Cinco días después de la llegada a la aldea, Ishmael arribó con los caballos por la ruta del Sur que subía desde la llanura. Le había tomado todo ese tiempo dar la vuelta a la base de la montaña. Quedó horrorizado al encontrar a Eva descalza y vestida con una shuka.

—Una gran dama tan hermosa como usted no debería vestirse como una de estas salvajes infieles —la reprendió severamente en francés.

—Esta shuka es muy cómoda y, además, mi ropa vieja terminó hecha jirones —le respondió.

Se mostró consternado.

—Por lo menos, podré alimentarla con comida civilizada, no como esta bazofia que comen los masai.

Los días pasaron como en una nube de sueños, tanto fue así que perdieron la noción del tiempo. Como dos niños, se pasearon de la mano por los bosques encantados del monte Lonsonyo. Con cada pequeña delicia que encontraban —algún pajarillo de plumaje brillante o un monstruoso escarabajo con cuernos cuyo caparazón blindado hacía ruido al moverse—, las preocupaciones del mundo exterior se alejaban cada vez más de sus mentes. Cuando León la vio por primera vez, ella escondía su verdadera naturaleza detrás de una máscara de solemnidad. Rara vez sonreía y casi nunca se reía. Pero en ese momento, que estaban solos y a salvo en la montaña, se había quitado la máscara para dejar que su verdadera personalidad brillara. Para León, aquellas risas y sonrisas multiplicaban por cien su belleza. Pasaban juntos cada momento que podían. Hasta la separación más breve resultaba penosa para ambos. El primer pensamiento de Eva al despertarse cada mañana era: «Otto está muerto y nadie sabe dónde estamos escondidos. Estamos a salvo y nadie puede interponerse entre nosotros».

Incluso cuando la reserva cuidadosamente acumulada de café de Ishmael se agotó, ellos se rieron cuando él les llevó las trágicas noticias.

—No es culpa tuya, oh Amado por el Profeta. Éste es un pecado que no será cargado a tu cuenta en el libro de oro —lo consoló León, pero Ishmael se alejó murmurando acongojado.

La gente de la aldea los miraba con cariño, sonriéndoles cuando pasaban, llevándole a Eva pequeños regalos, trozos de caña de azúcar, ramos de orquídeas silvestres, abanicos de hermosas plumas o brazaletes de cuentas que ellos mismos habían tejido. Lusima se deleitaba con su amor casi tanto como ellos. Ella pasaba con ellos todos los días, compartiendo su sabiduría y su conocimiento de la vida.

Comenzaron las «pequeñas lluvias», y permanecían tendidos en brazos uno del otro por la noche, escuchando el tamborileo en el techo de su cabaña, cuchicheando y riéndose, sin frío y seguros en su amor. Luego las lluvias cesaron y León se dio cuenta de que habían pasado casi dos meses desde que habían trepado por el sendero junto a la cascada hasta la cima. Cuando se lo dijo a ella, Eva sonrío plácidamente.

—¿Por qué te molestas en decírmelo, Tejón? El tiempo no significa nada, siempre que estemos juntos. ¿Qué vamos a hacer hoy?

—Loikot sabe dónde hay un lugar donde anidan las águilas, en los acantilados en el otro lado de la montaña, no lejos de la cascada de la reina de Saba. Generación tras generación de esas grandes aves han anidado allí desde que se tiene memoria. En esta época debe de haber polluelos en el nido. ¿Te gustaría visitarlo y verlos?

—¡Oh, sí, por favor, Tejón! —Aplaudió entusiasmada como un niño ante la promesa de una fiesta de cumpleaños—. Entonces, al regresar podemos ir a la cascada y nadar en esas aguas encantadas otra vez.

—Eso será una larga caminata. Estaremos ausentes por varios días.

—Tenemos todo el tiempo del mundo.

Les tomó tres días de viaje fácil cruzar la montaña hasta su punto más ancho, pues las gargantas eran profundas y accidentadas, el bosque era denso y había distracciones encantadoras a cada paso del sendero. Pero por fin se sentaron sobre el borde del precipicio y observaron a un par de águilas que se deslizaban en un elegante vuelo muy lejos debajo de ellos, dando vueltas al nido llamándose una a la otra y a sus polluelos, llevando animales cazados por ellos para darles de comer; damanes y liebres, monos y aves de caza que colgaban de sus garras.

Sin embargo, el nido estaba escondido tras un saliente del rocoso contrafuerte en el que ellos estaban sentados. Eva estaba desilusionada.

—Quería ver los polluelos. Seguramente Loikot conoce algún lugar desde donde podamos ver el nido. ¿Por qué no le preguntas, Tejón?

Permaneció sentada con impaciencia, mientras escuchaba la larga discusión en lengua maa, de la cual ella no entendió ni una palabra.

Por fin, León regresó sacudiendo la cabeza.

—Dice que hay un camino que baja por el despeñadero, pero es difícil y peligroso.

—Pídele que nos lo muestre. Nos trajo hasta aquí con la promesa de que veríamos los polluelos, y voy a hacerle cumplir su palabra.

Loikot los llevó hasta el borde del acantilado, hasta una rajadura en la roca. Dejó a un lado su assegai y se deslizó en ella. La abertura era apenas lo suficientemente ancha para dejar pasar el cuerpo más grande de León. Dejó el rifle Holland apoyado contra el tronco de un árbol y se metió con esfuerzo en la abertura. Eva recogió la falda de la shuka entre sus largas piernas y lo siguió.

En la penumbra bajaron por un pozo natural casi vertical iluminado sólo por un débil reflejo de luz que venía desde la superficie, suficiente apenas para ver los apoyos para las manos y los pies. Luego, gradualmente, la luz comenzó a filtrarse desde abajo, y al final gatearon por una brecha angosta hasta un saliente abierto. El pozo los había llevado afuera, debajo del saliente del contrafuerte. Sin embargo, todavía no se veía el nido, pero las águilas los habían visto aparecer en el saliente por arriba de su nido y gritaban enojadas y alarmadas, volando más cerca para mirarlos con feroces ojos amarillos.

El saliente era angosto y precario, de modo que lo atravesaron con la espalda contra la pared del acantilado hasta que, súbitamente, se hacía más ancho. Loikot se echó cuan largo era sobre la roca y espió por el borde; luego le sonrió a Eva y le hizo señas para que se acercara. Ella gateó con cautela hasta su lado y miró hacia abajo.

—¡Allí están! —exclamó encantada—. ¡Oh, Tejón, ven a verlos!

Se tendió junto a ella y le puso un brazo alrededor de los hombros. El nido estaba a no más de diez metros abajo; era una plataforma enorme de ramas secas, encajada en una hendidura en la roca. La parte de arriba tenía forma de plato y estaba tapizada con hojas verdes y cañas. En el centro de la hendidura, había dos aguiluchos agachados sobre patas tambaleantes, tan pequeños que apenas si podían tener sus cabezas levantadas. Sus enormes picos eran desproporcionados respecto de sus emplumados cuerpos grises, y todavía no tenían las garras en las puntas con las que se habían abierto paso rompiendo la dura cascara del huevo al nacer.

—Son tan adorablemente feos. Mira esos grandes ojos lechosos. —Eva se rio y luego se agachó asustada cuando sintió movimientos en el aire alrededor de sus cabezas y mucho ruido de grandes alas. Chillando furiosa, primero el águila hembra y luego el macho se lanzaron contra ellos, con las garras extendidas, listas para defender su nido y a los jóvenes polluelos.

—Mantén la cabeza baja —le sugirió León—, o esas garras te la sacarán. Quédate quieta. No te muevas. —Se aplastaron contra el suelo de roca del saliente. Poco a poco la furia y la mortal agresividad de las águilas se fueron desvaneciendo al darse cuenta de que no había ninguna amenaza directa para su cría. Finalmente, la hembra regresó al nido y se posó en él, plegando las alas y parándose sobre sus polluelos de manera protectora antes de meterlos debajo de ella. Sobre el saliente encima de ellos, León y Eva permanecieron tendidos pacientemente sin hacer ningún movimiento, y las aves se relajaron más todavía, hasta que por fin ignoraron la presencia humana y reanudaron su comportamiento natural.

Era una experiencia fascinante poder estar tan cerca de aquellas magníficas criaturas salvajes y observarlas mientras se ocupaban de alimentar a sus crías. León y Eva pasaron el resto del día en el saliente. Cuando por fin la claridad se fue desvaneciendo y era hora de irse, partieron de mala gana. En la protección rudimentaria que Loikot y Manyoro habían levantado para que ellos pasaran la noche, se acostaron debajo de una sola manta.

—Nunca olvidaré este día —susurró Eva.

—Cada día que pasamos juntos es inolvidable.

—Nunca me sacarás de África, ¿no?

—Éste es nuestro hogar —coincidió él.

—Cuando miré a esos graciosos aguiluchos, tuve una sensación muy extraña.

—Es una dolencia común en el sexo femenino conocida como ponerse maternal —bromeó él.

—Tendremos hijos, ¿no, Tejón?

—¿Quieres decir en este momento?

—Bien, no estoy muy segura de eso —reconoció—, pero tal vez deberíamos empezar a practicar. ¿Qué te parece?

—Creo que eres una gran genio, mujer. No perdamos más tiempo en parloteos ociosos.

El regreso a la aldea de Lusima fue un feliz retorno al hogar. Los niños pastores los descubrieron a la distancia y gritaron las noticias a todo el pueblo, que salió en tropel para darles la bienvenida con cantos y risas. Lusima los estaba esperando debajo del árbol del consejo. Abrazó a Eva y la hizo sentar a su lado, a la derecha. León ocupó el taburete del otro lado y ayudó con la traducción cuando la comprensión intuitiva de ellas resultaba insuficiente. De pronto, él se interrumpió en medio de una oración y levantó la cabeza para olfatear el aire.

—¿Qué demonios es ese espléndido aroma? —preguntó sin hablarle a nadie en particular.

—¡Café! —gritó Eva—. ¡Estupendo y glorioso café! —Ishmael se acercó a ellos con un par de jarros en una mano y una cafetera humeando en la otra. Su abierta sonrisa era de triunfo—. ¡Eres un hacedor de milagros! —Eva le dio la bienvenida en francés—. Era lo único que me faltaba para que mi vida fuera perfecta.

—También le he traído muchas de sus hermosas ropas y zapatos para que usted ya no tenga que seguir llevando las prendas de las infieles. —Señaló la shuka que ella llevaba puesta con una mueca de profunda desaprobación y desagrado.

—¡Ishmael! —La voz de León se volvió filosa ante la alarma—. Mientras estuvimos afuera, ¿fuiste al campamento Percy a buscar el café y la ropa de la memsahib?

Ndio, bwana. —Ishmael mostró una sonrisa orgullosa—. Anduve sin parar con mi mula y fui y volví en sólo cuatro días.

—¿Alguien te vio? ¿Quién más estaba en el campamento?

—Sólo bwana Hennie.

—¿Le dijiste dónde estamos? —preguntó León.

—Sí. Él me preguntó —contestó Ishmael. Su cara se trasformó cuando vio la expresión de León—. ¿Hice mal, effendi?

León se dio vuelta mientras luchaba por ocultar su enojo y el miedo que lo dominaba. Cuando volvió a darse vuelta, su cara no mostraba ninguna expresión.

—Hiciste lo que creías era lo correcto, Ishmael. El café está excelente, tan bueno como siempre lo has preparado.

Pero Ishmael lo conocía demasiado bien como para ser engañado por sus palabras. No era claro para él en qué se había equivocado, pero estaba abatido por la culpa cuando se retiró a la choza que era su cocina.

Eva estaba mirando a León. Había empalidecido y sus manos estaban apretadas en su regazo.

—Algo terrible ha ocurrido, ¿no?

La voz de ella era suave y tranquila, pero sus ojos estaban oscuros por la preocupación.

—Ya no podemos quedarnos más aquí —anunció León con gesto adusto, y se volvió para mirar hacia el Oeste, donde el sol ya estaba en el horizonte—. Deberíamos partir de inmediato, pero ya es demasiado tarde. No quiero arriesgarme bajando por el sendero de la montaña en la oscuridad. Nos iremos con las primeras luces mañana.

—¿Qué pasa, Tejón? —Eva estiró el brazo para tomar su mano.

—Mientras estábamos en el nido de águilas, Ishmael fue al campamento Percy en busca de provisiones. Hennie du Rand estaba ahí. Ishmael le dijo dónde estábamos. Hennie no tiene idea de las circunstancias delicadas que nos envuelven a ti y a mí. No podemos correr riesgos, Eva. Si el Graf Otto está vivo, vendrá por ti.

—Está muerto, mi querido.

—Eso es lo que soñaste, pero no podemos estar seguros. Además, también están tus jefes en Whitehall. Si descubren dónde estás, no te dejarán ir. Debemos huir.

—¿Adonde?

—Si conseguimos llegar a uno de los aviones, podemos volar al otro lado de la frontera alemana, a Dar-es-Salaam, y desde allí tomar un barco a Sudáfrica o a Australia. Una vez que lleguemos allí, podemos cambiar nuestros nombres y desaparecer.

—No tenemos dinero —señaló ella.

—Percy me dejó suficiente. ¿Vendrás conmigo?

—Por supuesto —respondió ella sin titubear—. Desde ahora en adelante, donde tú vayas, también iré yo.

León le sonrió y dijo simplemente:

—Mi corazón, mi querido corazón. —Entonces se volvió a Lusima—. Mama, tenemos que partir.

—Sí. —Ella estuvo de acuerdo de inmediato—. Yo lo había visto, pero no podía decírselo a ustedes.

De algún modo, Eva comprendió lo que Lusima había dicho.

—¿Has podido ver aunque sea un poco, más allá de la cortina, Mama? —preguntó ansiosamente.

Lusima asintió con la cabeza y ella continuó.

—¿Nos dirás lo que has visto?

—No es mucho, y poco de ello es lo que tú quieres oír, mi flor.

—Lo escucharé de todas maneras. Tú podrías tener algo para decirnos que signifique nuestra salvación.

Lusima suspiró.

—Como quieras, pero te lo he advertido. —Golpeó las manos y sus muchachas se acercaron corriendo para arrodillarse ante ella. Lusima les dio sus órdenes y corrieron a su choza. Para cuando regresaron trayendo la parafernalia que Lusima usaba para la adivinación, el sol se había puesto y el breve crepúsculo se estaba convirtiendo en noche. Las muchachas colocaron los elementos cerca de las manos de Lusima y luego hicieron un pequeño fuego. Abrió una de las bolsitas de cuero y sacó un puñado de hierbas secas. Mientras repetía entre dientes un conjuro, las arrojó al fuego y se quemaron en una pequeña explosión de humo acre. Una de las muchachas trajo una olla de arcilla y la puso en el fuego delante de ella. Estaba llena hasta el borde con un líquido que reflejaba las llamas como un espejo.

—Ven y siéntense a mi lado. —Les hizo señas a Eva y a León. Formaron un círculo con ella alrededor de la olla. Lusima metió un jarro de asta en el líquido y se lo ofreció a cada uno por turno. Bebieron un trago del amargo brebaje y Lusima bebió lo que quedaba.

—Miren en el espejo —ordenó, y ellos miraron en la olla. Sus propias imágenes temblaron en la superficie, pero ninguno vio nada aparte de eso. El líquido empezó a burbujear y a hervir mientras Lusima cantaba en voz baja, y sus ojos se ponían vidriosos al fijar la vista en las nubes de vapor que subían. Cuando por fin habló, su voz era áspera y tensa—. Hay dos enemigos, un hombre y una mujer. Tratan de romper la cadena de amor que los une a ustedes dos.

Eva dejó escapar un gritito de dolor, pero luego quedó en silencio.

—Veo que la mujer tiene una franja blanca en la cabeza.

—La señora Ryan en Londres —susurró Eva cuando León le tradujo esto—. Tiene un mechón de canas en la parte de adelante del pelo.

—El hombre sólo tiene una mano.

Se miraron uno al otro por encima de la olla, pero León sacudió la cabeza.

—No sé quién podría ser ése. Dinos, Mama, ¿tendrán éstos dos enemigos éxito en sus planes?

Lusima gimió como si sufriera un dolor.

—No puedo ver nada más. El cielo está lleno de humo y llamas. El mundo entero se está quemando. Está oscuro, pero veo un gran pez de plata por sobre las llamas que trae esperanza de amor y fortuna.

—¿Qué es ese pez, Mama? —preguntó León.

—Por favor, explícanos tu visión —suplicó Eva, pero los ojos de Lusima se aclararon para volver a ver todo en foco.

—No hay nada más —dijo lamentándolo—. Te advertí que lo poco que había no era lo que querías escuchar, mi flor. —Estiró el brazo y volcó la olla de arcilla, derramando su contenido en el fuego, que se extinguió en una nube de vapor siseante—. Vayan ahora a descansar. Ésta podría ser su última noche en el monte Lonsonyo por mucho, mucho tiempo.

Antes de retirarse a su choza, León les dio instrucciones a los dos masai y a Ishmael para que tuvieran los caballos ensillados e hicieran todos los preparativos, de modo de partir al día siguiente al amanecer.

La noche era silenciosa y serena, pero sólo durmieron de a ratos. Cada vez que se despertaban, se buscaban mutuamente con la mano de manera instintiva, dominados por una informe sensación de miedo. Cuando las aves en el bosque circundante comenzaron su sinfónico coro de bienvenida al amanecer, y la primera luz se vio a través de las grietas en las paredes, hicieron el amor con un desesperado abandono que nunca habían experimentado antes; fue una tormenta de pasión que, cuando pasó el climax, los dejó temblando uno en brazos del otro, con sus cuerpos desnudos y empapados de sudor, y sus corazones latiendo desenfrenadamente. Al fin se separaron y León susurró:

—Hora de irse, mi amada. Vístete.

Se puso de pie y se vistió antes de ir a la puerta y abrirla. Se agachó para pasar y luego se irguió. El bosque a su alrededor estaba negro. El lucero del alba todavía brillaba y agujereaba el cielo de oscuro terciopelo. La luz era pesada y opaca. Eva atravesó la puerta siguiéndolo y él la rodeó con el brazo. Estaba a punto de hablar, cuando vio a los hombres. Por un momento, creyó que serían los suyos pues traían caballos.

Habían estado esperando en la oscuridad, en el borde del bosque, pero en ese momento se dirigían hacia ellos y, al acercarse, León vio que eran siete. Cinco askari y dos oficiales. Todos llevaban sombreros flexibles y uniformes de campaña caqui. Los askari tenían rifles colgados de los hombros; los oficiales sólo llevaban armas de mano. El de mayor graduación se detuvo delante de ellos, pero ignoró a León y saludó a Eva.

—¿Cómo nos encontró, tío Penrod? ¿Tenía usted a alguien en el campamento Percy que siguió a Ishmael hasta aquí?

Penrod asintió con la cabeza.

—Por supuesto. —Se volvió hacia Eva—. Buenos días, Eva, mi querida. Tengo un mensaje para ti de la señora Ryan y del señor Brown en Londres.

Eva retrocedió.

—¡No! —exclamó—. Otto está muerto y todo ha terminado.

—El Graf Otto von Meerbach no está muerto. Reconozco que estuvo cerca. El doctor tuvo que amputarle el brazo izquierdo, que estaba podrido por la gangrena, y cosió el resto para volver a armarlo. El Graf no estuvo en su sano juicio por mucho tiempo. A decir verdad, hasta muy recientemente. Pero es tan duro como el granito y tan resistente como el cuero de elefante. Todavía está muy débil, pero está preguntando por ti y tuve que inventar un cuento para explicar tu ausencia. Creo que realmente te ama y he venido a buscarte para llevarte de vuelta con él. Tienes que terminar el trabajo para el que fuiste enviada.

León dio un paso para quedar entre ellos.

—Ella no va a volver. Nos amamos; nos vamos a casar tan pronto como podamos regresar a la civilización.

—Teniente Courtney, permítame recordarle que soy su oficial superior y las formas correctas de dirigirse a mí son «señor» o «mi general». Ahora, apártese de inmediato.

—No puedo hacer eso, señor. No puedo dejar que se la lleve. —León encorvó los hombros tercamente.

—¡Capitán! —espetó Penrod por encima de su hombro, y el oficial de menor graduación dio un paso adelante con precisión.

—¿Señor? —dijo. León reconoció su voz, pero en su angustia pasó un momento antes de que se diera cuenta de que se trataba de Eddy Roberts, el lacayo de Froggy Snell.

—Arreste a este hombre. —La expresión de Penrod era adusta—. Si se resiste, dispárele a la rodilla.

—¡Señor! ¡Sí, señor! —gritó Eddy con júbilo. Sacó su revólver Webley de la pistolera y León avanzó hacia él. Eddy retrocedió, amartilló y levantó el arma, pero antes de que pudiera apuntar Eva saltó entre ellos y abrió los brazos. En ese momento el arma apuntaba a su pecho.

—¡Alto el fuego, hombre! —gritó Penrod—. Por el amor de Dios, no le haga daño a la mujer. —Eddy bajó el arma con aire vacilante.

De inmediato, Eva pasó su atención de Eddy a Penrod.

—¿Qué quiere usted de mí, general? —Estaba muy pálida pero su voz era fría y serena.

—Sólo unos pocos minutos de tu tiempo, mi querida. —Penrod la tomó del brazo para apartarla, pero León intervino otra vez.

—No vayas con él, Eva. Te convencerá.

Eva se volvió para mirarlo y él vio que sus ojos estaban cubiertos con un velo y la chispa se había extinguido. Sintió que se encogía por dentro. Ella había regresado a ese lugar a donde nadie podía seguirla, ni siquiera el hombre que la amaba.

—¡Eva! —suplicó—. Quédate conmigo, mi querida.

