El Graf Otto estaba al mando del Mariposa cuando despegaron de la pista de aterrizaje del campamento Percy, donde se habían detenido para reabastecerse de combustible después del vuelo desde Nairobi. Iban hacia el sudoeste, hacia la manyatta de Massana. Eva iba sentada al lado de él, Ishmael en cuclillas en el suelo junto a su inseparable bulto con las cosas para la cocina, mientras que León, Gustav y Hennie se amontonaban en la parte de adelante de la cabina.

Habían estado volando por poco más de veinticinco minutos cuando León descubrió una columna de humo por el lado de babor, que se elevaba directamente por el quieto calor del mediodía.

—¡Loikot! —León sabía que era él, incluso antes de ver la figura delgada de pie al lado del humeante fuego. Loikot hizo flamear su shuka para asegurarse de que lo habían visto; luego señaló con su lanza hacia el irregular perfil de una pequeña elevación no lejos de allí. Estaba indicando la ubicación de la presa.

Rápidamente, León evaluó la nueva situación. Los dioses de la caza habían sido amables con ellos. Durante su ausencia los leones debían de haberse movido en dirección a la manyatta de Massana. En ese momento estaban muchos kilómetros más cerca de ésta de lo que habían estado cuando los vieron por primera vez. Miró hacia la distante pendiente del Rift para orientarse y luego reconoció la forma fantasmal de la cuenca de sal donde había dejado a los dos masai hacía apenas tres días. Era un punto casi equidistante entre la manyatta y la colina donde los leones estaban en ese momento. «No podía ser mejor», se regocijó y retrocedió a donde pudiera hablar con el Graf Otto por encima del ruido de los motores.

—Loikot hizo señas de que los leones están entre las rocas de aquella pequeña elevación.

—¿Cuál es el lugar más cercano donde puedo aterrizar?

—¿Ve ese salar? —señaló León—. Si aterriza ahí abajo, estaremos cerca de la presa y de la aldea donde los morani están reunidos para la cacería.

La manyatta de Massana era más grande que la mayoría de las otras en el valle. Unas cien o más chozas grandes estaban distribuidas en un amplio círculo alrededor del corral para el ganado. El Graf Otto voló alrededor de la aldea a baja altura. Un montón oscuro de seres humanos se había reunido en el corral central. Aunque León no pudo ver a Manyoro entre el amontonamiento de figuras envueltas en shukas, era obvio que había hecho bien su trabajo y había convencido a Massana para que reuniera a sus morani para la gran cacería. Seguro de que todo estaba listo para ellos, León le pidió al Graf Otto que dirigiera al Mariposa hacia el salar. Aterrizó y se dirigió a la línea de árboles en el borde occidental antes de apagar los motores.

—Acamparemos aquí por un tiempo —le informó León—, así estaremos más cómodos antes de que lleguen los morani.

Todo el equipo necesario para un campamento provisorio había sido cargado en la bodega del Mariposa. León no necesitó mucho tiempo para instalarlo. Ubicó las carpas en la sombra debajo de las alas del avión. Ishmael preparó su cocina y el fuego a una distancia segura de la aeronave y pronto estaba sirviendo café y bizcochos de jengibre.

León vació su jarro y luego miró el cielo para calcular la hora.

—Loikot estará aquí en cualquier momento —le dijo al Graf Otto, y apenas había terminado de decirlo cuando Loikot apareció trotando por entre los árboles.

Dejó la sombra y caminó hacia la luz del sol para recibirlo. Estaba desesperadamente ansioso por escuchar el informe de Loikot, pero sabía que no podía apresurarlo. Cuanto más importantes eran sus noticias, más tiempo se tomaba Loikot para darlas a conocer. Primero tomó un poco de rapé, parado en una pierna y apoyado sobre su lanza. Luego estuvieron de acuerdo en que habían pasado tres días desde que se habían visto por última vez: mucho tiempo; en que el clima era caluroso para esta época del año y que quizás iba a llover antes de la puesta de sol, lo cual sería bueno para las pasturas.

—Bien, Loikot, poderoso cazador y rastreador intrépido, ¿qué hay de tus leones? ¿Todavía los tienes en tus ojos?

Loikot sacudió la cabeza con un gesto lúgubre.

—¿Los has perdido? —preguntó León enojado—. ¿Los has dejado escapar?

—¡No! Es verdad que el león más pequeño ha desaparecido, pero aún tengo al más grande en mis ojos. Lo vi hace no más de dos horas. Está solo, todavía tendido para escapar del calor, en la elevación que les indiqué antes.

—No debemos lamentar la desaparición del otro —lo consoló León—. Será más fácil ocuparse de un león solo. Dos podrían ser demasiado.

—¿Dónde está Manyoro? —preguntó Loikot.

—Después de que te dejamos, volamos sobre la manyatta de Massana. Los cazadores morani se han reunido allí, pero ya deben estar en camino para reunirse con nosotros. La manyatta no está lejos. Estarán aquí pronto.

—Volveré para seguir vigilando a mi león —dijo Loikot—. Cuando oscurezca podría irse muy lejos. Regresaré mañana por la mañana temprano.

Todavía faltaban dos horas para la puesta del sol cuando escucharon el canto y vieron gente que venía por el bosque abierto hacia donde estaban acampados en el borde del salar. Manyoro los conducía y venía seguido por la larga fila de morani vestidos con todas las galas de la caza, llevando escudos y assegai.

Detrás de ellos seguían cientos de hombres, mujeres y niños. Se había reunido gente de todas las manyatta en ochenta kilómetros a la redonda. Como una bandada de encantadores pajarillos, las muchachas solteras revoloteaban detrás del regimiento de morani solteros. Para cuando el sol se puso, este amontonamiento de seres humanos había acampado alrededor del Mariposa y el aire de la noche estaba saturado con los aromas de las hogueras. El entusiasmo iba en aumento y las cantarinas y alegres risas de los jóvenes continuaron durante toda la noche.

A la mañana siguiente, antes de que aclarara, Loikot regresó de su misión de exploración. Informó que, a la luz de la luna, el león había cazado una joven hembra kudú y estaba todavía comiendo el cuerpo del animal.

—No va a dejar a su presa —informó Loikot con convicción.

Los cazadores esperaron al sol con creciente expectativa. Estaban sentados alrededor de los fuegos acicalándose y arreglándose el cabello, afilando sus assegai y ajustando los tirantes de sus escudos. Cuando los primeros rayos del sol iluminaron los despeñaderos de la pendiente, el jefe de la cacería hizo sonar su silbato para indicar el comienzo. Abandonaron de un salto las mantas para dormir y formaron según sus jerarquías sobre la blanca sal. Comenzaron a bailar y a cantar, en voz baja al principio, pero con creciente entusiasmo a medida que la emoción aumentaba.

Las muchachas jóvenes formaron un anillo alrededor de ellos. Comenzaron a ulular, a golpear los pies contra el suelo y a menear sus caderas, aplaudiendo y moviendo las cabezas. Sacudían ligeramente los pechos y hacían oscilar sus redondos y carnosos traseros para que los vieran los hombres, incitándolos. Los morani empezaron a sudar mientras bailaban. Sus ojos adquirían un brillo que era sed de sangre y excitación sexual.

De pronto apareció el Graf Otto, que salió de la carpa que había sido levantada en la sombra de las amplias alas del Mariposa y se dirigió al blanco salar. Los morani estallaron en un rugido que se elevó de entre sus filas cuando lo vieron. Estaba vestido con una shuka tribal roja. La falda estaba ajustada a su cintura y llevaba la cola echada sobre un hombro. La piel de su torso y sus miembros estaba desnuda, blanca como el ala de una garza. Los pelos de su pecho y brazos brillaban como cables de cobre. Tenía los hombros anchos, el pecho amplio, y sus miembros eran duros y musculosos, pero el vientre era redondo y empezaba a sobresalir y a aflojarse con la edad y la buena vida.

Las muchachas jóvenes chillaron de la risa y se abrazaron unas a otras en ataques de carcajadas. Nunca imaginaron que un mzungu blanco iba a ponerse vestimentas tribales. Corrieron en tropel hacia él y se reunieron a su alrededor, siempre riéndose. Tocaban su piel lechosa y le acariciaban, asombradas, el pelo rojo del cuerpo. Entonces, el Graf Otto empezó a bailar. Las muchachas retrocedieron un paso y pronto dejaron de reírse. Aplaudían marcando el ritmo para él y lo alentaban con gritos frenéticos, excitados.

El Graf Otto bailó con extraordinaria gracia para un hombre de su tamaño. Saltaba alto, giraba, daba patadas en el suelo y apuñalaba el aire con la assegai en su mano derecha. Hizo floreos con el escudo de cuero crudo que llevaba en el hombro izquierdo. Las más bonitas y más atrevidas de las muchachas se turnaban para adelantarse y bailar con él cara a cara. Estiraban sus largos cuellos como de grullas y hacían sonar las cuentas con que los adornaban. Sus pechos estaban brillantes por la grasa y el ocre rojo, y con cada salto de piernas rígidas rebotaban de manera tentadora. El aire estaba lleno del polvo que levantaban sus pies descalzos y que volaba, denso, con el olor de su sudor y cargado con la perspectiva de sangre, de muerte y lascivia.

León estaba apoyado contra el fuselaje del Mariposa y parecía prestar toda su atención a aquel despliegue de primitivo desenfreno. Sin embargo, casi a la distancia de un brazo de donde él permanecía parado, Eva estaba sentada en el borde delantero del ala del Mariposa, con las piernas colgando. Desde ese ángulo él podía estudiar su cara sin parecer que lo hacía. Eva no mostraba más emoción que una leve diversión ante ese despliegue. Una vez más, León se maravilló ante su habilidad para esconder sus verdaderos sentimientos de manera tan absoluta.

El Graf Otto era su hombre y resultaba evidente que ella era su mujer; sin embargo, él estaba participando en un ritual descaradamente sexual con docenas de mujeres jóvenes, nubiles, medio desnudas y frenéticas. Si ella se sintió rebajada o insultada por su comportamiento grosero, no lo demostró, pero León estaba furioso en nombre de ella.

Casi como si Eva pudiera sentir los ojos de él sobre ella, lo miró desde su lugar en el ala. Su expresión era serena y sus ojos, herméticos, sin dejar traslucir nada. Luego, cuando sus miradas se encontraron, ella permitió que él viera en los lugares secretos y bien vigilados de su alma. Fue tan manifiesto el amor que salió brillando de sus ojos color violeta que él quedó sin aliento. De repente, León tomó conciencia de la profundidad del cambio que los embargaba. Sin importar lo que hubiera habido antes, estaban ahora comprometidos el uno con el otro. Nada ni nadie más importaba. Mirándose a los ojos, intercambiaron votos que eran mudos pero irrevocables.

El momento fue quebrado por el toque de un silbato y un tremendo grito de los morani. Los cazadores formaron en columna. Loikot tomó su lugar adelante para guiarlos a donde estaba la presa. Siempre cantando la canción del león, los morani lo siguieron, serpenteando a través de los árboles, con el cuerpo blanco brillante del Graf Otto en el medio. Los espectadores corrían en tropel detrás de ellos. Gustav y Hennie fueron tragados por la multitud y arrastrados por ella.

León y Eva quedaron solos. Él fue hasta donde ella estaba sentada en el ala.

—Si queremos presenciar el momento en que mate a la presa, debemos apurarnos.

—Ayúdame —respondió ella. Levantó los brazos y se inclinó hacia él. Él estiró las manos y las puso alrededor de su estrecha cintura y cuando la depositó en el suelo ella se apretó contra él por un instante. Él sintió su perfume y la tibieza de su vientre contra el de él. Ella le leyó los ojos y sintió la dureza entre las piernas de él a través de la ropa—. Lo sé, Tejón. Sé muy bien cómo te sientes. Yo lo siento también. Pero debemos tener paciencia por un tiempo más. ¡Pronto! Pronto, te lo prometo.

—¡Oh, Dios mío! —gimió él—. Ojalá… Otto. El león. Ojalá…

Los ojos de ella se llenaron de auténtico miedo.

—¡No, no lo digas! —Le puso un dedo sobre los labios—. No desees que eso ocurra. Nos traería la peor de las suertes posibles. —Ella dejó caer la mano de su cara y él vio que Manyoro se había acercado en silencio y estaba junto a su hombro. Tenía el rifle Holland en una mano y la bandolera de municiones en la otra.

—Gracias, mi hermano —dijo León al recibir el arma.

—El Graf Otto dijo que no debía haber armas de fuego en esta cacería —le recordó Eva.

—¿Puedes imaginarte lo que podría ocurrir si hiere a ese león y éste se lanza contra toda esa gente? —preguntó León con expresión severa—. Una cosa es hacer un pacto con el diablo, pero otra muy distinta es si piensa incluir a una docena de mujeres y niños en el trato. —Abrió la recámara del rifle y mientras lo cargaba con dos gruesos cartuchos de bronce, le preguntó—: ¿Puedes correr con esa falda y esas botas?

—Sí.

—Entonces, veamos cómo lo haces. —La tomó del brazo y corrieron detrás de la columna de morani que se alejaba rápidamente de la multitud de espectadores.

A León le sorprendió que Eva mantuviera el ritmo. Se levantó las largas faldas de gabardina hasta encima de las botas que llegaban a las rodillas y corrió con la gracia y la velocidad de una gacela hembra en celo. Él le tomó el brazo para ayudarla con las asperezas del terreno y la empujó hacia arriba para trepar por el banco empinado de un cauce seco. Pasaron a los rezagados y alcanzaron el cuerpo principal de cazadores; no estaban lejos de los guerreros más adelantados cuando el jefe de la cacería hizo sonar su silbato otra vez. Los morani se movieron prolijamente para adoptar la formación de batalla a modo de cuernos gemelos.

—Han visto al león. —León estaba agitado por el esfuerzo.

—¿Cómo lo sabes? ¿Puedes verlo? —preguntó ella sin aliento.

—No desde aquí, pero ellos pueden verlo. A juzgar por la manera en que se están moviendo, debe de estar echado en esa maleza al pie de la elevación. —Señaló un montón de rocas mezcladas con la maleza de hojas plateadas.

—¿Dónde está Otto? —Trataba de recuperar el aliento y se apoyó sobre él por un momento para descansar. Su frente estaba húmeda y brillante de transpiración y él estaba encantado con su olor tibio y femenino.

