De alguna manera, Hennie y su chef habían realizado un milagro de improvisación. Habían preparado una comida pasable usando el contenido de los cajones de provisiones que Max había traído de Tandala, y León esperaba a sus huéspedes en la carpa-comedor. Cuando Eva entró, él se quedó sin aliento ante la imagen que ofrecía. Era la primera vez que veía a una mujer hermosa con falda-pantalón, una moda muy audaz y de vanguardia que no había llegado todavía a las colonias. Cortada como estaba en las piernas y el trasero, él pudo imaginar lo que debía de haber debajo de la fina tela. Apartó sus ojos de Eva justo antes de que el Graf Otto entrara detrás de ella.
Hennie había enfriado algunas cajas de cerveza rubia Meerbach Eisbock en las bolsas de lona para el agua. Se trataba de una cerveza que había ganado innumerables medallas de oro en las Oktober Bierfests anuales de Múnich. Se producía en una gran cervecería bávara que constituía una pequeña parte del imperio industrial de Meerbach. Como era su mejor cliente, el Graf bebió poco más de dos litros de cerveza para abrir su apetito antes de que sirvieran la cena.
Cuando ocupó su lugar en la cabecera de la mesa, pasó de la cerveza al borgoña, un notable Romanee Conti 1896, que él personalmente había seleccionado de sus sótanos en Wieskirche. Iba a la perfección con el entremés de paté de hígado de gacela jirafa y la entrada de pechugas de pato silvestre sobre rebanadas de foie gras frito. El Graf Otto completó la comida con algunas copas de un vino de Oporto de cincuenta años y un cigarro Montecristo de La Habana.
Dio una pitada al cigarro y suspiró con placer cuando se reclinó en la silla y se aflojó el cinturón algunos agujeros.
—Courtney, usted vio a esos búfalos sobre los que volamos cuando nos acercábamos para aterrizar, ja?
—Así es, señor.
—Estaban en un espeso refugio, nein?
—Efectivamente, muy espeso. Pero ninguno vale la pena de gastar un cartucho.
—¿Ah, sí…? No serán peligrosos, entonces.
—Son muy peligrosos. Y mucho más si están heridos —concedió León—, pero…
El Graf Otto lo interrumpió.
—«Pero» es una palabra que no me gusta mucho, Courtney. —Su humor había cambiado en un instante y de manera dramática—. Por lo general, es una señal de que alguien está a punto de presentar una excusa para desobedecerme. —Frunció el entrecejo y la cicatriz que le cruzaba la mejilla resultado de un duelo cambió de blanco vidrioso a rosado intenso.
León todavía no había aprendido que ésa era una señal de peligro. Continuó a pesar de todo.
—Sólo iba a decir que…
—No tengo ningún interés en lo que usted iba a decir, Courtney. Preferiría que escuchara lo que yo le voy a decir.
León se ruborizó ante la reprimenda, pero luego vio que Eva, que estaba sentada fuera del campo de visión del Graf Otto, fruncía los labios y sacudía la cabeza de manera casi imperceptible. Entonces, respiró hondo y, con esfuerzo, prestó atención a la advertencia de ella.
—¿Usted desea cazar a esos machos, señor?
—Ah, Courtney, ¡usted no es un Dummkopf tan grande como a menudo parece ser! —Se rio cuando volvió a adoptar un tono de cordialidad—. Sí, efectivamente, deseo dispararles a esos machos. Les daré la oportunidad de mostrarme lo peligrosos que realmente son, ja?
—No traje mi rifle de Tandala.
—No lo necesita. Seré yo quien dispare.
—¿Desea usted que lo acompañe desarmado?
—¿La salsa es demasiado grasosa para su estómago, Courtney? Si es así, puede quedarse en cama mañana, o debajo de ella. Donde se sienta más tibio y seguro.
—Cuando usted esté cazando, estaré a su lado.
—Me complace que nos comprendamos. Hace que todo sea más sencillo, ¿no? —Le dio una pitada a su cigarro hasta que la punta brilló con intensidad; luego soltó un perfecto anillo de humo que flotó por sobre la mesa, hacia la cara de León, quien metió un dedo en el centro y lo rompió antes de que llegara a él.
Eva intervino con delicadeza para apagar las llamas en ascenso de sus temperamentos.
—Otto, ¿qué era esa montaña tan hermosa con la cumbre plana sobre la que nos hiciste volar esta tarde?
—Díganos algo sobre ella, Courtney —ordenó.
—Se llama monte Lonsonyo, un sitio sagrado de los masai, y hogar de uno de sus más poderosos líderes espirituales. Es una vidente que puede adivinar el futuro con asombrosa exactitud. —León no miró en dirección a donde estaba Eva cuando respondió.
—¡Oh, Otto! —exclamó—. Ésa debe de haber sido la mujer a la que vimos salir de la cabaña más grande. ¿Cómo se llama esta profetisa?
—¿Te divierte toda esa tontera de la magia, tontita? —le preguntó Otto con indulgencia.
—Sabes que adoro que me adivinen la suerte. —Sonrió con gracia y los últimos restos del enojo de él desaparecieron—. ¿Recuerdas a aquella gitana en Praga? Me dijo que mi corazón pertenecía de verdad a un hombre que me amaría intensamente, que me iba a cuidar para siempre. ¡Ése eras tú, por supuesto!
—Por supuesto. ¿Quién más podría haber sido?
—Otto, ¿cómo se llama esta adivina?
Él apartó su mirada de ella y levantó una ceja color jengibre hacia León.
—Se llama Lusima, señor. —León había aprendido a jugar este juego de preguntas y repuestas elípticas.
—¿La conoce usted bien? —quiso saber el Graf Otto.
León se rio livianamente.
—Me ha adoptado como su hijo, así que nos conocemos bien.
—¡Ja, ja, ja! Si lo ha adoptado, me parece que no es una mujer de buen criterio. De todas maneras… —el alemán abrió las manos en un gesto de rendición mirando a Eva—… veo que no tendré paz hasta que te conceda este capricho tuyo. Muy bien, te llevaré a visitar a esta anciana de la montaña para que te adivine la suerte.
—Muchas gracias, Otto. —Eva le acarició el dorso de la mano. León sintió un torrente ácido de celos que le quemaba el interior del estómago—. Ya ves, la gitana de Praga tenía razón. ¡Eres tan amable conmigo! ¿Cuándo me llevarás? ¿Después de que hayas cazado a esos búfalos tuyos, quizás?
—Veremos —dijo dando un rodeo, y cambió de tema—. Courtney, estaré listo al amanecer. No son más que unos pocos kilómetros hasta donde vimos esa manada la última vez. Deseo llegar antes de que el sol esté alto.
El mundo en silencio esperaba la salida del sol, y el frío de la noche estaba todavía en el aire cuando el Graf Otto estacionó el vehículo de caza en el borde de la espesura de arbustos espinosos más allá de la pista de aterrizaje donde Manyoro y Loikot permanecían en cuclillas delante de un humeante fuego pequeño de ramitas secas, calentándose las manos. Patearon tierra sobre las llamas y se pusieron de pie cuando León bajó de un salto y se acercó.