No dio señal de que lo hubiera escuchado y dejó que Penrod la llevara consigo. Fueron hasta el borde del despeñadero para que León no pudiera escuchar una sola palabra de su conversación. Penrod se alzaba sobre ella, que le llegaba por debajo de los hombros. Era dos veces más corpulento. Eva parecía una niña al lado de él, con la vista levantada hacia su cara con gesto serio mientras escuchaba lo que el otro le decía. Puso ambas manos sobre los hombros de ella y la sacudió suavemente, con expresión grave. León apenas si podía contenerse. Quería protegerla y defenderla. Quería envolverla en sus brazos y abrigarla para siempre.

—Sí, Courtney, ¡hazlo! —le dijo Eddy Roberts, regodeándose—. Sólo dame la excusa. Te salvaste la vez pasada, pero eso volverá a ocurrir. —El arma estaba amartillada, su dedo estaba en el gatillo, y estaba apuntando a la pierna derecha de León—. ¡Hazlo, bastardo! Dame una excusa para volarte la maldita pierna.

León sabía que hablaba en serio. Apretó las manos hasta que sus uñas se clavaron en las palmas. Sus dientes rechinaron. Eva todavía estaba mirando el rostro de Penrod, que seguía hablando. Cada tanto, ella asentía con la cabeza sin ninguna otra expresión y Penrod continuaba hablando, en su estilo más encantador y convincente. Finalmente, los hombros de Eva se hundieron en gesto de capitulación y asintió con la cabeza. Penrod puso un brazo alrededor de los hombros de ella de una manera afable, con preocupación; luego la llevó a donde León permanecía bajo la amenaza de la pistola de Eddy. Ella no lo miró. No había expresión alguna en su rostro.

—¡Capitán Roberts! —dijo Penrod. Tampoco miró a León.

—¿Señor?

—Use las esposas para contener al preso.

Eddy desenganchó las cadenas de acero brillante del cinturón de su correaje y cerró de golpe las esposas en las muñecas de León.

—¡Reténgalo aquí! No le haga daño, a menos que se lo merezca —ordenó Penrod—. No permita que salga de esta montaña hasta que usted reciba órdenes mías. Entonces, llévelo a Nairobi con custodia. No lo deje hablar con nadie allí. Llévelo directamente a mí.

—¡Sí, señor!

—Ven conmigo, mi querida. —Se volvió hacia Eva—. Tenemos un largo viaje por delante. —Caminaron hacia los caballos y León les gritó, con la voz quebrada por la desesperación—. No puedes irte, Eva. No puedes dejarme ahora. Por favor, mi amor.

Ella se detuvo para mirarlo con ojos opacos, sin esperanza.

—Fuimos dos niños tontos que estuvieron jugando un juego de fantasías. Ahora se terminó. Tengo que irme. Adiós, León.

—¡Oh, Dios mío! —gimió él—. ¿No me amas?

—No, León. Lo único que amo es mi deber. —Él no iba a saber que el corazón de ella se estaba rompiendo mientras se alejaba, con la mentira todavía quemándole los labios.

Tan pronto como Penrod y Eva comenzaron a descender la montaña, Eddy Roberts hizo que sus askari arrastraran a León de vuelta a la choza y lo hizo sentar en el suelo con las piernas a cada lado del palo central que sostenía el techo. Luego le sacó las esposas de las muñecas y se las puso en los tobillos.

—No voy a correr riesgos contigo, Courtney. ¡Sé que eres una bestia muy escurridiza! —le dijo Eddy con sádico placer. Le permitió a Ishmael que visitara a León en la choza una vez al día para alimentarlo, cambiar el balde donde hacía sus necesidades y también para lavarle el trasero, como si fuera un bebé. Pero, aparte de eso, León fue forzado a permanecer sentado allí durante doce largos y degradantes días hasta que el mensajero de Penrod Ballantyne llegó al sendero de la montaña con una nota escrita sobre papel oficial amarillo. Entonces, Eddy Roberts lo dejó salir de la choza y los askari lo levantaron para ponerlo en su caballo. Tenía los tobillos tan hinchados y lastimados donde las esposas los habían ajustado que apenas si podía caminar. De todas maneras, Eddy ordenó a sus hombres que le ataran los tobillos por debajo del vientre del caballo.

Fue un desagradable viaje por el valle del Rift hasta el ferrocarril. Eddy lo hizo más desagradable todavía yendo detrás del caballo de León, azuzándolo para que trotara sobre terreno desparejo. Con los tobillos atados, León no podía seguir el paso de su animal, por lo que rebotaba todo el tiempo de manera salvaje.

Penrod estaba furioso cuando los dos askari llevaron a su sobrino casi arrastrándolo a su oficina en el edificio del cuartel general de los RAR en Nairobi. Salió de atrás de su escritorio y lo ayudó a sentarse.

—No era mi intención que te trataran de esta forma —dijo, lo cual era algo así como lo más cercano a una disculpa que León le había escuchado jamás pronunciar.

—Está perfectamente bien, señor. Supongo que logré que fuera imposible para usted hacer otra cosa que tenerme atado de pies y manos.

—Te lo estabas buscando —coincidió Penrod—. Fuiste afortunado, maldito. Tuviste suerte de que no hice que te dispararan de inmediato. La idea cruzó por mi mente.

—¿Dónde está Eva, tío?

—Probablemente ya está en alguna parte del Canal de Suez, de regreso a Berlín. No envié por ti sino hasta que el barco salió de Mombasa. —Su expresión se ablandó—. Tú estás bien fuera de todo este lamentable asunto, mi muchacho. Pienso que te hice un gran servicio al hacer que volvieras a tus cabales y al apartarla a ella de ti.

—Tal vez sea así, señor, pero no puedo decir que estoy rebosante de gratitud hacia usted.

—No ahora, quizá, pero lo estarás más adelante. Es una espía, ¿lo sabías? Es totalmente intrigante e inescrupulosa.

—No, señor. Es una agente británica. Es una mujer joven y hermosa de gran coraje que ha ido más allá de su deber patriótico por usted y por Gran Bretaña.

—Hay un nombre para mujeres como ella.

—Señor, si usted lo pronuncia en voz alta, no seré responsable de mis actos. Esta vez usted tendrá que hacer que realmente me disparen.

—Eres un idiota, León Courtney, un muchacho enfermo de amor, incapaz de pensar racionalmente. —Tomó la chaquetilla de su uniforme, que se había enganchado en la parte de atrás de la silla.

Mientras la abotonaba, León vio tres estrellas y espadas cruzadas sobre los hombros.

—Si ha terminado de insultarme, señor, tal vez me permita que lo felicite por su meteórico ascenso al alto rango de general de división.

León había roto la tensión y Penrod aceptó la oferta de paz.

—Bien, sin resentimientos, entonces. Todos hicimos lo que tuvimos que hacer. Gracias por tus felicitaciones, León. ¿Sabías que mientras estabas de luna de miel en el monte Lonsonyo un serbio loco asesinó al archiduque Francisco Fernando de Austria-Hungría y la torpe reacción de ese país contra los serbios inició una reacción en cadena de violencia? La mitad de Europa ya está en guerra y el káiser Guillermo está ansioso de entrar en ella. Todo está ocurriendo tal como lo pronostiqué. Guerra total dentro de algunos meses. —Metió la mano en los bolsillos en busca de su cigarrera y encendió un Player’s—. Estuve con el «Maldito Bruto» de Allenby en la guerra de los bóers y ahora él está al frente del ejército egipcio. Están listos para entrar en la Mesopotamia y quiere que yo tome el mando de su caballería. Zarpo con rumbo a El Cairo la semana próxima. Tu tía estará encantada de tenerme en casa durante varios días.

—Por favor, dele mis cariños, señor. ¿Quién se hará cargo de su lugar aquí en Nairobi?

—Buenas noticias para ti. Tu viejo amigo y admirador la Rana Snell ha sido ascendido a coronel y le dieron el cargo. —Vio que el rostro de León se demudaba—. Sí, ya sé lo que estás pensando. Sin embargo, puedo hacerte un último favor antes de partir. Hugh Delamere está formando una unidad de voluntarios de caballería ligera sin conexión con los RAR. Te he trasladado de las reservas para que actúes como oficial de inteligencia y coordinación para él. Está ansioso por tenerte para que vueles haciendo reconocimientos en su unidad. Conoce tu mala relación con Snell y te protegerá de él.

—Muy generoso de su parte. Pero hay un pequeño problema. No tengo avión para estos vuelos de reconocimiento.

—En el momento en que el káiser Guillermo declare la guerra, tú tendrás tu avión… es más, tendrás dos. Hugh Delamere pidió en préstamo a un piloto de hidroaviones de la base de la marina del Reino Unido en Mombasa y lo envió al campamento Percy para trasladar al Abejorro hasta aquí. Ambos aviones de Von Meerbach están estacionados y a salvo en el hangar del campo de polo.

—No estoy seguro de comprender. ¿No se los llevó consigo cuando se fue?

—No, los dejó con su mecánico, Gustav Kilmer, para que se ocupara de ellos. Apenas se declare la guerra, se convierten en propiedad de un enemigo extranjero. Encerraremos a Kilmer en un campo de concentración y requisaremos los aviones.

—Ésas son buenas noticias realmente. Me he vuelto adicto a volar y no me gustaba la idea de tener que dejar de hacerlo. Tan pronto como usted me permita irme, señor, pienso volver al campamento Tandala para controlar lo que Max Rosenthal y Hennie du Rand han estado haciendo en mi ausencia. Después de eso, me iré al campo de polo y me aseguraré de que Gustav tenga la aeronave guardada sin peligro.

—Oh, no encontrarás a Du Rand en Tandala. Se fue a Alemania con Von Meerbach.

—Santo cielo. —León estaba realmente sorprendido—. ¿Cómo fue que ocurrió eso?

—Debe de haberle caído bien al Graf. De todos modos, se ha ido. Como me iré yo el próximo viernes. Espero que estés en la estación para darme una cariñosa despedida.

—No me lo perdería por nada en el mundo, general.

—Sospecho un cierto doble sentido en esto. —Penrod se puso de pie—. Puedes retirarte.

—Una última pregunta, si me lo permite, señor.

—Adelante y hazla, pero como sospecho que ya sé a qué se refiere tu pregunta, no prometo responder.

—¿Tiene usted alguna manera establecida para el intercambio de mensajes con Eva Barry mientras está en Alemania?

—¡Ah! Así que ése es el nombre verdadero de la jovencita. Sabía que «von Wellberg» era un nom de guerre. Parece que tú sabes mucho más que yo sobre ella. Me disculpo si ésta es otra frase con doble sentido.

—Nada de eso responde a mi pregunta, general.

—No, por cierto —coincidió Penrod—. ¿Lo dejamos así?

León se dirigió al campamento Tandala y, cuando entró en su carpa, encontró a Max Rosenthal armando su equipaje.

—¿Nos dejas, Max? —preguntó León.

—La gente de acá está empezando a perseguirnos. No quiero pasar esta guerra en un campo de concentración británico, como los de Kitchener en Sudáfrica, así que me voy hacia la frontera alemana.

—Muy prudente —replicó León—. Las cosas van a cambiar por acá. Voy al campo de polo a hablar con Gustav sobre los dos aviones. Si estás ahí mañana al clarear, puedo llevarlos a los dos al sur, hacia Arusha y la seguridad.

Ya estaba oscuro cuando León recorrió la calle principal de Nairobi. La actividad era intensa en todo el pueblo. Tuvo que abrirse paso por entre la multitud de carros y furgonetas de escoceses, todos llenos de familias de colonos que llegaban de las granjas lejanas. Se había corrido el rumor de que Von Lettow Vorbeck había concentrado sus tropas en la frontera y estaba listo para marchar sobre Nairobi, dispuesto a quemar y saquear antes las granjas en su camino. Los hombres del general de división Ballantyne estaban armando carpas del ejército en la plaza de armas de los RAR para albergar a los refugiados. Las mujeres y los niños ya se estaban acomodando mientras los varones se dirigían a la oficina de reclutamiento en el edificio del Banco Barclays, donde lord Delamere reclutaba hombres para su regimiento irregular de caballería ligera.

Cuando León pasó delante del banco, los voluntarios entusiasmados formaban grupos en la calle polvorienta, hablando de la perspectiva de una guerra y de cómo iba a afectar a la colonia. Sus caballos estaban ensillados y ellos vestían ropa de caza. La mayoría estaba armada con rifles deportivos, listos para salir a enfrentar a Von Lettow Vorbeck y sus askari asesinos. León sabía que eran pocos los que habían recibido algún tipo de entrenamiento militar. Sonrió con lástima. «Pobres tontos. Creen que va a ser como ir a cazar gallinas de guinea. Ni siquiera han pensado en la posibilidad de que los alemanes les devuelvan los disparos».

En ese momento, un hombre salió de la oficina de correo al otro lado de la calle, frente al banco, agitando un formulario de papel marrón oscuro por encima de su cabeza.

—¡Mensaje de Londres! ¡Ya empezó! —gritó—. ¡El káiser Bill declaró la guerra a Gran Bretaña y al imperio! ¡Todos a buscar la gloria, muchachos!

Se produjo un ronco coro de aclamaciones. Las botellas de cerveza fueron alzadas muy altas y hubo gritos de «¡Que se pudra el bastardo!».

Bobby Sampson se hallaba entre un grupo de hombres, a la mayoría de los cuales León conocía. Estaba a punto de desmontar para reunirse con ellos cuando pensó en algo. «¿Cómo va a reaccionar Gustav ante esta declaración de guerra? ¿Qué órdenes le dejó el Graf Otto para que actuara en un caso como éste?».

Fustigó a su caballo y apuntó el hocico en dirección al campo de polo. Ya estaba oscuro cuando llegó. Hizo que su caballo continuara al paso al acercarse al hangar. Había llovido hacía poco y el suelo estaba blando. La tierra húmeda amortiguó el ruido de los cascos y vio luz en el hangar a través de la pared de lona impermeable. En un primer momento creyó que alguien se movía adentro con una lámpara. Entonces, se dio cuenta de que la luz era demasiado rojiza y que parpadeaba.

¡Fuego!

Su premonición de problemas se había hecho realidad. Sacó los pies de los estribos y saltó al suelo. En silencio corrió hasta la puerta y se detuvo para evaluar la situación. La llama que había visto era una antorcha encendida que Gustav mantenía en alto. Con esa luz, León vio que ambas aeronaves estaban estacionadas, cola con cola, en sus lugares habituales, en los extremos opuestos del hangar. Cada una tenía su propia entrada, un dispositivo que permitía sacarlas o hacerlas entrar sin tener que mover la otra máquina.

Gustav había cortado en pedazos la mayor parte de los pesados cajones de embalaje en los que habían sido embarcados los aviones desde Alemania y había apilado la madera en una pirámide debajo del fuselaje del Mariposa. Se hallaba de espaldas y estaba tan ocupado con sus preparativos para quemar los aviones que no se dio cuenta de la presencia de León en la entrada, detrás de él. Tenía la antorcha encendida en su mano derecha y una botella abierta de aguardiente en la izquierda. Estaba borracho, en medio de un discurso de despedida de las dos máquinas voladoras.

—Esto es lo más difícil que jamás me han pedido que haga. Ustedes son el fruto de mi mente. Ustedes son la creación de mis manos. Yo soñé cada línea de sus hermosos cuerpos y yo los construí con mis propias manos. Trabajé con ustedes durante largos días y noches más largas. Ustedes son un monumento a mi habilidad y mi genio. —Se interrumpió con un sollozo, tomó un largo trago de aguardiente y eructó cuando bajó la botella—. Ahora debo destruirlos. Parte de mí morirá con ustedes. Ojalá tuviera el coraje de arrojarme a la pira que los consumirá, pues una vez que hayan desaparecido, mi vida será sólo cenizas. —Arrojó la antorcha a la pila de madera, pero el aguardiente había afectado su cálculo y la antorcha se elevó en un arco dejando una estela de chispas. Chocó contra la hélice del motor de babor más cercano y rebotó para caer en el suelo del hangar y rodar hasta los pies de Gustav. Dejó escapar una maldición y se agachó para recoger la antorcha.

León corrió hacia él. Chocó contra Gustav desde atrás justo cuando sus dedos se cerraban en el mango de la antorcha. Hizo que el alemán cayera y la botella de aguardiente se hizo añicos al chocar con el suelo, pero de algún modo Gustav se las arregló para seguir sosteniendo la antorcha.

Con sorprendente agilidad para un hombre tan grande, rodó hasta ponerse de rodillas y miró furioso a León.

—¡Lo mataré si trata de detenerme!

Lanzó otra vez la antorcha y esta vez cayó sobre la madera. León se preguntó si Gustav la habría empapado con gasolina, pero, aunque la llama seguía encendida, no explotó. Corrió hacia ella, tratando de llegar antes de que el fuego se extendiera.

Gustav se puso de pie tambaleado y le bloqueó el paso. Se estaba inclinando hacia adelante, con la cabeza baja y los brazos extendidos para impedir que León alcanzara la antorcha que chisporroteaba. León corrió directamente hacia él, pero antes de que Gustav pudiera agarrarlo usó el impulso de su carrera y lo pateó en la entrepierna. La rodaja de sus espuelas atravesó la carne blanda entre los muslos de Gustav. Éste gritó y retrocedió, mientras sostenía sus heridos genitales con ambas manos.

León lo empujó a un costado con el hombro y llegó hasta la madera. Tomó la antorcha y la arrojó hacia la puerta. Una de las tablas de los cajones de embalaje se estaba quemando. La separó, la arrojó al suelo y la pisoteó para extinguir las llamas.

Gustav saltó sobre su espalda y le envolvió el cuello con su brazo musculoso en una mortal llave estranguladora. Tenía ambas piernas trabadas alrededor del cuerpo de León, montándolo como a un caballo. Apretó su llave y León comenzó a ahogarse.

Con los ojos cubiertos de lágrimas, vio una de las paletas de la hélice del enorme motor rotativo de Meerbach delante de él a la altura de la cabeza. Estaba hecha de madera laminada, pero el borde de adelante estaba revestido de metal, como una hoja de cuchillo. Hizo varios movimientos rápidos, llevando a Gustav a ubicarse en línea con la paleta, y luego lo empujó hacia atrás. La paleta golpeó en la parte posterior de su cráneo, haciéndole un corte hasta el hueso y dejándolo sin sentido. Su llave se aflojó y León pudo liberarse. Gustav se tambaleaba en un círculo y le salía sangre de la herida. León cerró el puño derecho y le dio un puñetazo en un costado de la mandíbula. Gustav cayó cuan grande era sobre su espalda.

A la vez que trataba de recuperar el aliento, León miró desesperadamente a su alrededor. La antorcha seguía en la entrada, donde él la había arrojado. Todavía estaba encendida, pero no había nada que las llamas pudieran dañar. Lo más peligroso, sin embargo, era que no había llegado a apagar la tabla antes de que Gustav saltara sobre él. En ese momento, las llamas se habían reavivado y ardían con fuerza. León la recogió y corrió con ella hacia la entrada. La arrojó afuera y luego dirigió su atención a la antorcha. Cuando se agachó para recogerla escuchó un ruido detrás de él y saltó a un lado. Escuchó algo que zumbó junto a su oreja derecha. Giró sobre sí.

Gustav se había armado con un mazo de cuatro kilos que había en la mesa de trabajo contra la pared. Se lanzó contra León agarrando el largo mango con ambas manos y trató de golpearlo. Si León no se hubiera agachado, le habría aplastado el cráneo. La fuerza del movimiento le había hecho perder el equilibrio a Gustav y antes de que pudiera recuperarse, León lo sujetó en un abrazo de oso, dejando el martillo atrapado entre sus cuerpos. Dieron vueltas en un vals mortal, pasando el peso y el equilibrio de uno a otro, mientras intentaban que el adversario tropezara o perdiera contacto con el suelo.

León era diez centímetros más alto, pero Gustav lo compensaba en peso y era puro músculo, templado y endurecido por una vida de trabajo físico. El castigo que León le había infligido habría eliminado a un luchador menos fuerte y la resistencia de Gustav era alarmante. Su fuerza parecía aumentar mientras la adrenalina que recorría su cuerpo contrarrestaba el dolor de sus lesiones. Empujó a León retrocediendo hacia la entrada, donde estaba la antorcha encendida. León sintió el calor en la parte de atrás de sus piernas. Entonces, Gustav giró y empujó con la cadera a su adversario. Por un fugaz segundo, León perdió el equilibrio y el alemán lanzó una fuerte patada a la antorcha. La envió rodando por el suelo hasta que golpeó en la base de la pirámide de madera. El hangar se llenó de humo y olor a quemado.

Como un leopardo loco de furia, León encontró una reserva escondida de fuerza. Se movió en los brazos de Gustav, enganchó uno de los talones del hombre con la punta de su bota y lo hizo trastabillar hacia atrás. Gustav chocó contra el suelo con todo el peso de León encima de él. El aire salió expulsado de su pecho con un fuerte ruido. León se apartó, saltó para ponerse de pie como un gimnasta y corrió para sacar la antorcha de la madera. Dos pedazos estaban ya ardiendo, pero tuvo el tiempo suficiente para sacarlos de la pila y arrojarlos lejos antes de que el otro estuviera sobre él otra vez.

Gustav estaba haciendo girar el mazo en grandes círculos a la altura de la cara de León, obligándolo a retroceder. El alemán respiraba con fuerza tratando de llevar aire a sus pulmones. La parte de atrás de su camisa estaba negra con la sangre de la herida en su cuero cabelludo, al igual que el frente de sus pantalones, donde la espuela de León lo había golpeado, pero él estaba más allá del dolor. El mazo se movía como un metrónomo, de un lado a otro, y León se veía obligado a ceder terreno ante la amenaza de la pesada cabeza de acero.