—Está en el medio de todo. ¿En qué otro lugar podríamos esperar que estuviera? —León señaló y vio su forma pálida que se destacaba en la primera fila de guerreros oscuros que estaba cerrándose como un puño alrededor de la rocosa elevación.

—¿Puedes ver al león? —El tono de la voz de ella era de angustia.

—No. Tendremos que acercarnos más. —La tomó del brazo y empezaron a correr otra vez. La primera línea de morani estaba a no más de ciento cincuenta pasos delante de ellos cuando León se detuvo repentinamente—. ¡Oh, dulce Señor! ¡Allí estás! Allí está el león. —Señaló con el dedo.

—¿Dónde? No puedo verlo.

—Allí, sobre el terreno alto. —Puso un brazo alrededor de sus hombros y la hizo moverse para quedar mirando hacia el animal—. Aquella cosa negra grande encima de la roca más alta. Ése es él. ¡Escucha! Los morani lo están desafiando.

—No puedo ver… —Y en ese momento el león se levantó y sacudió su melena. Ella contuvo el aliento—. Estaba mirándolo. Nunca me di cuenta de que podía ser tan grande. Creí que era una roca gigantesca.

El león balanceó su enorme cabeza de un lado al otro, mientras observaba a la multitud de enemigos que lo rodeaban. Gruñó y mostró los dientes. Incluso a esa distancia, León y Eva pudieron ver claramente el destello de marfil de sus colmillos y oír los repetidos gruñidos. Entonces, bajó la cabeza y aplastó las orejas contra su cráneo cuando descubrió la mancha clara como la luna del cuerpo de Otto von Meerbach en el centro de las filas. Había sido apartado de su propia presa y estaba enfadado. No necesitaba más provocación que la visión de ese cuerpo extraño. Gruñó otra vez; luego se lanzó al ataque, bajando a los saltos por el costado de la elevación directamente hacia el Graf Otto.

Un grito desafiante se elevó de entre las filas de los morani y éstos hicieron sonar sus escudos como tambores, acosando al león. Cuando llegó al suelo en el pie de la pendiente, se encogió por la velocidad y la fuerza de su empuje, arrastrándose muy bajo sobre la tierra, levantando polvo desde abajo de las enormes garras, gruñendo a cada paso.

Sin vacilar un momento, el Graf Otto levantó su escudo y lo sostuvo en lo alto mientras avanzaba para enfrentarse con la gran bestia. León y Eva se detuvieron de golpe y, con la sensación de algo inevitable, vieron lo que ocurría. Eva se aferraba a la mano de León y él sintió que sus uñas se hundían en su carne, haciéndolo sangrar.

—¡La bestia lo va a matar! —susurró ella, pero en el último instante, el Graf Otto se movió con la precisión y la coordinación de un atleta consumado. Cayó sobre una rodilla y se cubrió con el escudo de guerra de cuero crudo. Al mismo tiempo, levantó la assegai en su mano derecha y dirigió la punta al león que atacaba. La bestia la recibió en el centro de su pecho y entró cuan larga era, tan profundamente que la mano derecha del Graf Otto, que sujetaba la empuñadura, quedó inmersa en la pelambre negra y áspera de la melena y el corazón del león fue atravesado limpiamente por el acero afilado como una navaja. Sus mandíbulas se abrieron muy grandes cuando rugió y desde su garganta saltó un chorro de sangre brillante que salpicó la cabeza y los hombros de Otto von Meerbach. El león se bamboleó hacia atrás todavía con la lanza sepultada en su corazón, se tambaleó en un círculo y cayó sobre la hierba, con las cuatro patas pataleando en el aire. Fue una cacería perfecta.

El Graf Otto tiró a un lado el escudo y se puso de pie de un salto, bramando triunfalmente, girando en una danza de derviche, con la cara distorsionada bajo el brillo de la capa de sangre del león. Una docena de morani se adelantó rápidamente para atravesar con las hojas de sus assegai el cuerpo muerto. El Graf los enfrentó, bramando de manera posesiva, para mantenerlos lejos de su presa. Arrancó su propia lanza del pecho del león y la agitó ante los guerreros que se amontonaban para acercarse; los hizo retroceder, gritándoles en sus caras, mientras se golpeaba el pecho con los puños, hecho una fiera, y los amenazaba con su lanza levantada. Le devolvieron los gritos furiosamente, haciendo sonar sus escudos como tambores con sus propias lanzas. Le estaban exigiendo compartir la gloria, su derecho de lavar sus lanzas en la sangre del león. El Graf Otto arremetió contra uno, y el morani apenas si hizo a tiempo para desviar velozmente el golpe con su escudo. El Graf Otto gritó con rabia y le arrojó su assegai, como si fuera una jabalina. El guerrero levantó su escudo pero la hoja atravesó el cuero crudo y cortó las venas en su muñeca. Sus compañeros bramaron de furia.

—¡Santo cielo! Se ha vuelto loco —exclamó Eva casi sin aliento—. Alguien saldrá muerto, o él o el masai. Debo detenerlo. —Comenzó a avanzar.

—No, Eva. Están todos locos con una furia de sangre. No puedes detenerlos. Sólo conseguirás que te lastimen. —La tomó de un brazo.

Ella tironeó para liberarse.

—He podido calmarlo antes. Me escuchará… —Otra vez trató de soltarse, pero en ese momento él la agarró por los hombros con el brazo izquierdo, y levantó el rifle con la mano derecha. Fuerte como era ella, y por mucho que se esforzó, quedó indefensa en las manos de León.

—Es demasiado tarde, Eva —susurró en su oreja y, sosteniendo el pesado rifle como si fuera una pistola, apuntó con el cañón sobre las cabezas del Graf Otto y del morani herido—. Mira allá, encima de la elevación.

Ella miró hacia donde él señalaba y vio al segundo león, el gemelo perdido. Estaba parado en la cima del montículo. Era una criatura inmensa, más grande incluso que el que el Graf Otto había matado; además, su melena estaba completamente erguida por la rabia, de modo que parecía duplicar su tamaño. Encorvó el lomo, abrió muy grandes sus mandíbulas y las mantuvo cerca del suelo mientras bramaba. Fue una explosión a todo pulmón que rompía la tierra. El barullo de los espectadores y el tumulto del Graf Otto y los guerreros en acción se apagaron en un silencio mortal. Todas las cabezas giraron hacia la cima de la elevación y la bestia que se alzaba allí.

Los dos leones se habían separado tres días antes, cuando el más grande había sido atraído por un perfume irresistible en la brisa fresca de antes del amanecer. Era el olor de una leona madura en pleno estro. Se había apartado de su hermano más pequeño y se apresuró a responder a la invitación llevada por el viento.

Encontró a la leona una hora después del amanecer, pero otro león ya se estaba apareando con ella, un pretendiente más joven, más fuerte y más decidido. Los dos habían peleado, rugiendo, golpeando e hiriéndose el uno al otro con colmillos y garras filosas. El león más viejo había quedado lastimado y se había retirado con un corte profundo en las costillas y una mordida en el hombro que llegaba hasta el hueso. Había vuelto para reunirse con su hermano, cojeando penosamente y dolido por la humillación. Los dos leones habían vuelto a reunirse un poco después de que saliera la luna y el herido se había alimentado de los restos del kudú cazado por su hermano para luego retirarse a un saliente rocoso en el lado de la colina, donde había permanecido tendido para descansar y lamer sus heridas.

Había estado demasiado dolorido y entumecido como para participar en el ataque de los cazadores morani, pero los rugidos furiosos y la agonía de muerte de su hermano lo habían sacado de su escondite. En ese momento miró hacia abajo, al sitio de la muerte, donde el cuerpo de su hermano yacía tendido. Él no conocía los sentimientos humanos del pesar, la pena o la pérdida, pero sí la furia, una terrible furia devoradora contra el mundo y especialmente contra esas criaturas enclenques delante de él. La figura del Graf Otto era la que estaba más cerca y el pálido color de su cuerpo sirvió como punto de foco para la furia de la bestia. Saltó hacia adelante y se lanzó al ataque pendiente abajo.

Las mujeres dejaron escapar un terrible gemido y se dispersaron como una bandada de gallinas ante un halcón peregrino en picada. Los morani fueron tomados totalmente desprevenidos. Un momento antes habían estado peleándose con el Graf Otto y de pronto había aparecido el león, como por arte de la magia del conde.

Para cuando estuvieron reagrupados para enfrentar esta nueva amenaza, la bestia había ya recorrido la mayor parte del terreno para atacar al Graf Otto. León empujó a Eva detrás de él y le gritó:

—¡Quédate aquí! ¡No te acerques más!

Luego compitió en un intento de proteger a su cliente. Él y los morani llegaron demasiado tarde.

En el último instante, el Graf Otto levantó los brazos en un esfuerzo inútil para protegerse, pero el león se lanzó sobre él para aplastarlo con toda su velocidad y enorme peso. Fue derribado hacia atrás con la bestia encima de él. Lo envolvió en el aplastador abrazo de sus patas delanteras y le clavó muy hondo sus garras como ganchos de carnicero en la carne de su espalda. Al mismo tiempo, sus patas traseras desgarraron el frente de la parte inferior de su cuerpo y sus muslos, haciendo profundos cortes en sus carnes y abriéndole el vientre. En ese momento estaba agachado encima de él para ocuparse de su cara y su garganta, pero el Graf Otto empujó su antebrazo en las mandíbulas abiertas en un esfuerzo por mantenerlo alejado. El león mordió y mientras León se acercaba corriendo oyó los huesos que se hacían astillas. El león mordió otra vez, esta vez destrozando el hombro derecho del Graf Otto. Como un gatito jugando con un ovillo de lana, sus patas traseras estaban ocupadas desgarrando sus muslos y su vientre con las largas garras amarillas.

León liberó la traba de seguridad del rifle y metió los cañones del arma en la oreja del león. Apretó ambos gatillos a la vez. Las balas atravesaron el cráneo y explotaron por la oreja del otro lado, llevando casi todo el cerebro consigo. El león cayó hacia un lado y rodó lejos del Graf Otto.

León quedó parado sobre el hombre, con silbidos en los oídos por la explosión del rifle y mirando con horrorizada incredulidad el daño que el animal había infligido en sólo unos segundos. Por un instante no pudo decidirse a tocar al Graf Otto. Estaba cubierto de sangre y más sangre salía a chorros de las espantosas heridas en el brazo y el hombro. Salían también a borbotones de los profundos cortes en la parte de adelante de los muslos y en el vientre.

—¿Todavía está vivo? —Eva había hecho caso omiso de su orden de quedarse atrás—. ¿Está vivo o muerto?

—Un poco de cada cosa, creo —dijo León anonadado, pero la voz de ella lo había arrancado de la inercia ante el horror que se había apoderado de él. Le entregó el rifle a Manyoro cuando éste se acercó corriendo; luego cayó de rodillas junto al cuerpo de su cliente, sacó su cuchillo de caza de la vaina y empezó a cortar la shuka empapada en sangre.

—Dios mío, está hecho pedazos. Tendrás que ayudarme. ¿Sabes algo de primeros auxilios? —le preguntó a Eva.

—Sí —respondió ella arrodillándose a su lado—. He hecho prácticas. —Su tono era sereno y profesional—. Primero debemos parar la hemorragia.

León quitó lo que quedaba de la shuka hecha jirones del Graf Otto y la cortó en tiras para usarlas como vendas. Entre ambos aplicaron torniquetes en el brazo hecho añicos y los muslos rotos. Luego aplicaron compresas a los demás pinchazos profundos dejados por los colmillos del león.

León miró las manos de Eva mientras trabajaba con rapidez y prolijidad. No daba muestra alguna de repugnancia aunque estaba ensangrentada hasta los codos.

—Tú sabes lo que estás haciendo. ¿Dónde aprendiste?

—Podría hacerte la misma pregunta —replicó.

—Me enseñaron las cosas básicas en el ejército —respondió.

—Lo mismo que a mí.

La miró asombrado.

—¿El ejército alemán?

—Algún día puedo contarte la historia de mi vida, pero por el momento sigamos con esta tarea. —Se limpió las manos ensangrentadas en su falda mientras evaluaba lo que habían hecho; luego sacudió la cabeza—. Puede sobrevivir a las heridas, es más fuerte que la mayoría, pero la infección y la vergüenza probablemente lo van a matar —comentó.

—Tienes razón. Los colmillos y las garras de un león son más mortales que flechas envenenadas. Están cubiertas con carne podrida y sangre seca, un verdadero criadero de microbios. Los amiguitos del doctor Joseph Lister. Debemos llevarlo a Nairobi ahora mismo para que el doctor Thompson pueda darle un baño de yodo caliente.

—No podemos moverlo hasta que hayamos hecho algo en las heridas de su vientre. Si tratamos de levantarlo ahora, se le caerán los intestinos. ¿Puedes suturarlo? —le preguntó.

—No sabría por dónde empezar —respondió León—. Éste es un trabajo para un cirujano. Sólo atémoslo y esperemos lo mejor. —Le vendaron el vientre con largos trozos de shuka. León observaba a Eva, a la espera de que ella manifestara alguna emoción. No parecía estar sufriendo. ¿Tenía ella algún sentimiento hacia él? Daba muestras de estar trabajando con distancia profesional y evitaba los ojos de él, de modo que no podía estar seguro.

Finalmente pudieron levantar al Graf Otto sobre un escudo de guerra. Seis morani lo cargaron y lo llevaron corriendo hacia el lugar en el salar donde esperaba el Mariposa.

Bajo la supervisión de Manyoro, levantaron la camilla improvisada hasta la cabina y León la ató a los pasadores en el suelo. Luego levantó la vista para mirar a Eva. Pálida y desaliñada, estaba en cuclillas frente a él. Sus faldas estaban sucias de sangre y polvo.

—No creo que se salve, Eva. Ha perdido demasiada sangre. Pero tal vez el doctor Thompson pueda hacer uno de sus milagros si lo llevamos a Nairobi a tiempo.

—No iré contigo —dijo Eva en voz baja.

La miró sorprendido. No eran sólo las palabras, sino también la lengua en la que las había dicho.

—Hablas inglés. Ése es un acento del noreste —dijo. Su lírica cadencia sonaba amable en sus oídos.