—¿Qué tienen para decirme?
—Después de que la luna se hundió, los escuchamos beber en el abrevadero cerca del campamento. Cuando encontramos las huellas esta mañana, las seguimos desde el abrevadero hasta aquí. Están cerca de esta maleza. Hace apenas un ratito los escuchábamos moverse por ahí —informó Manyoro, y continuó—: Son realmente muy viejos y muy feos. ¿Kichwa Muzuru está seguro de que desea cazar uno de ellos? —Le habían puesto el nombre de «Cabeza de fuego» al Graf Otto, por el color de su pelo y también por su evidente falta de miedo, algo que los masai admiraban enormemente.
—Sí, está seguro. No pude hacerle cambiar de idea —dijo León.
Manyoro se encogió de hombros con resignación. Luego preguntó:
—¿Qué bunduki llevará usted, M’bogo? Su arma grande la dejamos en Tandala.
—No tendré una bunduki hoy. Pero no temas. Kichwa Muzuru dispara como un mago.
Manyoro lo miró con recelo.
—¿Y si alguien vuelca el barril de cerveza, M’bogo, qué pasará?
—Entonces, Manyoro, le pegaré a los búfalos con esto en el ojo. —León mostró un palo pesado que había recogido de un costado de la pista.
—Ésa no es un arma. Ni siquiera es bueno para rascarse los piojos. Tenga. —Manyoro dio vuelta una de sus dos lanzas de punta filosa y se la dio a León con el mango hacia él—. Un arma de verdad para que usted lleve.
Era una espléndida arma, de un metro de largo y con filo en ambos bordes. León la probó en su antebrazo. Afeitó los pelos tan limpiamente y sin esfuerzo como si fuera su navaja de afeitar.
—Gracias, mi hermano, pero espero no tener que usarla. Sigue la huella otra vez, Manyoro, pero ¡debes estar listo para correr si Kichwa Muzuru vuelca el barril de cerveza!
León los dejó y volvió al vehículo de caza donde el Graf Otto estaba sacando el rifle de su funda de cuero. León se sintió un poco más tranquilo cuando vio que se trataba de un arma de dos cañones de gran calibre, probablemente una continental 10.75 mm. Tenía más que suficiente fuerza de choque para enfrentarse con eficacia con un búfalo.
—Entonces, Courtney, ¿está usted listo para un poco de deporte? —preguntó el Graf Otto mientras León se acercaba a él. Tenía un cigarro sin encender entre los labios y un sombrero loden de caza echado hacia atrás. Estaba cargando cartuchos con cubierta de acero en la recámara abierta del rifle.
—Espero que usted no esté planeando divertirse demasiado, señor, pero, sí, estoy listo.
—Veo que lo está. —Sonrió ante la lanza en la mano de León—. ¿Va a cazar conejos o búfalos con eso?
—Si se la clava en el lugar preciso, servirá.
—Le hago una pequeña promesa, Courtney. Si usted mata un búfalo con eso, le enseñaré como pilotear un avión.
—Me sobrecoge su magnanimidad, señor. —León hizo una ligera reverencia—. ¿Podría usted pedirle a Fräulein von Wellberg que se quede en el vehículo hasta que regresemos? Estos animales son imprevisibles y apenas se dispare la primera bala, cualquier cosa podría ocurrir.
El Graf Otto retiró el cigarro de su boca para dirigirse a Eva.
—¿Serás una buena niña obediente hoy, meine Schatze, y harás lo que nuestro joven amigo pide?
—¿No soy siempre una niña obediente, Otto? —preguntó, pero algo en sus ojos negaba la azucarada respuesta.
Volvió a poner el cigarro en su boca y le pasó a ella su caja de Vesta en un estuche de plata. Ella levantó la tapa y sacó un fósforo de cabeza roja, lo raspó contra la suela de su bota; cuando encendió, lo sostuvo a un brazo de distancia para evitar el humo del azufre y luego puso la llama en la punta del cigarro. El Graf Otto observaba los ojos de León mientras fumaba su Cohiba. León sabía que esta pequeña demostración de dominio y servilismo era quizá para que él la viera. El otro hombre no era tan ingenuo. Seguramente intuía el trueno emocional que vibraba en el aire y estaba marcando su poder sobre Eva. León mantuvo una expresión neutral.
Entonces, Eva intervino otra vez con suavidad.
—Por favor, ten cuidado, Otto. Yo no sabría qué hacer sin ti.
León se preguntó si ella lo estaba protegiendo de la cólera celosa del Graf. Si ésa era su motivación, funcionaba bien.
El Graf Otto chasqueó la lengua.
—Preocúpate por los búfalos, no por mí. —Se echó el rifle al hombro y siguió a los masai por entre los arbustos de espinas, sin decir otra palabra. León siguió detrás de él y avanzaron en silencio.
Una vez que los tres machos estuvieron protegidos por la espesa maleza, se separaron para comer y sus huellas iban y venían de un lado a otro. Era muy posible que, mientras seguían la huella de uno de los integrantes del trío, tropezaran con la huella de otro, de modo que se movían lentamente, verificando el movimiento hacia adelante cada tanto, después de unos pocos pasos. No habían dado más de cien cuando escucharon cerca el crujido de ramitas que se rompían, seguido por un suave bufido. Manyoro alzó una mano: la señal de permanecer inmóvil y en silencio. Todo fue quietud durante un minuto entero, minuto que pareció mucho más largo. Luego se oyó un crujido de plantas. Algo grande se estaba abriendo paso a través de las espinas, yendo directamente hacia ellos. León tocó el brazo del Graf Otto y éste bajó el rifle de su hombro para sostenerlo alto sobre el pecho.
De pronto, la pared de arbustos espinosos se abrió directamente delante de ellos y allí, en la abertura, aparecieron la cabeza y los hombros de un búfalo. Era una criatura vieja, gastada y llena de cicatrices, con un cuerno roto y convertido en un tocón irregular, y el otro casi desgastado por completo de tanto afilarlo contra troncos de árboles y montículos de termitas. El cuello era flaco y tenía partes a las que les faltaba pelo. El ojo más cercano era blanco y cristalino, cegado totalmente por la oftalmía de la mosca. Al principio no los vio. Por un momento permaneció allí masticando un montón de hierba, mientras paja e hilos de saliva colgaban de los costados de su boca. Agitó la cabeza para espantar las mosquitas negras que caminaban por los párpados del ojo ciego, amontonadas para beber el pus amarillo que goteaba por la mejilla del búfalo.
«Pobre viejo —pensó León—. Una bala en tu cabeza sería un verdadero acto de bondad». Tocó el hombro del Graf Otto.
—Hágalo —susurró, y se preparó para el disparo. Pero nada podría haberlo preparado para lo que siguió.