Casi llegó a tocar con la espalda el rincón de la pared del hangar. El ángulo le impedía escapar y supo que Gustav lo tenía en una trampa. Con ambas manos, Gustav levantó el martillo muy arriba y se detuvo apuntando con él a la cabeza de León. León sabía que cuando el golpe llegara, no iba a poder evitarlo. Simplemente no había espacio suficiente para esquivarlo. Miró a Gustav a los ojos, intentando adivinar su intención, tratando de controlarlo con la fuerza de su mirada, pero el aguardiente y el dolor habían convertido al hombre en un animal. En sus ojos no había rastros de reconocimiento ni piedad.

Entonces la expresión de Gustav cambió de manera sutil. La furia enloquecida se desvaneció de sus ojos para ser reemplazada por la perplejidad. Abrió la boca pero, antes de que pudiera hablar, una gruesa gota de sangre brillante apareció en sus labios. El martillo cayó y repiqueteó sobre el suelo del hangar. Bajó la mirada hacia su cuerpo.

La hoja de una assegai masai salía tres palmos del centro de su pecho. Sacudió la cabeza como si no pudiera creer lo que estaba viendo. Luego sus piernas se combaron. Manyoro estaba parado cerca detrás de él, y cuando cayó, arrancó la hoja de donde la había clavado. El corazón del alemán todavía debía seguir latiendo pues una pequeña fuente de sangre brotaba de la herida abierta y se detuvo cuando Gustav murió.

León miró a Manyoro. Su mente hervía con locas conjeturas. Había visto a Manyoro por última vez hacía casi una semana en el monte Lonsonyo. ¿Cómo había llegado de manera tan afortunada? Entonces, vio que Loikot estaba con él y, antes de que pudiera detenerlo, había clavado su propia assegai en el cadáver inerte.

León se sintió dominado por el horror y el miedo. Sin importar las circunstancias en que había ocurrido, ellos habían matado a un hombre blanco. El castigo llegaría en forma de nudo de una horca. La administración de la colonia no podía permitirse tolerar un delito tan atroz en un país donde los blancos eran superados en cincuenta a uno por los miembros de las tribus. Iba a sentar un precedente demasiado peligroso. Con su mente trabajando a toda velocidad, León les preguntó a los dos masai:

—¿Cómo llegaron aquí?

—Cuando el soldado lo llevó de Lonsonyo, lo seguimos.

—Les debo la vida. El Bula Matari me habría matado, pero ustedes saben lo que les ocurrirá si la policía los atrapa.

—No importa —replicó Manyoro con dignidad—. Pueden hacer conmigo lo que quieran. Usted es mi hermano. No podía quedarme ahí mirando cómo lo mataba.

—¿Alguien más sabe que están en Nairobi? —preguntó León, y ellos sacudieron negativamente las cabezas—. Bien. Debemos actuar con rapidez.

Entre los tres envolvieron el cadáver de Gustav en una lona impermeable del depósito con un eje de cigüeñal de más de veinte kilos atado a los pies. Lo sujetaron con largos trozos de soga de cáñamo y luego lo llevaron al Mariposa para cargarlo en el dispositivo principal para bombas en el fuselaje. Siempre moviéndose con rapidez, pusieron en orden el hangar y se deshicieron de todo rastro de la pelea y del fuego. Sacaron los restos de los cajones de embalaje y los amontonaron en una pila de leña detrás del Club de Polo. Luego desparramaron tierra nueva sobre las manchas de sangre, la pisotearon y desparramaron aceite de motores en el lugar para ocultar la naturaleza de las manchas.

Si alguien preguntaba acerca de la desaparición de Gustav, se daría por supuesto que había huido para librarse del arresto y el encarcelamiento en un campo de concentración.

Cuando León quedó satisfecho de que habían ocultado hasta donde era posible todas las pruebas de lo ocurrido, sacaron al Mariposa del hangar y él subió a la cabina para empezar los procedimientos de puesta en marcha. Los dos masai estaban parados, listos para hacer girar las hélices. Entonces, se quedaron inmóviles mirando hacia la oscuridad de donde llegaba el ruido de un caballo a todo galope.

—¿La policía? —dijo León entre dientes—. Tengo el cadáver de un hombre asesinado a bordo. Esto podría significar un problema.

Contuvo la respiración y luego la soltó cuando Max Rosenthal salió de la noche y desmontó. Llevaba una mochila grande colgada en la espalda y se acercó corriendo a un lado del Mariposa.

—Usted prometió que me iba a ayudar —dijo con gesto de quien está aterrorizado y perseguido—. En la plaza de armas acaban de fusilar a tres alemanes acusados de ser espías. Señor Courtney, usted sabe que yo no soy un espía.

—No te preocupes, Max. Yo te sacaré de aquí —lo tranquilizó León—. ¡Sube a bordo!

Apenas arrancaron los motores, los dos masai treparon para unirse a Max en la cabina y con la luna en cuarto creciente para iluminarle el camino, León despegó y se dirigió al Sur, hacia la frontera con África Oriental Alemana. Tres horas después, la superficie plateada del lago Natron apareció adelante, brillando como un espejo a la luz de la luna.

León dejó que el Mariposa descendiera hasta que estuvieron casi rozando el agua. Voló hasta el centro antes de apretar la palanca que abrió el dispositivo de bombas, luego se asomó por un lado de la cabina para ver cómo el cuerpo envuelto en lona caía a plomo en las saladas y cáusticas aguas. Levantó una lluvia de espuma blanca. Dio la vuelta en un círculo bajo, sobre la superficie, para asegurarse de que no estaba flotando, pero el lastre de metal lo había arrastrado y apenas si había algunas ondas a la vista.

Regresó hacia la orilla oriental. El lago Natron estaba atravesado por la frontera entre los territorios alemán y británico. En esa temporada seca del año, las playas quedaban a la vista, y como el agua era rica en sales cáusticas, se veían blancas y brillantes, con la sal muy dura y compacta. León pudo aterrizar con el Mariposa sin peligro en una de ellas. La dificultad estaba en decidir cuál de aquellas playas era la que más resistía. Hizo una pasada sobre una franja que parecía firme y dura, dio otra vuelta y bajó con suavidad. El Mariposa se estabilizó y empezó a disminuir la velocidad. Entonces, su corazón se sobresaltó cuando sintió que las ruedas atravesaban la corteza de sal para hundirse en el barro blando debajo. El avión se detuvo de manera tan repentina que todos fueron lanzados contra sus correas de seguridad.

León apagó los motores y bajaron a la playa. Una rápida inspección reveló que no había daños evidentes en el tren de aterrizaje ni en el fuselaje, pero las ruedas estaban sumergidas hasta el eje en el fango. León caminó en círculo alrededor del Mariposa para probar la superficie. Habían tenido la mala suerte de tropezar con un pequeño pozo de barro. Quince metros más adelante la tierra era firme, pero no había manera de que los cuatro hombres pudieran llevar la pesada máquina tan lejos.

—¿Dónde estamos, Manyoro?

Los dos masai consultaron entre sí antes de responder.

—Estamos en la tierra de los Bula Matari. A medio día de marcha para regresar a la frontera.

—¿Hay alemanes cerca?

Manyoro sacudió la cabeza.

—El puesto más cercano está en Longido. —Apuntó al Sudeste—. Les llevaría más de un día a los soldados llegar hasta aquí.

—¿Hay alguna aldea cerca donde podamos encontrar hombres para que nos ayuden?

Ndio, M’bogo. A menos de una hora de marcha por la orilla desde aquí hay una gran aldea de pescadores.

—¿Tienen bueyes de tiro?

Manyoro consultó con Loikot y finalmente ambos asintieron con la cabeza.

—Sí. Es una aldea grande y el jefe es un hombre rico. Tiene muchos bueyes.

—Vayan a buscarlo, mis hermanos, tan rápido como puedan correr. Díganle que si trae algunos de sus bueyes para sacarnos del barro, haré que sea un hombre más rico todavía. Deben traer sogas también.

León y Max se sentaron en la cabina a esperar, pero densas nubes de mosquitos zumbaron alrededor de sus cabezas y los mantuvieron despiertos hasta el amanecer. Por fin escucharon las voces y el mugir de los bueyes que venían desde la dirección en la que Manyoro y Loikot habían desaparecido. Luego apareció una multitud de personas y animales que se acercaba a ellos por la orilla. Manyoro iba a la cabeza, trotando mucho más adelante.

León saltó de la cabina y corrió a encontrarse con él.

—He traído muchos bueyes. —Manyoro sonreía por el logro obtenido cuando estuvieron juntos.

—Te felicito, Manyoro. Has hecho un trabajo de gran valor. ¿Trajeron sogas? —preguntó León.

La sonrisa de Manyoro se desvaneció.

—Sólo trozos cortos de cuero, que no van más allá del pozo de barro hasta nuestro indege —admitió. Trató de mostrarse apesadumbrado, pero León había visto el centelleo en sus ojos.

—Un hombre tan sabio como tú debe de haber pensado en otro plan —dijo León.

Manyoro ofreció la más deslumbrante de sus sonrisas.

—¿Qué me has traído, hermano?

—¡Redes de pescadores! —gritó y se desarmó en un vendaval de risitas divertidas.

—Ésa es una muy buena broma —comentó León—, pero dime la verdad ahora.

—Ésa es la verdad. —Manyoro se tambaleó relajado sin poder contener su regocijo—. Ya lo verá, M’bogo, ya lo verá, y luego usted me felicitará todavía más.

Los treinta y seis bueyes eran arreados por la orilla del lago por varios cientos de pescadores, con sus mujeres y niños. En el lomo de cada buey había un enorme bulto de algún material amorfo atado con correas. Bajo la supervisión severa de Manyoro y Loikot, los bultos fueron descargados y colocados en la playa. Cuando los desenrollaron, resultaron ser redes tejidas a mano de sesenta metros de largo. Las mallas tenían poco más de tres centímetros de ancho y los nudos eran prolijos y firmes. León estiró una parte sobre sus hombros y trató con toda su fuerza de romperla. Los aldeanos bailaron y aullaron cuando se puso rojo con sus esfuerzos vanos.

—¡Miren su cara! —se decían unos a otros—. Está del color de las carúnculas del pavo. Nuestras redes son las más finas y más fuertes de este país. Ni siquiera los cocodrilos más grandes pueden romperlas.

Las redes fueron colocadas, unidas, y luego enroscadas con sumo cuidado para formar un largo y voluminoso cabo de unos sesenta o setenta centímetros de diámetro, más grueso y más pesado que los cabos de amarre de un barco de gran porte. Grupos de lugareños llevaron un extremo hasta donde estaba el Mariposa, con sus alas inclinadas en un ángulo de abandono y desolación. León envolvió el extremo sobre el tren de aterrizaje y lo aseguró con las correas de cuero que los aldeanos trajeron con las redes. Los grupos de bueyes fueron llevados hasta el borde del barro y atados al extremo del grueso cabo. León, Max y los dos masai tomaron sus puestos en cada una de las puntas de las alas del Mariposa para impedir que se balanceara y se hundieran en el barro. Luego, con los gritos de estímulo de los que miraban y los estallidos de los látigos de los conductores, los bueyes tiraron. El cabo se alzó del barro y salió tirante y firme. Durante un minuto nada más ocurrió, pero luego, poco a poco, las ruedas del tren de aterrizaje salieron del barro y el Mariposa se movió hacia terreno seco.

Cuando la histeria del festejo y las congratulaciones mutuas amainó, León le dio al jefe de la aldea un regalo generoso, suficiente para comprar varios bueyes más. Luego se despidió de Max y lo vio iniciar alegremente el viaje hasta el puesto alemán de policía en Longido, con su mochila a la espalda. Apenas desapareció en la maleza, León y los masai pusieron en marcha los motores del Mariposa y subieron a la cabina. Cuando estuvieron en el aire, León giró hacia el Norte, rumbo a Nairobi.

Los días siguientes fueron de febril actividad para León, que debió presentarse ante lord Delamere para asumir su nuevo cargo de oficial de inteligencia y coordinación de milord. A pesar de toda esta distracción, Eva nunca estaba lejos de su mente. Su imagen aparecía de manera inesperada para obsesionarlo en cualquier momento del día.

Cuando Penrod partió rumbo a su nuevo puesto en Egipto, León estaba en la estación del ferrocarril para despedirlo. Su relación se había enfriado notablemente desde que Eva se había interpuesto entre ellos. A último momento, mientras estaban parados en el andén del ferrocarril y el maquinista hizo sonar su silbato, León no pudo contenerse. Una vez más le preguntó a su tío si había alguna manera en la que pudiera ponerse en contacto con Eva ahora que Alemania y Gran Bretaña estaban en guerra y todos los canales normales de comunicación habían sido cerrados.

—Debes olvidarte de esa joven. Ya he sacado las papas del fuego por ti una vez y no quiero verme forzado a hacerlo de nuevo. Ella sólo te traerá problemas y desengaños —respondió Penrod y subió a la plataforma de su vagón—. Le daré tus cariños a tu tía. Eso la complacerá.

Casi una semana después, León salía de las oficinas de lord Delamere en el edificio del Banco Barclays y, cuando atravesó las puertas principales para llegar a la calle, sintió que una pequeña y blanda manito le apretaba la suya. Sobresaltado, miró hacia abajo para ver los inmensos ojos oscuros de uno de los querubines de Vilabjhi.

—¡Latika! ¡Mi dulce bombón! —la saludó.

—Usted recuerda mi nombre —exclamó encantada.

—Por supuesto que lo recuerdo. Somos amigos, ¿no?

Sólo entonces ella recordó su mandado. Puso un pequeño cuadrado de papel plegado en su mano.

—Mi papá me dijo que le entregara esto.

León lo desdobló y leyó rápidamente: «Debo hablar con usted. Latika puede traerlo a mi emporio tan pronto como pueda venir. Firmado por el señor Goolam Vilabjhi».

Latika le tironeaba la mano y él dejó que ella lo llevara hasta donde estaba su caballo atado a un poste en la calle. Montó y luego se inclinó desde la silla para tomar a la niña por debajo de sus axilas y ponerla detrás de él. Ella se agarró de su cintura y recorrieron toda la calle con Latika chillando y sacudiéndose fascinada.

Cuando entraron en la tienda del señor Vilabjhi, León vio que el pequeño santuario dedicado a él había sido mantenido cuidadosamente y se le habían agregado más recuerdos de su vida: fotografías de él con ropa de vuelo y artículos de periódicos sobre el día al aire libre en el campo de polo.

El señor Vilabjhi salió corriendo de la parte trasera del lugar para darle la bienvenida, y su esposa trajo una bandeja con café árabe muy fuerte y frutas confitadas. La mujer era seguida por todas sus hijas, pero antes de que pudieran entrar, su padre las echó con gritos cariñosos de «¡Váyanse, perversos y ruidosos personajes de sexo femenino!». Cerró la puerta detrás de ellas. Entonces, se volvió hacia León.

—Tengo un asunto muy urgente y agobiante sobre el que suplico me dé su sabio consejo.

León bebió el café y esperó que él continuara.

—Sin ningún lugar a duda, usted sabe que su tío, el eminente sahib general de división Ballantyne, me pidió que recibiera los mensajes de la encantadora memsahib Von Wellberg para él y los enviara a la autoridad correspondiente. —Miró a León con curiosidad.

León estaba a punto de negar todo conocimiento de este arreglo, pero luego se dio cuenta de que eso sería un error, de modo que asintió con la cabeza.

—Por supuesto —coincidió, y el señor Vilabjhi se mostró aliviado.

—La razón por la que el general me escogió a mí es que tengo una sobrina que vive con su marido en Altnau, una pequeña ciudad de Suiza, en la orilla norte del lago Bodensee. Al otro lado del lago está la ciudad de Wieskirche, en Baviera. Allí es donde está el castillo del conde alemán y también la fábrica principal de los Talleres Meerbach Motor. Allí es también donde vive la memsahib Von Wellberg. —El señor Vilabjhi lo había dicho con gran delicadeza—. Mi sobrina trabaja en la compañía suiza de telegramas. Su marido tiene un pequeño barco pesquero en el lago. La orilla no está demasiado custodiada por los atroces alemanes, así que es fácil que crucen el agua por la noche y recojan cualquier mensaje en Wieskirche para luego regresar a su casa y telegrafiármelo a mí. Yo se lo llevo al general Ballantyne. Pero ahora el estimado general se ha ido. Antes de partir me dijo que debía entregar cualquier mensaje que llegara al hombre que ocupa su lugar en el cuartel general de los RAR.

—Sí. El coronel Snell —confirmó León con toda tranquilidad, aunque su corazón latía a toda velocidad ante la posibilidad de tener mensajes que venían directamente de Eva.

—Ah, por supuesto le estoy diciendo algo que es bien sabido por usted. Sin embargo, algo terrible ha ocurrido. —El señor Vilabjhi se interrumpió y dio vuelta sus ojos con gesto trágico.

El temor hizo que el corazón de León se helara.

—¿Algo le ha ocurrido a la memsahib Von Wellberg? —preguntó.

—No, no, de ninguna manera. Nada le ha ocurrido a la memsahib, sino que algo me ha ocurrido a mí. Después de la partida del general, tomé el primer despacho de mi sobrina y lo llevé a la oficina del coronel Snell. Ahí me enteré en términos absolutamente claros de que ese hombre es un enemigo del general. Ahora que ha partido hacia Egipto, Snell no va a continuar ni promover ninguna empresa iniciada por su amable y honorable pariente. Creo que eso se debe a que cualquier elogio o éxito que de ello se siga, sólo va a contribuir a favorecer al general, más que a Snell mismo. También parece que él sabe que usted y yo somos amigos, y él lo considera a usted un enemigo. Él sabía que, si me insultaba y cuestionaba mi veracidad, lo estaría atacando a usted. Me echó con palabras severas. —El señor Vilabjhi hizo una pausa. Era obvio que había sido profundamente lastimado en su encuentro con Snell. Luego continuó amargamente—. Me llamó «negro adorador del demonio» y me dijo que no regresara a verlo con mis tonterías acerca de despachos secretos. —Brotaron lágrimas de sus ojos oscuros—. Estoy al borde de mi resistencia y tolerancia. No sé qué hacer; por eso lo consulto a usted.

León se frotó la barbilla pensativamente. Su mente se movía a gran velocidad. Sabía que si quería volver a ver alguna vez a Eva, necesitaba al señor Vilabjhi como su aliado. Escogió sus palabras cuidadosamente.

—Usted y yo somos leales súbditos del rey Jorge V, ¿no?

—Efectivamente, lo somos, sahib.

—Si ese hombre detestable, Snell, es un traidor, usted y yo no lo somos.

—¡No! ¡Nunca! Somos verdaderos y decididos ingleses.

—En nombre de nuestro soberano, tenemos que tomar sobre nosotros la responsabilidad de esta empresa, sacándola de las manos de Snell, y conducirla a una victoriosa conclusión. —León había seguido con el estilo de floridas frases del señor Vilabjhi.

—¡Me regocija escuchar palabras tan sabias, sahib! Eso era lo que yo esperaba que usted dijera.

—Primero, usted y yo debemos leer el mensaje que Snell rechazó. ¿Lo ha guardado en su caja de seguridad?

Vilabjhi se levantó de un salto de su escritorio y fue a la caja fuerte de hierro en la pared. Sacó un enorme libro de contabilidad encuadernado en cuero rojo. Metido debajo de la tapa de atrás había uno de los característicos sobres de la Oficina Postal. Se lo dio a León. La solapa estaba cerrada.

—¿Usted no lo abrió?

—Por supuesto que no. Esto no tiene nada que ver conmigo.

—Pues bien, ahora sí —le dijo León, y abrió el sobre con la uña del dedo pulgar. Sacó una hoja de papel marrón doblada. Las manos le temblaban de la emoción cuando la desdobló y estiró sobre el escritorio. Entonces, quedó consternado. Estaba cubierto de filas y columnas de números, ninguna letra.

—¡Maldito sea! Está en clave —se lamentó—. ¿Tiene usted la clave?

El señor Vilabjhi sacudió la cabeza.

—Pero, por supuesto, usted sabe cómo enviar una respuesta, ¿no?

—Por supuesto. Organicé el enlace con la memsahib a través de mi sobrina.

Eva bajó corriendo pero delicadamente la magnífica escalera de mármol del Schloss. Sus botas de montar no hicieron ruido sobre los escalones alfombrados. Las paredes tapizadas en madera estaban cubiertas con retratos pintados de los antepasados de Otto a lo largo de los siglos y había armaduras en cada descanso. Al principio había encontrado que el estilo arquitectónico y los pesados muebles eran deprimentes, pero ya no les prestaba ninguna atención. Al llegar al descanso más bajo, escuchó voces que subían por el hueco de la escalera. Se detuvo a escuchar.

Otto estaba conversando con al menos otros dos hombres y pudo reconocer la voz de Alfred Lutz, el comodoro de su flota de dirigibles, y la de Hans Ritter, el navegante principal, que parecía estar discutiendo con el Graf.

El tono de Otto era fuerte e intimidante. Desde que había sido atacado por el león, su estilo antes dominante se había vuelto cada vez más autoritario. Eva pensó que Ritter ya debía haberlo sabido y que debía tener más cuidado para no provocarlo.

—Partiremos de Wieskirche y volaremos sobre Bulgaria y Turquía; luego iremos a la Mesopotamia, donde nuestro ejército ya está ocupando la parte norte del país. Aterrizaremos allí para llenar nuestros tanques con combustible, aceite y agua. De allí pasaremos a Damasco, luego al otro lado del Mar Rojo, hasta el valle del Nilo, Kartum y el Sudán.

Parecía que Otto estaba ilustrando su conferencia a Lutz y Ritter sobre el mapa a gran escala colocado en la pared del fondo de la biblioteca.

Continuó:

—Del Sudán cruzaremos los grandes lagos africanos y volaremos sobre el valle del Rift a Arusha, donde Schnee y Von Lettow Vorbeck mantienen depósitos de combustible y aceite para nosotros. De allí, vamos al lago Nyasa y a Rodesia. Observaremos absoluto silencio de radio hasta que estemos sobre el Kalahari central. Sólo entonces nos pondremos en contacto con Koos de la Rey por radio a nuestra estación repetidora en Walvis Bay, en la costa occidental de África.

