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PUCK

La gente dice que mis hermanos no sabrían apañárselas sin mí, pero en realidad soy yo la que estaría perdida sin ellos.

Normalmente, si le preguntas a algún isleño de dónde es, te dirá que «de cerca de Skarmouth» o «de más allá de Thisby, de la zona peligrosa», o que creció «a un tiro de piedra de Tholla». Pero ése no es mi caso. Recuerdo que, de pequeña, iba yo un día de la callosa mano de mi padre cuando un viejo granjero, curtido por el paso del tiempo y que parecía acabado de desenterrar, me preguntó:

—¿De dónde eres, muchachita?

—De Connolly House —respondí en un tono de voz demasiado alto para ser una mocosa llena de pecas.

—¿Y eso qué es?

—Donde vivimos los Connolly, porque yo soy una Connolly —y entonces, todavía me da un poco de vergüenza recordarlo, porque es un rasgo de mi personalidad que no me gusta, añadí—: Y tú no.

Y exactamente así son las cosas. En una parte están los Connolly y en la otra, el resto del mundo. Aunque en el resto del mundo, si uno vive en Thisby, no hay demasiada gente. Hasta el otoño pasado, la imagen era siempre la siguiente: Finn, mi hermano pequeño; Gabe, mi hermano mayor; nuestros padres y yo. Éramos una familia bastante tranquila. Finn siempre andaba montando cosas para después desmontarlas y guardar las piezas sobrantes en una caja que guardaba debajo de su cama. Gabe no se caracterizaba precisamente por ser el mejor conversador del mundo. Es seis años más mayor que yo, y prefirió reservarse la energía que tenía para crecer: a los trece años ya medía metro ochenta. Nuestro padre tocaba la flauta irlandesa cuando estaba en casa y nuestra madre obraba el milagro del pan y de los peces noche tras noche. No me di cuenta de que realmente hacía milagros hasta que ya no estuvo con nosotros.

No es que fuéramos huraños con el resto de isleños. Simplemente nos bastaba con ser amables entre nosotros. Ser un Connolly era lo primero: ésa era la única regla. Eras libre de ofender a cualquiera, siempre y cuando no se tratara de un Connolly.

Estamos a mediados de octubre. Como todos los días de otoño en la isla, el día empieza frío, pero la temperatura se vuelve más agradable y los colores se avivan a medida que el sol se alza en el horizonte. Me hago con una almohaza y un cepillo, y le quito el polvo al pelaje de Dove hasta que las manos me entran en calor. Cuando llega el momento de ensillarla, ella está limpia y yo, mugrienta. Además de ser mi yegua es mi mejor amiga. Siempre creo que le va a pasar algo malo, porque la quiero demasiado.

Mientras le ajusto la cincha, Dove me da un golpecito con el hocico en el costado, apenas un ligero mordisquito, y aparta la cabeza rápido; ella también me quiere. Hoy no tengo demasiado tiempo para montar: tendré que regresar pronto para ayudar a Finn a preparar galletas para las tiendas del lugar. También pinto teteras para los turistas y, como las carreras empezarán muy pronto, no me faltan encargos. Una vez acaben las carreras, los visitantes que vienen del continente ya no regresarán hasta la primavera siguiente. El océano se vuelve demasiado imprevisible cuando llega el frío. Gabe se pasará el día fuera, trabajando en el Hotel Skarmouth, preparando las habitaciones para los espectadores de la carrera. Ser huérfano en Thisby significa que hay que trabajar mucho para llevarse algo a la boca.

La verdad es que no me di cuenta de que la isla no era nada del otro mundo hasta hace unos años, cuando empecé a leer revistas. A mí no me lo parece, pero Thisby es minúscula. Este peñasco rocoso que sobresale del mar y que queda a unas cuantas horas de distancia del continente no tiene más de cuatro mil habitantes. Está repleta de acantilados, caballos, ovejas y carreteras de sentido único que serpentean por prados despojados de árboles en dirección a Skarmouth, la localidad más importante de la isla. Y la verdad es que, hasta que no visitas un lugar distinto, es más que suficiente.

Yo he estado en otros sitios, y Thisby me sigue pareciendo suficiente.