—Sí. —Sonrió con tristeza—. Soy de Northumberland.

—No comprendo.

Empujó el pelo hacia atrás, liberando sus ojos y sacudió la cabeza.

—No, Tejón, no puedes comprender. ¡Oh, Dios! Hay tantas cosas que no sabes de mí, y que no puedo decirte… todavía.

—Dime algo. ¿Qué sientes realmente por Otto von Meerbach? ¿Lo amas, Eva?

Ella abrió muy grandes sus ojos. Luego se oscurecieron horrorizados.

—¿Amarlo? —Dejó escapar una risa breve y mordaz—. No, no lo amo. Lo odio con todo mi corazón y desde las profundidades de mi alma.

—¿Entonces, por qué estás aquí con él? ¿Por qué te comportas con él de esa manera?

—Tú eres un soldado, Tejón, igual que yo. Sabes lo que son el deber y el patriotismo. —Suspiró larga y profundamente—. Pero he tenido suficiente. No puedo seguir. No voy contigo a Nairobi. Si lo hago, nunca podré escapar.

—¿De quién estás tratando de escapar?

—De aquellos que se adueñaron de mi alma.

—¿Adonde irás?

—No lo sé. A algún lugar secreto donde no puedan encontrarme. —Estiró su mano y tomó la de él—. Esperaba que tú lo supieras, León. Esperaba que pudieras encontrar un lugar donde pudiera esconderme. Algún lugar al que pudiéramos escapar juntos.

—¿Y qué hacemos con él? —Señaló el cuerpo empapado en sangre que yacía en el suelo entre ellos—. No podemos dejarlo morir, como seguro ocurrirá si no hacemos algo pronto.

—No —coincidió ella—. A pesar de mis sentimientos hacia él, no podemos hacer eso. Encuentra un lugar donde pueda esconderme. Déjame allí. Regresa a buscarme tan pronto como puedas. Ésa es mi única oportunidad de ganar mi libertad.

—¿Libertad? ¿No eres libre ahora?

—No. Soy cautiva de las circunstancias. No creerás que yo elegí convertirme en lo que me he convertido, ¿no?

—¿Qué eres? ¿En qué te has convertido?

—Me he convertido en una puta y una impostora, una mentirosa y una tramposa. Estoy atrapada en las mandíbulas de un monstruo. Alguna vez fui como tú, buena, honesta e inocente. Quiero ser así otra vez. Quiero ser como tú. ¿Me aceptarás? Degradada y sucia como estoy, ¿me aceptarás?

—Oh, Dios, Eva, no hay nada que yo desee más. Te he querido desde el primer momento en que puse mis ojos en ti.

—Entonces, basta ya de preguntas. Te lo ruego. Escóndeme aquí, en estas tierras salvajes. Lleva a Otto a Nairobi. Si alguien allí pregunta por mí, y me refiero a cualquiera que lo haga, sin excepción, no le digas dónde estoy. Diles simplemente que desaparecí. Deja a Otto en el hospital. Si sobrevive, lo enviarán a Alemania. Y tan pronto como puedas, debes regresar a mí. Te lo explicaré todo entonces. ¿Lo harás? Dios sabe que no hay razón para que lo hagas, pero ¿confiarás en mí?

—Tú sabes que sí —dijo en voz baja; luego gritó—: ¡Manyoro! ¡Loikot!

Estaban esperando cerca. Las órdenes que tenía para ellos eran breves y precisas. Le tomó menos de un minuto transmitírselas. Se volvió hacia Eva.

—Ve con ellos —le dijo—. Haz lo que te digan. Puedes confiar en ellos.

—Sé que puedo. Pero ¿adonde me llevarán?

—Al monte Lonsonyo. A Lusima —le respondió y vio que todas las preocupaciones desaparecían de sus ojos color violeta.

—¿A nuestra montaña? —dijo ella—. Oh, León, desde el primer momento que la vi supe que Lonsonyo tenía un significado especial para nosotros.

Mientras ellos hablaban, Manyoro había encontrado el bolso de tela en el que Eva llevaba sus cosas personales. Lo sacó del depósito en la parte de atrás de la cabina y se lo arrojó a Loikot que estaba parado debajo del fuselaje; luego saltó por un costado. En ese momento León y Eva estaban juntos, solos. Se miraron uno al otro sin decir una palabra. Él extendió la mano para tocarla y ella fue a sus brazos con una gracia rápida y elegante. Se abrazaron como si estuvieran tratando de fusionar sus cuerpos en una sola entidad. Los labios de él se estremecieron contra su mejilla cuando ella susurró:

—Bésame, mi amor. He esperado tanto tiempo. Bésame ahora.

Sus labios se juntaron, tan ligeramente al principio como dos mariposas que se tocan en vuelo; luego más fuerte, más profundamente, de modo que él pudo sentir su esencia y saborear la tibieza de su lengua y los rosados, fragantes rincones remotos de su boca. Ese primer beso pareció durar un instante y a la vez toda la eternidad. Luego, con un esfuerzo, se separaron y se miraron sobrecogidos.

—Yo sabía que te amaba, pero hasta este momento no me daba cuenta de cuánto —dijo él en voz muy baja.

—Lo sé, porque también lo siento —respondió ella—. Hasta este momento, nunca supe lo que era confiar totalmente en alguien y amarlo.

—Debes irte —le dijo—. Si te quedas un minuto más, no creo que pueda dejarte ir.

Apartó sus ojos de los de él y miró hacia el salar, donde los morani y la gente de la aldea estaban regresando en tropel en dirección a ellos. Algunos llevaban los cuerpos de los dos leones colgados en palos, con las cabezas hacia abajo.

—Gustav y Hennie se acercan —dijo ella—. No deben verme partir ni saber a dónde me he ido. —Lo besó otra vez rápidamente y luego se fue—. Esperaré que regreses a mí, y cada segundo que estemos separados será una agonía y una eternidad.

Entonces, con el ruido del roce de su falda, saltó afuera de la cabina. Con Manyoro y Loikot a cada lado, corrió hacia los árboles, sin ser vista por Gustav y Hennie, gracias al fuselaje del avión. Cuando llegaron a la línea de árboles, Eva se detuvo para mirar hacia atrás. Saludó con la mano y luego desapareció en el bosque. Él se sorprendió por la desolación que lo envolvió cuando se fue, y no hizo ningún esfuerzo por apartar esa sensación y prepararse para enfrentar a Gustav, que estaba trepando a la cabina.

Cayó de rodillas junto al cuerpo del Graf Otto.

—¡Oh, mi Dios, mi Dios de bondad! —gritó—. ¡Está muerto! —Lágrimas auténticas corrieron por sus mejillas curtidas—. ¡Por favor, Señor, sálvalo! Era más que mi propio padre para mí. —Aparentemente, Gustav había olvidado la existencia de Eva von Wellberg.

—No está muerto —dijo León bruscamente—, pero lo estará pronto si no enciende los motores para que pueda llevarlo a un médico.

Gustav y Hennie se pusieron a trabajar de inmediato y a los pocos minutos los cuatro motores estaban rugiendo y largando humo azul perfumado con aceite de ricino mientras se calentaban. León puso la trompa del Mariposa contra el viento y esperó a que los motores alcanzaran un ritmo uniforme. Luego les gritó a Gustav y a Hennie:

—¡Sujétenlo bien!

Se agacharon junto a la camilla improvisada sobre la que el Graf Otto estaba tendido y lo sujetaron con fuerza. León aceleró al máximo. La aeronave rugió y se puso en movimiento. Mientras subía por encima de los árboles, miró por un costado buscando a Eva. Hasta que la vio. Ella y los masai se habían alejado ya y estaban a quinientos metros más allá del perímetro del salar. Ella corría un poco detrás de los otros dos. Se detuvo y miró hacia arriba, se quitó el sombrero y saludó. El pelo le cayó sobre los hombros y estaba riéndose; él supo que su risa era para darle aliento. Sintió que su corazón se encogía ante el coraje y la valentía de ella, pero no se atrevió a devolverle el saludo pues eso podría dirigir la atención de Gustav hacia la pequeña figura allá abajo. El Mariposa continuó rugiendo, trepando hacia los contrafuertes de la muralla del valle del Rift.

Era la última hora de la tarde y el sol se estaba poniendo cuando León hizo aterrizar al Mariposa en el campo de polo de Nairobi. No había nadie, pues nadie los esperaba. Llevó el avión al hangar, donde el vehículo de caza estaba estacionado, apagó los motores, y entre los tres maniobraron con la camilla para sacarla por un costado de la cabina y bajaron al Graf Otto al suelo.

León lo revisó rápidamente. No pudo detectar respiración alguna y la piel del Graf tenía una palidez de muerte, húmeda y fría al tacto. No mostró ninguna señal de vida. León sintió una culpable sacudida de alivio de que su deseo de muerte para ese hombre hubiera sido rápidamente cumplido. Pero entonces tocó el cuello del conde, debajo de la oreja, y sintió que la arteria carótida latía débilmente y de manera irregular. Luego puso la oreja sobre los labios del moribundo y escuchó el débil ruido del aire que entraba y salía de sus pulmones.

«Cualquier ser humano normal habría estado muerto hacía rato, pero este bastardo es tan duro como la piel del lomo de un elefante», pensó con amargura.

—Traiga el vehículo de caza —le ordenó a Gustav.

Pusieron la camilla sobre el asiento trasero, donde Gustav y Hennie lo sostenían con firmeza mientras él conducía el coche con cuidado hacia el hospital, evitando los pozos y las irregularidades del camino.

El hospital era un edificio pequeño de adobe y paja, frente a la nueva iglesia anglicana. Tenía una clínica, un quirófano rudimentario y dos salas pequeñas y vacías. No había nadie en el edificio y León se apresuró a llegar a la cabaña en el fondo.

Allí encontró al doctor Thompson y a su esposa sentados para la cena, pero dejaron todo sobre la mesa y corrieron con León hacia el hospital. La señora Thompson era la única enfermera profesional en toda la colonia y de inmediato se hizo cargo de la situación. Bajo su supervisión, Gustav y Hennie llevaron al Graf Otto a la clínica y lo levantaron de la camilla improvisada para pasarlo a la del consultorio. Mientras el doctor cortaba los vendajes de emergencia, ellos arrastraron una bañera de hierro galvanizado y la llenaron con agua caliente en la que la señora Thompson vació una botella de un litro de tintura de yodo. Luego levantaron el cuerpo roto del Graf Otto de la mesa y lo metieron en el baño humeante.

El dolor fue tan tremendo que lo sacó con un sobresalto de la oscura niebla del coma, chillando y retorciéndose, tratando de salir del cáustico antiséptico. Lo retuvieron despiadadamente para que el yodo pudiera penetrar en las profundas y terribles heridas. A pesar de su antipatía por ese hombre, León sintió que el espectáculo de su sufrimiento era desgarrador. Retrocedió hacia la puerta y salió en silencio fuera de la clínica, hacia el agradable aire de la tarde.

Cuando llegó al campo de polo, el sol se había puesto. Paulus y Ludwig, dos de los mecánicos de Meerbach, habían llegado allí antes que él. Habían oído más temprano el aterrizaje del Mariposa y se habían acercado a averiguar qué estaba ocurriendo. León les hizo un breve relato de cómo el Graf había sido atacado y luego dijo:

—Debo regresar. No sé qué habrá ocurrido con Fräulein von Wellberg. Está allá sola. Puede estar en peligro. Los tanques de combustible del Mariposa están casi vacíos. ¿Qué hay del Abejorro?

—Lo llenamos cuando usted lo trajo —informó Ludwig.

—Ayúdenme a poner en marcha los motores. —León fue hacia la aeronave y los mecánicos corrieron detrás de él.

—¡Usted no puede volar en la oscuridad! —protestó Ludwig.

—Faltan sólo dos noches para la luna llena y saldrá en menos de una hora. Luego habrá tanta luz como de día.

—¿Y si se nubla?

—No en esta época del año —aseguró León—. Ahora, basta de discutir. Denme una mano para hacerlo arrancar. —Trepó a la cabina y empezó la rutina, pero se detuvo a la mitad e inclinó la cabeza para escuchar cascos que galopaban por el camino que venía de la ciudad—. Maldita sea —farfulló—. Esperaba poder irme sin atraer la inoportuna atención de nadie. ¿Quién será? —Se agachó por debajo del borde de la cabina y miró hacia la forma oscura de caballo y jinete que aparecía en la noche. Luego suspiró cuando reconoció la silueta alta y corpulenta en la montura, aun cuando todavía no podía ver su cara—. ¡Tío Penrod! —gritó.

El jinete frenó.

—¿León? ¿Eres tú?

—El mismo, señor. —León trató de mantener un tono de resignación en su voz.

—¿Qué está ocurriendo? —quiso saber Penrod—. Estaba cenando con Hugh Delamere en el Muthaiga Country Club cuando oímos llegar al avión. Casi de inmediato hubo toda clase de rumores circulando por el bar. Alguien vio que a Von Meerbach lo traían en una camilla. Estaban diciendo que había habido un accidente, que lo mordió un león, y que Fräulein von Wellberg estaba muerta o había desaparecido. Fui al hospital pero me dijeron que el doctor estaba operando y que no podía hablar conmigo. Entonces, me di cuenta de que como sólo hay dos personas en la colonia que pueden pilotar un avión, y obviamente Von Meerbach no estaba en condiciones de hacerlo, tenías que ser tú quien había traído el avión. Vine a buscarte.

León se rio compungido. No era fácil que algo se le escapara al general de brigada Ballantyne.

—Tío, usted es un maldito genio.

—Todo el mundo me dice lo mismo. Ahora, mi muchacho, quiero un informe completo. ¿Qué, en nombre de todo lo que es sagrado, estás haciendo? ¿Qué le pasó realmente a Von Meerbach, y dónde está la encantadora Fräulein?

—Algunos de los rumores que escuchó son correctos, señor. Yo traje a Von Meerbach desde el campo. Fue gravemente atacado por un león, como le dijeron. Lo dejé con el médico. No creo que se salve. Está muy malherido.

—¿Cómo pudiste permitir que ocurriera, León? —El tono de Penrod dejaba traslucir su enojo—. Santo cielo, todo mi duro trabajo desperdiciado.