Otto echó la cabeza hacia atrás y lanzó un grito salvaje.
—¡Ven, entonces! Muéstranos cuan peligroso puedes ser. —Hizo un disparo por sobre la cabeza del búfalo. El macho retrocedió con violencia y giró para enfrentarlos. Los miró con su ojo sano, dejó escapar un fuerte bufido de consternación y luego se fue. A todo galope, huyó directamente hacia el cerco de espinas. Un momento antes de que desapareciera, el Graf Otto disparó otra vez.
León vio que volaba polvo sobre la pata trasera del búfalo, un palmo a la izquierda de las vértebras nudosas de la espina dorsal que se veía a través del cuero gris lleno de cicatrices. Miró consternado al macho que huía.
—¡Usted lo hirió deliberadamente! —lo acusó, en un tono de total incredulidad.
—Jawohl! Por supuesto. Usted dijo que tenían que estar heridos si queríamos un poco de diversión. ¡Bien, ahora está herido y les voy a hacer cosquillas a los otros dos también! —Antes de que León pudiera recuperarse de la conmoción, el Graf Otto lanzó otro salvaje grito de guerra y comenzó a correr persiguiendo al animal herido. Los dos masai estaban tan anonadados como León, y lo tres formaban un grupo perplejo que seguía con la mirada al alemán.
—¡Está loco! —dijo Loikot, con asombro.
—Sí —dijo León, con voz sombría—. Está loco. Escúchenlo.
Había un gran alboroto en la maleza justo adelante. El resonar de muchas pezuñas y ramas que se rompían, bufidos de enojo y de alarma, la detonación de disparos de rifle y el golpe seco de las pesadas balas que atravesaban carne y huesos. León se dio cuenta de que el Graf Otto estaba disparándoles a los tres machos, no a matar sino para herirlos. Se volvió hacia los masai.
—No hay nada más que ustedes puedan hacer aquí. Kichwa Muzuru ha pateado el barril de cerveza para hacerlo añicos. Vuelvan al automóvil —ordenó—. Ocúpense de la memsahib.
—M’bogo, eso es una gran estupidez. Avanzamos todos juntos o no nos movemos de aquí.
Hubo otro tiro y éste fue seguido por el bramido de muerte de uno de los machos. «Al menos uno ha caído», pensó León, pero había dos todavía. No había tiempo ni espacio para discusiones.
—Vamos, entonces —espetó León. Corrieron hacia adelante y encontraron al Graf Otto parado en el borde de un pequeño claro entre las espinas. A sus pies yacía el cuerpo sin vida de uno de los machos. Sus patas traseras todavía estaban pataleando convulsivamente en su agonía de muerte. La bestia debió de haberse lanzado contra él cuando entró en el claro. Lo había derribado con una bala en el cerebro.
—Estaba equivocado, Courtney. No son tan peligrosos —comentó fríamente, mientras metía otra carga de municiones en la recámara del rifle.
—¿A cuántos ha herido? —gritó León.
—A ambos, por supuesto. No se preocupe. Usted todavía podría tener una oportunidad de aprender a pilotear un avión.
—Usted ha demostrado su valor más allá de cualquier duda, señor. Ahora, deme su rifle y déjeme terminar el trabajo.
—Nunca envío a un niño para hacer el trabajo de un hombre, Courtney. Además, usted tiene su buena lanza. ¿Para qué necesita un rifle?
—Usted va a lograr que alguien caiga muerto.
—Ja, quizás. Pero no creo que ése sea yo. —Avanzó dando zancadas hacia el muro de maleza espinosa, en el lado más alejado del claro—. Uno de ellos se metió ahí. Lo voy a sacar agarrado de la cola.
Era inútil intentar detenerlo. León contuvo la respiración mientras el Graf Otto llegaba al otro extremo del claro.
El búfalo herido lo estaba esperando detrás de la primera franja de vegetación. Lo dejó acercarse, luego se lanzó sobre él desde apenas cinco metros. La maleza explotó ante su ataque. El Graf Otto llevó el rifle al hombro en un instante y las bocas de los dos cañones quedaron casi tocando los húmedos y negros orificios nasales del macho cuando disparó. Fue otro tiro perfecto al cerebro. Las patas delanteras del búfalo se aflojaron debajo de él. Sin embargo, el impulso de su ataque lo llevó hacia adelante y resbaló en las piernas de su torturador como una avalancha negra. Éste fue lanzado hacia atrás dando vueltas y el rifle se escapó de sus manos, hasta que dio en el suelo de lleno con la espalda. León escuchó que el aire salía ruidosamente expulsado de sus pulmones. Se incorporó con dolor, respirando con dificultad, mientras León corría a ayudarlo.
León estaba en el centro del claro cuando Manyoro gritó una advertencia urgente detrás de él.
—A su izquierda, M’bogo. ¡Ahí viene el otro!
Viró bruscamente a la izquierda y vio al tercero de los búfalos heridos casi sobre él, tan cerca que ya estaba bajando la cabeza para engancharlo con sus cuernos. Vio el ojo del macho, ciego y supurando. Éste era el primer animal al que el Graf Otto le había disparado. León giró para mirarlo y se afirmó, parado sobre los talones, con el cuerpo en perfecto equilibrio, esperando el momento. Mientras el macho se le acercaba, se movió hacia el lado ciego de la bestia y ésta dejó de verlo, corneando de manera salvaje en el lugar donde él había estado un segundo antes. Si el cuerno no hubiera estado roto y gastado quizás habría abierto el vientre de León, y aunque hizo una pirueta para salir del lugar, la punta rota le enganchó la camisa, pero ésta se rompió dejándolo libre. León arqueó la espalda y el enorme cuerpo del macho pasó rozándolo, salpicando las perneras de sus pantalones con sangre al pasar como un trueno.
—¡Hala, toro! —gritó el Graf Otto alentándolo. Se estaba poniendo de pie con esfuerzo, con la voz áspera por la risa a pesar del dolor de sus pulmones vacíos—. ¡Hala, torero! —Todavía se estaba riendo y jadeando cuando se agachó para recoger el rifle.
—¡Dispárele! —gritó León, cuando el macho patinó hasta detenerse con las patas delanteras tensas.
—Nein! —respondió el Graf Otto a los gritos—. Quiero verlo usar su pequeña lanza. —Mantenía su rifle con las bocas apuntando al suelo—. ¿Quiere aprender a volar? Entonces, debe usar la lanza.