Eva sintió una profunda sensación de haber logrado algo. Ésta era la información más importante y fundamental que hasta ese momento había podido descubrir. En ese instante supo exactamente cómo Otto pensaba enviar el cargamento de armas y oro acuñado para los rebeldes sudafricanos. Penrod había sugerido que iba a ser enviado en submarino hasta alguna playa no habitada de la costa occidental de Sudáfrica. Nadie había pensado en un dirigible. Pero en ese momento ella tenía el plan completo, e incluso una descripción precisa de la ruta que Otto iba a seguir en el continente africano. Con esta información le daba a Penrod Ballantyne todo lo que necesitaba, salvo la fecha en que el viaje iba a comenzar.

Se sobresaltó cuando escuchó las puertas de la biblioteca que se abrían, y las voces fueron fuertes y más claras. Ruidos de pasos le advirtieron que Otto y sus aviadores estaban saliendo hacia el salón. No debía ser encontrada escuchando a escondidas. Corrió escaleras abajo el último tramo, sin hacer el menor intento de cubrir el ruido de sus pasos. Los hombres estaban parados en grupo en el centro del salón. Los pilotos la saludaron respetuosamente y el rostro de Otto brilló de placer.

—¿Vas dar un paseo a caballo? —le preguntó.

—Le dije al cocinero que iría a Friedrichshafen a ver si la anciana del mercado tiene algunas trufas negras para tu cena. Sé lo mucho que te gustan. ¿No te molesta si te dejo por unas horas, Otto? A mi regreso podría detenerme a dibujar una vista del lago.

—De ninguna manera, mi querida. De todos modos, voy a la fábrica con Lutz y Ritter a controlar el armado final del nuevo dirigible. Podría estar fuera por un largo rato. Probablemente almorzaré con el comodoro Lutz en el comedor de los gerentes. Pero no hagas planes para la semana que viene.

—¿Estás ya casi listo para hacer volar el dirigible? —Aplaudió con fingido entusiasmo.

—Tal vez sí, tal vez no —bromeó, con humor denso—. Pero me gustaría que estuvieras ahí cuando lo saquemos del hangar para su vuelo de bautismo. Creo que lo encontrarás sumamente excitante. —Levantó su brazo izquierdo y abrió con un clic los dedos de metal de la prótesis que estaba colocada sobre el muñón. Puso un cigarro cubano en las garras del apéndice de metal y lo sostuvo en su lugar con una torsión lateral de su muñeca. Luego lo levantó y colocó la punta entre sus labios. Lutz encendió un Vesta y se lo sostuvo hasta que echó nubes de humo.

Eva sofocó un escalofrío de inquietud. La mano artificial la asustaba. Había sido hecha para Otto por los ingenieros en su fábrica, siguiendo los propios diseños del conde. Era un aparato extraordinario con el que ya había desarrollado una destreza alarmante. Podía tomar la botella entre los dedos de acero y servir el vino a sus invitados a cenar sin derramar una sola gota, podía también abotonarse la chaqueta, cepillarse los dientes, repartir las cartas y atarse los cordones de los zapatos.

Había creado también otros varios accesorios para reemplazar el pulgar y el índice, entre los cuales había una selección de cuchillos de lucha, un agarre para el palo de polo y un apoyo para sostener firme el guardamano de un rifle mientras él apuntaba el arma con su acostumbrada precisión. Sin embargo, lo más formidable de todo era una maza de combate con puntas. Con esta terrible maza en lugar de su mano, Otto podía golpear una pesada viga de roble y convertirla en astillas. Ella lo había visto poner fin al sufrimiento de un caballo con una pata quebrada dándole un golpe que le había aplastado el cráneo.

Otto la besó y luego llevó a sus invitados hasta la puerta de entrada del Schloss. Subieron a un automóvil Meerbach negro brillante. Otto despidió al chofer, tomó el volante con su puño de acero y salieron rugiendo hacia la fábrica. Eva lo saludó con la mano hasta que se perdió de vista. Luego, con un suspiro de alivio, corrió al área de servicio, donde uno de los mozos de cuadra sujetaba a su yegua favorita. Apenas perdió de vista al Schloss taloneó a la yegua en los flancos y la instó a un veloz galope por el sendero en el bosque hacia el lago. Estos paseos solitarios eran el único escape del viejo y sombrío castillo y de Otto.

Desde que había conocido a León, se le había hecho casi imposible mantener su papel cuidadosamente ensayado de la dedicada y amorosa amante del Graf, así como satisfacer sus interminables demandas físicas. Había noches en que, con su cuerpo musculoso desnudo golpeando sobre el suyo —su carne marcada con todas aquellas cicatrices rojas y vividas infligidas por las garras del león, su rostro hinchado y encendido por la pasión, el sudor de él goteando sobre la cara de ella—, Eva apenas si podía evitar clavarle las uñas en sus ojos nublados por la pasión para arrojarse fuera de la gran cama imperial. No podía continuar mucho más tiempo antes de que cometiera un error y él descubriera que había sido engañado. Cuando lo descubriera, su venganza sería despiadada. Ella tenía miedo y anhelaba estar a salvo en los brazos de León, protegida por su amor. No había un momento de su existencia en que no lo extrañara.

—Lo amo pero sé que nunca más lo volveré a ver —susurró, y las lágrimas volaron hacia atrás por sobre sus mejillas con la velocidad del galope de la yegua. Por fin llegaron al lugar de su paisaje favorito, frente al lago Bodensee, con las cimas cubiertas de nieve de los Alpes suizos en el otro lado. Se detuvo en aquella altura del terreno, se secó las lágrimas y miró por sobre las aguas azules. Había muchas velas a la vista, pero ella fijó su atención en un diminuto barco pesquero, que navegaba con el viento a favor bajo la vela mayor y el foque recogidos. Un hombre estaba apoyado perezosamente sobre la caña del timón en popa, y una muchacha de piel oscura con un vestido muy colorido, sentada con las piernas cruzadas en la cubierta de proa. Con una expresión inescrutable, miraba por sobre el agua hacia donde estaba Eva. Aunque se conocían bien, nunca habían hablado, y esto era lo más cerca que jamás habían estado de un verdadero encuentro. Eva no sabía su nombre. Su relación había sido arreglada por Penrod Ballantyne y el señor Goolam Vilabjhi.

La muchacha giró la cabeza y dijo algo al hombre en la popa. Éste puso la caña del timón desde lo alto y clavó con tachuelas el barco pesquero. Cuando comenzó a virar a través del viento, el banderín azul en el palo mayor se desplegó y flameó. Era la señal de que había un mensaje para Eva. El bote viró por la banda de estribor y puso proa a la orilla suiza del lago.

Eva se sintió aliviada. Durante las semanas anteriores había estado esperando una respuesta a su último mensaje para Penrod en Nairobi. Su silencio la había hecho sentir aún más vulnerable. Aunque todavía estaba resentida porque la había separado de León, Penrod era el único aliado que ella tenía en todo su solitario mundo. Recogió las riendas y trotó con la yegua a lo largo de la orilla en dirección a Friedrichshafen. La propiedad de Meerbach se extendía por más de treinta kilómetros.

En un punto más adelante, un bosquecillo llegaba hasta el borde del agua. Los árboles marcaban la unión del lago con el muro que servía de límite. Cuando llegó a ese punto, desmontó y abrió la puerta que había allí. El muro era una construcción sólida de bloques de piedras sin mortero. Otto se había jactado ante ella de que había sido construido originariamente por los legionarios romanos de Tiberio. Ató la yegua a la puerta, trepó por los bloques de piedra y, con su bloc de dibujo abierto en su regazo, miró a su alrededor como si estuviera admirando el paisaje.

Cuando estuvo segura de que nadie la observaba, estiró la mano hacia abajo con toda tranquilidad y levantó una piedra cubierta de musgo para sacarla de su lugar. En el hueco debajo de ella, había una hoja doblada de delgado papel de arroz que la muchacha de piel oscura había puesto allí para ella.

Eva volvió a poner cuidadosamente la piedra en su lugar antes de desdoblar el papel. Le alarmó que el texto estuviera escrito en lengua común, no cifrada. Su primer pensamiento fue que le habían tendido una trampa. Rápidamente leyó los dos renglones de texto, luego abrió la boca en expresión de asombro. «El tío se fue. Qué código usa, pregunta Tejón».

La alegría la invadió.

—¡Tejón! —exclamó—. Mi querido Tejón, me has encontrado.

Aunque los separaba medio mundo, ella supo que ya no estaba totalmente sola. Saber eso la fortaleció y consoló su corazón herido. Puso el trozo de papel de arroz en su boca, lo masticó y lo tragó. Entonces, luchando por controlar sus emociones cada vez más intensas, empezó un bosquejo de la costa del lago con el chapitel de Wieskirche en el fondo. Finalmente, segura de que Otto no había enviado a ninguno de sus hombres para espiarla, arrancó una tira pequeña del pie del bloc y escribió en claras mayúsculas: DICCIONARIO INGLÉS MACMILLAN EDICIÓN JULIO 1908 PUNTO PRIMER GRUPO DE NÚMEROS ES PÁGINA PUNTO SEGUNDO GRUPO DE NÚMEROS ES COLUMNA PUNTO ÚLTIMO GRUPO DE NÚMEROS ES PALABRA DESDE ARRIBA PUNTO. Se detuvo para buscar palabras que expresaran sus sentimientos de manera adecuada. Finalmente escribió: «ESTÁS EN MI CORAZÓN PARA SIEMPRE». No añadió firma.

Dobló el papel y lo puso cuidadosamente en el hueco debajo de la piedra del muro. La muchacha del otro lado del lago vendría por él después del anochecer. Se lo transmitiría al señor Goolam Vilabjhi y para el día siguiente a la noche Tejón lo iba a estar leyendo en Nairobi. Permaneció sentada durante un largo rato más, inclinada sobre el bloc de dibujo, fingiendo dibujar, pero su espíritu burbujeaba como una botella de champaña Dom Perignon recién abierta.

—Regresar a África y al hombre que amo. Eso es lo único que deseo. Por favor, Dios querido, ten piedad de mí —rogó en voz alta.

León pasó la mañana en reunión con Hugh Delamere y sus otros oficiales. El pequeño hombre se había dedicado por completo a la formación y el entrenamiento de su pequeña fuerza. Ya había reclutado a más de doscientos hombres y los había equipado y provisto de caballos de su propio bolsillo. Delamere era famoso en toda la colonia por su energía y su entusiasmo, pero seguirle el ritmo era agotador. Le había tomado a Delamere menos de dos semanas presionar y seducir al regimiento hasta dejarlo listo para una campaña. Ya quería enfrentar a un enemigo y para que le encontrara uno había recurrido a León.

—Usted es el único piloto que tenemos, Courtney. Nuestra frontera con los hunos es larga y la selva es espesa. Estoy de acuerdo con usted en que la mejor manera de mantener un ojo abierto para los movimientos de Von Lettow y sus askaris es desde el aire. Usted tiene ese trabajo. Mi conjetura es que tratará de llegar a Nairobi con marchas forzadas por el valle del Rift desde la base principal alemana en Arusha. Quiero que usted haga vuelos de patrullaje y reconocimiento regulares desde el campamento Percy. También sé que tiene una red de chungaji masai para la vigilancia de los elefantes que entren en su área. Usted debería hacerles saber a sus muchachos que, por el momento, estamos más interesados en los hunos que en el marfil.

Para el mediodía, la libreta de anotaciones de León estaba medio llena con las órdenes e instrucciones de milord. Delamere despidió a sus oficiales para la hora del almuerzo con la orden de regresar luego a las catorce. Milord disfrutaba de su almuerzo y de su siesta, de modo que dos horas eran tiempo suficiente para ir al club para un almuerzo ligero y regresar otra vez antes de que Delamere lo hiciera azotar. Pero apenas salió a la calle, Latika lo estaba esperando junto al poste para atar caballos delante del banco. Le estaba dando al suyo terrones de azúcar, cosa que a ambos les gustaba mucho.

—Hola, Bombón. ¿Viniste a visitarme a mí o a mi caballo?

—Mi papá me envió para darle esto. —Sacó un sobre cerrado de papel oscuro del bolsillo del delantal y se lo dio. Observó la cara de él cuando lo abrió y leyó el telegrama—. ¿Es una carta de alguien que lo ama? —preguntó con nostalgia.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—¿Usted también la ama?

—Sí, mucho.

—No olvide que yo también lo amo —susurró y él se dio cuenta de que estaba al borde de las lágrimas.

—Entonces, no te molestará que te lleve a tu casa en mi caballo, ¿no?

Latika sorbió sus lágrimas y olvidó a su potencial rival. Montada detrás de él, parloteó alegremente todo el camino hasta la tienda del padre.

El señor Goolam Vilabjhi salió a la vereda para saludarlos.

—¡Bienvenido! ¡Bienvenido! La señora Vilabjhi está sirviendo su mundialmente famoso curry de pollo y arroz azafranado para el almuerzo. Se enojará y se pondrá triste si usted no lo prueba con nosotros.

Mientras la señora Vilabjhi y sus hijas daban los últimos toques a la mesa para el almuerzo, León se paró delante de la estantería de libros para recorrer con la vista aquellos volúmenes. Luego dejó escapar un gruñido de satisfacción y tomó un ejemplar del diccionario de inglés Macmillan del estante superior.

—¿Puede prestarme esto por un tiempo? —preguntó.

El señor Vilabjhi se tocó un lado de la nariz con un dedo y le dirigió una mirada cómplice.

—El general Ballantyne tenía un ejemplar de ese libro sobre su escritorio. Era lo primero que tomaba cada vez que yo le llevaba un telegrama de Suiza. Tal vez memsahib Von Wellberg le ha enviado la clave. —En ese momento se cubrió ambas orejas con las manos y dijo—: Pero no me lo diga. Yo soy como el mono que no escucha el mal. Nosotros, los agentes secretos, debemos ser discretos siempre.

El curry estaba exquisito, pero León, ansioso por escribir su respuesta a Eva, apenas lo saboreó. En cuanto las niñas levantaron los platos vacíos, se encerró en la oficina del señor Vilabjhi y a los veinte minutos había ya codificado un mensaje para enviarle a Eva.

Comenzaba con una ferviente manifestación de su amor, luego le explicaba la ausencia de Penrod y continuaba: «Con mi tío transferido a El Cairo he quedado a oscuras punto necesito toda la información que tengas punto mi amor eterno punto Tejón».

Cuatro días después recibió la respuesta de Eva. Se sentó en la oficina del señor Vilabjhi y usó el diccionario para descifrarlo. Le contaba brevemente la información que había recogido durante la rápida visita con Otto y Hennie al territorio alemán en África para encontrarse con Von Lettow Vorbeck y Koos de la Rey. Explicó el plan para levantar una rebelión en Sudáfrica cuando comenzara la guerra, y agregaba una lista de los materiales y depósitos que De la Rey había solicitado y que el Graf Otto había prometido entregar.

Cuando leyó el inventario León silbó suavemente.

—¡Cinco millones de marcos alemanes en monedas de oro! Eso equivale casi a dos millones de libras esterlinas. Lo suficiente para comprar todo el maldito continente africano, no sólo la punta.

Se echó hacia atrás sentado en la silla del señor Vilabjhi y reflexionó acerca de la posibilidad de que un plan tan audaz diera resultado. Recordó el enojo y la amargura que dominaban a Hennie du Rand y pensó. «Hay cien mil otros bóers exactamente como él, soldados entrenados y endurecidos en la lucha. Si contaran con los medios necesarios, podían apoderarse de todo el país en pocos días. Maldición, el plan podría muy bien dar resultado. Pero ¿existe alguna manera en que nosotros podamos impedirlo?»

El señor Goolam Vilabjhi apareció en la puerta.

—Acaba de llegar otro mensaje. —Se acercó al escritorio y colocó el sobre delante de León.

Trabajó rápido con el diccionario y luego se reclinó en su silla. «¡Dirigible! No por barco sino por un maldito y enorme dirigible, y mi adorada pequeña ha descubierto la ruta exacta que seguirán. Sólo falta que ella pueda decirnos cuándo planean venir».

Cuando el grupo de huéspedes terminó el desayuno, el Graf Otto lo condujo fuera del Schloss por la escalinata hasta donde esperaban cinco enormes limusinas negras Meerbach. Había cinco oficiales de alto rango de la Oficina de Guerra en Berlín, todos acompañados de sus esposas. Las mujeres estaban vestidas como para ir a las carreras, con sombrillas y sombreros cubiertos de plumas; los hombres, en uniforme de gala, con espadas colgadas de sus cinturones, y las pecheras brillando con medallas y órdenes de caballería cubiertas de diamantes. La etiqueta era tan estrictamente observada que se requirió algún tiempo para hacerlos subir a los vehículos sin infringir el orden militar de precedencia, y finalmente Eva se ubicó en el tercer automóvil. Sus compañeros eran un almirante de la flota y su enorme esposa con aspecto de caballo.

Era un viaje en coche de veinte minutos hasta la fábrica principal de Meerbach, y cuando se acercaban al ingreso principal en medio del alto alambre de púa que la rodeaba, el Graf Otto, al volante de la primera limusina, tocó la bocina. Las puertas se abrieron y los guardias presentaron armas para mantenerse rígidamente en atención hasta que pasara todo el convoy.

Ésa era la primera visita de Eva a la ciudadela en el centro del imperio de la ingeniería de Meerbach, que se extendía sobre un área de casi doce kilómetros cuadrados. Las calles estaban pavimentadas con adoquines, y en la plaza delante de las oficinas centrales de la administración, una espléndida fuente de mármol arrojaba agua a quince metros de altura. Los tres cobertizos que alojaban la flota de dirigibles estaban en la esquina más alejada del complejo. Ella no estaba preparada para tan enorme tamaño. Se veían tan altos y espaciosos como catedrales góticas.

El tiempo era encantador, soleado y tibio cuando el grupo se apeó delante de las altas puertas corredizas del edificio central y se dirigieron a la hilera de sillones preparados para ellos debajo de amplias sombrillas, todas con el escudo de armas de la casa de Meerbach. Cuando se sentaron, tres camareros con chaquetas blancas se acercaron a ellos con bandejas de plata donde llevaban copas de cristal llenas de champaña. Cuando todos tuvieron su copa en la mano, el Graf Otto subió al estrado y pronunció un breve pero significativo discurso de bienvenida. Luego pasó a exponer su propia visión del papel que sus dirigibles estaban destinados a desempeñar en los fatídicos años por venir.

—La capacidad de permanecer en el aire por largos períodos es su principal atributo. Los vuelos sin escalas sobre el océano Atlántico están ya fácilmente al alcance de nuestras manos. Uno de mis dirigibles cargado con pasajeros o incluso con una carga de ciento veinte toneladas de bombas podría despegar de Alemania y estar sobre la ciudad de Nueva York en menos de tres días. Podría regresar sin tener que reabastecerse de combustible. Las posibilidades son sorprendentes. Los observadores podrían permanecer sobre el Canal de la Mancha durante semanas enteras, vigilando a la flota enemiga e informando por radio a Berlín sobre su posición.

Era un vendedor demasiado astuto como para aburrir a su audiencia —la mitad de la cual estaba compuesta por mujeres—, con demasiados detalles técnicos. Los trazos de sus descripciones eran gruesos; sus pinceladas, vividas y coloridas. Eva sabía que su discurso iba a durar siete minutos, tiempo que, según él había calculado hacía mucho, constituía el lapso máximo de atención del oyente común. Sin que nadie se diera cuenta, ella controló el tiempo con su reloj de pulsera de oro y diamantes. Se equivocó sólo por cuarenta segundos.

—Amigos míos y distinguidos invitados. —Se volvió hacia las puertas gigantescas del cobertizo y abrió los brazos como un director de orquesta para concentrar la atención de los músicos—. ¡Les presento al Assegai.

Pesadamente, las puertas se fueron abriendo despacio para revelar una vista magnífica. Los invitados se pusieron de pie y aplaudieron espontáneamente, con las cabezas echadas hacia atrás para mirar al monstruo de 33 metros de altura que llenaba el cobertizo de pared a pared y desde el piso hasta llegar a menos de sesenta centímetros del alto techo. Pintado sobre la trompa en letras color escarlata de tres metros de altura se leía Atsegai. El Graf Otto lo había elegido para conmemorar su cacería del león en África. El dirigible había sido cuidadosamente «balanceado» para que el empuje de sus cámaras de gas llenas de hidrógeno equilibrara exactamente los 75.000 kilos de peso muerto del casco. Los espectadores quedaron sorprendidos y con la boca abierta cuando diez hombres lo arrastraron con el soporte a lo largo de la quilla, sobre la que descansaba cuando estaba en tierra. Se veían pequeños al lado del tamaño del aparato, diminutos como hormigas llevando el cuerpo muerto de una gigantesca medusa.

Lentamente, lo sacaron por las altas puertas a la luz del sol, que se reflejó en su recubrimiento generando un deslumbrante resplandor. Poco a poco todo su casco quedó a la vista. Quienes lo arrastraban maniobraron con él hasta la fuerte torre de amarre en el centro del campo y lo ataron a ella por la trompa. Y allí quedó, con su verdadero tamaño a la vista. Era dos veces más largo que un campo de fútbol: 240 metros de longitud de proa a popa. Sus cuatro enormes motores rotativos Meerbach estaban alojados en góndolas con forma de bote que colgaban de brazos de acero por debajo de la quilla. Se podía llegar a ellos desde la cabina principal por la escalerilla central, que corría a lo largo de todo el dirigible. Había dos debajo de la proa y los otros dos estaban en la popa, donde podían ayudar a conducir la embarcación en vuelo. Había una escalerilla debajo de cada brazo de suspensión por la que el mecánico de turno podía descender desde la escalerilla central para ocupar su puesto junto al motor, sea para mantenimiento o para responder a las señales telegráficas desde el puente y hacer cambios a los ajustes de potencia. Las hélices estaban hechas de madera laminada y los bordes anteriores de las seis pesadas paletas se hallaban recubiertos de cobre.