—Insistió en atacar al león al estilo masai con la assegai. Lo derribó antes de que yo tuviera alguna oportunidad de evitarlo.

—El hombre es un maldito tonto —espetó Penrod—. Y tú no eres mucho mejor. Nunca debiste haber dejado que se metiera en una situación semejante. Tú sabías lo importante que era, todo lo que esperábamos enterarnos por él. ¡Maldición! Debiste haberlo detenido. Debiste haberlo cuidado como si fuera un bebé.

—Un bebé malo y grande con ideas propias, señor. Nada fácil de cuidar. —El tono de León sonaba agudo por el enojo.

Penrod cambió de tema delicadamente.

—¿Dónde está Von Wellberg? Espero que no la hayas entregado también a ella como comida para los leones.

La burla irritó a León, como era la intención de Penrod. La verdadera respuesta saltó airadamente a sus labios pero, con un esfuerzo, la detuvo allí. La advertencia de Eva resonó en sus oídos: «Si alguien allí pregunta por mí, y me refiero a cualquiera que lo haga, sin excepción, no le digas dónde estoy. Diles simplemente que desaparecí».

«Me refiero a cualquiera». ¿Había querido incluir a Penrod en esa advertencia? Su mente corría a toda velocidad. Recordó el incidente en la cena del regimiento cuando los encontró en el jardín. Sus sospechas en aquel momento seguramente tenían fundamento. Eva nunca habría bajado su guardia de esa manera a menos que hubiera algún entendimiento especial entre ellos. Entonces, recordó la manera en que Eva había insinuado sus conexiones con el ejército. Penrod era el comandante de las fuerzas armadas de la colonia. Todo comenzaba a adquirir una borrosa forma en su mente.

«Estoy atrapada en las mandíbulas de un monstruo», había dicho. ¿Era Penrod el monstruo? Si era así, entonces, León había estado a punto de traicionarla. Respiró hondo y dijo con firmeza:

—Desapareció, señor.

—¿Qué diablos quieres decir con «desapareció»? —gritó Penrod.

Su reacción rápida y brusca confirmó las sospechas de León. Penrod estaba en el centro del sombrío misterio.

«Tú eres un soldado, Tejón, igual que yo. Sabes lo que son el deber y el patriotismo».

Sí, él era un soldado, y allí estaba, mintiéndole a su oficial superior. Ya antes una vez había sido encontrado culpable de desobedecer a un oficial superior, de negligencia en el cumplimiento del deber. En ese momento estaba cometiendo los mismos delitos graves, pero esta vez lo estaba haciendo deliberada y conscientemente. Como Eva, estaba atrapado en las mandíbulas del monstruo.

—Vamos, muchacho, dímelo. ¿Qué quieres decir con que desapareció? La gente no desaparece así como así.

—En el momento del ataque del león yo estaba tratando de proteger a Von Meerbach. Era él quien estaba en verdadero peligro, no… —casi iba a decir «Eva» pero se corrigió—… no la dama. Le dije que se quedara bien atrás y corrí hacia los masai. La perdí de vista en la confusión. Luego, cuando el león derribó a Von Meerbach y lo destrozó, yo sólo tenía una cosa en mi mente, que era remendarlo y llevárselo al doctor Thompson. No volvía pensar en Fräulein von Wellberg hasta que ya estábamos volando y para entonces era demasiado tarde para regresar por ella. Confié en que Manyoro y Loikot la encontraran y la cuidaran. Creo que la habrán llevado a un lugar seguro. Pero en este mismo momento voy a arriesgarme a un vuelo nocturno hacia el valle para asegurarme de que esté bien.

Penrod empujó su caballo para ubicarlo junto al fuselaje y lanzó una mirada furiosa a León, que estaba seguro de que su culpabilidad era claramente visible en sus facciones. Bendijo a la oscuridad que escondió su rostro del severo escrutinio de Penrod.

—¡Escúchame, León Courtney! Si ella es lastimada de alguna manera, tú responderás por ello ante mí. Ahora bien, éstas son mis órdenes. Presta atención. Regresarás a donde dejaste a Eva von Wellberg en el campo y la sacarás de ahí. La traerás a mí… directamente a mí y a nadie más. ¿Está claro?

—Muy claro, señor.

—Si me defraudas, te enseñaré el significado de las palabras «dolor» y «sufrimiento». Lo que Freddie Snell te hizo parecerá una palmadita en la cabeza en comparación. Quedas advertido.

—Ciertamente, señor. Ahora, si usted tiene la amabilidad de salir de la corriente de las hélices, me pondré en camino para obedecer sus órdenes.

Ludwig llevó el enorme camión de Von Meerbach al extremo más alejado del campo de polo y lo estacionó para que sus faros iluminaran la pista de aterrizaje. Mientras León se movía rugiendo por la pista para despegar, vio la silueta de Penrod recortada contra los faros, inclinado sobre su montura. Casi podía sentir el calor de la cólera de su tío.

Tan pronto como se alejó de las copas de los árboles en el extremo del campo, giró para dirigirse al campamento Percy. Al ganar altura, la luna pareció apresurarse ansiosamente por sobre el negro horizonte para iluminarle el camino. Desde una distancia de veinte kilómetros, la colina que dominaba el campamento estaba bañada por la luz de la luna, guiándolo en la última etapa del viaje. Para atraer la atención de Max Rosenthal dio tres vueltas sobre el campamento, acelerando y desacelerando los motores. En la última vuelta vio faros que se encendían debajo de él; luego vio que el camión avanzaba sobre el desparejo camino hacia la pista de aterrizaje. Max sabía lo que se esperaba de él y alineó el vehículo para orientar a León en el aterrizaje.

Tan pronto como León detuvo al Abejorro, arrojó su mochila por el costado para luego agarrar el rifle Holland y la bandolera del lugar donde Manyoro los había dejado. Bajó y corrió hacia el camión.

—Max, quiero cuatro de nuestros mejores caballos y uno de los mozos de cuadra para que venga conmigo. Cada uno montará un caballo y llevaremos a los otros con nosotros.

Jawohl, jefe. ¿Adonde va? ¿Cuándo quiere partir?

—No importa a dónde voy y quiero partir de inmediato.

Himmel! Son las once de la noche. ¿No puede esperar hasta mañana?

—Tengo apuro, Max.

Ja, eso parece.

León corrió a su carpa y puso algunos artículos esenciales en su mochila liviana; luego fue a donde estaban atados los caballos. Allí lo esperaban los animales, pero en lugar de cuatro animales, como había ordenado, había cinco. El ceño fruncido de León se aflojó para ser reemplazado por una gran sonrisa cuando reconoció la figura montada sobre la mula negra.

—¡Que el Profeta te colme de bendiciones! —dijo a modo de bienvenida.

Los dientes de Ishmael brillaron blancos en la luz de la luna.

—Effendi, sabía que usted moriría de hambre sin mí.

Cabalgaron sin parar por el resto de esa noche, cambiando dos veces de caballos. Al amanecer, la silueta azul oscuro del monte Lonsonyo se veía baja sobre el distante horizonte. Para el mediodía, ya llenaba la mitad del cielo oriental, pero esta visión era desconocida para León. Nunca antes se había acercado al monte desde esta dirección. En ese momento presentaba su más accidentada pendiente del norte, la que él y Eva habían sobrevolado con el Graf Otto en los controles del Mariposa.

Para entonces ya habían cabalgado durante casi trece horas desde que salieran del campamento Percy y habían forzado al máximo a los caballos. A pesar de su impaciencia por reunirse con Eva, sabía que no podía exigirles más a los animales ni a los hombres. Tenía que hacer descansar a los hombres, y había que dejar que los caballos comieran y bebieran. Desensillaron junto a un pequeño abrevadero y manearon a los animales; luego los dejaron sueltos para que comieran.

Mientras se ocupaban de esas cosas, Ishmael preparó café y luego cortó rebanadas de venado frío y cebollas encurtidas sobre un trozo de pan sin levadura. Una vez que comió, León durmió hasta el anochecer. Luego ensillaron y continuaron en la oscuridad. En la noche fresca, los caballos se movían con entusiasmo y al amanecer el monte se alzaba ante ellos. León miró admirado sus despeñaderos. Las altas paredes estaban adornadas con líquenes de brillantes colores. Descubrió el reflejo plateado del agua que caía en una de las gargantas que dividían las enormes murallas. Aunque, desde ese ángulo bajo, la cuenca circular oscura quedaba escondida, se dio cuenta de que ésta debía ser la cascada que él y Eva habían visto desde el aire.

León sabía por Loikot que había un sendero junto a la cascada que ascendía por los despeñaderos hasta la cima y ésta era la ruta por la que pensaba llevar a Eva hasta Lusima. Pero estaba todavía demasiado lejos como para ver el sendero, incluso con la ayuda de los binoculares. En cambio, se concentró en calcular las distancias y la dirección desde la cual vendrían, con la esperanza de poder interceptarlos antes de que empezaran el ascenso. Lo más probable, sin embargo, era que ellos ya estuvieran en el sendero antes que él.

Sea como fuere, sabía que Eva estaba cerca y eso le levantó el ánimo. Ishmael y el mozo de cuadra no podían seguirle el ritmo mientras espoleaba a su montura siempre adelante. Al cabo de otra hora, frenó bruscamente, saltó de la silla de montar y se puso en cuclillas al lado de uno de los numerosos senderos de animales que se entrecruzaban en la sabana. Tres pares de huellas de pisadas humanas habían sido dejadas no hacía mucho en el polvo fino. Manyoro iba adelante. León habría reconocido esa cojera en cualquier parte. El ligero arrastre de los dedos del pie era inconfundible. Loikot lo seguía, con sus pasos largos y flexibles y Eva detrás de ellos.

—¡Oh, mi querida! —murmuró León, cuando tocó una de sus claras y delgadas huellas—. Hasta tus pequeños pies son hermosos.

Las huellas iban directamente hacia la montaña y él volvió a montar para seguirlas a medio galope. El sendero subía por la primera inclinación de la ladera, que se hacía más empinada a cada paso. El despeñadero se fue alzando hasta que pareció llenar el cielo, y las nubes que se movían arriba le dieron a León la incómoda sensación de que la montaña se le venía encima.

Pronto el sendero se hizo tan empinado que se vio obligado a desmontar para caminar delante de su caballo. Cada tanto descubría las huellas que las botas de Eva iban dejando, lo que lo alentaba a seguir subiendo a la mayor velocidad que podía. El agudo ángulo de la pendiente hacía imposible ver más allá de una corta distancia adelante, pero continuó caminando mientras el resto de su grupo se esforzaba por seguirlo aunque rápidamente se fue quedando atrás. Llegó a un escalón en la ladera, y cuando lo subió quedó maravillado ante la vista.

Delante de él había un espejo de agua circular. Era mucho más grande de lo que había parecido desde el avión, pero su tamaño se veía reducido por la magnitud del despeñadero encima de él y el diluvio blanco y estruendoso de la cascada. Tan copiosa era la caída de agua que enviaba remolinos de aire fresco que daban vueltas por aquel caldero de roca.

Entonces escuchó una voz, débil y casi ahogada por el estrépito del agua que caía en cascada. Era la voz de ella, y su corazón se agitó emocionado. Con ansiedad exploró con la vista los despeñaderos a ambos lados del pequeño lago, pues los ecos eran engañosos y no estaba seguro de la dirección desde la que ella estaba gritando.

—¡Eva! —gritó a los despeñaderos y los ecos que se apagaban se burlaron de él.

—¡León! ¡Querido! —Esta vez la dirección era más nítida. Se volvió al lado izquierdo del agua y echó la cabeza hacia atrás. Vio un destello de movimiento muy alto, arriba, y se dio cuenta de que ella estaba parada sobre un saliente que hacía ángulo con la pared del despeñadero. Cuando la miró, ella empezó a bajar hacia él, corriendo con la velocidad y la agilidad de los damanes de las rocas sobre terreno traicionero.

—¡Eva! —gritó—. ¡Ahí voy, mi amor! —Dejó caer las riendas de su caballo y comenzó a trepar por la ladera para encontrarse con Eva. Entonces vio a los dos masai en el sendero por encima de ella. Aun a esa distancia podía distinguir el asombro en sus rostros, cuando vieron ese extraordinario despliegue. Él y Eva llegaron a donde comenzaba el saliente casi al mismo tiempo, pero él estaba debajo del borde y ella encima, casi a dos metros sobre su cabeza.

—¡Atrápame, Tejón! —gritó y, confiando en la fuerza de él, se lanzó por sobre el borde. Al caer él la atrapó, pero su peso y la velocidad lo hicieron caer de rodillas. Arrodillado sobre ella, la abrazó contra su pecho en un gesto protector mientras reían.

—¡Te amo, niña loca!

—¡Nunca más me dejes ir! —exclamó, cuando sus labios se juntaron.

—¡Nunca! —prometió él, hablando en su suave boca.

Mucho después, cuando se separaron para respirar, vieron que Manyoro y Loikot habían seguido a Eva sendero abajo y estaban en cuclillas en el saliente justo encima de ellos, mirándolos con sonrisas encantadas.

—¡Vayan a molestar a otra parte! —les ordenó León—. No son bienvenidos aquí. Llévense mi caballo y bajen hasta que encuentren a Ishmael. Díganle que prepare el campamento al pie del monte. Espérennos. Dormiremos allí esta noche.

Ndio, bwana —respondió Manyoro.

—Y dejen de reírse como tontos.

Ndio, bwana!

La voz de Manyoro fue apagada por las risas mientras comenzaba a bajar, pero Loikot se quedó sobre el saliente encima de él. De pronto le gritó a Manyoro, en una imitación en falsete de la voz de Eva:

—¡Atdápame, Tecón! —Y se arrojó del saliente como había hecho Eva. Chocó contra Manyoro con tal fuerza que lo derribó. Ambos bajaron rodando por la pendiente, abrazados uno al otro, aullando y gritando de risa—. ¡Atdápame, Tecón! —gritaban—. ¡Atdápame, Tecón!

Ni León ni Eva pudieron contenerse y estallaron en risas otra vez. Al final León recuperó la voz.

—¡Váyanse, idiotas! —les ordenó—. Fuera de mi vista. ¡No quiero volver a ver a ninguno de los dos por mucho, mucho tiempo!

Bajaron trastabillando la montaña, todavía dominados por ataques de risa, abrazados y divertidos.