Su primera bala había roto la pata trasera del macho en la cadera, así que fue lento para recuperarse de su ataque frustrado. Pero luego se dio vuelta con torpeza y enfocó otra vez su único ojo en León. Se lanzó al ataque a todo galope contra él. León había ganado experiencia con la primera pasada del macho. Sostuvo la lanza a la manera clásica de los masai, con la larga hoja alineada con su antebrazo como un florete de esgrima, y dejó que el macho se acercara, esperando hasta el último instante antes de balancear su cuerpo fuera de la línea de carga y hacia el punto ciego del búfalo otra vez. El gran cuerpo negro le rozó las piernas; él se apoyó sobre el hombro y puso la punta de la lanza en el hueco entre los omóplatos. No trató de apuñalarlo con ella. Simplemente dejó que el impulso del ataque del mismo macho hiciera entrar la hoja. Quedó asombrado por la gran facilidad con la que el afiladísimo acero se deslizó hacia adentro. Apenas sintió la sacudida cuando el metro entero desapareció en el cuerpo negro que empujaba. Soltó la empuñadura y dejó que el macho se llevara la lanza, mientras caía y balanceaba la cabeza de un lado al otro, luchando contra el penetrante dolor de la hoja. León vio que estos violentos movimientos hacían que el acero se moviera en su pecho, desgarrando los tejidos del corazón y los pulmones.
Una vez más, el macho corcoveó hasta detenerse en el lado más alejado del claro. Todavía seguía balanceando la cabeza, tratando de encontrarlo. Se quedó inmóvil. Por fin el macho lo descubrió y se volvió hacia él, pero sus movimientos eran lentos e inciertos. Se tambaleó, pero siguió avanzando. Antes de llegar a él, abrió la boca y dejó escapar un bramido largo y profundo. Una gruesa gota de sangre de sus pulmones lacerados salió expulsada de sus mandíbulas y cayó de rodillas. Luego rodó lentamente sobre un lado.
—¡Olé! —gritó el Graf Otto, pero esta vez su tono no era de burla y cuando León lo miró, vio un nuevo respeto en sus ojos.
Manyoro fue despacio hasta donde estaba tendido el búfalo. Se agachó y con ambas manos tomó la empuñadura de su assegai, que sobresalía por entre los omóplatos. Se enderezó, se echó hacia atrás y arrancó el acero ensangrentado de la herida. Luego saludó a León con la lanza.
—Te admiro. Estoy orgulloso de ser tu hermano.
Cuando regresaron al campamento, el Graf Otto convirtió el desayuno en un festejo por su destreza. Estaba sentado a la cabecera de la mesa devorando jamón y huevos, y bebiendo el café que había mezclado generosamente con coñac mientras entretenía a Eva con una descripción muy colorida de la cacería. Hizo una rápida referencia a León al final del largo relato.
—Cuando había sólo un viejo animal ciego todavía en pie, dejé que Courtney se ocupara de él. Por supuesto, yo lo había herido tan gravemente que no era un verdadero desafío pero, diré esto en su favor, se las arregló para matarlo de una manera muy profesional.
En ese momento su atención fue atraída por una repentina actividad fuera de la carpa. Hennie du Rand estaba con los desolladores, que estaban subiendo en la parte posterior del carro tirado por caballos. Iban armados con hachuelas y cuchillos de carnicero.
—¿Qué va a hacer esa gente, Courtney?
—Va a traer a sus búfalos muertos.
—¿Para qué? Las cabezas son inútiles, como usted ya me lo había dicho, y seguramente la carne es tan vieja y dura que resultará incomible.
—Cuando esté ahumada y secada, los porteadores y los otros trabajadores la comerán con placer. En este país cualquier carne es muy valorada.
El Graf Otto se limpió la boca con su servilleta y se puso de pie.
—Iré con ellos para mirar.
Ésta fue otra de sus decisiones característicamente idiosincrásicas, pero de todos modos tomó a León de sorpresa.
—Por supuesto. Iré con usted.
—No es necesario, Courtney. Usted puede quedarse aquí y encargarse de que el Mariposa cargue combustible para el vuelo de regreso a Nairobi. Llevaré a Fräulein von Wellberg conmigo. Se aburriría sentada aquí en el campamento.
«Yo haría todo lo posible para entretenerla, si usted me diera media oportunidad», pensó León, pero se guardó el comentario.
—Como usted desee, conde —aceptó.
Hennie se sintió intimidado por tener tan ilustre compañía viajando con él en el viejo automóvil, incluso en el breve paseo hasta donde estaban los cuerpos de los animales. Cuando subió a ocupar el asiento del conductor, el Graf Otto lo tranquilizó ofreciéndole un cigarro. Después de las primeras bocanadas de humo, Hennie se había relajado hasta el punto de poder responder a las preguntas del hombre de manera coherente, y no con un tímido murmullo.
—Así que Du Rand. Me dicen que usted es sudafricano, ja?
—No, señor. Soy bóer.
—¿Eso es diferente?
—Ja, es muy diferente. Los sudafricanos tienen sangre británica. Mi sangre es pura. Soy uno del Volk elegido.
—Me da la sensación de que no le gustan mucho los británicos.
—Me gustan algunos de ellos. Me gusta mi jefe, León Courtney. Es un buen Sout Piel.
—¿Sout Piel? ¿Qué es eso?
Hennie miró incómodo a Eva.
—Es cosa de hombres, señor. No apta para los oídos de damas jóvenes.
—No se preocupe. Fräulein von Wellberg no habla inglés. Dígame qué es.
—Significa «pene salado», señor.
Graf Otto empezó a sonreír con ganas, previendo un buen chiste.
—¿Pene salado? Explíqueme eso.
—Tienen un pie en Ciudad del Cabo y el otro en Londres, con sus penes colgando en el océano Atlántico —explicó Hennie.
El Graf Otto dejó escapar una divertida carcajada.
—Sout Piel! Ja. ¡Me gusta! Es un buen chiste. —Sus risas ahogadas se apagaron, y luego retomó la conversación donde se habían desviado—. Así que no le gustan los británicos. Usted luchó contra ellos en la guerra, ¿no?
Hennie pensó en la pregunta con cuidado, mientras cuidaba al viejo vehículo por un trecho particularmente áspero de la ruta.
—La guerra terminó —dijo finalmente en tono inexpresivo y evasivo.
—Ja, terminó. Pero fue una guerra horrible. Los británicos quemaron sus granjas y mataron el ganado.
Hennie no respondió, pero sus ojos se ensombrecieron.
—Pusieron a sus mujeres y niños en campos de refugiados. Muchos murieron allí.
—Ja. Es verdad —susurró Hennie—. Muchos murieron.
—Ahora la tierra está arruinada y no hay comida para los niños, y su Volk se ha convertido en esclavo de Gran Bretaña, nein? Por eso, usted se fue, para librarse de los recuerdos.
Los ojos de Hennie estaban llenos de lágrimas. Las secó con su pulgar encallecido.
—¿En qué comando luchó usted?
Hennie lo miró directamente por primera vez.
—No dije que hubiera luchado con ningún comando.
—Déjeme adivinar —sugirió el Graf Otto—. Tal vez usted luchó con Smuts.
Hennie sacudió la cabeza con expresión de amargo desagrado.
—Jannie Smuts es un traidor a su pueblo. Él y Louis Botha se han pasado a los caquis. Están vendiendo nuestros derechos de nacimiento a los británicos.