La quilla actuaba como un conducto a lo largo del casco para el pasaje de la tripulación, o para que el combustible, el aceite de lubricación, el hidrógeno y el agua fueran llevados por tuberías a donde se los necesitara. En vuelo, la estabilidad del dirigible podía ser ajustada bombeando la carga líquida hacia la proa o hacia la popa.

La cabina de control estaba bien adelante debajo de la trompa. Desde allí, el dirigible era conducido por el capitán y el navegante. El largo compartimiento para pasajeros y los depósitos para la carga colgaban debajo del centro, donde su peso era distribuido de manera uniforme.

Después de haberles dado tiempo para admirar su creación, el Graf Otto los invitó a abordarlo y se reunieron en el lujoso salón. Ventanas de observación de vidrio recorrían todas sus paredes exteriores. Los invitados estaban sentados en poltronas tapizadas en cuero y los auxiliares de vuelo servían más champaña mientras se dividían en tres grupos distintos. Luego el Graf Otto, Lutz y Ritter los condujeron en una visita guiada, señalando las características principales y respondiendo a preguntas. Regresaron al salón principal para un almuerzo de ostras, caviar y salmón ahumado, acompañado por más champaña.

Cuando terminaron de comer, el Graf Otto preguntó jovialmente:

—¿Quién de ustedes ya ha volado?

Eva fue la única que levantó la mano.

—¡Ah, bien! —Se rio—. Hoy haremos que eso cambie. —Miró a Lutz—. Capitán, por favor, lleve a nuestros honorables invitados a un pequeño vuelo sobre el Bodensee.

Todos se amontonaron sobre las ventanas de observación, parloteando y riéndose como niños cuando Lutz puso en marcha los motores. El Assegai pareció cobrar vida y se estremeció ansioso en sus amarras. Luego quedó en el aire suavemente y su enganche con la torre de amarre se soltó.

Lutz los llevó hasta Friedrichshafen y luego, de regreso al centro del lago. El agua era de un mágico tono de azul, y la nieve y los glaciares de los Alpes suizos brillaban a la luz del sol.

Luego el dirigible regresó a la fábrica en Wieskirche y se mantuvo en el aire a mil metros por encima del campo. De manera totalmente inesperada, el Graf Otto regresó de la cabina de control a la sala y sus invitados lo miraron perplejos. Llevaba una enorme mochila en la espalda sujetada por un complicado sistema de correas a manera de arnés.

—Damas y caballeros, ya deben de haberse dado cuenta de que el Assegai es un dirigible lleno de sorpresas y maravillas. Tengo una más para mostrarles. El artilugio en mi espalda fue soñado por Leonardo da Vinci hace más de cuatrocientos años. Tomé su idea y la hice realidad, metiéndola en una mochila de lona.

—¿Qué es? —preguntó una mujer—. Parece muy pesado e incómodo.

—Lo llamamos Fallschirm, pero los franceses y los británicos lo conocen como «paracaídas».

—¿Para qué sirve?

—Exactamente para lo que el nombre indica. Detiene la caída. —Se volvió hacia dos tripulantes e hizo un gesto con la cabeza. Abrieron las puertas corredizas de abordaje en el costado. Los invitados cerca de ellas se alejaron nerviosamente de la abertura.

—¡Adiós, amigos queridos! Piensen en mí cuando me haya ido. —Otto atravesó corriendo la cabina y se lanzó de cabeza por la puerta abierta. Las mujeres gritaron y se taparon la boca. Luego se produjo una corrida hacia las ventanas de observación y todos miraron horrorizados hacia abajo, al cuerpo del Graf Otto que disminuía rápidamente de tamaño mientras caía hacia la tierra. Luego, abruptamente, un largo y blanco banderín se desenrolló desde la voluminosa mochila sujeta a su espalda, luego se abrió y adoptó la forma de un hongo monstruoso. La zambullida mortal del Graf Otto llegó a una repentina detención y, milagrosamente, quedó suspendido en el aire, desafiando las leyes de la naturaleza. El horror de los espectadores se transformó en asombro; el coro de la desesperación, en aclamaciones y aplausos. Vieron cuando la figura que se hundía suavemente llegó al suelo y cayó en un montón desordenado, envuelto en aquella sábana blanca. Con rapidez, el Graf Otto se puso de pie y los saludó con la mano.

Lutz abrió las válvulas de los tanques principales de hidrógeno del dirigible y éste se hundió tan suavemente como una pluma del pecho de un ganso volando alto. Se apoyó en sus parachoques a lo largo de la quilla y el personal de tierra se precipitó a asegurar el cabo de amarre al mástil.

Cuando las puertas principales de la cabina se abrieron, el Graf Otto estaba en el umbral para dar la bienvenida a tierra a sus invitados. Todos se amontonaron a su alrededor para estrechar su mano y cubrirlo de alabanzas. Luego volvieron a subir al convoy de vehículos y regresaron al Schloss mientras sus risas entusiasmadas y gritos de felicitación por el extraordinario logro del Graf Otto resonaban en el bosque.

La cena de aquella noche fue una ocasión formal en el comedor principal, con una larga mesa de nogal, que podía extenderse para acomodar a doscientos cincuenta comensales, mientras una orquesta tocaba ligeras melodías en la galería superior. Las paredes estaban tapizadas con madera de roble que había adquirido la pátina del tiempo, y en ellas colgaban retratos de los antepasados de Von Meerbach, escenas de caza y trofeos, incluyendo soportes para cornamentas y arreglos de colmillos de jabalíes salvajes.

Los hombres vestían uniformes de gran gala, con espadas y condecoraciones. Las damas se veían gloriosas con las sedas, los satenes y un deslumbrante despliegue de joyas. Eva von Wellberg superaba a las demás en belleza y elegancia, y Otto estaba inusualmente atento con ella. En varias ocasiones, se dirigió a ella a través de la mesa para incluirla en alguna anécdota o para pedir su opinión o confirmación sobre algún tema de conversación.

Cuando la banda inició una secuencia de valses de Strauss, él la retuvo todo el tiempo como su pareja de baile. Para ser un hombre tan corpulento, Otto era notablemente ligero con sus pies y tenía una presencia animal como la del gran búfalo africano. En sus brazos, Eva era tan delgada y llena de gracia como un junco que se dobla y se balancea con la brisa del lago. Él era completamente consciente de la sorprendente pareja que formaban y disfrutaba a pleno de la conmoción que generaban en la pista de baile.

Cuando la velada llegaba a su fin, un trompetero hizo un llamado para atraer la atención de los presentes. Entonces, la banda y los criados fueron enviados fuera del salón. El mayordomo cerró las ventanas y las puertas detrás de sí, y se retiró. Centinelas armados permanecieron de pie al otro lado de las puertas a prueba de sonidos, y el selecto grupo quedó solo. Otto no había podido resistir esta oportunidad para celebrar su triunfo. Quería que ellos conocieran todos sus logros, y también quería deleitarse con su adulación.

Por fin, el oficial superior presente, vicealmirante Ernst von Gallwitz, se puso de pie para pronunciar un discurso de agradecimiento al anfitrión por su hospitalidad, explayándose en detalle sobre los prodigios tecnológicos que les habían mostrado en Wieskirche. Entonces, escogiendo con habilidad el momento, dijo:

—El mundo y nuestros enemigos pronto tendrán una demostración del poder y el potencial de la maravillosa creación del Graf Otto. Como estamos entre amigos, puedo decirles que el káiser Guillermo II, nuestro reverenciado líder, desde el principio ha demostrado un profundo interés en el desarrollo de esta extraordinaria máquina. Mientras nos estábamos cambiando para la cena, pude comunicarme con él por teléfono para informarle acerca de lo que hemos visto hoy aquí. Estoy encantado de decirles que dio su autorización incondicional para que el Graf Otto se embarque de inmediato en un audaz plan que dejará anonadado al enemigo por su genialidad.

Se volvió al Graf Otto en la cabecera de la mesa.

—Damas y caballeros, no es una exageración grosera decirles que el hombre sentado entre nosotros tiene literalmente el resultado de esta guerra en sus manos. Está a punto de iniciar un viaje épico, que si culmina con éxito, dejará un continente entero en nuestras manos para total confusión de nuestro enemigo.

El Graf Otto se puso de pie para agradecer el aplauso. Estaba radiante de orgullo, pero su breve discurso de agradecimiento al almirante fue modesto y minimizó su propia importancia. Lo admiraron aún más por ello.

Mucho más tarde, cuando estaban arriba, en el ala privada de Otto en el Schloss, preparándose para acostarse, Eva lo escuchó cantar en su baño y, cada tanto, dejar escapar una carcajada.

En armonía con el humor de él, se puso uno de sus más atractivos camisones de satén. Se cepilló el pelo hasta los hombros, como sabía que a él le gustaba, y tocó sus pestañas con rímel, dándole hábilmente a su cara un aspecto atormentado y triste. Mientras se preparaba, le susurró a su imagen en el espejo:

—No tienes el menor indicio de ello todavía, querido Otto, pero yo sé a dónde vas, y yo me voy de vuelta a África contigo… al África y a Tejón.

Cuando Otto regresó al dormitorio, llevaba una bata que nunca antes le había visto. Esto no la sorprendió, ya que en los armarios del vestidor de él había tal acumulación de ropa que se necesitaban cuatro valets de tiempo completo para mantenerlos en orden. Jamás había usado siquiera la mitad de todo eso. Esta bata era dorada y púrpura imperial, el forro interior era color escarlata, con faldones que casi llegaban al suelo. A pesar de esa ostentación, la llevaba con natural elegancia. Todavía estaba animado por el éxito del día, excitado por los honores y la aclamación con que se lo había cubierto. Para Otto esto conducía inevitablemente a un elevado nivel de excitación sexual, y Eva pudo ver el bulto de su virilidad debajo de la bata de seda cuando se acercó a ella.

Eva estaba parada en el centro de la habitación, trágicamente mustia.

Por algunos momentos él no pareció notar su angustia, pero al tomarla en sus brazos y empezar a acariciar sus pechos, se dio cuenta de la frialdad de su respuesta y se apartó para estudiarle el rostro.

—¿Qué es lo que te preocupa, mi amor?

—Te vuelves a ir y esta vez sé que te perderé para siempre. La última vez casi te perdí con el león y luego fui llevada por esos salvajes de la tribu nandi. Ahora algo igualmente horrible va a ocurrir. —Dejó que las lágrimas le inundaran los ojos violeta—. No puedes dejarme otra vez —dijo sollozando—. ¡Por favor! ¡Por favor! No te vayas.

—Tengo que ir. —Parecía perplejo, inseguro—. Tú sabes que no puedo quedarme. Es mi deber y he dado mi palabra.

—Entonces, tienes que llevarme contigo. No puedes dejarme acá.

—¿Llevarte conmigo? —Parecía totalmente confundido. Jamás se le había ocurrido esa idea.

—¡Oh, sí, por favor, Otto! No hay razón por la que no pueda ir contigo.

—Tú no comprendes. Será peligroso —dijo—, muy peligroso.

—He estado en peligro antes contigo a mi lado —señaló—. Estaré segura si estoy contigo, Otto. Estaré en un peligro mucho más grande aquí. Pronto los británicos pueden enviar aviones para bombardearnos.

—¡Qué tontería! —se burló—. Sólo un dirigible puede volar tan lejos. Y los ingleses no tienen dirigibles. —Retrocedió un paso apartándose de ella para darse un espacio donde recuperar la sensatez.

Raro en él, esta vez estaba indeciso. En todos esos años, nunca se había atrevido a indagar demasiado en las razones por las que ella había permanecido junto a él durante tanto tiempo, aparte de los beneficios materiales que recibía. Pero seguramente para entonces hasta esos beneficios ya no serían importantes. Debía de haber algún otro incentivo más poderoso. Nunca había querido conocer esas razones más profundas porque podrían devastar su virilidad. En ese momento, miró profundamente dentro de los ojos de Eva antes de hacerle la pregunta que le había quemado la lengua durante tanto tiempo.

—Nunca me lo has dicho y nunca me he atrevido a preguntar. ¿Qué sientes realmente por mí, Eva, en tu corazón? ¿Por qué todavía estás aquí?

Ella había sabido siempre que, con el tiempo, iba a tener que enfrentarse con esa pregunta. Se había preparado para la respuesta que debía dar, y la había ensayado tan a menudo que sonaba con sinceridad y convicción.

—Estoy aquí porque te amo, y quiero estar contigo mientras tú quieras que yo esté a tu lado. —Por primera vez, él parecía vulnerable de una manera infantil.

Él suspiró en silencio pero profundamente.

—Gracias, Eva. Nunca sabrás cuánto significan esas palabras para mí.

—Entonces, ¿me llevarás contigo?

—Sí. —Asintió con la cabeza—. No hay razón por la que alguna vez debamos estar separados de nuevo mientras estemos vivos. Me casaría contigo si estuviera en mi poder hacerlo. Tú lo sabes.

—Sí, Otto. Pero, acordamos no hablar de eso otra vez —le recordó Eva.

Athala, su esposa de casi veinte años y madre de sus dos hijos varones, todavía se negaba a liberarlo de sus votos, y Dios sabía que había tratado muchas veces de convencerla para que lo hiciera. Él sonrió y enderezó los hombros. Visiblemente, su acostumbrado entusiasmo y su seguridad volvieron a él.

—Entonces, prepara tu equipaje y lleva un bonito vestido para el desfile de la victoria —le dijo—. Nos vamos de vuelta a África.

Ella corrió hacia él y se puso en puntas de pie para besarlo en la boca. Esta vez, ni siquiera el sabor de su cigarro le disgustó.

—¿A África? Oh, Otto, ¿cuándo partiremos?

—Pronto, muy pronto. Como viste hoy, el dirigible está listo para la batalla, y la tripulación, perfectamente entrenada y consciente de lo que se exige de ellos. Ahora todo depende de la fase de la luna y de los pronósticos para el viento y el clima. Ritter estará navegando día y noche, de modo que necesita la luz de la luna llena. Esto será el nueve de septiembre y nuestra partida debe ser dentro de tres días antes o después de esa fecha.

Durante casi toda aquella noche, Eva estuvo despierta en la cama, escuchando los ronquidos de Otto. De vez en cuando, él se despertaba sobresaltado, con su fuerza y su furia, pero luego lanzaba un gruñido y se volvía a dormir. Se sentía agradecida por esta última oportunidad de pensar en lo que tenía que hacer antes de partir de viaje. Debía enviar un último mensaje a León, confirmando que Otto estaba llevando el Assegai a África, cargado con armas y monedas oro para los bóers rebeldes, y que, casi con seguridad, iba a volar por el Nilo y por el valle del Rift en su viaje hacia el Sur. Cuando le dijera la fecha en la que iba a arribar el Assegai, el deber de León sería impedir de alguna manera que el dirigible llegara a destino. Como último recurso, debía atacarlo y destruirlo. Sin embargo, su dilema inmediato era si debía o no advertirle que ella iba a estar a bordo. Si él supiera que estaría ahí, la preocupación de León por su seguridad podría quitarle fuerza a la resolución que debía tomar. Como mínimo, sería nocivo para la realización de su misión. Decidió no decírselo y ambos tendrían que correr sus riesgos cuando se encontraran otra vez en los altos cielos azules de África.

El estallido de la Gran Guerra no había sido indicado por el trazo de una pluma o un solo y fatal pronunciamiento. Había ocurrido como el choque de un tren en el que vagón tras vagón habían corrido sin freno hacia una enorme pila de escombros. Impulsada por la fuerza de sus tratados de ayuda mutua, Austria le había declarado la guerra a Serbia, Alemania les había declarado la guerra a Rusia y a Francia, y finalmente, el 4 de agosto de 1914, Gran Bretaña le había declarado la guerra a Alemania. El fuego y el humo que Lusima previo se habían expandido para envolver a todo el mundo.

Una vez más, la población de la recientemente unida Sudáfrica estaba dividida. Louis Botha era el ex comandante del viejo ejército bóer, y su camarada de armas, el general Jannie Smuts, había luchado a su lado contra las fuerzas combinadas del Imperio Británico. La mayoría de los otros líderes bóers odiaba a los ingleses y estaba totalmente a favor de unirse al conflicto junto a la Alemania del Káiser. Fue sólo por un muy estrecho margen que Louis Botha logró hacer que el Parlamento lo siguiera y pudo enviar un telegrama a Londres para informarle al gobierno británico que podían retirar todas las fuerzas imperiales en África del Sur porque él y su ejército se harían cargo de la defensa de la mitad sur del continente contra Alemania. Agradecida, Londres aceptó su propuesta. Luego preguntó si Botha y su ejército podían invadir a la vecina África Sudoccidental Alemana y silenciar las estaciones de radio en Luderitzbucht y Swakopmund, que estaban enviando un continuo flujo de información esencial a Berlín, para dar detalles de todos los movimientos de la marina del Reino Unido en el sur del océano Atlántico. Botha estuvo de acuerdo inmediatamente, pero mientras tanto una sangrienta revuelta se estaba generando entre sus hombres.

Botha era sólo uno de los tres ex líderes y héroes bóers conocidos como el Triunvirato. Los otros dos era Christiaan de Wet y Herculaas «Koos» de la Rey. De Wet ya se había manifestado en favor de Alemania, y todos sus hombres lo habían seguido. Estaban refugiados en su campamento fortificado al borde del desierto de Kalahari, y Botha todavía no había enviado una fuerza para traerlos. En cuanto lo hiciera, la rebelión iba a estallar con toda su fuerza y las voraces bestias de la guerra civil saldrían furiosas de sus jaulas.

Aunque De la Rey no se había declarado abiertamente en contra de Botha y Gran Bretaña, nadie dudaba de que era sólo cuestión de tiempo para que lo hiciera. No sospechaban que él estaba aguardando noticias de Alemania sobre el vuelo del Assegai que vendría en su auxilio desde Wieskirche. Esta noticia sería enviada desde Berlín a través de la poderosa instalación de radio en Swakopmund, en el África Sudoccidental Alemana, justo en la frontera con Sudáfrica.

En Wieskirche el Assegai estaba recibiendo su última carga. El Graf Otto von Meerbach y el comodoro Alfred Lutz trabajaron toda la noche con el análisis de esas cantidades. Gran parte del cálculo era un asunto de conjeturas e instinto: ningún hombre hasta entonces había hecho un vuelo en dirigible sobre el desierto del Sahara en los meses de verano, cuando las temperaturas del aire podían ir desde cincuenta y cinco grados centígrados a mediodía hasta cero a la medianoche.

El volumen total de gas del Assegai era de 70.000 metros cúbicos de hidrógeno, pero diariamente se vería obligado a dejar escapar grandes volúmenes para compensar el peso del combustible que estaba quemando. De otra manera, se volvería tan liviano que se iría sin control al espacio superior, donde la tripulación moriría por el frío y por la falta de oxígeno. Los tanques principales estaban llenos hasta el borde con 249.408 kilos de combustible, 2.122 kilos de aceite y 11.339 kilos de lastre de agua. La tripulación, de veintidós hombres y una mujer, y el equipaje personal, muy restringido, pesaba 1.762 kilos. En teoría, esto permitía una carga útil de 16.238 kilos para llevar a bordo. Y al final, el Graf Otto decidió abandonar 3.175 kilos de bombas de mortero de modo de hacer sitio para monedas de oro adicionales. Ése sería el peso que haría que la balanza se inclinara a su favor.

Todas las monedas habían sido troqueladas en oro dieciocho quilates. Había cantidades casi iguales de soberanos británicos auténticos y monedas de diez marcos del Deutsches Reich. El dinero estaba envuelto primero en lonas pequeñas, que se colocaron en robustas cajas de municiones, con las tapas bien atornilladas. El conteo final fue de doscientas veinte cajas, y cada una pesaba 41 kilos. Este era el peso acostumbrado que cargaba un porteador africano en un safari. Históricamente, el oro se valuaba siempre en dólares estadounidenses y había sido fijado en veintiún dólares la onza, durante décadas. El Graf Otto era rápido con los números. El valor de su carga en cifras redondas era de nueve millones de dólares, lo cual, a pesar del caos en los mercados cambiarios a causa del estallido de la guerra, era el equivalente a dos millones de libras esterlinas.

—¡Esto debería ser suficiente para mantener a los bóers sonriendo amablemente por un largo tiempo!

Supervisó en persona a quienes se ocupaban de despachar el equipaje cuando colocaron los cajones en ordenadas hileras a lo largo del salón del Assegai y sujetaban cada uno a las argollas en el suelo. Arriba de ellos, colocó las cajas con municiones y los cajones con las ametralladoras Maxim.

Para cuando el último cajón estuvo asegurado, había poco espacio para que la tripulación pudiera moverse dentro del dirigible y ocuparse de sus obligaciones. En un intento de aliviar el problema, el Graf Otto ordenó que las mamparas entre las cabinas fueran quitadas y las literas, retiradas. La tripulación se vería obligada a dormir en el suelo de madera. Hizo derribar la sala de mapas y la de la radio; luego se trasladó hacia adelante hasta la góndola de control bajo la proa. Se desmantelaron tres letrinas para tener más espacio; sólo quedó una para cubrir las necesidades de veintitrés personas. No había distinción entre los hombres y la mujer, ni entre los oficiales superiores y el cocinero indio. Se prescindía del lavado de ropa y el tamaño de la cocina se redujo a la mitad. Un pequeño calentador eléctrico sería suficiente para calentar sopa y café, y preparar una olla de avena y leche todas las mañanas, y no habría ninguna otra comida caliente. La leche sería en polvo; salchichas, carne fría y bizcochos duros servirían para compensar cualquier faltante. No se iba a permitir el alcohol a bordo. Iba a ser una embarcación con lo mínimo indispensable, despojada de todo salvo lo más necesario.