De modo que aquí estoy, cabalgando sobre Dove, con los dedos de los pies congelados bajo mis zarrapastrosas botas de montar, mientras Finn está sentado en el Morris, que está aparcado en la entrada. En este preciso instante mi hermano fija un poco de cinta adhesiva negra sobre un desgarrón que hay en el asiento del copiloto, cortesía de Puffin, nuestra gata semisalvaje. Por lo menos Finn ha aprendido que no debe dejar las ventanillas del coche bajadas. Finge estar enfadado por tener que reparar el roto, pero sé perfectamente que le encanta. Va contra sus convicciones demostrar demasiada felicidad.

Cuando me ve a lomos de Dove, me dedica una mirada curiosa. Tiempo atrás, hace más de un año, aquella mirada se habría transformado en una sonrisa tímida y, a continuación, habría pisado a fondo el acelerador y la carrera habría empezado: yo con Dove, y él con el coche, aunque técnicamente era demasiado pequeño para conducir. Muy pequeño, de hecho. Pero no importaba. ¿Quién iba a detenernos? De modo que competíamos: yo cabalgaba por las praderas y él seguía la carretera. El último en llegar a la playa tenía que hacerle la cama al otro durante una semana.

Pero no hemos vuelto a competir desde hace casi un año, cuando mis padres murieron en el mar.

Hago que Dove retroceda trazando pequeños círculos en el patio lateral. Esta mañana está ansiosa y tiene demasiada energía para concentrarse, y yo tengo demasiado frío para calmarla y frenarla con el bocado. Sólo quiere galopar.

Oigo arrancar el motor del Morris. Me vuelvo justo a tiempo de ver cómo el coche sale a toda pastilla por la calzada, acompañado del resoplido del tubo de escape. Oigo el gritito de alegría de Finn un instante después. Saca la cabeza por la ventana y veo su cara pálida y su pelo polvoriento. Sonríe de oreja a oreja, enseñando todos los dientes.

—¿Esperas una invitación o qué? —me dice antes de volver a meter la cabeza. El motor del coche se acelera por el cambio de marchas.

—Tú lo has querido —le respondo, a pesar de que mi voz ya no puede alcanzarlo. Dove, sobresaltada, mueve las orejas hacia atrás, en mi dirección, antes de dirigirlas hacia la carretera. La mañana es fría y salvaje, y apenas necesito pedirle que corra. Presiono las pantorrillas contra sus flancos y chasqueo la lengua.

Dove se pone pezuñas a la obra. Con los cascos excava semicírculos de tierra que quedan tras de ella, y salimos a por Finn.

La ruta que seguirá mi hermano no es un misterio: por fuerza tiene que ir por la carretera principal que lleva a Skarmouth y que pasa por delante de nuestra casa. Pero no es la ruta más directa. La carretera serpentea entre los campos, protegidos por muros de piedra y setos. No tiene sentido seguir el rastro de polvo que va dejando a su paso: en su lugar, Dove y yo decidimos atravesar los prados al galope. Dove no es una yegua grande; ninguno de los caballos de la isla lo es, porque los pastos no son gran cosa, pero tiene nervio y valentía. De modo que saltamos por encima de los setos a voluntad, siempre que el terreno nos lo permite.

Recortamos la primera esquina, dándoles un buen susto a algunas ovejas. Musito un «lo siento» por encima del hombro. El siguiente seto aparece cuando todavía estoy pendiente de las ovejas, por lo que Dove tiene que hacer un quiebro sin perder un segundo para poder saltar por encima. Suelto las riendas con una torpe maniobra, pero por lo menos evito que note el tirón en la boca. Dove repliega entonces sus patas y nos salva a las dos. A medida que se aleja a medio galope del seto, recupero las riendas y le doy una palmadita en el hombro para que sepa que me he dado cuenta de su maniobra salvadora. Ella echa la oreja hacia atrás como señal de que le gusta mi aprobación.

Después cabalgamos por un campo en el que antes pastaban tranquilas las ovejas y ahora se amontona el brezo a la espera de ser quemado. El Morris nos saca una pequeña ventaja: su negra silueta destaca entre una nube de polvo. No me preocupa que vaya en cabeza: para poder llegar hasta la playa en coche tendrá que tomar la carretera que atraviesa el pueblo, con sus curvas cerradas y sus peatones, o bien rodearlo y perder unos valiosísimos minutos que nosotras podríamos aprovechar para alcanzarlo.