—¡Ah! —exclamó el Graf Otto, con el aire de un hombre que ya conocía la respuesta a su pregunta—. Usted odia a Smuts y a Botha. Entonces, ya sé con quién luchó usted. Debe de haber sido Koos de la Rey. —No esperó una respuesta—. Dígame, Du Rand, qué clase de hombre era el general Jacobus Herculaas de la Rey? He oído decir que era un gran soldado, mejor que Louis Botha y Jannie Smuts juntos. ¿Es eso verdad?
—No era un hombre corriente. —Hennie fijó la vista en el camino adelante—. Para nosotros era un dios.
—Si alguna vez hubiera otra guerra, ¿usted seguiría a De la Rey otra vez, Hennie?
—Lo seguiría a través de las puertas del infierno.
—Los otros de su comando, ¿también lo seguirían?
—Lo seguirían. Todos lo seguiríamos.
—¿Le gustaría encontrarse con De la Rey otra vez? ¿Le gustaría estrechar su mano una vez más?
—Eso no es posible —masculló Hennie.
—Conmigo todo es posible. Puedo hacer que todo suceda. No le diga nada a nadie más. Ni siquiera a su jefe Sout Piel, que a usted le gusta. Esto es sólo entre usted y yo. Un día, pronto, lo llevaré conmigo a ver al general De la Rey.
Eva iba apretada al lado de él. Estaba obviamente incómoda y cada vez más aburrida de esa conversación en una lengua que no comprendía. El Graf Otto sabía que los únicos idiomas que ella sabía eran el alemán y el francés.
León llenó de combustible al Mariposa con uno de los tambores de doscientos litros que Gustav había traído desde Nairobi en el enorme camión Meerbach. Mientras hacía esto, envió a Manyoro y a Loikot a la cima de la colina junto al campamento para comunicarse con la red masai de comunicaciones y recoger cualquier noticia que pudiera haber de interés. Una o dos veces levantó la vista de la tarea de reabastecer de combustible para escuchar las voces chillonas y distantes, que se llamaban de cima a cima. Los chungaji usaban una especie de taquigrafía verbal y él podía entender algunas palabras aisladas, pero no podía seguir todo el sentido de sus conversaciones.
No mucho después de haber llenado el último de los cuatro tanques de combustible del Mariposa y cuando se estaba lavando las manos en el cuenco delante de su carpa, los dos masai bajaron de la colina. Empezaron a informarle los pocos puntos de interés que habían recogido.
Le contaron que con la próxima luna llena, como era costumbre en esa época del año, Lusima iba a presidir una conferencia de los ancianos tribales masai en el monte Lonsonyo. Iba a sacrificar una vaca blanca por los antepasados. El bienestar de la tribu dependía de que estos rituales fueran respetados.
Se decía también que había habido una incursión por parte de un grupo nandi en pie de guerra. Habían escapado con treinta y tres cabezas de ganado masai de la mejor calidad, pero los morani encargados de la venganza los alcanzaron a orillas del río Tishimi. Habían recuperado todo el ganado perdido y arrojaron los cadáveres de los ladrones al río. Los cocodrilos se habían hecho cargo de estas pruebas. En ese momento, el comisionado del distrito había iniciado una investigación en Narosura, pero parecía que toda el área estaba sufriendo un ataque de amnesia. Nadie sabía nada acerca de ganado robado ni de guerreros nandi desaparecidos.
Además, contaron que cuatro leones habían bajado al valle del Rift. Venían de Keekorok y eran todos machos jóvenes. Habían recibido una paliza por parte del enorme macho dominante y fueron expulsados de la manada en la que habían nacido. Aquél no iba a tolerar ninguna competencia cuando se trataba de aparearse con sus hembras. Dos noches antes, los jóvenes habían matado a seis vaquillas de la manyatta directamente al oeste del monte Lonsonyo. Habían llamado a todos los morani para que se reunieran en ese pueblo, llamado Sonjo. Les iban a dar una sucinta lección de buenos modales a esos cuatro asesinos de ganado.
León estaba encantado con esas noticias. El Graf Otto había expresado su gran deseo de presenciar una cacería ceremonial y ésta era una muy afortunada coincidencia. Envió a Manyoro a la manyatta Sonjo, que estaba hospedando a los cazadores de leones, con un obsequio de cien chelines para el jefe local, con el pedido de que permitiera que los wazungu presenciaran esa cacería.
Para cuando el Graf Otto regresó con Hennie en el Vauxhall después de descuartizar los cuerpos de los búfalos, León tenía los caballos ensillados y las mulas de cargas listas con provisiones suficientes para la no prevista expedición a Sonjo. Cuando su cliente regresó, León le comunicó las buenas noticias apresuradamente.
El Graf Otto se mostró entusiasmado.
—¡Rápido, Eva! Debemos cambiarnos de ropa y ponernos la de montar, para partir de inmediato. No quiero perderme el espectáculo.
Avanzaron con los caballos a medio galope, cubriendo casi treinta kilómetros antes de que se pusiera demasiado oscuro como para ver el camino adelante. Luego desmontaron y desensillaron. Comieron una cena fría y durmieron al raso. A la mañana siguiente, estaban ya en marcha otra vez antes de que estuviera del todo claro.
Un poco antes del mediodía del día siguiente, al acercarse al pueblo de Sonjo, escucharon tambores y cantos. Manyoro había llegado desde el pueblo para aguardar su llegada y estaba en cuclillas junto al camino. Se puso de pie y se acercó para recibir los caballos.
—Todo está arreglado, M’bogo. El jefe de la manyatta aceptó retrasar la cacería hasta que ustedes llegaran. Pero deben apurarse. Los morani se están poniendo intranquilos. Están ansiosos por manchar con sangre sus lanzas y ganar honor. El jefe no puede contenerlos por mucho tiempo más.
Los morani estaban reunidos en el centro del corral para el ganado. Constituían un grupo de élite, seleccionado por los mayores entre los más valientes y los mejores. Era un grupo de cincuenta jóvenes, vestidos con faldas rojas de cuero decoradas con cuentas de marfil y conchas de cauri. Sus torsos descubiertos brillaban con una capa de grasa y ocre rojizo. Llevaban el pelo arreglado en un peinado de trenzas enrolladas. Eran delgados y de miembros largos, fuertes y elegantemente musculosos; tenían facciones apuestas, con gestos agresivos, y ojos brillantes y codiciosos, que indicaban su entusiasmo por la cacería que iba a comenzar.
Estaban formados en una sola fila, hombro con hombro. A la cabeza, estaba un morani de mayor jerarquía, un guerrero experimentado que llevaba cinco colas de león en su falda, una por cada nandi que había matado en combate singular. Su tocado de guerra era la piel de la cabeza de un león de melena negra, una prueba adicional de su destreza. Él solo había cazado al león con su assegai. Tenía un silbato de señales hecho con el cuerno de un macho de antílope redunca, colgado de una correa alrededor del cuello.