—¡Atdápame, Tecón! —aulló Manyoro.

—¡Tamo, ninia loca! —Loikot se abofeteó las mejillas y sacudió la cabeza—. ¡Tamo! —repitió, y saltó un metro en el aire.

—Éste fue, sin duda alguna, el más gracioso hecho alguna vez registrado en la historia de la tierra de los masai. Tú y yo formaremos parte de la mitología tribal —le dijo León a Eva, cuando los dos hombres desaparecieron por el sendero. La envolvió con sus brazos y ella colgó los suyos en su cuello. La llevó a un saliente junto al agua y se sentó con ella en su regazo—. No sabes cuánto he anhelado tenerte así —susurró.

—Toda mi vida —respondió ella—. Tanto tiempo he esperado que esto sucediera.

Él le acarició la cara, siguiendo los arcos de sus cejas con la punta de los dedos para luego cerrarlos entre mechones de pelo, llenando sus manos con sus gruesos y brillantes rulos, disfrutando cada aspecto de su belleza, como un avaro que acaricia un tesoro escondido de monedas de oro. Ella se veía tan frágil y delicada que tenía miedo de lastimarla, de sobresaltarla o alarmarla. Su belleza lo maravillaba. No se parecía en nada a las otras mujeres que había conocido. Lo hacía sentirse inadecuado, indigno.

Ella comprendía su dilema. La timidez de él volvió a despertar en ella sentimientos de ternura que no había experimentado por muchísimo tiempo. Pero ella lo quería desesperadamente y no podía esperar. Sabía que debía tomar la iniciativa.

Él sintió que ella le desabotonaba la camisa y una mano se metía por la abertura para empezar a acariciarle los músculos del pecho. Él tembló de placer.

—Eres tan duro, tan fuerte —murmuró ella.

—Y tú, tan blanda y tierna —replicó.

Ella se echó un poco hacia atrás para poder verle los ojos.

—No soy frágil, mi Tejón. Soy de carne y hueso como tú. Yo quiero lo mismo que tú quieres. —Ella le tomó el lóbulo de la oreja entre los dientes y lo mordisqueó delicadamente. Él sintió que se le ponía la piel de gallina en la nuca. Cuando ella empujó su lengua muy adentro de su oreja, él se estremeció de placer.

—Yo tengo lugares sensibles igual que tú. —Le tomó la mano y la puso sobre su pecho—. Si me tocas aquí y aquí, así, así, te darás cuenta.

Buscó a tientas los botones y los ojales de la blusa de ella y abrió el de más arriba. Lo hizo tímidamente. Esperaba un rechazo, pero ella echó los hombros atrás de modo que sus pechos se hincharon para encontrarse con los dedos de él, que exploraban.

—¡Ése es un muchacho inteligente! Ya encontraste uno de mis lugares sin mi ayuda.

Sus palabras, y el tono en que las pronunció, provocaron en él una impaciencia febril. Dejó de lado todo dominio de sí y toda cautela, abrió de un tirón su blusa y metió la mano adentro. Sus pechos estaban calientes y eran sedosos, y sintió que las puntas se endurecían y fruncían. La respiración de ella se aceleraba a la vez que le susurraba:

—Son tuyos, mi amor. Todo lo que tengo es tuyo.

Ella se echó un poco hacia atrás y se movió para que sus pechos rozaran levemente la cara de él. Él le arrancó la blusa y la enagua de seda dejándola desnuda hasta la cintura. Otra vez ella dejó que sus pechos se balancearan contra la cara de él y él a su vez tomó uno de sus pezones con la boca. Ella gimió y se echó hacia atrás en el círculo de los brazos de él; luego tomó un doble puñado de pelo en la nuca de él y lo usó para llevarle la boca al otro.

—Perdóname, mi amor, pero no puedo esperar más —gritó ella. Su tono era casi desesperado mientras se apartaba del regazo de él y se arrodillaba delante de él, con sus pechos desnudos, pesados y llenos, apenas rozándole el rostro mientras le tironeaba el cinturón. Cuando abrió la hebilla y le desabrochó la bragueta, él se levantó un poco para que pudiera bajarle el pantalón hasta las rodillas. Se levantó la larga falda hasta las costillas inferiores —no llevaba nada puesto debajo— y él vio que su cintura era estrecha, como el cuello de un ánfora griega, que se curvaba hacia la prominencia de sus caderas. La piel del vientre era nacarada e impoluta. Sus muslos eran fuertes pero con buenas formas y entre ellos anidaba el bosque de su feminidad, oscuro, rizado y exuberante en su maravillosa profusión. Pasó una de sus rodillas por encima de él, montándolo como si montara un caballo, y cuando sus muslos se separaron, él vislumbró, a través de la densa cortina de pelo, la abertura de su sexo. Se veía tensa y húmeda con los jugos lujuriosos de su excitación. Luego, con un solo y hábil empujón de sus caderas, lo acogió hasta el fondo y ambos a la vez dejaron escapar un grito como de dolor.

Para ambos, aquello ocurrió de manera tan rápida e intensa que quedaron sin poder hablar, apenas capaces de moverse, aferrándose uno al otro como sobrevivientes de algún devastador sismo o tifón. Les tomó un poco de tiempo regresar flotando de las remotas fronteras de sus mentes y sus cuerpos a las que habían sido transportados.

Eva habló primero.

—Nunca imaginé que podía ser así. —Apoyó la cabeza sobre el pecho de él para escuchar su corazón. Él le acarició el pelo y ella cerró los ojos. Se durmieron y sólo despertaron con los gritos de un grupo de mandriles en lo alto del despeñadero, como un desafío que retumbaba en el desfiladero. Ella se sentó lentamente y empujó hacia atrás el pelo que le cubría la cara, todavía húmeda de sudor. Tenía las mejillas enrojecidas.

—¿Cuánto tiempo estuvimos durmiendo? —parpadeó.

—¿Es importante? —preguntó él.

—Es muy importante. No quiero desperdiciar un solo momento del tiempo que tenemos para estar juntos.

—Tenemos el resto de nuestras vidas.

—Ruego a Dios que así sea. Pero este mundo es muy cruel. —Se la veía triste y desolada—. Por favor, nunca me abandones.

—Nunca —dijo él con fiereza y cuando ella sonrió, las luces violeta brillaron en sus ojos.

—Tienes razón, Tejón. Vamos a ser felices para siempre. Me niego a estar triste en este día maravilloso. El mundo nunca puede atraparnos. —Se puso de pie de un salto e hizo piruetas sobre el saliente—. Este día durará para siempre —cantó y, mientras bailaba, se quitó las ropas, desparramándolas sobre la roca.

—¿Qué estás haciendo, picara desvergonzada? —Se reía encantado mientras ella bailaba para él, desnuda a la luz del sol. Su cuerpo era muy encantador, joven y perfectamente proporcionado; sus movimientos eran livianos y estaban llenos de gracia.

—Voy a llevarte a nadar en nuestro mágico estanque —gritó ella—. Quítese toda esa ropa vieja y empolvada, señor, y venga conmigo. —Ella dejó de bailar y observó con toda su atención cuando él saltaba sobre un solo pie para quitarse las botas.

—Todas tus cosas rebotan y se sacuden cuando haces eso —señaló ella.

—Igual que las tuyas.

—Las mías no son tan hermosas y útiles como las tuyas.

—Oh, sí, bien útiles que son. —Arrojó sus pantalones a un lado y corrió hacia ella—. Déjame mostrarte lo útiles que realmente son las tuyas.

Ella gritó con alarma fingida, corrió hasta el borde del saliente y se detuvo allí sólo lo necesario para asegurarse de que él todavía la estaba persiguiendo. Entonces, juntó las manos por encima de su cabeza y se zambulló en el estanque. Golpeó el agua como una flecha, con sus miembros perfectamente alineados con el cuerpo, de modo que casi no hubo ningún salpicón cuando se deslizó debajo de la superficie. Fue hasta el fondo y su imagen podía verse vibrando debajo de las ondas; luego volvió arriba con tanta rapidez que su blanco cuerpo salió hasta el ombligo antes de caer otra vez con el cabello pegado a los hombros, como la piel de una nutria.

—¡Está fría! Apuesto a que eres demasiado mariquita para arriesgarte —le gritó.

—Pierdes tu apuesta, y aquí voy para que me pagues.

—Primero debes atraparme. —Se rio y se dirigió al borde más alejado del estanque, dejando atrás una estela de espuma al patalear.

Él se zambulló y nadó hacia ella con brazadas largas y fuertes por encima de la cabeza. La atrapó antes de que llegara a la mitad del camino y la tomó por atrás.

—¡Págame! —le exigió y la dio vuelta para tenerla cara a cara.

Ella puso ambos brazos alrededor de su cuello y sus labios sobre los de él. Besándose, se hundieron hondo debajo de la superficie para luego salir otra vez, resoplando, ahogándose y riendo. Ella tenía sus largas piernas alrededor de la cintura de él y los brazos alrededor de su cuello. Se levantó fuera del agua y usó su peso para hacer que la cabeza de él se hundiera, luego lo soltó girando sobre sí y se apartó de él velozmente. Sólo miró hacia atrás cuando llegó al otro lado del estanque. La cascada se precipitaba ruidosamente en dos torrentes distintos, dejando un área de agua tranquila entre ellos. En el centro de ese refugio, una única roca mostraba su cima negra y suave, pulida por las aguas por encima de la superficie. Se subió a ella y se sentó con las piernas colgando debajo de la superficie. Con ambas manos se echó el pelo mojado hacia atrás liberando sus ojos mientras miraba a su alrededor buscando a León. Al principio estaba riéndose, pero luego, cuando no vio señales de él, se preocupó.

—¡Tejón! ¡León! ¿Dónde estás? —gritó.

Él la había seguido al otro lado del estanque, pero cuando ella se acercó a la roca negra, tomó aire y se zambulló para bucear, levantando bien las piernas para que el peso empujara su cuerpo dentro del agua. Una vez que la superficie quedó encima de él, nadó hacia abajo. Había imaginado que probablemente el estanque no tenía fondo, ya que no había visto ningún derrame en la superficie. El enorme volumen de agua que caía por las cataratas debía tener otra manera de escapar. Pero cuando siguió nadando hacia abajo descubrió que estaba equivocado. El fondo apareció delante de él y, aun a esa profundidad, el agua era tan clara que podía ver que estaba cubierto por rocas amontonadas que debían de haber caído de los despeñaderos.

Ya comenzaban a dolerle los tímpanos debido a la presión y se detuvo para destaparlos, apretándose la nariz y soplando aire por las trompas de Eustaquio. Sus oídos chillaron e hicieron una pequeña explosión, el dolor se calmó y siguió nadando hacia abajo. Llegó al fondo y encontró que entre las rocas había una extraña colección de artefactos masai desparramados: antiguas assegai y hachas, montones de restos de cerámica, collares y brazaletes hechos de cuentas, pequeñas esculturas de madera y marfil, joyas primitivas y otros artefactos tan viejos y podridos que resultaba imposible identificarlos; todos eran ofrendas hechas por los masai a lo largo de los tiempos a sus dioses tribales.

Para entonces ya había gastado la mayor parte de su oxígeno, de modo que echó una última mirada alrededor y el misterio de la falta de desbordes de agua quedó solucionado. La pared debajo de la cascada estaba perforada por unos cuantos pasajes casi horizontales que probablemente habían sido abiertos en la antigüedad por lava hirviendo y gas del volcán debajo de la montaña. Eran estos oscuros y siniestros pasajes los que desagotaban el exceso de agua del estanque y lo mantenía en un nivel constante. Ya sus pulmones querían abrirse en busca de aire y nadó hacia la superficie. A medida que la luz se hacía más intensa vio por encima de él un par de largas y bien formadas piernas femeninas jugueteando debajo de la superficie. Nadó hacia arriba por debajo de ellas, tomó los tobillos y arrastró a su dueña al agua encima de él. Salieron a la superficie otra vez, abrazados y buscando aire.

Eva recuperó su voz antes que él.

—¡Cerdo desalmado! Creí que te habías ahogado o te había comido un cocodrilo. ¿Cómo puedes hacerme estas bromas tan crueles?

Nadaron de vuelta a donde habían dejado sus ropas.

—No queremos que te mueras de frío —le dijo León, y la hizo quedarse parada desnuda sobre el saliente mientras la secaba con su camisa.

Ella levantó las manos por encima de la cabeza y giró lentamente para permitirle llegar a los lugares difíciles.

—Qué mirón que es usted, señor. Es mucho más lo que mira que lo que seca. Lo mismo le ocurre a su amigo de un solo ojo de allí abajo. Tendré que ponerles a ambos vendas en los ojos —observó ella cuando se volvió para quedarse mirándolo.

—¿Quién es la que no tiene corazón ahora? —preguntó él.

—¡No yo! —gritó ella—. Déjenme demostrarles a ambos que tengo un corazón blando. —Estiró la mano y agarró al amigo de él con firmeza y a la vez con ternura. En aquella primera locura divina de su pasión eran insaciables.

Estaba casi oscuro cuando, tomados de la mano, bajaron por el sendero. Apenas pasaron por arriba del pliegue de terreno que ocultaba el estanque, pudieron ver la fogata del campamento ardiendo abajo, no demasiado lejos. Cuando llegaron vieron que habían colocado un tronco delante de las llamas a manera de banco para ellos. Una vez ubicados en él, apareció Ishmael con dos jarros de fuerte café negro, con leche en polvo.

Eva olfateó el aire.

—¿Qué es ese aroma delicioso, Ishmael?

No se sorprendió de ninguna manera por el hecho de que ella, por primera vez, le hablara en inglés y no en alemán o en francés.

—Es un guiso de paloma verde, memsahib.

—La versión celestial de Ishmael de ese plato —añadió León—. Debería comerse sólo con la cabeza descubierta y con una rodilla en tierra.

—Tengo tanta hambre que estoy dispuesta a poner las dos rodillas en tierra. Debe de ser la natación, o alguna otra cosa, lo que abre tanto el apetito —dijo ella.

El se rio.

—¡Viva esa otra cosa!