Por el sonido del motor del Morris, sé que titubea en la rotonda antes de dirigirse a toda prisa hacia la aldea. Puedo seguir la carretera que rodea Skarmouth, y evitar así los saltos, o bordear la linde de la población, irrumpiendo en algunos patios traseros y arriesgándome a que Gabe me vea desde el hotel.

Ya me imagino siendo la primera en llegar a la playa.

Decido arriesgarme a que Gabe me vea. Hace tanto tiempo que no echamos una carrera que las pesadas de las señoras mayores no se quejarán demasiado por la presencia de un caballo en su jardín; siempre que éste no les destroce algún objeto de valor.

—Vamos, Dove —le susurro a mi yegua, que se lanza al galope por la carretera antes de atravesar un seto por un recoveco. En esta zona hay casas que parecen surgidas de las rocas, jardines traseros abarrotados de objetos que ya no caben en los hogares y un tramo de roca maciza por el que no debería galopar ningún caballo. El único modo de abrirse paso es atravesar a toda prisa media docena de jardines y pasar por delante del hotel, al otro lado.

Espero que todo el mundo esté ocupado trabajando en el muelle o atareado en la cocina. Irrumpimos de repente en los jardines traseros, saltamos sobre una carretilla en el primero, esquivamos un pequeño huerto en el segundo y recibimos los ladridos de un terrier con malas pulgas en el tercero. Y después, curiosamente, saltamos por encima de una vieja bañera vacía en el último jardín antes de plantarnos en la carretera que lleva al hotel.

Allí está Gabe. Y me ve de inmediato.

Está ocupado barriendo el paseo de delante del hotel con un escobillón. Tras de sí se dibuja el edificio que alberga el hotel: es imponente y está cubierto de hiedra. Las hojas se han recortado con gran pulcritud para que pueda pasar el sol a través de las ventanas de azules alféizares. La altura de la finca oculta la luz de la mañana y proyecta una sombra de un azul intenso sobre el paseo de piedra que barre. La chaqueta marrón que cubre su ancha espalda le da un aspecto adulto y hace que parezca más alto y más mayor. Tiene el pelo de un rubio azafranado y un poco largo por detrás, pero sigue siendo guapo. Siento una repentina oleada de orgullo de que sea mi hermano. Deja de barrer y se apoya en el extremo del mango para verme galopar sobre Dove.

—¡No te enfades! —le grito.

En su cara se dibuja una media sonrisa. Si nunca lo hubiera visto sonreír, diría que hasta está contento. Lo triste es que me he acabado acostumbrando a esa sonrisa falsa. Me he acostumbrado a esperar deseosa a que aparezca la de verdad, sin darme cuenta de que quizá debería haberme esforzado más en buscarla de nuevo.

Le pido a Dove que pase del trote al galope una vez salimos del camino y volvemos a pisar la hierba. Aquí, la tierra es suave y arenosa, y cambia de pendiente bruscamente. El camino se estrecha entre las colinas y las dunas que llevan hasta la playa. No sé si Finn nos saca ventaja o va por detrás de nosotras. Me veo obligada a pedirle a Dove que vaya al trote por la marcada pendiente del camino. Por fin, tras dar un salto torpe, llegamos al nivel del mar. Cuando rodeamos la última loma, se me escapa un exabrupto: el Morris ya está aparcado en la linde de la playa. El olor de los gases provenientes del tubo de escape flota en el ambiente y se magnifica por el levantamiento del terreno a nuestro alrededor.

—No te preocupes, lo has hecho muy bien, eres una buena chica —le susurro a Dove. Se ha quedado sin aliento y resopla por el hocico y los ollares. Ha disfrutado de la carrera.

Finn tiene medio cuerpo fuera del coche. Ha dejado abierta la puerta del conductor para poder descansar los pies en el estribo. Tiene un brazo apoyado en el techo y el otro, en la parte superior de la puerta abierta. Está contemplando el mar, pero cuando Dove vuelve a resoplar se vuelve a mirarme, llevándose la mano a la frente para protegerse los ojos del sol. Veo que tiene cara de preocupación, por lo que le doy un golpecito a Dove indicando que se coloque junto al coche. Suelto las riendas para que pueda pacer tranquila, pero, en vez de bajar la cabeza, también ella se queda contemplando el océano. Apenas unos cien metros nos separan de él.