Varios cientos de hombres más viejos, con mujeres y niños, bordeaban la empalizada exterior para mirar la danza. Las mujeres aplaudían y ululaban. Cuando los tres blancos entraron a la manyatta, los tambores adquirieron un ritmo todavía más salvaje y frenético. Los tamborileros golpeaban los troncos huecos, llevando a los guerreros a una locura de combate hasta que irrumpieron en la danza del león, cantando y saltando a gran altura en el aire sobre las piernas rígidas, gruñendo como leones cuando volvían a tocar el suelo.
Entonces, el jefe hizo sonar su silbato en una aguda orden y el grupo empezó a salir del corral, siempre en una sola fila. Espaciados de manera uniforme, formaban una serpiente larga y sinuosa, que se movía pendiente abajo por entre la hierba, con la luz del sol que se reflejaba en el pulido acero de sus assegai. Colgados en los hombros, llevaban sus largos escudos de cuero crudo, cada uno pintado con un solo ojo grande, negro y ocre, cuya pupila era de un blanco deslumbrante.
—¿Por qué tienen ojos en sus escudos, Otto? —preguntó Eva.
—Responda la pregunta, Courtney.
—Los morani dicen que provocan a los leones para que ataquen. Vamos, no debemos quedar atrás. Cuando ocurra, ocurrirá muy rápido. —Los jinetes siguieron la larga y serpenteante fila de guerreros.
—¿Cómo saben dónde encontrar a la presa? —preguntó el Graf Otto.
—Tienen exploradores observando a los leones —explicó León—. Pero los leones no se habrán ido lejos. Han matado a seis animales y no se irán hasta que hayan terminado toda esa carne.
Manyoro corría junto al estribo de León. Dijo algo y León se agachó en la silla de montar para escucharlo. Cuando se enderezó, le dijo al Graf Otto:
—Manyoro dice que el ganado muerto está en una cuenca poco profunda detrás de la siguiente elevación. —Señaló hacia adelante—. Si damos vuelta por la derecha y nos ubicamos en el terreno alto, tendremos una vista privilegiada. —Los condujo fuera del sendero y avanzaron a medio galope en un amplio círculo para adelantarse a la fila de los morani; llegaron al lugar desde donde iban a ver mejor justo cuando la cabeza de la larga fila de guerreros llegaba a la cima y comenzaba el descenso hacia la cuenca.
Manyoro los había aconsejado bien. Cuando detuvieron sus cabalgaduras en la cima, se encontraron con una espléndida vista sobre el valle cubierto de hierba. Los cuerpos muertos de los animales pudriéndose yacían a plena vista, con los vientres hinchados por el gas. Algunos habían sido parcialmente devorados, pero otros parecían no haber sido tocados.
En ese momento, la fila única de guerreros cambió de formación. Al llegar a un sitio predeterminado, cada morani giraba en dirección contraria a la del hombre delante de él. Al igual que una fila de bailarines siguiendo una coreografía, la fila única se dividió en dos. Las filas gemelas se abrieron para formar un lazo que iba a rodear la hondonada cubierta de hierba. Luego, al agudo toque del silbato, los extremos de las filas de guerreros comenzaron a converger. Pronto la maniobra quedó terminada. Una pared de escudos y lanzas rodeó la cuenca.
—No veo a los leones —dijo Eva—. ¿Está usted seguro de que no se escaparon?
Pero antes de que alguno de los hombres pudiera responderle, un león se alzó para quedar totalmente a la vista. Había estado tendido, aplastado contra el suelo, y su piel se fundía a la perfección con la hierba marrón abrasada por el sol. Aunque joven, era grande y estilizado. Su melena era corta y escasa, una simple pelusa de pelo rojo. Les gruñó a los morani y levantó los labios mostrando sus colmillos largos y brillantes.
Ellos le devolvieron el saludo.
—¡Ya te vemos, malvado! Te vemos, asesino de nuestro ganado.
El sonido de cincuenta voces alarmó a los otros leones. Se levantaron saliendo de sus escondites en la hierba corta, se agacharon y miraron furiosos, con sus ojos amarillo topacio, el anillo de escudos. Sus colas se movían nerviosas; gruñían y rugían con miedo y furia. Eran jóvenes y aquello estaba fuera de su propia experiencia.
El silbato de cuerno de antílope sonó otra vez y los morani comenzaron a cantar el coro de la canción del león. Luego, siempre cantando, avanzaron todos a la vez, arrastrando los pies y golpeando el suelo. Lentamente se fueron acercando a los cuatro leones como una pitón que aprieta su cuerpo sobre la presa. Uno de los leones hizo un breve amago de ataque hacia ese muro, y los morani agitaron sus escudos mientras le gritaban:
—¡Ven! ¡Ven! ¡Estamos listos para recibirte!
El león interrumpió su ataque, frenando sobre sus patas delanteras rígidas. Miró furioso a los hombres, luego dio media vuelta y regresó corriendo a reunirse con sus hermanos. Daban vueltas de un lado a otro, inquietos, gruñendo, erizando sus melenas en actitud amenazadora, haciendo rápidas carreras hacia el muro de escudos para luego detenerse y regresar.
—El de la melena rubia será el primero en atacar. —El Graf Otto pronunció su evaluación y, mientras hablaba, el más grande de los cuatro leones se lanzó en un ataque rápido y decidido, directamente a los escudos. El mayor de los morani, con el tocado de melena negra, hizo sonar súbitamente su silbato de cuerno de antílope. Luego, con su lanza, apuntó a un hombre en la fila que estaba directamente en la línea de ataque. Gritó el nombre del hombre:
—¡Katchikoi!
El guerrero que había sido escogido saltó alto en el aire para agradecer el honor; luego salió de la fila y corrió con largos y flexibles pasos hacia el león que atacaba. Sus compañeros lo alentaron con gritos salvajes cada vez más fuertes. El león lo vio acercarse y se volvió bruscamente hacia él, gruñendo con cada zancada: era como una raya marrón que se movía bajo, casi aplastada contra el suelo, mientras la cola con un mechón negro golpeaba contra sus flancos. Sus ojos amarillo brillante estaban fijos en Katchikoi.
Al ir acercándose, el morani modificó el ángulo de su avance, volviéndose sobre el león, forzándolo a acercársele por la derecha, hacia su brazo armado. Entonces, cayó sobre una rodilla detrás de su escudo. La punta de su assegai estaba apuntando al centro del pecho del león, y la bestia corrió directamente hacia al acero. La larga hoja plateada desapareció con mágica rapidez y entró cuan larga era en el cuerpo marrón claro. Katchikoi soltó la empuñadura, dejando la lanza enterrada en el pecho del animal. Levantó el escudo de cuero crudo y el león chocó precipitadamente contra él. No trató de resistir el peso y la velocidad del salto del enorme gato, sino que rodó hacia atrás y se acurrucó como una pelota sosteniendo el escudo entre él y la bestia. A pesar de la assegai, que lo atravesaba, la fuerza y la rabia del león no habían disminuido. Desgarró el escudo con ambas garras delanteras y las amarillas uñas abrieron grandes agujeros en él. Gruñía de modo horrible y trataba de morder el escudo, pero el cuero seco era duro como el hierro y sus colmillos no podían encontrar un agarre.