La última cena antes de la partida fue un banquete ofrecido en el cobertizo del Assegai, debajo del enorme volumen plateado del dirigible. A último momento, una de las limusinas Meerbach, conducida por un chofer uniformado, trajo a Eva del Schloss. Vestía su ropa de vuelo, con botas, guantes y un casco con antiparras. El chofer llevaba su valija, que era todo su equipaje.

Hasta que llegó, la tripulación no sabía que Eva iba a viajar con ellos. Su belleza y encanto la habían convertido en una persona querida por todos, de modo que le dieron una bienvenida calurosa. Hennie du Rand no la había visto desde el viaje de regreso de Mombasa a bordo de la nave Admiral. Aunque era un campesino rudo y tosco, hizo una reverencia y le besó la mano. Sus compañeros gritaron divertidos y él se ruborizó como un escolar.

Eva se sintió conmovida y sintió una punzada de culpa por haberlo engañado fingiendo no haber entendido lo ocurrido durante su encuentro con el general bóer.

Cuando el Graf Otto la llamó, fue a reunirse con él en la cabecera de la mesa del banquete. La presentó como la mascota de la expedición. Los comensales aplaudieron y la aclamaron. Estaban felices y entusiasmados, deseosos de comenzar un viaje que sabían iba a ser considerado una epopeya de los viajes en dirigible.

Las fuentes estaban llenas de exquisiteces bávaras. Sólo se escatimaron las bebidas alcohólicas. El Graf Otto quería cabezas despejadas y ojos alerta a bordo cuando ascendieran al cielo. Los brindis se hicieron con una liviana cerveza en la que la presencia de alcohol era apenas detectable.

A las nueve en punto, el Graf Otto se puso de pie.

—Muy bien. Amigos míos, es hora de empezar nuestro viaje al África. —Se produjo otro estallido de aclamaciones y luego la tripulación abordó presurosa la nave para ocupar sus puestos. El dirigible fue equilibrado cuidadosamente, para luego ser liberado del mástil de amarre. Parado en su improvisada sala de radio, el Graf Otto hizo el último contacto con la central en Berlín. Recibió los buenos deseos personales del Káiser, quien le dijo:

—Buena suerte.

Apagó el transmisor y dio la orden de partir al comodoro Lutz.

El Assegai soltó la amarra de la trompa, se alzó suavemente en el dorado crepúsculo de verano e hizo un giro de ciento cincuenta y cinco grados.

Durante las semanas anteriores habían planeado detalladamente el vuelo, de modo que no había mucha necesidad de explicaciones en ese momento. Lutz sabía precisamente qué era lo que el Graf Otto esperaba de él y de su tripulación. Sin dejar ver ninguna luz, ascendieron a la máxima altitud segura de crucero de tres mil metros mientras flotaban sobre el Bodensee y se dirigían al Sur para cruzar la costa del Mediterráneo un poco después de la medianoche, unos kilómetros al oeste de Savona. Continuaron hacia el Sur, manteniendo las luces de las ciudades de la costa italiana a la vista por babor.

Tuvieron un fuerte viento a favor al cruzar la isla de Sicilia, que los llevó rápidamente a su recalada en un desconocido e inhóspito lugar del desierto libio, en algún lugar al oeste de Bengasi. Mientras el sol ascendía, Eva estaba en las ventanas de observación delanteras en el salón, mirando la sombra gigantesca que proyectaban por sobre las crestas y las dunas del accidentado terreno marrón abajo. «¡África! —se regocijó en silencio—. Espérame, mi amor. Regreso a ti».

El calor subía hasta ellos con la luz del sol reflejada por las rocas, y fuertes remolinos giraban en torno a la nave, como corrientes de algún enorme océano. El dirigible estaba más liviano después de que sus cuatro grandes motores Meerbach habían consumido tres mil kilos de combustible y aceite, pero el sol calentaba el hidrógeno en sus cámaras, aumentando su empuje.

Inexorablemente, el dirigible comenzó a ascender y Lutz se vio obligado a dejar salir 6.500 metros cúbicos de gas, pero de todas maneras continuó subiendo hasta que, a los cuatro mil quinientos metros de altura, la tripulación comenzó a sentir los molestos efectos de la falta de oxígeno. Al mismo tiempo, la temperatura subió bruscamente y pronto marcaba cincuenta y dos grados centígrados en la sala de control. Los motores debieron ser apagados por turnos para permitir que se enfriaran y para que se pudiera bombear aceite nuevo por las cañerías.

Estaban volando livianos con un ángulo descendente de seis grados sobre los controles. La velocidad relativa de vuelo pasó de cien nudos a cincuenta y cinco y el Assegai comenzaba a no responder adecuadamente al timón. Entonces, el motor delantero de babor se aceleró y se detuvo. Con esta pérdida repentina de potencia, el dirigible se detuvo y cayó de cuatro mil a dos mil metros antes de volver a responder al timón y recuperar la posición de la quilla. Había sido una zambullida alarmante y parte de la carga principal se había soltado.

Hasta el Graf Otto estaba impresionado por el comportamiento irregular del Assegai en aire tan recalentado y estuvo de acuerdo, sin discutir, con la sugerencia de Lutz de que debían aterrizar y fijar la nave por el resto del día para continuar el viaje por la noche. Lutz escogió un afloramiento rocoso negro en el suelo del desierto más adelante, que pudiera proporcionar un punto de anclaje para el cabo de amarre, e hizo descender la nave dejando salir grandes cantidades de hidrógeno.

Estaban a sólo quince metros sobre el suelo del desierto cuando un grupo de hombres a caballo, envueltos en albornoces blancos flameando, salió de entre las rocas y galopó por un wadi hacia ellos, blandiendo espadas cortas y curvas y disparándole al Assegai con mosquetes jezail de cañón largo. Una bala atravesó la ventana de observación junto al Graf Otto y lo bañó con trocitos de vidrio. Maldijo furioso y fue hasta la ametralladora Maxim montada en la parte de adelante de la barquilla.

Puso una carga en la recámara y giró el arma hacia abajo en su soporte. Disparó una breve ráfaga y la fila principal de árabes se desintegró. Cayeron tres caballos y arrastraron a sus jinetes con ellos. Movió el arma a la derecha y disparó otra vez. Cayeron cuatro caballos más, pataleando, sobre la arena y los sobrevivientes se escabulleron. Eva contó las bajas. Habían caído siete hombres, pero dos caballos volvieron a levantarse y galoparon detrás de los demás que huían.

—No creo que vuelvan —dijo el Graf Otto sin darle importancia—. Puede comenzar la guardia hasta las dieciocho, Lutz. Entonces, pondremos otra vez en marcha los motores para volar en la frescura de la noche.

El último telegrama que el señor Goolam Vilabjhi había recibido de su sobrina en Altnau tenía un solo grupo de números. Cuando León lo descifró, descubrió que era la fecha que Eva había prometido enviarle. La del comienzo del viaje del Assegai desde Wieskirche.

En sus mensajes anteriores, ella le había dado el nombre que el Graf Otto había elegido para su máquina, con su número de diseño. El Assegai era un Mark ZL71. Ya le había informado acerca del curso que pensaba seguir en su vuelo a Sudáfrica. Con estos datos, León había calculado cuándo podría llegar el dirigible al gran Rift.

En ese momento, lo único que necesitaba era un plan de acción que ofreciera aunque más no fuera una remota posibilidad de éxito para hacer bajar a tierra a la enorme nave aérea y luego capturar a su tripulación y su carga. Con Penrod lejos y Frederick Snell capaz de bloquear sus esfuerzos, León estaba solo.

Había visto dibujos del tipo de dirigible con el que se iba a enfrentar. Cuando el Graf Otto había sido evacuado de Nairobi a Alemania después de quedar herido, había dejado montones de libros y revistas en su alojamiento privado en el campamento Tandala. Se trataba, sobre todo, de publicaciones técnicas de ingeniería y una de ellas contenía un largo artículo ilustrado sobre la construcción y operación de un gran dirigible. Incluía varios dibujos de diversos tipos, entre ellos, el Mark ZL71. León la buscó y la estudió cuidadosamente.

Lejos de servirle de ayuda o inspiración, encontró que las ilustraciones y las descripciones eran totalmente desalentadoras. El dirigible era tan enorme y estaba tan bien protegido, volaba tan rápido y a tan gran altura, que no parecía haber manera de impedir que pasara. Trató de imaginar una comparación entre el pequeño Mariposa y este monstruo de los cielos. ¿Un ratón de campo junto a un león de melena negra, tal vez, o una termita al lado de un pangolín?

Trajo a su mente la profecía que Lusima les había hecho cuando llevó a Eva por primera vez al monte Lonsonyo para que la conociera. Había evocado la imagen de un gran pez de plata oscurecido por el humo y las llamas. Cuando en el libro del Graf Otto miró la ilustración del dirigible con su timón en forma de cola de pescado, no tuvo dudas de que esto era lo que ella había visto para el futuro. Se preguntó si habría algo más que pudiera decirle, pero eso era poco probable. Lusima nunca ampliaba su predicción original. Ella brindaba la esencia de su visión y quedaba a criterio de cada uno lo que se hiciera con ella.

León estaba aislado y abandonado. Había perdido a Eva y sabía que había apenas una remota posibilidad de que volviera a verla otra vez. Era como si una parte esencial de su cuerpo hubiera sido cercenada. Penrod también se había ido. Nunca pensó que iba a extrañar a su tío, pero sentía mucho su alejamiento. Necesitaba ayuda y consejo, y quedaba sólo una persona en su vida que podía proporcionárselo.

Llamó a Manyoro, a Loikot y a Ishmael.

—Nos vamos al monte Lonsonyo —les dijo.

A la media hora estaban en el aire y volando por el valle del Rift, rumbo al campamento Percy. Cuando aterrizaron, lo encontraron en completo desorden. Tanto Hennie du Rand como Max Rosenthal se habían ido hacía un tiempo y León había estado tan preocupado por Eva que había dejado de lado el funcionamiento cotidiano del campamento. Todo había quedado en manos de su personal poco entrenado y sin dirección.

Esta situación no lo preocupaba demasiado. El futuro era incierto y era muy poco probable que hubiera huéspedes cazadores para atender hasta el cese de las hostilidades y tal vez incluso hasta varios años después de alcanzada la paz. Permaneció en el campamento el tiempo suficiente para elegir las cabalgaduras y preparar lo necesario para dirigirse hacia la gran silueta azul del monte sobre el horizonte occidental. Su ánimo mejorara con cada kilómetro que lo acercaba a ese lugar.

Aquella noche acamparon en la base del Lonsonyo y él se quedó hasta tarde sentado al lado de las brasas de la fogata que se apagaban, mirando el macizo oscuro contra el esplendor de las estrellas del cielo de la noche africana. Se sorprendió a sí mismo observando aquella montaña de una manera como nunca antes. Por primera vez la estaba viendo como un posible campo de batalla sobre el que su pequeño Mariposa podría pronto enfrentarse con la amenaza del poderoso Assegai del Graf Otto.

Le preocupaba el hecho de tener que esperar hasta que los exploradores chungaji de Loikot descubrieran el dirigible, antes de poder levantar vuelo para interceptarlo. Su desventaja iba a ser grande. Para enfrentar al Assegai, que vendría en su altitud de crucero de tres mil metros, iba a tener que volar por encima del monte Lonsonyo con toda la potencia de sus motores, lo cual significaba quemar la mayor parte de sus reservas de combustible para llevar al Mariposa al límite de su techo operativo. Y si los vientos, la humedad y la temperatura del aire jugaban a su favor, el Assegai podría pasar por sobre su cabeza y desaparecer antes de que León pudiera persuadir al Mariposa para que subiera lo suficiente.

Se sentía desalentado y deprimido ante la posibilidad de semejante derrota y miró con enojo hacia la montaña. En ese momento la onda de un difuso relámpago lejano por el valle del Rift, cerca del lago Natron, iluminó el lugar bruscamente desde el fondo de las alturas. El macizo parecía el glacis de un castillo enemigo, un gran obstáculo que había que superar.

Entonces, algún extraño truco de la luz y el efecto del relámpago cambiaron su perspectiva. Se puso de pie de un salto, haciendo volar su jarro de café.

—¿Por Dios, qué pasa conmigo? —gritó al cielo—. Ha estado bajo mi nariz todo el tiempo. ¡Lonsonyo no es mi obstáculo, sino mi trampolín!

En ese momento, las ideas lo inundaron como agua desbordada de un dique roto.

«¡Esa meseta abierta en la selva tropical que Eva y yo descubrimos! Yo sabía que era importante apenas la vi. Es una pista de aterrizaje natural en el punto más alto del Lonsonyo. Con cincuenta hombres fuertes para ayudarme, se podría limpiar la maleza baja en un par de días, lo suficiente para poder aterrizar ahí y levantar vuelo otra vez. No voy a tener que perseguir al Assegai. Sólo tendré que esperar en la montaña que él venga a mí. Y lo que es más importante, podré abrir el juego con la ventaja de la altura. Podré caer sobre él en lugar de subir laboriosamente para interceptarlo».

Estaba tan excitado que apenas durmió unas horas y ya estaba en el sendero que llevaba a la cima mucho antes del amanecer de la mañana siguiente.

Lusima Mama lo estaba esperando debajo de un árbol favorito junto al sendero. Dio la bienvenida a sus hijos y los hizo sentar uno a cada lado de ella.

—Tu flor no está contigo, M’bogo. —Era una afirmación, no una pregunta—. Se ha ido a esa tierra, muy lejos hacia el Norte.

—¿Cuándo regresará, Mama? —quiso saber León.

Ella sonrió.

—No trates de saber aquello que no es para que lo sepamos. Vendrá cuando los días se hayan cumplido.

León se encogió de hombros en un gesto de impotencia.

—Entonces, hablemos de aquello que sí es para que lo sepamos. Tengo un favor que pedirte, Mama.

—Tengo cincuenta hombres esperándote cerca de mi choza. Es una suerte que Mkuba Mkuba haya limpiado gran parte del terreno para ti con su rayo. —Le sonrió astutamente—. Pero tú no crees en eso, ¿no es cierto, hijo mío?

Lusima acompañó la expedición a la meseta abierta encima de la cascada. Se sentó a la sombra y miró a sus hombres mientras trabajaban.

León pronto comprendió por qué ella los había acompañado. Bajo su vigilancia, el equipo trabajaba como una manada de demonios y para el mediodía del segundo día pudo recorrer toda la extensión del terreno que habían limpiado. A tan elevada altitud, el aire tenía menos oxígeno y tendría que mantener una velocidad de acercamiento alta para evitar que los motores se detuvieran. Sería toda una proeza hacer aterrizar al Mariposa en una pista de aterrizaje tan corta. Es más, habría sido imposible si no fuera por la pendiente y el aspecto del suelo. La pista de aterrizaje estaba en el borde mismo del acantilado. Si hacía su acercamiento por el lado del valle, la pista estaría en un ángulo ascendente y una vez que tocara tierra, la inclinación lo detendría rápidamente. Por otro lado, si despegaba siguiendo el descenso de la inclinación, el Mariposa aceleraría y llegaría a la velocidad de vuelo con igual rapidez. Luego, cuando saliera de la cima del acantilado, podría bajar su trompa en una picada poco profunda y su velocidad de vuelo aumentaría.

—Tiempos interesantes nos esperan —se dijo. Sin embargo, no había todavía considerado el meollo del problema. Si todo resultaba como esperaba, el Assegai llegaría al valle del Rift desde el Norte. No iba a estar volando a más de tres mil metros sobre el nivel del mar, pues su tripulación estaría expuesta a los peligros de la falta de oxígeno si volaba más arriba de esa altura durante un tiempo prolongado.

No había ninguna posibilidad de que el Graf Otto pudiera traer al monstruo por el centro del valle sin ser descubierto por la red de ojos alerta de los chungaji. León recibiría la información de su acercamiento con bastante tiempo de antelación, sin duda suficiente para hacer que el Mariposa estuviera en el aire y en su lugar de patrullaje.

—Pero ¿qué sigue después? —se preguntó—. ¿Un tiroteo entre nosotros dos?

Se rio ante una idea tan ridícula. Por las ilustraciones que había visto del dirigible, el Assegai estaría armado con al menos tres o cuatro ametralladoras Maxim, que estarían manejadas por hombres bien entrenados de la fuerza aérea alemana disparando desde una plataforma estable. Atacarlos desde el Mariposa, con sus dos masai armados con rifles del servicio, sería un novedoso modo de suicidarse.

Había logrado que Hugh Delamere le diera dos granadas de mano y tenía la vaga idea de volar por encima del Assegai y dejarlas caer en la parte superior de su gran casco redondeado. Habría alrededor de setenta mil metros cúbicos de hidrógeno muy explosivo en su casco y la bola de fuego resultante sería espectacular. Pero, como las granadas tenían sólo una demora de seis segundos después de tocar el blanco, el Mariposa estaría cerca de esa bola.

—Debe de haber un plan mejor que asarme —murmuró atribulado—. Sólo tengo que descubrirlo antes de quedarme sin tiempo. —Según el último telegrama de Eva desde Suiza, faltaban sólo cinco días para que el Assegai abandonara Wieskirche—. Ni siquiera he tenido la oportunidad de probar la viabilidad de la nueva pista de aterrizaje. Debemos ir al campamento Percy mañana a buscar al Mariposa y traerlo aquí.

León decidió dormir esa noche en la choza de Lusima y bajar la montaña con las primeras luces del día siguiente. Él y Lusima estaban sentados uno junto al otro ante el fuego, compartiendo un tazón de mandioca con leche para la cena. Ella estaba de un humor expansivo y León se sintió alentado a hablar de Eva. Trataba de extraer de Lusima cualquier detalle o sugerencia que pudiera ser valioso para la tarea que le esperaba. Pudo darse cuenta por el centelleo perverso de sus ojos oscuros que ella sabía exactamente qué era lo que él tenía en mente, pero igual continuó y formuló sus preguntas con la mayor sutileza que pudo. Hablaron de Eva y él reiteró su amor por ella.

—La pequeña flor es digna de ese amor —admitió Lusima.

—Pero ella se ha alejado de mí. Y no tengo esperanzas de volverla a ver alguna vez.

—Nunca debes perder las esperanzas, M’bogo. Sin la esperanza, no somos nada.

—Mama, tú nos hablaste una vez de un gran pez de plata en el cielo que trae fortuna y amor.

—Me hago vieja, hijo mío, y con mucha frecuencia últimamente digo muchas estupideces.

—Mama, ésa es la primera y única estupidez que alguna vez te he escuchado pronunciar. —León le sonrió y ella le devolvió la sonrisa—. Me parece que pronto el pez que no recuerdas estará por el cielo.

—Todas las cosas son posibles, pero ¿qué sé yo de peces?

—Pensaba, en mi propia estupidez, que, como mi madre, tal vez podrías decirme cómo atrapar a este pez de fortuna y amor.

Ella guardó silencio por un largo rato y luego sacudió la cabeza.

—No sé nada sobre cómo atrapar peces. Deberías preguntarle a un pescador acerca de eso. Quizás uno de los pescadores del lago Natron podría enseñarte.

La miró con asombro y luego se golpeó la frente.

—¡Tonto! —exclamó—. ¡Oh, Mama, tu hijo es un tonto! ¡El lago Natron! ¡Por supuesto! ¡Las redes de pesca! ¡Eso es lo que tratabas de decirme!

León dejó a Loikot y a Ishmael en la montaña y partió rápidamente con Manyoro hacia el campamento Percy. Quería mantener la carga del avión liviana para aterrizar en la montaña con lo mínimo.

Desde el campamento Percy fueron casi de inmediato al lago Natron. Esta vez León no se arriesgó a otro aterrizaje sobre terreno blando. Puso al Mariposa sin peligro sobre la superficie firme del salar seco. Él y Manyoro negociaron con el jefe de la aldea de pescadores y finalmente le compraron cuatro tramos de redes viejas y dañadas, cada uno de más o menos doscientos pasos de largo. Como no habían sido usadas recientemente, estaban secas y llenas de polvo, por lo que su peso puso a prueba la potencia de los motores Meerbach del Mariposa. León tuvo que hacer cuatro vuelos a la pista de aterrizaje improvisada en la cima de la montaña, para llevar una red por vez. Cada aterrizaje fue una prueba para su destreza como piloto. Tuvo que acercar al Mariposa rápido para mantenerlo justo por encima de la velocidad de vuelo y hacer un pesado descenso que llevó hasta el límite la resistencia del tren de aterrizaje.

Por la tarde del segundo día, las cuatro redes estaban ya tendidas en terreno abierto. Las cosieron para unirlas en pares, de modo que finalmente quedaron dos redes separadas, cada una de unos cuatrocientos pasos de largo.

No habría oportunidad de hacer prácticas ni de experimentar con el armado y el despliegue de las redes. Entrarían directamente en acción contra el Assegai y sólo tendrían una oportunidad para desplegarlas con éxito. León esperaba poder, en el primer ataque, enredar las hélices de los dos motores de atrás del dirigible y hacerle disminuir la velocidad como para poder regresar a la pista de aterrizaje del Lonsonyo y cargar el segundo tramo para otro ataque.

Uno de los muchos aspectos críticos del plan era envolver las redes de manera tal que pudieran desplegarse hacia atrás desde el dispositivo para bombas del Mariposa de un modo ordenado. Luego, una vez que León hubiera enredado las hélices del dirigible en la malla, debía poder soltar la red de sus ganchos antes de que el Mariposa fuera arrastrado por ella. Tenía que poder escapar sin problemas. Si no podía alejarse, su aeronave sería arrastrada por la cola detrás del dirigible dañado. Sus alas y su fuselaje se romperían bajo el efecto de las fuerzas antinaturales que se abatirían sobre ellos. Había tantos imponderables que todo iba a depender de conjeturas, trabajo en equipo, reacciones rápidas ante cualquier imprevisto y una desmesurada cantidad de la tradicional buena suerte.