Apenas terminaron de comer se sintieron sobrecogidos por una estupenda sensación de cansancio. Manyoro y Loikot habían construido un pequeño refugio cubierto con paja para ellos, a buena distancia de sus propias chozas, e Ishmael había cortado un colchón de hierba fresca al que cubrió con mantas. Sobre él había colgado el mosquitero de León. Antes de meterse debajo de él, se quitaron las ropas y León apagó el cabo de vela.

—Esto es tan acogedor. Me siento tan segura, tan en la intimidad —susurró ella, y él se acomodó detrás de ella y la envolvió con su abrazo. Ella empujó sus redondas y tibias nalgas contra el vientre de él, de modo que sus cuerpos se acomodaron uno al otro como un par de cucharas. El reflejo de la fogata hacía juegos de sombras sobre el mosquitero y el dúo de lechuzas que chillaban en las ramas del árbol sobre ellos era a la vez un lamento y una canción de cuna.

—Nunca me he sentido tan agradablemente exhausta en toda mi vida —murmuró ella.

—¿Demasiado exhausta?

—No es eso lo que quise decir, tonto.

Ella se despertó al amanecer y vio a León sentado con las piernas cruzadas a lado de ella.

—¡Me has estado mirando! —lo acusó.

—Me declaro culpable —admitió—. Pensé que nunca te ibas a despertar. ¡Vamos!

—¡Es medianoche, Tejón! —protestó.

—¿Ves esa cosa grande y brillante que te espía a través de la paja del techo? Se llama sol.

—¿Adonde quieres ir a esta hora ridícula?

—A nadar en tu estanque mágico.

—Bien, ¿por qué no me lo dijiste? —preguntó y apartó la manta.

El agua estaba fresca y resbalaba como seda sobre sus cuerpos. Después se sentaron desnudos a la luz del sol de la mañana temprano para secarse. Cuando la tibieza los terminó de envolver y les cargó la sangre, hicieron el amor otra vez. Después, ella dijo solemnemente:

—Creí que nada podía ser mejor que ayer, pero hoy lo es.

—Quiero darte algo que te hará recordar siempre lo felices que fuimos este día. —León se puso de pie y se zambulló desde el saliente.

Lo miró hacerse cada vez más pequeño y menos visible a medida que nadaba hacia abajo, hasta que finalmente desapareció en las profundidades. Estuvo abajo tanto tiempo que ella empezó a ponerse nerviosa hasta que, con un salto de alivio, lo vio subir. Atravesó la superficie y, con una sacudida de su cabeza, se quitó el pelo mojado de los ojos. Nadó hasta la orilla debajo de ella y trepó hasta el saliente. Luego le mostró un collar de cuentas de marfil unidas por una tira de cuero.

—¡Es hermoso! —Aplaudió.

—Hace dos mil años, cuando la reina de Saba pasó por acá, se lo ofreció a los dioses del estanque. Ahora te lo doy a ti.

Pasó el collar alrededor de su garganta y se lo ató en la nuca.

Ella miró las cuentas que pendían entre sus pechos y las acarició como si se tratara de cosas vivas.

—¿Realmente la reina de Saba pasó por acá? —preguntó.

—Casi con seguridad, no. —Se rio mirándola—. Pero es un lindo cuento.

—Son tan encantadoras, tan suaves y delicadas. —Hizo girar una entre los dedos—. Ah, cómo me gustaría tener un espejo.

La llevó al extremo del saliente y se detuvo de pie al lado de ella con el brazo alrededor de su cintura.

—Mira hacia abajo —le dijo. En silencio y con seriedad miraron la imagen de sus cuerpos desnudos en la superficie del agua que parecía un espejo. Finalmente, León le preguntó en voz baja—: ¿Quién es esa niña en el agua? Su nombre no es Eva von Wellberg, ¿no? —Vio que la expresión de ella cambiaba y sus ojos se humedecían con lágrimas incipientes—. Lo siento. Prometí no hacer nada que te pusiera triste.

—¡No! —Ella sacudió la cabeza—. Has hecho bien. Juntos hemos tenido nuestro pequeño sueño, pero ahora es el momento de enfrentar la realidad. —Apartó la mirada de los reflejos en el estanque y lo miró—. Tienes razón, León. No soy Eva von Wellberg… Von Wellberg era el apellido de soltera de mi madre. Mi nombre es Eva Barry. —Le tomó la mano—. Ven y siéntate conmigo. Te contaré todo lo que quieras saber sobre Eva Barry.

Lo llevó de nuevo al saliente y se sentaron con las piernas cruzadas, uno frente al otro.

—Debo advertirte que es una pequeña historia mundana y sórdida, no hay mucho en ella de lo que pueda sentirme orgullosa, y muy poco para tu consuelo. Pero trataré de hacer que sea lo menos dolorosa posible para ambos. —Respiró hondo y luego continuó—: Hace veintidós años nací en un pequeño pueblo en Northumberland. Mi padre era inglés y mi madre era alemana. Aprendiese idioma en sus rodillas. Para cuando cumplí doce años hablaba alemán casi tan bien como el inglés. Ése fue el año en que mi madre murió de una nueva enfermedad terrible, que los médicos llamaban parálisis infantil o poliomielitis. La enfermedad paralizó sus pulmones y se asfixió. A los pocos días de su muerte, mi padre fue atacado por la misma enfermedad y sus piernas quedaron inútiles. Pasó el resto de su vida en una silla de ruedas.

Al principio habló pausadamente, pero luego las palabras salían de ella en breves y agitadas ráfagas. Luego empezó a llorar. Él la tomó en sus brazos y la consoló. Ella apretó la cara contra su pecho y sintió sus lágrimas calientes en la piel de León.

Le acarició el pelo.

—No fue mi intención provocarte esta angustia. No tenías obligación de contarme nada. Tranquilízate ahora. Todo está bien, Eva, mi amor.

—Tengo que contártelo, Tejón. Tengo que contártelo todo, pero por favor abrázame fuerte mientras lo hago.

La levantó y la llevó a un lugar a la sombra, lejos de la cascada para que ésta no ahogara su voz. Se sentó con ella en las rodillas, como si fuera una niñita que sufría.

—Si tienes que hacerlo, entonces cuéntamelo —la invitó.

—El nombre de papá era Peter, pero yo lo llamaba Rulos porque no tenía pelos en la cabeza. —Sonrió en medio de las lágrimas—. Era el hombre más hermoso del mundo, a pesar de sus piernas inútiles y su cabeza calva. Yo lo quería mucho y no dejaba que nadie más lo cuidara. Le hacía todo. Yo era una niña inteligente y él quería que fuera a la universidad en Edimburgo para desarrollar mis talentos innatos, pero yo no quería dejarlo. A pesar de su cuerpo en ruinas, él tenía una mente extraordinaria. Era un genio de la ingeniería. Sentado en silla de ruedas, imaginó principios mecánicos revolucionarios. Formó una pequeña compañía y contrató a dos mecánicos para que lo ayudaran a construir los modelos de sus diseños. Pero apenas le quedaba dinero suficiente para alimentarnos después de pagar los sueldos de sus trabajadores y los materiales. Sin dinero, las patentes eran inútiles. Con dinero, ellas podrían haber sido convertidas en algo de verdadero valor.

Se interrumpió, sorbió sus lágrimas y se secó la nariz mojada sobre el pecho de él. Fue un gesto tan infantil que él se sintió profundamente conmovido. Le besó la parte de arriba de la cabeza y ella se acurrucó contra él.

—No tienes que continuar —le dijo.

—Sí. Si alguna vez voy a significar algo para ti, tienes el derecho de conocer todas estas cosas. No quiero jamás esconderte nada. —Respiró hondo—. Un día llegó muy secretamente un hombre al taller de Rulos. Dijo que era abogado y que representaba a un cliente que era enormemente rico, un financista, que era dueño de fábricas donde se producían motores a vapor y material rodante para el ferrocarril, automóviles y aviones. El cliente había visto los diseños de Rulos registrados en la Oficina de Patentes en Londres. Había reconocido su valor potencial. Le proponía una asociación por partes iguales. Rulos iba a proveer sus bienes intelectuales y el otro, los recursos financieros. Rulos firmó un contrato con él. El financista era alemán, así que el contrato estaba escrito en alemán. Aunque su esposa había sido alemana, Rulos no comprendió más que algunas palabras simples del contrato. Él era un amable y crédulo genio, no un hombre de negocios. Yo era una niña de quince años y Rulos nunca me mencionó el contrato antes de firmarlo. Él debió haberlo hecho porque yo habría podido leérselo. Yo manejaba todos nuestros gastos y me había vuelto hábil con el dinero. Quizá se dio cuenta de que si yo hubiera sabido del contrato, ciertamente habría tratado de disuadirlo, y Rulos odiaba las discusiones. Él siempre escogía la alternativa más fácil, y en este caso su decisión fue la de simplemente no decirme nada sobre el asunto. —Se interrumpió y suspiró. Luego, con un visible gesto, tomó coraje para continuar.

—El nuevo socio de Rulos era el Graf Otto von Meerbach. Sólo que él no era un socio, era el propietario de la compañía. Al poco tiempo, Rulos se dio cuenta de que al firmar el contrato le había vendido la compañía y todas las patentes que poseía a los talleres Meerbach Motor por una suma lastimosamente pequeña. Una de las patentes llevó directamente a la creación del motor rotativo Meerbach, otra a un revolucionario sistema de diferencial para los vehículos pesados Meerbach. Rulos trató de encontrar un abogado que lo ayudara a recuperar lo que le pertenecía por derecho, pero el contrato de Meerbach no dejaba lugar para que ningún abogado tomara el caso.

»El dinero de la venta de la compañía no nos duró mucho tiempo. Aunque hice economía y ahorré, los gastos médicos de Rulos se lo comieron todo. Médicos y remedios… Nunca me imaginé que costaran tanto. Además había que pagar el alquiler, el gas y la ropa de abrigo para él. La circulación de sus piernas era mala y sentía intensamente el frío, pero el carbón era muy caro. En invierno estaba siempre enfermo. Por algunos meses tuvo un trabajo en la fábrica, pero faltaba tanto al trabajo por enfermedad que fue despedido. No pudo conseguir ningún otro trabajo. Cuentas, cuentas y más cuentas.

»Dos días después de mi decimosexto cumpleaños, Rulos tuvo uno de sus ataques. Corrí a buscar al médico. Ya le debíamos más de veinte libras, pero el doctor Symmonds nunca se negó a acudir cada vez que Rulos lo necesitaba. Cuando regresamos a la habitación donde vivíamos, descubrimos que Rulos se había matado con su vieja escopeta. Muchas veces anteriormente yo había tratado de vender esa arma para comprar comida, pero él no quería deshacerse de ella. Sólo cuando estuve ahí, al lado de su cadáver sin cabeza, me di cuenta de por qué había sido tan terco respecto a guardar esa arma. Aquel maravilloso cerebro suyo había salpicado toda la pared detrás de su silla de ruedas. Después, cuando el empresario de pompas fúnebres ya se lo había llevado, tuve que limpiar las manchas.

El cuerpo de ella se sacudía con sollozos silenciosos y él no podía encontrar palabras para consolarla. Apretó sus labios sobre la cabeza de ella y la sostuvo hasta que pasó la tormenta.

—Ya es suficiente, Eva. Esto es demasiado doloroso para ti.

—No, tejón. Es catártico. Lo he mantenido encerrado dentro de mí durante años. Ahora tengo a alguien a quien puedo contárselo. Ya puedo sentir el beneficio de por fin dejar salir el veneno. —Se echó hacia atrás y vio el dolor en los ojos de él—. Oh, lo siento. Estoy siendo egoísta. No me di cuenta de lo que esto te estaba haciendo a ti. No voy a continuar.

—No. Si eso te ayuda, déjalo salir todo. Sigue. Es difícil para los dos, pero ésta es una manera de llegar a conocerte y comprenderte.

—Te has convertido en mi roca.

—Cuéntame el resto.

—No hay mucho más que decir. Estaba sola y el funeral se llevó todo el dinero que me quedaba. No tenía lo suficiente ni para pagar el alquiler. No sabía a dónde ir. Empecé a trabajar en la fábrica por dos chelines al día. Rulos tenía un amigo con el que jugaba al ajedrez, y él y su esposa me alojaron. Les pagaba lo que podía y ayudaba a su esposa con los niños.

»Un día vino a visitarme una desconocida. Era muy elegante y hermosa. Dijo que era una amiga de la infancia de mi madre, pero que habían perdido contacto entre ellas. Hacía muy poco que se había enterado de mi trágica historia y decidió encontrarme y ocuparse de mí como homenaje a la memoria de mi madre. Era tan amable y amistosa que fui con ella de manera incondicional.

»Su nombre era señora Ryan y tenía una casa magnífica en Londres.

Me dio mi propia habitación y ropa nueva. Tenía un tutor y un maestro de baile. Una mujer venía dos veces a la semana para enseñarme protocolo y buenos modales. Tenía un instructor de equitación, y mi propio caballo, una encantadora y pequeña potranca llamada Hyperion. Lo más extraño de todo era que la señora Ryan me hacía practicar mi alemán con suma frecuencia. Era bastante implacable. Tuve una sucesión de profesores de alemán y trabajaba con ellos durante dos horas por día, seis días a la semana. Leía en voz alta todos los periódicos alemanes y hablaba de ellos con mis profesores. Leía en voz alta libros de historia de la nación alemana desde la época del Sacro Imperio Romano hasta el presente. Hice lo mismo con las obras de Sebastian Brant, Johann von Goethe y Nietzsche. Al cabo del primer año de estos estudios intensivos, podría haber pasado fácilmente como una educada germano parlante nativa.

»La señora Ryan era como una madre para mí. Sabía mucho de mí y de mi familia. Me contó cosas sobre ellos que yo ignoraba. Sabía cómo Rulos había sido estafado para quedarse sin su compañía y me habló de Otto von Meerbach. Hablábamos de él a menudo. Decía que seguramente él había asesinado a Rulos como si hubiera sido su dedo el que apretó el gatillo de la escopeta. Aunque yo nunca lo había visto, comencé a odiarlo con ardiente pasión y la señora Ryan hábilmente alimentaba las llamas de mi odio. Ella tenía un cargo importante en el gobierno. No fue hasta mucho después que tuve una idea de qué clase de trabajo podría ser, pero a menudo hablábamos del privilegio que teníamos de ser súbditas de un monarca tan noble, y ciudadanos del imperio más poderoso y extenso que el mundo jamás hubiera visto. Debíamos aprovechar cualquier oportunidad que se presentara para servir al rey y al imperio. Debíamos prepararnos para estar listos en el momento en que se necesitaran nuestros servicios. Debíamos estar listos para hacer cualquier sacrificio que el deber y el patriotismo requirieran.

