que estar en pie muy pronto.
Sean Kendrick no es de mi incumbencia, sus problemas no tienen por qué afectarme. Tan sólo es otro jinete más.