Para el atardecer del cuarto día, el Mariposa estaba en la cabecera de la corta pista de terreno limpio con la trompa apuntando pendiente abajo, pendiente que terminaba en la pared del acantilado que caía abruptamente al final de la pista de aterrizaje.

Veinte porteadores esperaban listos para arrojar el peso de todos ellos detrás del avión y darle un empujón de arranque para bajar la pendiente.

Al amanecer y al anochecer, todos los días, Loikot se paraba en las alturas del Lonsonyo e intercambiaba gritos con sus compañeros chungaji a lo largo y a lo ancho del país de los masai. Parecía que los ojos de cada morani en el territorio estaban fijos en el cielo del Norte, todos con la esperanza de ser el primero en descubrir el acercamiento del monstruoso pez plateado.

León y su tripulación estaban sentados bajo un refugio rudimentario de paja para protegerse del sol al lado del fuselaje del Mariposa. Cuando llegara el momento, podrían estar en sus posiciones en la cabina en cuestión de segundos. Por el momento, no había otra cosa que hacer más que esperar.

Parecía una pared continua y sólida en el cielo que se extendía por el horizonte oriental y se alzaba desde el suelo pardo del desierto hasta el azul lechoso del cielo. Eva estaba sola en la cabina de mando del Assegai. El dirigible permanecía en tierra, anclado durante el día y ella cumplía con su turno de guardia como cualquiera de los oficiales. Todos los demás miembros de la tripulación descansaban o dormían después del vuelo nocturno, o se ocupaban de atender y afinar los motores principales. El Graf Otto estaba en el gabinete que albergaba el motor delantero de babor. A pesar de las cuatro horas de esfuerzos denodados, él y sus hombres todavía no podían hacerlo arrancar y se habían dado cuenta de la dimensión del daño. Habían quitado la caja del cigüeñal para llegar a la raíz del problema.

Eva sabía que dar la alarma no era una decisión que podía tomarse a la ligera. Vaciló algunos minutos más pero, en el corto tiempo que el horizonte oriental había quedado oculto por la pared amarilla que se acercaba, la velocidad de su avance era sorprendente. Pudo ver que ya no era sólida, sino que giraba y rodaba sobre sí misma, como una densa nube de humo amarillo. De pronto, supo de qué se trataba. Había leído acerca de él en libros escritos por viajeros del desierto. Era uno de los fenómenos naturales más peligrosos. Susurró una sola palabra:

—¡Khamsin! —Se lanzó al otro lado del puente hasta el telégrafo principal de la nave. Apretó la manivela y el llamado de las campanas de emergencia ahogó todo otro ruido.

En la cabina principal, los miembros de la tripulación saltaron de sus colchones, todavía más que medio dormidos, y observaron la tormenta de arena que se acercaba. Algunos quedaron anonadados y en silencio ante su tamaño y ferocidad, mientras que otros farfullaban entre ellos dominados por el pánico y la confusión.

El Graf Otto subió corriendo por la escalerilla del gabinete del motor dañado. Miró hacia la tormenta sólo por un segundo antes de tomar el control. En unos minutos, dos de los tres motores útiles estaban funcionando y le hizo una seña al equipo de anclaje para que soltaran el cable de amarre de proa.

El tercer motor en la cabina delantera de babor permaneció en silencio. El ingeniero todavía tenía problemas para hacerlo arrancar.

—¡Tome el mando, Lutz! —gritó—. Tengo que bajar y hacer que ese motor arranque. —Salió corriendo a la pasarela abierta y desapareció al bajar por la escalerilla hasta el gabinete donde estaba el motor.

Lutz corrió a su panel de control y abrió las ocho válvulas de gas. El hidrógeno comenzó a llenar las cámaras de gas del Assegai y levantó la trompa con tal violencia que Eva y los hombres que no estaban agarrados de algo fueron lanzados al suelo mientras el dirigible entraba en un aseenso con la trompa en alto, con catorce mil metros cúbicos del liviano gas que lo empujaban hacia arriba.

La presión atmosférica cayó de manera tan rápida que la aguja del barómetro giró locamente sobre la esfera del instrumento. Lutz, el comandante de la embarcación, que sufría de una infección en los oídos, gritó de dolor y se agarró las orejas. Un delgado hilo de sangre bajó por la mejilla pues se le había roto un tímpano. Se dobló y cayó de rodillas. No había ningún otro oficial en el puente que pudiera reemplazarlo, así que Eva se esforzó para ponerse de pie y, arrastrándose por el pasamanos, llegó hasta donde estaba Lutz antes de que éste perdiera el conocimiento por el dolor.

—¿Qué debo hacer? —gritó ella.

—¡Descargar! —gimió el hombre—. Suelte el gas de todas las cámaras. ¡Manivelas rojas!

Ella estiró la mano, las tomó y las bajó con todas sus fuerzas. Escuchó el gas que escapaba aullando por las aberturas principales más arriba. El dirigible vibró y corcoveó, pero su ascenso sin control se estabilizó y la aguja del barómetro disminuyó la velocidad de su giro desenfrenado.

El Graf Otto había subido a la extensión de la escalerilla del gabinete del motor delantero, donde había ido para poner en marcha el motor. En ese momento estaba en la pasarela abierta, colgado del pasamanos lateral mientras las maniobras violentas del Assegai amenazaban con lanzarlo al espacio como si fuera una piedra arrojada por una honda. Estaba a quince metros de Eva y le gritó con urgencia:

—Los dos aceleradores de estribor, al máximo.

Lo obedeció instintivamente y los motores retumbaron, haciendo que la trompa del dirigible girara en sentido contrario. Por unos momentos se estabilizó lo suficiente para que el Graf Otto saliera de su mortal posición; soltó el pasamanos y corrió rápidamente por la pasarela. Atravesó violentamente la puerta principal mientras el Assegai empezaba a girar en el sentido de las agujas del reloj. Llegó al lado de Eva y se apoderó de los controles. Sus movimientos fueron rápidos y coordinados con los del Assegai. Calmó al gran dirigible como a un caballo desbocado, pero antes de lograr estabilizarlo, éste había trepado a cuatro mil doscientos metros y estaba siendo azotado terriblemente por las ráfagas del khamsin. Sin embargo, la fuerza máxima de la tormenta pasó por debajo del casco y lo dejó a dos mil setecientos metros, moviéndose hacia el Sur en equilibrio estable. Había sido castigado por el viento. El motor delantero de babor estaba dañado más allá de toda esperanza de reparación y varias barras transversales en la estructura de las cámaras de gas se habían quebrado. La cubierta estaba hinchada en esos sitios débiles, pero seguía avanzando a ochenta nudos y la carga había sido asegurada y atada en sus lugares.

Más adelante, comenzaba a verse la línea del Nilo que serpenteaba por el desierto. Repentinamente la radio hizo ruidos y el Graf Otto se sobresaltó sorprendido. Aquella era la primera comunicación que escuchaban desde que habían cruzado la costa del Mediterráneo.

—Es la radio naval en bahía Walvis, en la costa sudoeste. —El operador levantó la vista de su equipo—. Están pidiendo un contacto seguro con el Graf von Meerbach. Tienen un mensaje ultrasecreto y urgente para usted.

El Graf Otto pasó el timón a Thomas Bueler, el primer oficial, y se puso los auriculares. Movió el interruptor del sonido para que sólo él pudiera escuchar la transmisión. Escuchó atentamente. Su expresión se oscureció y se puso rojo de ira. Cuando terminó la comunicación, fue a pararse junto a la ventana de adelante, mirando hacia el portentoso río que pasaba por abajo, hasta que por fin pareció llegar a una difícil decisión y le gruñó bruscamente a Bueler:

—En diez minutos, reúna a toda la tripulación de la nave en la sala de control. Los quiero sentados en dos filas en el centro de la cubierta, mirando hacia adelante. Voy a hacer un anuncio importante. —Salió ruidosamente y se dirigió a la diminuta cabina que compartía con Eva.

Cuando apareció, Eva fue dominada por el miedo. Él había cambiado su mano artificial. En lugar del índice y el pulgar de acero, llevaba la amenazadora maza con puntas. La tripulación también se quedó mirando la extraña arma, que en ningún momento intentó ocultar, mientras ocupaba su lugar frente a las dos hileras de hombres sentados. Los miró furioso y en silencio hasta que todos estuvieron sudando y moviéndose inquietos. Entonces, dijo en un tono duro y frío:

—Caballeros, tenemos un traidor a bordo.

Los dejó que pensaran por un momento en eso. Luego continuó:

—El enemigo ha sido alertado sobre nuestra misión. Han sido informados sobre nuestro curso y nuestros movimientos. Berlín nos ordena que cancelemos la operación.

Repentinamente levantó su puño armado y golpeó la mesa de mapas. El panel se hizo añicos.

—No voy a regresar —gritó—. Sé quién es este traidor. —Caminó por la primera fila de personas sentadas y se detuvo detrás de Eva. Ella sintió que se encogía por dentro y se armó de valor—. No soy un hombre que perdona fácilmente la traición. El traidor está a punto de enterarse de eso. —Ella quería gritar y correr hasta la pasarela y lanzarse por el costado del dirigible a una muerte rápida, limpia, antes que ser mutilada y aplastada por ese puño de acero. Él le tocó suavemente la cabeza.

—«¿Quién es?», se estarán preguntando ustedes —susurró.

Ella abrió la boca para desafiarlo, incitarlo a que mostrara lo peor de él. Entonces, sintió que sacaba la mano de su cabeza, y avanzaba caminando a lo largo de la fila. Eva sintió que la bilis caliente y amarga le subía a la garganta y necesitó de todas sus fuerzas para no vomitar aterrorizada.

Al final de la fila, el Graf Otto dio la vuelta y regresó hacia ella. Eva sintió que sus intestinos se llenaban de agua caliente y tenía que expulsarla. Los pasos de él se detuvieron y ella respiró con un estremecimiento. Parecía que estaba directamente detrás de ella otra vez. Escuchó el golpe y casi gritó. El sonido no fue tan fuerte como cuando hizo añicos la mesa de mapas. Fue un ruido apagado, sordo, húmedo, y claramente oyó los huesos que se rompían. Se dio vuelta de golpe en el momento en que Hennie du Rand caía hacia adelante boca abajo. El Graf Otto estaba parado sobre él y golpeó con el puño de hierro una y otra vez, levantando la maza bien alto y poniendo toda su fuerza en cada golpe. Cuando volvió a erguirse, respiraba agitado y su cara estaba salpicada con gotitas de sangre.

—Arrojen al sucio perro por la borda —ordenó en un tono más suave. Estaba sonriendo—. Son siempre aquellos en los que uno más confía los que lo traicionan a uno. Repito, caballeros, no vamos a regresar. Pero no podemos permitir que nuestra carga caiga en manos de los ingleses. Si mantenemos nuestra velocidad, para mañana al mediodía habremos llegado a Arusha en territorio alemán y estaremos a salvo de lo peor.

Se retiró lentamente de la cabina y Eva se cubrió los ojos con las manos cuando dos tripulantes tomaron los tobillos de Hennie y arrastraron su cadáver hacia la pasarela. Entre ambos lo levantaron sobre el pasamanos y lo dejaron caer en el valle del Nilo, abajo muy lejos. Eva se encontró llorando en silencio, y cada lágrima parecía quemarle los ojos, como si fuera la picadura de una abeja.

La luna estaba casi llena, tanto que cuando Eva despertó y fue al sector de observación, estaba casi sobre el nivel más alto de la escarpadura, brillando como una enorme moneda de oro. La vio hundirse debajo del horizonte oscuro, envuelta en una guirnalda de nubes que llegaban empujadas por el viento monzón que venía del océano índico. Antes de que desapareciera del todo, los primeros rayos del sol naciente se reflejaron en la superficie curva y plateada del dirigible y, poco a poco, los detalles del paisaje fueron reapareciendo desde la oscuridad. Luego el corazón comenzó a latirle contra las costillas al ver la imagen familiar del monte Lonsonyo que comenzaba a tomar forma ante sus ojos. Cada detalle estaba grabado en su memoria. Reconoció los despeñaderos rojos por encima del estanque de la reina de Saba y vio que las aguas con espuma brillaban al ser tocadas por los primeros rayos de sol. Era como si Tejón estuviera con ella otra vez. En su recuerdo vio cada ángulo y cada plano de su torso desnudo cuando se paró debajo de la cascada riéndose de ella, haciéndole bromas, desafiándola a que llegara hasta él.

«Oh, mi querido —se lamentó en silencio—, ¿dónde estás ahora? ¿Volveré a verte otra vez?»

Entonces, milagrosamente, él estaba delante de ella, tan cerca que si estiraba su mano hacia afuera podría haberle tocado su hermosa cara bronceada por el sol. Él la estaba mirando directamente a los ojos. Fue sólo el más fugaz de los instantes, pero ella vio que la había reconocido, y luego él desapareció, tan repentinamente como había venido.

León todavía estaba dormido, metido en sus mantas. Escuchó voces distantes a través de los últimos retazos de sueño: era el llamado de los chungaji en el silencio del amanecer. Algo en su tono lo había alertado. Se forzó a despertarse mientras Loikot lo sacudía con una mano en cada uno de sus hombros.

—¡M’bogo! —Su voz sonaba emocionada—. ¡Viene el pez de plata! Los chungaji lo han visto. Estará aquí antes de que el sol se separe del horizonte.

León se alzó de un salto y en un instante estuvo completamente despierto.

—¡Arranca! —le gritó a Manyoro—. Número uno de babor. —Subió al ala baja del Mariposa y luego se metió en la cabina saltando por el borde.

—¡Que chupe! —gritó y preparó el carburador. La máquina parecía tan deseosa de salir a la búsqueda como él. Los motores encendieron y se pusieron en marcha con el primer movimiento de la hélice. Mientras esperaba que se calentaran hasta alcanzar la temperatura operativa, miró al cielo. Por las nubes se dio cuenta de que venía una fuerte brisa del océano, soplando directamente por la pequeña y angosta pista de aterrizaje. Era el viento perfecto para el despegue. Parecía que los dioses de la caza ya le estaban sonriendo.

Loikot e Ishmael subieron a la cabina y cuando Manyoro trepó detrás de ellos, pareció que no había suficiente espacio para todos ellos. Aceleró y el Mariposa rodó hacia adelante. Los porteadores masai en las puntas de las alas lo hicieron girar para alinearlo con la pista de aterrizaje y, luego, cuando aceleró al máximo, empujaron con toda su fuerza sobre los bordes posteriores de las alas. El Mariposa aceleró rápidamente, pero no lo suficiente, porque todavía estaban por debajo de la velocidad de vuelo cuando llegaron al final de la pista de aterrizaje, donde la pared del acantilado caía a pique. El instinto de supervivencia de León le indicaba que apretara fuerte los frenos de las ruedas para salvarlos de la caída, pero no hizo caso y mantuvo los aceleradores al máximo. Los motores aullaban a su máxima potencia y en ese momento sintió una corriente más fuerte de aire que chocaba en su cara. Era una ráfaga aislada, inesperada. Sintió que soplaba por debajo de las alas del Mariposa y le daba un suave empujón. Por un instante, pensó que incluso eso no sería suficiente. Sintió que un ala caía cuando el avión se tambaleó a punto de detenerse e hizo inclinar la trompa hacia abajo despiadadamente. Sintió que el aparato mordía el viento y de pronto estaban volando. Mantuvo la trompa abajo mientras su velocidad de vuelo se disparaba a cien nudos; entonces, llevó hacia atrás la palanca del control. El Mariposa ascendió valientemente, pero él estaba sin aliento por el miedo. Por un momento estuvieron al borde de la muerte.

Dejó atrás el miedo y miró hacia adelante. Todos vieron al mismo tiempo el enorme pez plateado que brillaba con la primera luz del sol. Creyó que estaba preparado para esa primera visión, pero no fue así. Sólo el tamaño del Assegai sorprendió a León. Estaba varias decenas de metros debajo del Mariposa y casi había pasado el lugar donde estaban ellos. «Algunos minutos más y los habríamos perdido para siempre». Pero el Mariposa estaba en una posición perfecta para enfrentarse con el dirigible. Estaba encima y detrás de él, ubicado exactamente en su punto ciego. Inclinó la trompa hacia abajo y se lanzó al ataque. Al ir acercándose, rápidamente pareció crecer en tamaño hasta que llenó por completo su campo visual. Vio que uno de los motores delanteros ya estaba fuera de servicio, con su hélice inmóvil y vertical tan rígida como un centinela de guardia. Los dos motores de atrás estaban montados en sus cabinas precisamente abajo y a popa de la cabina de pasajeros y carga. Estaba tan absorto estudiándolo que casi se olvidó de dar la orden a su tripulación de desplegar la red para atraparlo.

Sabía que éste era uno de los momentos más críticos del plan. Era muy fácil enredar su propio patín de cola o el tren de aterrizaje cuando la red saliera hacia atrás para extenderse. Pero el viento monzón que venía del Este empujó sus pesados pliegues suavemente a un lado, de modo que se extendía perfectamente ciento veinte metros detrás del Mariposa. Dejó que se deslizara por un costado de la cámara de gas del dirigible, adelantándose lentamente hasta que estuvo volando en el mismo nivel que la cabina de observación y el puente de mando.

Le sorprendió ver seres humanos vivos detrás de las ventanas de vidrio. De algún modo, el dirigible había parecido tener una monstruosa vida propia, totalmente divorciada de cualquier cosa que fuera humana. Sin embargo, allí estaba el Graf Otto von Meerbach, a apenas quince metros de distancia, mirándolo con una expresión de indignación, con la boca moviéndose en silencio mientras gritaba obscenidades que se perdieron en el rugir de los motores. Luego dio media vuelta y corrió para tomar la ametralladora montada en el ángulo del puente.

León quedó paralizado por la conmoción de ver a Eva parada detrás del alemán. Por un instante, se quedó mirando sus ojos color violeta que le devolvían una mirada perpleja. El Graf Otto estaba moviendo el perno de carga y haciendo girar el grueso dispositivo de refrigeración por agua del arma hacia él. León se levantó y puso el ala del Mariposa rápidamente encima en el momento en que el Graf Otto disparó la primera ráfaga. Las balas trazadoras describían un arco hacia él, pero León viró bruscamente por delante del puente de mando del dirigible. La ráfaga de trazadoras voló alto y por detrás de él.

Los dos motores traseros del Assegai colgaban vulnerables debajo de la quilla. León miró atrás, a la larga red que flameaba arrastrada por el Mariposa, y luego, calculando finamente los ángulos relativos y la velocidad de las dos aeronaves, arrastró la red sobre las paletas de la hélice de los motores del dirigible. Éstos engancharon los pliegues y los envolvieron en un instante para formar apretadas pelotas que los ahogaron. Había ocurrido tan rápidamente que casi lo toman desprevenido.

—¡Suéltala! —le gritó León a Manyoro, que reaccionó rápidamente, moviendo con ambas manos la palanca de lanzamiento. Los ganchos se abrieron, dejando que la pesada soga cayera limpiamente, un instante antes de que pudiera arrastrar al Mariposa. El enorme timón en forma de cola de pescado del dirigible rozó el ala superior cuando pasó sobre ellos. Y luego el Mariposa quedó libre. León maniobró y volvió a subir a la posición por encima y detrás del Assegai, manteniéndose en el punto ciego. Las ráfagas de balas trazadoras de la ametralladora Maxim habían pasado demasiado cerca. No iba a cometer ese error otra vez.

Vio que salía humo de los motores traseros del dirigible. La red y las pesadas líneas de arrastre estaban tan enredadas en la punta de los ejes de las hélices y otras piezas móviles que ambos se habían trabado hasta detenerse. El Assegai ya no respondía a su timón.

El único motor delantero que funcionaba no tenía la potencia suficiente para sostenerlo contra el viento de costado del monzón y empezó a virar con brusquedad para apuntar directamente a la pared del acantilado rocoso del monte Lonsonyo. El timonel lo estaba conduciendo con el acelerador al máximo y la tensión era excesiva. En ese momento, el motor sobreviviente empezó a soltar humo azul desde abajo de la cubierta al ir recalentándose.

El Graf Otto cruzó corriendo la sala de control, tomó al timonel por los hombros y lo arrojó a un lado. Se estrelló contra la ventana de adelante primero para luego caer al suelo. La sangre le salía a borbotones de la nariz rota. El Graf Otto tomó la rueda del timón y miró hacia los acantilados. Estaban sólo a ochocientos metros de distancia, por lo menos trescientos metros debajo de la cima, y la única manera de evitar chocar contra ellos era inflar las cámaras de gas al máximo y hacerlo subir lo más rápido posible para tratar de pasar por encima. Buscó la válvula de control y la abrió completamente.

En lugar del ruido de un chorro de hidrógeno pasando por los tubos de inyección, se escuchó un débil silbido poco sólido, y aunque el dirigible se estremeció, apenas si subió.

—¡Los tanques de hidrógeno están sin presión! —gritó frustrado—. Usamos todo el gas en el desierto para protegernos del khamsin. Jamás lograremos salvarnos. Vamos directamente a chocar con el acantilado. ¡Tendremos que saltar! Ritter, trae los paracaídas. Hay suficientes para todos.

Ritter encabezó una corrida hacia el depósito detrás del puente y empezaron a arrojar los paracaídas por la puerta a una pila en el suelo. Se produjo un tumulto impulsado por el pánico y los hombres se peleaban por apoderarse de ellos. El Graf Otto se abrió pasó a los empujones y agarró uno en cada mano. Volvió corriendo hacia Eva.

—Ponte esto.

—No sé cómo hacerlo —protestó ella.