El jefe de la cacería hizo un breve toque con su silbato de cuerno y cuatro de los compañeros de Katchikoi abandonaron el anillo de guerreros y corrieron hacia adelante, separados, dos a cada lado. El león concentraba todo su esfuerzo en Katchikoi, de modo que no los vio venir hasta que lo tuvieron rodeado. Sus assegai subían y bajaban cada vez que ellos hundían las largas hojas en los órganos vitales del león. La bestia lanzó un fortísimo quejido que llegó claramente hasta los jinetes en la altura; luego se desplomó y rodó lejos del escudo. Se estiró y permaneció inmóvil.
Katchikoi se puso de pie de un salto, tomó el mango de su assegai, puso un pie sobre el pecho del león y sacó la lanza. Blandiendo el acero ensangrentado, condujo a sus cuatro compañeros de regreso a sus lugares en el círculo de guerreros. Fueron recibidos con gritos y ovaciones que parecían chocar contra el cielo y con un saludo de lanzas levantadas. Luego el círculo de morani avanzó otra vez, cerrándose inexorablemente alrededor de los tres leones restantes. Mientras el círculo se achicaba, los guerreros se comprimían en un sólido muro en el que los bordes de sus escudos se iban superponiendo.
En el centro, los tres leones se movían de un lado a otro buscando un escape. Se lanzaban en un ataque, pero luego se detenían y regresaban con las colas entre las patas. Finalmente uno reunió todo su coraje hasta el límite fatal y atacó. El morani que lo enfrentó, metió la hoja de su assegai completamente, pero cuando retrocedió con el león casi encima de él, sus garras pasaron por el borde del escudo y lo arrancó de sus manos, dejando expuestos la cabeza del hombre y su torso desnudo. Mientras sus garras rompían y abrían el pecho del morani, el león herido de muerte abrió sus mandíbulas al máximo y envolvió su cabeza. Mordió hasta que los largos colmillos se entrechocaron, aplastando el cráneo humano como una nuez en un cascanueces. Los compañeros del hombre muerto atravesaron con sus lanzas al león en una furia de venganza.
En rápida sucesión, los últimos dos leones se lanzaron sobre la fila de guerreros, que se rompió sobre ellos, como una ola del mar se rompe sobre una roca. Murieron bajo las lanzas, dejando escapar gruñidos, arremetiendo con garras agudas y desesperada inutilidad, mientras las afiladas hojas entraban profundamente en ellos.
Sus hermanos de circuncisión levantaron del suelo el cuerpo destrozado del morani y lo colocaron sobre su escudo. Entonces, lo alzaron muy alto con los brazos extendidos y lo llevaron de regreso cantando su canción de alabanza. Cuando pasaron junto a los espectadores en la cima, el Graf Otto levantó un puño cerrado a manera de saludo al muerto. Los morani lo agradecieron con sus assegai levantadas y un grito salvaje.
—He ahí un hombre que murió como muere un hombre. —Habló con solemne intensidad, en un tono que León no le había escuchado usar antes, y quedó en silencio. Los tres estaban profundamente conmovidos por la sublime tragedia. Luego el Graf Otto habló otra vez—: Lo que he presenciado aquí hoy hace que toda la ética de la caza en la que he creído parezca innoble. ¿Cómo puedo considerarme a mí mismo un verdadero cazador mientras no haya enfrentado a tan magnífica bestia sólo con una lanza en la mano? —Giró en su montura y lanzó una mirada de furia a León—. Esto no es un pedido, Courtney, es una orden. Consígame un león, un león de melena negra. Lo enfrentaré a pie. Sin ninguna arma de fuego. Sólo la bestia y yo.
Acamparon esa noche en la manyatta de Sonjo y permanecieron despiertos escuchando los tambores que interpretaban una endecha por el morani muerto en la cacería del león, el lamento de las mujeres y el canto de los hombres.
En la oscuridad antes del amanecer, se pusieron otra vez en marcha. Cuando el sol salió sobre la escarpadura del valle del Rift, inundó el cielo del Este con una deslumbrante grandiosidad de oro y carmesí, encandilando los ojos y calentando sus cuerpos, de modo que se quitaron los abrigos y cabalgaron en mangas de camisa. De alguna manera, ese amanecer era un adecuado epílogo para aquella cacería del león. Estimuló sus sentidos y les aligeró el humor de modo que pudieron ver la belleza en todo lo que los rodeaba y se maravillaron ante las pequeñas cosas que podían haber pasado inadvertidas antes: la joya azul celeste del pecho de un martín pescador al atravesar veloz el camino adelante, la gracia de un águila que vuela alto con sus alas extendidas contra el cielo empapado en oro, la cría de una gacela arrodillada sobre sus patas delanteras debajo del vientre de la hembra y empujando hambrienta las ubres con su hocico, mientras la leche le chorrea por la barbilla. La hembra los vio pasar, tranquila, con sus enormes y brillantes ojos de mirada dulce.
Eva también estaba de buen humor. Señaló con su fusta de montar y gritó alegremente:
—¡Oh, Otto! Mira esa pequeña criatura oliendo y resoplando entre la hierba como un anciano que ha perdido sus anteojos de leer. ¿Qué es?
Aunque se estaba dirigiendo al Graf Otto, León tuvo la sensación de que estaba compartiendo el momento con él a solas y contestó:
—Es un tejón de la miel, Fräulein. Aunque parece apacible, es una de las criaturas más feroces de África. No sabe lo que es el miedo. Es tremendamente fuerte. Su piel es tan dura que resiste los aguijones de las abejas, así como las garras y los colmillos de animales mucho más grandes. Hasta los leones lo evitan. Es riesgoso entrar en contacto con él.
Eva le dirigió una mirada con sus ojos violeta y luego se volvió al Graf Otto con un ronroneo de melodiosa risa.
—En todo eso se parece a ti. En el futuro pensaré en ti como mi tejón de la miel.
«¿A cuál de ellos le estaba hablando?», se preguntó León. Con esta mujer, un hombre nunca podía estar seguro de nada. Siempre había mucho en ella que era enigmático o ambiguo.
Antes de que él pudiera decidirlo, ella espoleó su caballo para adelantarse. Parada en los estribos, señaló hacia el horizonte del Sur.
—¡Mire esa montaña allá! —La distante forma con la cumbre plana se destacaba de manera teatral con el sol naciente—. Seguramente es la montaña sobre la que volamos, la montaña donde vive la profetisa de los masai.
—Sí, Fräulein. Ése es el monte Lonsonyo —confirmó León.
—¡Oh, Otto, está tan cerca! —gritó.