»Yo aceptaba sus palabras con todo mi corazón y trabajaba todavía con más ahínco del que ella exigía. Jamás se me daba la oportunidad de encontrarme con hombres, salvo los criados, mis tutores y mis maestros, de modo que nunca me di cuenta de lo hermosa que era, ni tampoco de que la mayoría de los hombres me iba a encontrar irresistible.

Dejó de hablar y sacudió la cabeza, arrepentida.

—Oh, mi amor. Por favor perdóname, Tejón. Eso parece demasiado presuntuoso.

—No. Es la simple verdad. Eres más hermosa de lo es posible decir con palabras. Por favor, continúa, Eva.

—La belleza y la fealdad son fenómenos aleatorios. La diferencia está en que la belleza se desvanece y se convierte en otra forma de fealdad. No le doy ningún valor a la mía, pero otros sí lo hicieron. Ésa fue una de las tres razones por las que me escogieron. La segunda era mi inteligencia. —¿Cuál era la tercera?

—Había sufrido una terrible injusticia y estaba deseosa de que se castigara al culpable.

—Todo esto me resulta fascinante de una manera terriblemente siniestra. Se me está empezando a erizar la piel.

—Para mi decimonoveno cumpleaños, la modista me hizo un magnífico vestido de baile. La señora Ryan estaba conmigo cuando me lo probé la primera vez. Juntas miramos mi imagen en el espejo de cuerpo entero. «Eres muy hermosa, Eva —me dijo—. Te has convertido en todo lo que nosotros esperábamos que fueras». Había algo de triste y de lamento en la manera en que lo dijo. No me detuve en ello en ese momento porque, por supuesto, yo no tenía la menor idea de lo que estaban planeando. Luego sonrió y la tristeza desapareció. «Mañana por la noche vamos a hacer la fiesta de tu cumpleaños», me dijo. —Eva se rio—. Fue una fiesta de cumpleaños muy extraña. La señora Ryan y yo fuimos en taxi a una casa en Whitehall, uno de esos magníficos edificios del gobierno. Nos esperaban cuatro hombres. Yo había imaginado que habría docenas de jóvenes, pero sólo estaban estos cuatro señores mayores (el menor tenía por lo menos cuarenta años). Tres vestían espléndidos uniformes militares. Debían de ser oficiales de muy alto rango, ya que llevaban brillantes condecoraciones, estrellas y medallas. El cuarto era delgado y de aspecto grave. La señora Ryan lo presentó como el señor Brown. Era el único civil en el grupo. Vestía levita negra y cuello alto.

»Nos sentamos a cenar a una mesa redonda en el centro de un gran salón, con grandes arañas de luces suspendidas del techo. Las paredes recubiertas de madera exhibían enormes telas con escenas de batallas… Recuerdo que una era una pintura de Nelson moribundo en la cubierta del Victoria en Trafalgar, y otra era de Wellington y sus oficiales en Quatre Bras, observando la carga de los húsares de Napoleón. Había una banda que tocaba en la galería y, uno tras otro, los oficiales bailaron conmigo. Mientras lo hacían me interrogaron como si estuviera en el banquillo de los acusados.

»No puedo recordar lo que comimos porque estaba tan nerviosa que perdí el apetito. Un criado sirvió champaña en mi copa, pero la señora Ryan me había advertido y no la toqué. Al final de la comida los cuatro hombres hablaron entre ellos en voz baja y no pude entender lo que decían. Luego parecieron llegar a algún acuerdo, porque asintieron con la cabeza y se veían muy complacidos consigo mismos. La velada terminó con un discurso del señor Brown sobre el deber y el sacrificio. Así terminó mi fiesta de cumpleaños.

»Dos días después volví a encontrarme con el señor Brown, esta vez en circunstancias menos agradables. Estábamos en una oficina con olor a humedad, llena de archivos de viejos periódicos, en otra parte de Whitehall. Se mostró amable y simpático. Me dijo que yo tenía el privilegio de haber sido elegida para una tarea sumamente delicada, que era vital para los intereses y la seguridad de nuestra amada Gran Bretaña. Las nubes de tormenta de la guerra se cernían sobre el continente, dijo, y pronto nuestro país estaría envuelto en llamas. No podía comprender qué tenía todo eso que ver conmigo, y toda esa retórica tuvo el efecto de aturdirme hasta que mencionó el nombre de Otto von Meerbach. Mi atención fue atraída de inmediato. Sugirió que yo estaba en una situación que me permitiría realizar un servicio memorable al rey y al imperio, y al mismo tiempo compensar las terribles injusticias que mi padre y yo habíamos sufrido a manos del Graf Otto. Lo único que tenía que hacer era inducirlo a darme información que sería vital para los intereses militares de Gran Bretaña.

Se rio otra vez, pero ahora estaba realmente divertida.

—¿Puedes imaginarte, Tejón? Yo era una niñita tan inocente, ingenua y tonta que no tenía la menor idea de cómo se suponía que podría hacer que él me contara sus secretos. Le pregunté al señor Brown directamente y se mostró misterioso, para luego intercambiar una mirada con la señora Ryan. «Si usted está de acuerdo en hacer lo que nosotros le pedimos, ya le enseñaremos», me dijo. Recuerdo que mis palabras exactas fueron: «Por supuesto que lo haré. Sólo quiero saber cómo».

Se interrumpió, se sentó erguida y miró con solemnidad la cara de León con esos ojos color violeta que él adoraba.

—Casi un año después de haber hecho ese pacto con el diablo ellos consideraron que yo estaba perfecta para el papel que habían escogido para mí. Aprendí todo que había que saber sobre el Graf Otto salvo, por supuesto, los secretos que yo debía conseguir engatusándolo. Para aquel entonces, ya sabía que estaba separado de su esposa, con quien estaba casado desde hacía diez años, pero como ambos eran buenos católicos no podían divorciarse. No habría ninguna posibilidad de que me presionara para casarme con él una vez que hubiera caído víctima de mis hechizos fatales. —Se rio sin humor ante semejante hipérbole—. El señor Brown y la señora Ryan me pusieron en el camino del Graf Otto von Meerbach. Fue arreglado a través de uno de los agregados militares de la embajada británica en Berlín. Yo iba a ser invitada a su pabellón de caza en Wieskirche. Me habían enseñado cuál iba a ser mi tarea y la hice. —Dijo esto en un tono neutro pero, como una gota de rocío en el pétalo de una violeta, una sola lágrima colgaba de sus pestañas—. Era virgen cuando conocí a Otto von Meerbach, y en mi mente y mi espíritu todavía lo era, hasta ayer. Mi Tejón querido, no quiero entrar en más detalles y aun cuando lo hiciera, tú no querrías escucharlos.

Permanecieron en silencio durante un rato; luego Eva ya no pudo contenerse más.

—Ahora que sabes todo de mí, ¿me desprecias?

La voz de ella sonó opaca y su expresión era de aflicción. Él estiró ambas manos hacia ella y le tomó la cara, mirándola a los ojos para que ella pudiera ver la autenticidad de lo que estaba a punto de decirle.

—Nada de lo que has hecho, o alguna vez puedas hacer, podría inducirme a despreciarte. Me has dejado entrar en tu alma y sólo he encontrado bondad y belleza en ella. Debes recordar también que cuando me miras a mí, no estás mirando a un santo. Fuiste tú quien me dijo que ambos somos soldados. He matado a hombres en nombre del deber y, como tú, he hecho muchas otras cosas de las que estoy avergonzado. Nada de eso importa. Lo único que importa es que ahora estamos juntos y nos amamos. —Con el pulgar secó suavemente aquella lágrima.

Finalmente ella sonrió.

—Tienes razón. Nos amamos y nos tenemos el uno al otro. Eso es lo único que importa.

El cortejo fúnebre se extendía a todo lo largo de la avenida Unter den Linden. Cuando quienes lo encabezaban llegaron al Palacio de Brandenburgo la otra punta no se alcanzaba a ver al final de la avenida. Era un día lluvioso y gris, y los dolientes se alineaban a ambos lados de la ruta, en largas filas de al menos diez personas de ancho, bajo la llovizna. Estaban en silencio, salvo por el llanto de las mujeres. Un solo tamborilero marcaba el ritmo de la Marcha Fúnebre. Un escuadrón de caballería completo iba a la cabeza de la procesión. Las pezuñas de sus caballos repiqueteaban sobre el pavimento y la luz pálida se reflejaba en las hojas de los sables desenvainados. Eva estaba en la primera fila de los dolientes. Llevaba guantes largos de cuero negro y un sombrero con plumas negras de avestruz. Un velo negro le cubría los ojos y la parte superior del rostro.

El káiser Guillermo II montaba su caballo negro de batalla delante de la cureña que llevaba el ataúd. Llevaba un brillante casco con punta, con una cadena de oro como barbijo, y su capa negra flameaba hacia atrás desde los hombros sobre la grupa de su cabalgadura. Su expresión era ferozmente trágica. Un tiro de magníficos caballos negros arrastraba la cureña.

El ataúd sobre ella era enorme y estaba hecho de cristal transparente, de modo que el cadáver de Otto von Meerbach era claramente visible a todos los dolientes. Vestía la túnica de un emperador romano con una corona de laurel en la cabeza. En cada uno de sus grandes puños peludos sostenía una assegai con las hojas cruzadas sobre su pecho. De manera incongruente, sus dientes sostenían con fuerza un cigarro cubano.

Eva se sentía llena de un placer devorador y una profunda sensación de alivio. Otto estaba muerto. La pesadilla había terminado y era libre de irse con León. Tendido en su ataúd de cristal, Otto abrió un ojo, la miró directamente a ella y lanzó un perfecto anillo de humo. Ella empezó a reírse sin poder detenerse y las carcajadas resonaron como una campana por toda la avenida Unter den Linden.

El káiser Guillermo giró en su silla de montar y la miró furioso. Luego espoleó a su caballo para que avanzara y se inclinó sobre ella para reprenderla.

—¡Despierta, Eva! —le dijo en tono severo—. Despierta. ¡Estás soñando!

—Otto ha muerto —le respondió—. Todo estará bien ahora. Ahora tendrán que dejarme ir. Seré libre. Todo ha terminado.

«Despierta, mi querida», insistió el Káiser y se inclinó en su montura para tomarla por los hombros y sacudirla con fuerza. El hecho de que él fuera el Emperador de Alemania y de que ella le hubiera sido presentada en la corte en más de una ocasión no era excusa para un comportamiento tan familiar. Ella se sintió muy ofendida. ¿Cómo se atrevía a llamarla su «querida»?

—¡Soy la amada de León, no suya! —le dijo remilgadamente, y se sentó. León había encendido la vela, de modo que había luz suficiente en la choza en monte Lonsonyo para que ella pudiera ver la cara de él junto a la suya y notar su expresión de preocupación—. Otto está muerto —le dijo.

—Estabas soñando, Eva.

—Lo vi, querido Tejón. Está muerto realmente. —Hizo una pausa para considerar esta afirmación—. Incluso si mi sueño era una fantasía, aunque estuviera en alguna parte vivito y coleando, para mí está muerto. Él ya no significa nada para mí. Ya ni siquiera lo odio. Ahora que he encontrado el amor contigo, no hay lugar en mi vida para las emociones estériles como el odio y la venganza.

Extendió su mano hacia León y él la envolvió en el círculo de sus brazos y la sostuvo con fuerza.

—Juntos transformaremos toda esta fealdad para convertirla en algo brillante y hermoso —le prometió él.

—Quiero que me lleves a ver a Lusima Mama —susurró—. Apenas la mencionaste por primera vez, sentí como si ya la conociera. Tengo la extraña sensación de que estoy espiritualmente relacionada con ella. De algún modo, sé que tiene la clave para nuestra felicidad.

—Iremos a visitarla hoy, tan pronto como haya luz suficiente para ver el sendero hacia la cima.

Manyoro y Loikot le advirtieron a León que la última parte era demasiado empinada y angosta para los caballos, de modo que envió a Ishmael y al mozo de cuadra de regreso a la base de la montaña con la orden de dar la vuelta hacia el lado sur y hacer subir a los caballos por la ruta más fácil y más conocida. Una vez que desaparecieron, León, Eva y los dos masai comenzaron a trepar por el sendero junto a la cascada. El camino se hacía más difícil con cada paso que daban. En algunos lugares se vieron forzados a atravesar la pared de la montaña sobre salientes a lo largo de los cuales sólo podía pasar uno a la vez, y cada vez el riesgo de la altura era más grave. Durante la mayor parte del recorrido, la cascada estaba oculta por las rocas, pero en dos oportunidades mientras caminaban al borde de un contrafuerte, se vieron sorprendidos con un espectáculo que les quitó la respiración. El torrente parecía girar alrededor de ellos en láminas plateadas, confundiéndoles los sentidos. Las paredes rocosas y el saliente debajo de sus pies estaban mojados y resbaladizos con una capa de algas viscosas. Su avance hacia arriba se hacía cada vez más laborioso.

El sol estaba llegando al cenit cuando salieron a la meseta de la cima. Manyoro y Loikot buscaron la sombra debajo de uno de los árboles y se dejaron caer para descansar y tomar un poco de rapé. León llevó a Eva de la mano hasta el borde del precipicio. Allí se sentaron juntos con los pies colgando sobre el vacío. León tomó una piedra del tamaño de su puño, que se había quebrado del saliente donde estaban sentados, y la arrojó sobre el borde. Observaron fascinados mientras caía cien metros sin tocar la pared de roca. El pequeño salpicón que hizo al golpear la superficie del estanque fue apenas visible en las tumultuosas aguas. Ninguno habló, pues las palabras parecían superfluas en medio de tanto esplendor. Finalmente, Manyoro los llamó y, de mala gana, se pusieron de pie y se apartaron del vacío.

—¿Está muy lejos la manyatta de Lusima Mama? —preguntó León.

—No es lejos —respondió Loikot—. Estaremos ahí antes de la puesta del sol.