—¿Qué pasa? —le pregunto. Tengo un mal presentimiento.

Sigo su mirada. Apenas alcanzo a vislumbrar una cabeza gris, abriéndose paso por encima de las olas. Está tan lejos y tiene un color tan parecido al del agitado océano, que casi creo estar imaginándomelo. Pero la mirada de Finn no deja margen para la duda. Efectivamente, la cabeza emerge de nuevo de entre las aguas, y esta vez puedo distinguir los oscuros ollares. Resoplan con tal fuerza que acierto a ver el color rojizo de su interior a pesar de la distancia. A continuación aparece el resto de la cabeza, la cerviz, las onduladas crines —adheridas al pelaje por efecto del agua salada— y los poderosos hombros, refulgentes y húmedos. Surge al fin el caballo marino del océano con un asombroso salto, como si los últimos pasos que diera sobre la marea creciente fueran un obstáculo casi insalvable.

Finn se estremece al ver galopar al caballo por la playa hacia nosotros. Le coloco la mano en el hombro, aunque el corazón parece salírseme del pecho en ese momento.

—No te muevas —le susurro—. No te muevas, no te muevas, no te muevas…

Me aferro a lo que me han repetido una y otra vez: que los caballos marinos persiguen a las presas que se mueven. Les encanta cazar. Me viene a la cabeza un listado de motivos por los que no nos tendría que atacar: estamos quietos, lejos del agua y al lado del Morris. Los caballos marinos odian el hierro.

El animal galopa hacia nosotros y pasa de largo sin titubear ni detenerse. Observo a Finn: traga saliva y la nuez del fino cuello se mueve arriba y abajo. Es inevitable sentir escalofríos hasta que se lanza de nuevo al océano.

Han vuelto.

Sucede cada otoño. Mis padres no seguían las carreras, pero me sé bien la historia. Cuanto más cerca estamos de noviembre, más caballos marinos escupe el mar. Los isleños que quieren participar en las Carreras de Escorpio se ven obligados a acudir en grupo a capturar a los capaill uisce recién salidos del océano. Es una hazaña peligrosa, porque los caballos están hambrientos y enloquecidos por el mar. Una vez empiezan a emerger, quienes participan en las carreras de ese año saben que ha llegado el momento de entrenar a los caballos capturados en los años anteriores. Son caballos dóciles en comparación con los recién surgidos del océano, aunque se alteran tan pronto como el olor del mar de octubre despierta la magia que llevan en su interior.

Durante el mes de octubre y hasta el primero de noviembre, la isla se convierte en un terreno que consta de zonas seguras y zonas peligrosas pues, a menos que seas uno de los corredores, no es buena idea estar cerca de un capall uisce cuando se vuelve loco. Nuestros padres intentaron que no supiéramos de la realidad de los caballos uisce, pero era imposible vivir al margen. De vez en cuando, algún chaval no iba a clase porque un caballo uisce había matado a su perro en plena noche. A veces, cuando íbamos en coche de camino a Skarmouth con papá, teníamos que rodear alguna carcasa, testigo de la pelea entre un caballo de tierra y un caballo marino. No era raro que las campanas de Santa Columba tocaran a muerto por el funeral de algún pescador desprevenido en la orilla.

No hace falta que nadie nos recuerde a Finn ni a mí lo peligrosos que son los caballos marinos. Ya lo sabemos. No lo olvidamos ni un solo día.

—Vamos —le digo. Finn se incorpora, ayudándose con los delgados brazos mientras contempla el mar. En ese momento mi hermano parece mucho más pequeño, aunque está atrapado en esa tierra de nadie que separa la niñez de la edad adulta. Siento la repentina necesidad de protegerlo del sufrimiento que traerá consigo el mes de octubre. Pero no es de este octubre del que debo preocuparme, sino de otro que ya tocó a su fin hace mucho tiempo.

Finn no me contesta y se limita a agacharse para meterse de nuevo en el Morris. Cierra la puerta sin mirarme. Está bastante claro que éste no va a ser un buen día. Y eso que Gabe todavía no ha vuelto a casa.