—Bien, tienes aproximadamente dos minutos para aprender —le dijo con gesto adusto y le puso el arnés sobre los hombros—. Tan pronto estés fuera del dirigible, debes contar hasta siete y luego tiras de este cordón. El paracaídas hará el resto. —Le ajustó las correas del arnés sobre el pecho—. Apenas toques el suelo, abre estas hebillas y libérate de la tela.

Abrochó su propio paracaídas y la mochila de provisiones. La arrastró hacia la puerta que ya estaba bloqueada por hombres que luchaban por salir.

—Otto, no puedo hacer esto —gritó Eva, pero él no discutió con ella.

La tomó por la cintura y la arrastró luchando cuerpo a cuerpo para llegar a la puerta.

Con fuertes patadas apartó a los dos hombres que estaban delante de él y, apenas se abrió la puerta, lanzó a Eva afuera. Mientras ella caía, le gritó:

—Cuenta hasta siete, luego tira del cordón.

La vio caer hacia las altas copas de la selva tropical. En el momento en que parecía que iba a estrellarse contra las ramas, su paracaídas se abrió de golpe y tiró de ella con tanta fuerza que se balanceó colgada del cordaje como una marioneta. No esperó a verla tocar tierra, sino que saltó al espacio y se lanzó hacia los árboles.

León llevó al Mariposa a una maniobra ajustada por encima del acantilado y miró hacia abajo, a los cuerpos humanos que salían amontonados por la escotilla en la cabina de control del dirigible. Vio por lo menos tres paracaídas que no se abrieron y a los hombres caer moviendo brazos y piernas hasta chocar contra las copas de los árboles.

Otros más afortunados fueron llevados por el viento del monzón como vilanos de cardo para ser esparcidos por toda la ladera. Entonces, vio a Eva en caída libre, más pequeña y más delgada que cualquiera de los otros tripulantes. Se mordió el labio con fuerza mientras esperó que su paracaídas se abriera para luego gritar aliviado cuando la seda blanca se abrió encima de ella. Estaba ya tan abajo que en pocos segundos se perdió en la densa masa verde de la selva.

El Assegai siguió flotando, con la trompa alta y moviéndose sin rumbo en el viento. Aunque se elevaba lentamente, se dio cuenta de un vistazo de que nunca iba a llegar a la cima del acantilado. Su cola tocó los árboles y giró abruptamente. Como una medusa varada, rodó sobre un costado y sus cámaras de gas grandes como cavernas se atascaron en las ramas superiores de los árboles. Se aplastaron y el dirigible se desinfló como un globo pinchado. León se preparó para la explosión de hidrógeno que estaba seguro se iba a producir —sólo se necesitaba una chispa de los dañados generadores—, pero nada ocurrió. Mientras el gas salía a chorros y era dispersado por el viento, el Assegai se convirtió en un montón deforme de lienzo y otros restos en las copas de los árboles de la jungla, que rompieron hasta las ramas más grandes bajo su enorme peso.

León hizo virar al Mariposa en un ángulo cerrado para volar a pocos metros por encima de lo que quedaba del dirigible. Trató de ver algo en la selva, esperando desesperadamente poder descubrir por un momento a Eva, pero no pudo ver nada. Volvió a hacer otro círculo e hizo otra pasada. Esta vez vio un cuerpo colgando sin vida de los correajes de un paracaídas cuya seda estaba enredada en las ramas altas de un árbol. Volaba tan bajo en ese momento que pudo reconocer al Graf Otto.

—Está muerto —decidió León—. Por fin se rompió el maldito cuello.

Luego el Mariposa estuvo directamente sobre él y su ala más baja le bloqueó la visión. No vio que el Graf Otto levantaba la cabeza para mirar el avión.

León regresó y puso al Mariposa en posición de ascenso hacia la pista de aterrizaje, manteniéndose bajo por la pared del acantilado para no perder ni un momento. Quería volver y encontrar a Eva. Al volar junto a la cascada blanca y mirar abajo, al estanque de la reina de Saba, verificó sus puntos de referencia cuidadosamente. Estaba a pocos minutos de vuelo de los restos del Assegai, pero sabía que sería una pesada marcha cubrir la misma distancia a pie. Apenas aterrizó y apagó los motores, metió la mano debajo del asiento y sacó la caja con su arma. Con tres rápidos movimientos armó la culata y los cañones y cargó las recámaras de su enorme Holland. Luego balanceó las piernas por sobre el costado de la cabina y saltó para bajar, gritando órdenes a los muchos morani que esperaban y corrían para encontrarse con él.

—¡Rápido! Busquen sus lanzas. La memsahib está allí afuera, sola en la selva. Podría estar lastimada. Tenemos que encontrarla rápido. —Corrió ladera abajo saltando por entre los arbustos.

Los guerreros que lo seguían tuvieron dificultades para no perderlo de vista por entre los árboles.

Eva se balanceaba locamente, colgada del cordaje de su paracaídas mientras miraba hacia abajo y veía que las copas de los árboles de la selva se acercaban rápidamente para recibirla. Chocó contra las ramas más altas y las ramitas se fueron rompiendo ruidosamente alrededor de su cabeza. Cada vez que chocaba con otra rama su velocidad disminuía un poco más, hasta que llegó al suelo en un pequeño claro en la ladera.

La pendiente era empinada, de modo que comenzó a rodar dando tumbos con la cabeza y los talones hasta que se detuvo en un sector pantanoso. Recordó el consejo del Graf Otto y tiró desesperadamente de las hebillas de su arnés hasta que pudo librarse de ellas. Luego se puso de pie cautelosamente y examinó su cuerpo en busca de lesiones. Tenía algunos arañazos en los brazos y en las piernas, así como moretones en la nalga izquierda, pero entonces recordó el terror de ser lanzada afuera del dirigible y se dio cuenta de lo afortunada que había sido.

Acomodó los hombros y levantó la barbilla.

«¿Y ahora, dónde encontraré a Tejón? Si por lo menos tuviera alguna idea de dónde vino, pero apareció de repente». Pensó por unos pocos segundos antes de responder ella misma su pregunta. «¡El estanque de la reina de Saba, por supuesto! Es el primer lugar en que me buscará».

Conocía bien el terreno porque ella y León habían paseado por él en sus excursiones por las laderas durante los meses encantados que habían pasado en la manyatta de Lusima. En ese momento, una súbita visión de la pared del acantilado a través de la jungla la ayudó a orientarse y precisar dónde estaba.

—La cascada no puede estar a más de unos pocos kilómetros al Sur —se dijo.

Se puso en camino, usando la dirección de la pendiente para guiarse y manteniendo la línea del acantilado a la derecha. Pero en ese momento se detuvo bruscamente. Había movimientos agitados entre los arbustos adelante y una horrible hiena moteada salió de la espesura, con un trozo de carne cruda colgando de sus mandíbulas. Ella había interrumpido su comida de carroña.

Avanzó con cautela y encontró el cadáver de Thomas Bueler, el primer oficial, tirado sobre los arbustos. Él era uno de los hombres a los que no se les abrió el paracaídas. Lo reconoció por el uniforme. Su cara había desaparecido casi por completo. La hiena la había destrozado para comerla. Estaba a punto de continuar presurosa por el sendero, pero entonces vio que Bueler tenía una mochila pequeña abrochada en la parte de adelante de su arnés, razón por la cual el paracaídas falló al enredarse el cordaje. Quizá contenía algo que le sería de ayuda para sobrevivir, sola y desarmada, en la montaña.

Se arrodilló al lado del cadáver y se esforzó por no mirar su rostro mutilado mientras abría la mochila. Encontró un pequeño equipo de primeros auxilios, varios paquetes de fruta deshidratada y carne ahumada, una lata de Vestas para hacer fuego y una pistola Mauser 9 mm en su pistolera de madera, con dos cargadores de munición de repuesto. Todas estas cosas eran de un valor inestimable.

Desenredó la correa de la mochila del arnés del paracaídas y la colgó en el hombro, se paró de un salto y se fue por el sendero de los animales. Escuchó la voz de Otto que venía de unos setecientos metros más adelante, pidiendo ayuda con gritos lastimeros desde un poco más arriba de la pendiente.

—¿Nadie puede escucharme? ¡Ritter! ¡Bueler! ¡Vengan! Necesito ayuda.

Ella salió del sendero de animales por donde iba y se movió cautelosamente hacia el lugar de donde llegaba el sonido. Cuando él gritó otra vez, miró hacia arriba y lo descubrió. Estaba colgando a gran altura en las copas de los árboles. Sus cuerdas se habían enredado en una rama grande y estaba colgando a más de veinte metros de altura, balanceándose de un lado a otro, tratando de agarrarse de la rama de la que estaba suspendido, pero no lograba alcanzar el impulso suficiente para ello.

Eva miró cuidadosamente a su alrededor. Nadie de la tripulación del Assegai estaba a la vista. Estaban solos en la selva. Estaba a punto de escabullirse y continuar su escape cuando él la descubrió.

—¡Eva! Gracias a Dios has llegado. —Ella se detuvo—. Ven, Eva, debes ayudarme a bajar. Si abro mi arnés, me mataré en la caída. Pero tengo una soga ligera en mi mochila. —Metió la mano y sacó un trozo de soga de yute—. Voy a dejar caer un extremo para que lo agarres. Debes acercarme a la rama para que pueda agarrarla.

Ella permaneció inmóvil, mirándolo. Ahora que sabía que había sobrevivido al choque, no podía dejarlo. La iba a seguir. Nunca le iba a permitir escapar.

—Rápido, mujer. No te quedes allí. Toma el extremo de la cuerda —le gritó con impaciencia.

Por primera vez en su larga relación, él estaba totalmente en su poder. Éste era el hombre que había asesinado a su padre, el que la había humillado y torturado mental y físicamente. Ése era el momento para el castigo. Si lo mataba en ese momento, podía borrar todos esos recuerdos. Ella quedaría limpia y entera.

Se movió con la lentitud de un sonámbulo y se acercó a él mientras metía la mano en la mochila de Bueler.

—Sí, Eva, qué bueno. Sé que siempre puedo confiar en ti. Toma la soga.

Había un tono de persuasión en su voz que nunca le había escuchado antes. Ella sintió que la fuerza y la resolución le recorrían el cuerpo. La culata de la pistola Mauser cabía perfectamente en su mano.

—Soy el ángel oscuro —susurró al mirar al hombre que colgaba indefenso por encima de ella—. Soy la vengadora. —Sacó la pistola y tiró hacia atrás la corredera. Hubo un agudo clic metálico cuando la soltó y volvió a su lugar otra vez; introdujo un proyectil en la recámara.

—¿Qué estás haciendo? —gritó el Graf Otto consternado—. Deja esa arma. ¡Alguien podría salir lastimado!

Lentamente ella levantó la pistola y le apuntó.

—¡Detente, Eva! ¿En nombre de Dios, qué estás haciendo? —En ese momento ella escuchó el miedo en su voz.

—Voy a matarte —respondió ella en voz baja.

—¿Estás loca? ¿Has perdido la razón?

—He perdido más que la razón. Tú me lo has quitado todo. Ahora lo estoy recuperando.

Disparó.

No había esperado que el ruido fuera tan fuerte, ni que el culatazo fuera tan doloroso. Le había apuntado a su negro corazón, pero la bala lo había herido en el brazo izquierdo, encima del codo. Chorreaba sangre por su antebrazo, que luego goteaba desde las puntas de los dedos.

—No hagas eso, Eva. ¡Por favor! Haré lo que quieras.

Disparó otra vez y este disparo se desvió más que el primero. Ni lo tocó.

No sabía lo difícil que era disparar con precisión con una pistola a esa distancia. El Graf Otto se movía en su arnés, retorciéndose y balanceándose de un lado al otro. Disparó una y otra vez. Él gritaba aterrorizado.

—¡Detente! ¡Basta! Te recompensaré, lo prometo. Tendrás todo lo que quieras de mí.

Ella respiró hondo y trató de serenar los latidos de su corazón cuando apuntó la pistola por última vez… pero antes de que pudiera disparar, un brazo fuerte la envolvió desde atrás y una mano le tomó la muñeca, haciendo que bajara el arma. El disparo dio contra el suelo entre las puntas de sus botas.

—¡Qué bueno tenerlo acá, Ritter! —bramó el Graf Otto—. ¡Sujétela con fuerza! Espere a que ponga mis manos sobre esa bruja traicionera.

Ritter le arrancó a Eva la pistola de sus manos para luego arrojarla al suelo con una rodilla entre sus omóplatos. Le sostuvo las manos en la espalda mientras un hombre de su tripulación la ató con media docena de nudos profesionales. Ritter le dio la pistola Mauser.

—Dispárele si le da motivo para hacerlo —ordenó, y luego corrió para bajar al Graf Otto del árbol. Tomó el extremo de la soga y lo movió hacia un lado. El Graf Otto se agarró de una rama, luego se balanceó hasta quedar sobre ella. Una vez allí, se desabrochó el arnés y lo dejó caer. Tan ágil como un inmenso simio color jengibre, bajó por el tronco hasta el suelo. Se detuvo sólo por un minuto para recobrar el aliento y luego caminó lentamente hacia donde estaba Eva.

—Levántela —le ordenó al tripulante— y sosténgala firme. —Le sonrió y le mostró el puño de metal—. ¡Esto es para ti, mi querida! —La golpeó. Calculó la fuerza de su golpe con cuidado. No quería que muriera demasiado rápido—. ¡Perra! —le dijo; luego le agarró un mechón de pelo y lo retorció hasta hacerla caer de rodillas—. ¡Bruja traicionera! Ahora me doy cuenta de que fuiste tú todo el tiempo, no ese bóer, esa patética criatura. —Le empujó la cara contra la tierra mojada por la lluvia y le puso una bota en la nuca—. No sé cuál será la mejor manera de matarte. ¿Ahogarte en el barro? ¿Te estrangulo lentamente? ¿O te martillo la cabeza hasta convertirla en un puré? Difícil decisión. —Le levantó la cara y la miró a los ojos. La sangre que le salía de la nariz se mezclaba con el barro, le corría por la cara y le goteaba de la barbilla—. Ya no te ves tan hermosa. Te ves más bien como la pequeña y sucia putita que eres.

Eva echó atrás la cabeza y lo escupió.

Él se limpió con la manga y se rio de ella.

—Esto será muy divertido. Disfrutaré cada momento.

Ritter dio un paso adelante y trató de intervenir.

—No, señor. Usted no puede hacerle eso. Es una mujer.

—Le demostraré que puedo, comodoro. Mire esto. —Levantó la mano metálica otra vez, pero cuando se inclinó sobre Eva, una ensordecedora explosión le golpeó los tímpanos. Era el característico ruido de un rifle Nitro Express 470. El Graf Otto fue empujado hacia atrás, agitando los brazos, cuando la pesada bala se abrió paso en el centro de su pecho para salir como una erupción por entre los omóplatos en una brillante fuente de sangre y tejido aplastado.

—Hay otra bala para cualquiera que quiera seguir discutiendo el asunto. ¡Manos arriba, por favor, caballeros! —dijo León en alemán, cuando salió de entre los arbustos con Manyoro, Loikot y veinte morani masai armados con afiladas assegai detrás de ellos.

—Manyoro, ata a estas personas como pollos que van al mercado. Que los morani los lleven al fuerte del ejército en el lago Magadi y los entreguen a los soldados —dijo. Luego corrió hasta donde Eva estaba arrodillada en el barro. Sacó su cuchillo de caza de la vaina y cortó la soga. Luego le tomó la cara con las manos y la levantó hasta su propia cara.

—Mi nariz —susurró ella. Él le besó los labios embarrados y ensangrentados.

—Está rota y tendrás un encantador par de ojos morados, pero no es algo que el doctor Thompson no pueda arreglar apenas pueda llevarte de vuelta a Nairobi. —La levantó y la sostuvo con fuerza contra su pecho mientras emprendían el regreso ladera arriba, hasta donde esperaba el Mariposa en la pista de aterrizaje. Allí, la colocó tiernamente en el suelo y la cubrió con un pedazo de lona impermeable, porque temblaba por la conmoción.

Cuando se puso de pie, vio que Lusima estaba junto al fuselaje.

—La voy a llevar a Nairobi —le dijo a Lusima—, pero hay un gran servicio que puedes hacer por nosotros.

—Lo haré, hijo mío —dijo.

—El monstruo plateado yace roto en la ladera. Manyoro te llevará a ti y a tus morani. Esto es lo que quiero que hagas por mí.

—Te escucho, M’bogo. —Él habló rápidamente. Cuando terminó, ella asintió con la cabeza—. Haré todas esas cosas. Ahora lleva a tu encantadora flor rota a un buen lugar y cuídala hasta que esté curada.

Pasaron cuatro años casi exactos antes de que regresaran al estanque de la reina de Saba. Dejaron a Lusima, Manyoro, Ishmael y Loikot en el viejo campamento y llegaron solos a caballo al estanque. León se acercó para ayudarla a bajar de la silla y la besó antes de ponerla en el suelo.

—Viajera desconocida —le dijo—, ¿cómo haces para verte cada vez más joven y más hermosa con cada día que pasa?

Ella se rio y se tocó un costado de la nariz.

—Salvo por alguna marca y alguna pequeña protuberancia aquí y allá. —Ni siquiera la magia médica del doctor Thompson había podido devolverle del todo la forma de su nariz.

—¿Llamas a esto una pequeña protuberancia? —preguntó él mientras le ponía las manos sobre el vientre—. ¿Y esto?

Ella se miró el cuerpo orgullosamente.

—Sólo mira cómo crece.

—Muero de ansiedad por verlo, señora Courtney. —La tomó de la mano y la llevó a su asiento acostumbrado sobre el saliente rocoso. Se sentaron uno junto al otro y miraron abajo, a las oscuras aguas.

—Apuesto a que nunca escuchaste el relato de los millones perdidos de Meerbach —dijo Eva.

—Por supuesto que sí. —Su rostro permanecía inexpresivo—. Es uno de los grandes misterios de África. Junto con las minas perdidas del rey Salomón y los millones de Kruger que el viejo presidente bóer hizo desaparecer adelantándose al ejército de Kitchener cuando entró a Pretoria.

—¿Crees que alguien resolverá el misterio pronto?

—Quizás hoy —respondió él. Se puso de pie y empezó a desabotonarse la camisa.

—Ha estado aquí durante casi cuatro años. ¿Y si alguien ya lo encontró? —preguntó ella y su humor ligero comenzó a desvanecerse.

—Eso nunca podría haber ocurrido —la tranquilizó—. Lusima Mama lanzó una maldición sobre el estanque. Nadie se atrevería a entrar en él.

—¿Pero no tienes miedo? —preguntó ella.

Sonrió y tocó el pequeño amuleto de marfil tallado que colgaba de un hilo de cuero alrededor de su cuello.

—Lusima me dio esto. Me protegerá de la maldición.

—¡Lo estás inventando, Tejón! —lo acusó.

—Sólo hay una manera de demostrártelo. —Saltó con una sola pierna para sacarse los pantalones, y se zambulló al agua desde el saliente.

Ella se puso de pie de un salto y le gritó:

—¡Regresa! Tengo miedo de conocer la respuesta. ¿Y si todo desapareció, Tejón?

Él se mantenía vertical a flote en el agua y le sonrió desde el centro del estanque.

—Eres una decidida pesimista, mi amor. En pocos minutos, sabremos lo peor o lo mejor.

Respiró hondo cuatro veces y entró de cabeza al agua. Durante algunos segundos sus pies descalzos patalearon por encima de la superficie y luego desapareció.

Ella sabía que pasaría algún tiempo antes de que volviera a la superficie y dejó que su mente volviera atrás sobre los últimos cuatro años. Habían estado llenos de emociones y de peligro, pero también de amor y de risas. Ella había estado con él la mayor parte del tiempo que permaneció en campaña con la caballería ligera de Delamere en la selva contra ese bribón astuto de Von Lettow Vorbeck. León le había enseñado a pilotar el Abejorro y actuar como su observadora y navegante. Ambos formaron un equipo que se hizo famoso.

Una vez, cuando León no estaba con ella, había aterrizado con su avión bajo el intenso fuego de los alemanes para rescatar a cuatro askari heridos. Lord Delamere había movido todas las influencias posibles para asegurarse de que se le otorgara la Medalla Militar.

«Pero ahora la guerra ha terminado y la ganamos. Me hará feliz un poco menos de emociones y peligros y mucho más amor y risas».

Se levantó de un salto cuando León salió del agua y la salpicó.

—¡Dime las malas noticias! —le gritó.

Él no respondió, pero nadó hasta el saliente debajo de ella y levantó la mano derecha fuera del agua. Tenía algo y lo lanzó a sus pies. Era una pesada bolsita de lona. Ella quedó con la boca abierta cuando golpeó sobre la roca. De la bolsa salieron monedas de oro que brillaron en la luz del sol y ella dejó escapar un chillido de emoción para luego caer de rodillas. Las recogió en sus manos ahuecadas y lo miró con una duda silenciosa en sus ojos.

—Algunas de las cajas se reventaron y se abrieron, tal vez cuando los morani de Lusima las dejaron caer en el estanque desde arriba de la cascada, pero parece que no falta nada o casi nada. —Salió del agua deslizándose como una nutria y ella dejó caer el puñado de soberanos de oro para abrazar su cuerpo frío y mojado.

—¿No tenemos que devolverlo? —le susurró ella en la oreja.

—¿Devolvérselo a quién? ¿Al káiser Guillermo? Creo que no hace mucho cerró el negocio.

—Me siento muy culpable. No nos pertenece.

—¿Por qué no lo consideras el pago total y final de Otto von Meerbach por las patentes que le robó a tu padre? —sugirió.

Ella se meció hacia atrás, lo mantuvo a la distancia de un brazo y lo miró divertida. Empezó a sonreír.

—¡Por supuesto! Cuando uno lo mira de ese modo, es de verdad muy diferente. —Entonces se rio—. ¡No puedo encontrar ninguna falla en tu razonamiento, mi querido Tejón!