—Un simple paseo de treinta kilómetros más o menos. —León sonrió.

—Vamos.

Los dos masai escogieron el sendero abandonado y lleno de maleza sin vacilar y comenzaron a caminar tranquilamente. Esta vez no había ningún apuro y los tres hombres pudieron disfrutar del entorno, que parecía tan alejado del fondo del valle del Rift. Era la primera visita de Eva a la montaña y estaba fascinada por el paisaje y la vegetación. Se deleitaba con las orquídeas en flor que colgaban en guirnaldas de las ramas altas de los árboles de la selva tropical y se reía de las payasadas de los monos colobos que los desafiaban cuando pasaban cerca. Una vez se detuvieron para escuchar una manada de animales pesados huyendo ruidosamente por el sotobosque, alarmados por su presencia.

—Búfalos —respondió León a la pregunta no pronunciada de ella—. Hay algunas bestias enormes aquí arriba en la niebla.

En un punto descendieron a un empinado desfiladero y subieron por el otro lado para llegar a una meseta abierta tan plana como un campo de polo y sin árboles. En un extremo, el despeñadero caía en declive repentinamente por decenas de metros. Un par de antílopes grandes, rojizos, estaban parados contra el bosque en el extremo opuesto del claro. Estampadas sobre los hombros se veían rayas color crema y tenían orejas grandes y en forma de trompeta. Sus cuernos eran enormes espirales negras con afiladas puntas blancas.

—¡Qué hermosos son! —exclamó Eva, y al escuchar el sonido de su voz, se perdieron en el bosque, sin agitar una sola hoja de los densos arbustos—. ¿Qué eran?

—Bongo —respondió León—. El más raro y más tímido de todos nuestros animales.

—No sabía lo hermoso que es todo en este país de ustedes.

—¿Cuándo hiciste el descubrimiento? —Él se rio ante el entusiasmo de ella.

—Más o menos en el mismo momento en que me di cuenta de que estaba enamorada de ti. —Ella le devolvió la risa—. No quiero dejar nunca estas tierras. ¿Podemos vivir aquí para siempre, Tejón?

—¡Qué idea tan magnífica! —dijo él, pero ella se dio cuenta de que estaba distraído.

—¿Qué ocurre? —le preguntó.

—¡Esto! —Con un movimiento amplio de un brazo señaló el claro delante de ellos. Entonces, lo recorrió a lo largo, contando los pasos y examinando el suelo bajo sus pies. Ella se dio cuenta de que en ninguna parte la hierba era más alta que su rodilla. De pronto tuvo calor y se sintió cansada. Encontró un tocón y se dejó caer agradecida sobre él, para secarse la cara con su pañuelo de cabeza. En el otro lado del claro, León y los dos masai mantenían una seria conversación y le resultó evidente que estaban hablando de esa inusual extensión de campo abierto. Después de un rato, León regresó hacia ella.

—¿Qué encontraste? ¿Oro o diamantes? —bromeó Eva.

—Loikot dice que en la época de su abuelo, el Mkuba Mkuba, el gran dios de los masai se había enojado, así que lanzó un rayo para advertir a la tribu de su cólera. Ningún árbol o planta grande ha crecido aquí desde ese día.

—¿Y tú crees en eso? —lo desafió ella.

—Por supuesto que no —respondió León—, pero Loikot sí cree y eso es lo que importa.

—¿Por qué estás tan fascinado con este terreno vacío?

—Porque ésta es una pista de aterrizaje natural, Eva. Si vuelo con la máquina inclinada de costado por entre esos árboles altos al final del claro, podría hacer aterrizar al Abejorro aquí tan suavemente como si estuviera untando una cucharada de miel sobre una tostada con manteca.

—¿Por qué demonios querrías hacer eso, mi querido caballero?

—Eso es lo único que no me gusta de volar —contestó—. Cada vez que uno despega, hay que pensar dónde uno va a aterrizar. He adquirido el hábito de tomar nota de toda posible pista de aterrizaje que encuentro en el monte. Podría nunca necesitarla, pero si alguna vez la necesito, imagino que la necesitaré desesperadamente.

—¿Pero en la cima de esta montaña? ¿No estás llevando tu búsqueda un poco demasiado lejos? Te daré un beso si me das una buena razón por la cual alguna vez podrías querer aterrizar aquí.

—¿Un beso? Ahora sí que me interesa. —Levantó su sombrero y se rascó la cabeza pensativamente—. ¡Eureka! ¡Lo tengo! —exclamó—. Podría querer traerte aquí arriba para un picnic de champaña en nuestra luna de miel.

—¡Ven y toma tu beso, muchacho astuto!

Cuando dejaron el claro, empezó a llover, pero las gotas eran tibias como sangre y no se molestaron en buscar refugio. Una hora después, con dramática brusquedad, la lluvia paró y en un estallido de luz el sol salió otra vez. Al mismo tiempo escucharon tambores distantes.

—Es un sonido conmovedor. —Eva inclinó su cabeza para escuchar—. Es el pulso mismo de África. ¿Pero por qué están golpeando los tambores en pleno día?

León habló rápidamente con Manyoro, y luego le dijo:

—Nos están dando la bienvenida.

—¿Pero cómo podría saber alguien que estamos yendo? —Lusima lo sabe.

—¿Otra de tus bromitas? —preguntó ella.

—No esta vez. Ella siempre sabe cuándo venimos, a veces antes de que nosotros mismos lo sepamos.

Los tambores los impulsaron a apresurarse, y aceleraron el paso. El sol estaba bajo y era color rojo humo cuando salieron del bosque para percibir el olor del humo de la madera y de los corrales para el ganado. Luego escucharon las voces y el mugir de los rebaños y por fin vieron los techos redondos de la manyatta y una multitud de figuras con shukas rojas que se acercaban a ellos, cantando canciones de bienvenida.

Fueron envueltos por la multitud y acompañados hasta el pueblo por la columna de gente de la aldea que cantaba y reía. Al acercarse a la gran choza central, los demás se quedaron atrás para dejar solos a León y Eva parados delante de ella.

—¿Aquí es donde ella vive? —preguntó Eva en un susurro de respeto y temor.

—Sí. —Le tomó el brazo posesivamente—. Ella hará su entrada después de mantenernos en suspenso por un tiempo. A Lusima le encanta un poco de teatralidad y escenografía.

Mientras él explicaba, Lusima Mama apareció ante ellos a través de la puerta de la gran choza, y Eva se sobresaltó sorprendida.

—Es muy joven y hermosa. Creí que sería una bruja vieja y fea.

—Te veo, Mama —la saludó León.

—Te veo a ti también, M’bogo, hijo mío —respondió Lusima, pero estaba mirando, con aquellos ojos oscuros, hipnotizantes, a Eva. Luego se deslizó hacia ella con la gracia de una reina. Eva se mantuvo erguida cuando Lusima se detuvo frente a ella—. Tus ojos son del color de una flor —le dijo—. Te llamaré Maua, que quiere decir «flor». —Entonces, lo miró a León—. Sí, M’bogo. —Asintió con la cabeza—. Ésta es aquélla de la cual tú y yo hablamos. La has encontrado. Ésta es tu mujer. Ahora, dile lo que he dicho.

La expresión de Eva se encendió de júbilo cuando escuchó la traducción.

—Por favor, Tejón, dile que he venido a pedir su bendición.

Él lo hizo.

—La tendrás —le prometió Lusima—. Pero, niña, veo que tú no tienes madre. Se la llevó una enfermedad terrible.

La sonrisa se desvaneció de la cara de Eva.

—¿Sabía algo sobre mi madre? —le susurró a León—. Ahora creo todo lo que me has dicho sobre ella.

Lusima estiró las dos manos y tomó la cara de Eva entre sus suaves palmas rosadas.

M’bogo es mi hijo, y tú serás mi hija. Tomaré el lugar de tu madre que se ha ido con sus ancestros. Ahora te doy la bendición de una madre. ¡Que encuentres la felicidad que durante tanto tiempo te ha eludido!

—Tú eres mi madre, Lusima Mama. ¿Puedo darte un beso de hija? —preguntó Eva.

La sonrisa de Lusima era algo de tal belleza que pareció iluminar la penumbra.

—Aunque no es la costumbre de nuestra tribu, sé que ésta es la manera que los mzungu tienen para indicar respeto y cariño. Sí, hija mía, puedes besarme y yo te besaré a ti. —Casi con timidez Eva fue hacia su abrazo—. Hueles como una flor —dijo Lusima.

—Y tú hueles como la buena tierra después de la lluvia —respondió Eva, después de una pausa para escuchar la traducción de León.

—Tu alma está llena de poesía —dijo Lusima—, pero está lastimada y cansada hasta el fondo de todo. Debes descansar en la choza que hemos construido para ti. Quizás, aquí, sobre el monte Lonsonyo, tus heridas serán curadas y te harás fuerte otra vez.

La choza a la que las criadas de Lusima los condujeron estaba recién levantada. Se sentía el olor del humo de las hierbas que habían sido quemadas para purificarla, y el de la bosta de vaca fresca con la que los pisos estaban recubiertos. Había tazones de pollo guisado, verduras asadas y puré de mandioca esperándolos, y después de que comieron, las criadas los llevaron al lecho de pieles de animales con apoyacabezas de madera tallada colocados uno al lado del otro.

—Ustedes serán los primeros en dormir aquí. Que nuestro júbilo por su llegada sea también la alegría de ustedes —les dijeron cuando se retiraron para dejarlos solos.

Por la mañana, las niñas fueron a buscar a Eva para llevarla al estanque en la corriente que estaba reservada a las mujeres. Una vez que se bañó, le trenzaron el pelo con flores. Luego le dieron una shuka roja nueva para reemplazar sus ropas rotas y llenas de polvo. Riéndose y acariciándola como si fuera una preciosa niña, le enseñaron a doblar y arreglar la shuka como si fuera una toga romana. Luego, descalzas, la llevaron al gran árbol del consejo bajo el cual Lusima estaba esperándola. León ya estaba allí, y los tres compartieron un desayuno de leche ácida y sopa de sorgo.

Después de haberse alimentado, se quedaron conversando toda la mañana. Eva y Lusima estaban sentadas una junto a la otra, mirándose las caras y los ojos, y cada tanto tomándose las manos. Estaban tan completamente de acuerdo que las traducciones de León resultaban un tanto superfluas, pues parecían comprenderse entre ellas sin tener que hablar, en un nivel que iba más allá del discurso.

—Tú has estado sola por mucho tiempo —le dijo Lusima en cierto momento.

—Sí, he estado sola por demasiado tiempo —coincidió Eva. Luego miró a León y le tocó la mano—. Pero ya no lo estoy.

—La soledad daña el alma como el agua desgasta las rocas. —Lusima asintió con la cabeza.

—¿Volveré a estar sola otra vez, Mama?

—¿Deseas saber lo que te depara el futuro, Maua? —preguntó.

Eva asintió con la cabeza.

—Tu hijo M’bogo dice que puedes ver lo que nos espera.

—Él es un hombre, y los hombres tratan de hacer que todas las cosas sean simples. El futuro no es simple. ¡Mira hacia arriba! —Eva levantó la cabeza obedientemente y miró fijamente al cielo—. ¿Qué ves, mi flor?

—Veo nubes.

—¿De qué forma son y de qué color?

—Hay muchas formas y matices que cambian incluso mientras las estoy mirando.

—Lo mismo ocurre con el futuro. Adquiere muchas formas que cambian mientras los vientos de nuestras vidas soplan.

—Entonces, ¿tú no puedes predecir lo que ocurrirá con M’bogo y conmigo?

La desilusión de Eva fue tan infantil que Lusima se rio.

—No es eso lo que dije. A veces, las cortinas oscuras se abren y se me permite vislumbrar lo que vendrá, pero no puedo verlo todo.

—Mira mi futuro, por favor, Mama. Dime si encuentras algún atisbo de felicidad allí —pidió Eva ansiosamente.

—Hemos estado juntas por muy poco tiempo. Hasta ahora, sé poco de ti. Cuando haya mirado más profundamente en tu alma, quizá pueda adivinar mejor tu futuro.

—¡Oh, Mama! Eso me haría tan feliz.

—¿Eso crees? Tal vez llegue a quererte tanto que no desee decirte lo que veo.

—No comprendo.

—El porvenir no siempre es amable. Si veo cosas que te harán sentir triste y desdichada, ¿querrías escucharlas?

—Lo único que quiero que me digas es que M’bogo y yo estaremos juntos para siempre.

—Si te dijera que no será así, ¿qué harías?

—Me moriría —respondió Eva.

—Yo no quiero que mueras. Eres demasiado encantadora y buena. Así que si veo en el futuro que ustedes dos estarán separados, ¿debo mentirte para evitar que mueras?

—Haces que esto se torne muy difícil, Mama.

—La vida es difícil. Nada es seguro. Debemos tomar los días que tenemos asignados y hacer con ellos lo mejor que podamos. —Observó la cara de Eva, vio su dolor y tuvo compasión de ella—. Lo único que puedo decirte es esto. Mientras ustedes dos estén juntos, tú y M’bogo conocerán la verdadera felicidad, pues sus corazones están unidos como estas dos plantas. —Puso su mano en una antigua enredadera que se enroscaba alrededor del tronco del árbol del consejo como una pitón—. Observa cómo la enredadera se ha convertido en parte del árbol. Observa cómo uno se apoya en el otro. No es posible separarlos. Eso es lo que ocurre con ustedes dos.

—Si tú ves los peligros que nos esperan, ¿no nos vas a advertir? Te lo ruego, Mama.

Lusima se encogió de hombros.

—Tal vez, si creo que saberlo será para el bien de ustedes. Pero el sol ya ha llegado a su mediodía. Hemos hablado toda la mañana. Ahora váyanse, hijos míos. Aprovechen lo que queda del día para ser felices juntos. Hablaremos otra vez mañana.

Así pasaron los días y con la amable guía y el consejo de Lusima, los miedos e incertidumbres de Eva poco a poco se desvanecieron para entrar en un mundo de felicidad y satisfacción tan completas que ella jamás había sospechado que existiera.

—Sabía que teníamos que venir aquí, pero nunca supe por qué hasta ahora. Estos días pasados en el monte Lonsonyo son más valiosos que los diamantes. Pase lo que pase, estarán con nosotros para siempre —le dijo a León.