Él se rio entre dientes.
—Para ti es cerca porque es adonde quieres ir. Para mí está a una distancia de un día de dura cabalgata.
—¡Me prometiste llevarme allí! —Su voz estaba opacada por la decepción.
—Efectivamente, te lo prometí —aceptó él—. Pero no prometí cuándo lo haría.
—Entonces, prométemelo ahora. ¿Cuándo? —exigió ella—. ¿Cuándo, Otto querido?
—No ahora. Debemos regresar a Nairobi de inmediato. Esta demora fue una concesión. Tengo asuntos importantes que atender. Este safari africano no ha sido todo por placer.
—Por supuesto que no. —Hizo una mueca—. Para ti todo siempre es negocios.
—¿De qué otra manera podría permitirme tenerte como mi amiga? —replicó el Graf Otto, con humor tosco, y León se dio vuelta para no revelar su rápido enojo ante tan desagradable comentario. Pero Eva no pareció escuchar ni pareció tampoco que le importaba. Él continuó—: Tal vez compre algunas propiedades por aquí. Parece que hay posibilidades de invertir en un país nuevo con tantos recursos para explotar.
—Y cuando hayas terminado con tus negocios, ¿me llevarás al monte Lonsonyo? —insistió Eva.
—No te rindes fácilmente. —El Graf Otto sacudió la cabeza en un gesto de simulada desesperación—. Muy bien. Haré un trato contigo. Después de que mate a mi león con la assegai, te llevaré a ver a esa bruja.
Otra vez el humor de Eva cambió sutilmente. Sus ojos eran una máscara; su expresión, cerrada y fría. Justo cuando León sintió que podría vislumbrar algo más allá del velo, ella se volvió distante e incomprensible.
Hicieron descansar a los caballos al mediodía, desmontando en una majestuosa arboleda de afzelias junto a pequeño remanso encerrado por cañas en un arroyo sin nombre.
Después de una hora volvieron a montar para seguir adelante, pero Eva, parada junto a su yegua, exclamó irritada:
—El broche de seguridad de mi estribo derecho está trabado. Si llegara a caer, me arrastraría.
—Encárguese de eso, Courtney —ordenó el Graf Otto—, y asegúrese de que no ocurra otra vez.
León le arrojó sus riendas a Loikot y fue rápidamente al lado de Eva. Ella se movió un poco para permitirle a él tomar el cuero del estribo, pero permaneció cerca de León mientras él se agachaba para revisar el acero. El cuerpo del caballo impedía que el Graf Otto los viera. León descubrió que tenía razón, el broche de seguridad estaba trabado. No lo estaba cuando abandonaron la manyatta de Sonjo aquella mañana… él mismo lo había verificado. Entonces, Eva le tocó la mano y su corazón se sobresaltó. Ella debía de haber trabado el broche como una excusa para estar a solas por un momento con él. La miró de costado. Eva estaba tan cerca que podía sentir su respiración en su mejilla. No llevaba perfume, pero olía tan afectuosa y amable como un gatito alimentado con leche Por un instante miró hacia las profundidades color violeta de sus ojos y vio más allá del velo: vio a la mujer detrás de la encantadora máscara.
—Debo ir a la montaña. Hay algo allí para mí. —Su susurro fue tan suave que podría haber sido algo imaginado por él—. Él nunca me llevará. Usted debe hacerlo. —Se produjo una muy leve interrupción, y luego dijo—: Por favor, Tejón. —Su ruego y el sobrenombre con el que ella lo había bautizado le hicieron retener el aliento.
—¿Cuál es el problema, Courtney? —gritó el Graf Otto. Siempre alerta, algo había intuido.
—Estoy contrariado porque el broche está trabado. Podría haber sido peligroso para Fräulein von Wellberg. —León sacó su cuchillo y usó la hoja para arreglar el broche—. Ahora estará bien —le aseguró a Eva. Todavía estaban protegidos por la yegua así que se atrevió a acariciar el dorso de su mano, que estaba apoyada en la silla de montar. Ella no la retiró.
—¡Monta! Debemos seguir adelante —ordenó el Graf Otto—. Ya hemos perdido bastante tiempo aquí. Deseo volar de regreso a Nairobi hoy. Debemos llegar a la pista de aterrizaje mientras haya todavía luz suficiente para volar. —Cabalgaron con rapidez, pero el sol rojo sangre se apoyaba en el horizonte, como un morani moribundo sobre su escudo, cuando finalmente treparon por la escalerilla a la cabina del Mariposa. Inexperto como era, hasta León sabía que el Graf Otto había extendido el despegue más allá de los límites de la prudencia. En esta estación del año, el atardecer duraría poco. Estaría oscuro en menos de una hora.
Cuando cruzaron la pared del valle del Rift volaban a una altura suficiente para recibir los últimos rayos del sol, pero la tierra abajo ya estaba envuelta en una impenetrable sombra morada. Pronto el sol desapareció, apagado como una vela, y no quedó ningún reflejo posterior.
Continuaron volando en la oscuridad, hasta que León pudo vislumbrar el diminuto grupo de luces lejanas adelante, que indicaban dónde estaba la ciudad, insignificante como luciérnagas en la inmensidad oscura de la región. Estaba totalmente oscuro cuando por fin estuvieron encima del campo de polo. El Graf Otto aceleró y desaceleró repetidas veces los motores mientras daba vueltas. De pronto, los faros de los dos camiones Meerbach se encendieron debajo de ellos, en extremos opuestos del campo para aterrizar, iluminando la pista cubierta de hierba. Gustav Kilmer había escuchado los motores del Mariposa y se apresuró a rescatar a su amado patrón.
Guiado por las luces, el Graf Otto puso al Mariposa sobre el césped con la misma suavidad de una gallina clueca echándose sobre un montón de huevos.
León creyó que la visita relámpago al campamento Percy en el valle del Rift y la desenfrenada cacería de búfalos en la maleza espinosa marcaban el verdadero comienzo del safari. También pensó que el Graf estaba por fin listo para adentrarse en tierra salvaje. Pero tal suposición era incorrecta.
La segunda mañana después de su regreso del campamento Percy y el aterrizaje nocturno en el campo de polo, el Graf Otto estaba sentado a la cabecera de la mesa del desayuno en el campamento Tandala con una docena de sobres apilados delante de él. Todos ellos eran las respuestas a las cartas oficiales del Ministerio de Relaciones Exteriores en Berlín que Max Rosenthal había distribuido a los dignatarios de África Oriental Británica.
Le estaba traduciendo algunos pasajes de cada misiva a Eva, que permanecía sentada delante de él mordisqueando delicadamente algunas frutas. Parecía que toda la sociedad de Nairobi estaba muerta de curiosidad por tener a un hombre como el Graf Otto von Meerbach entre ellos. Como cualquier otro pueblo de frontera, Nairobi no necesitaba demasiadas excusas para una fiesta, y él era la mejor que habían tenido desde la inauguración del Muthaiga Country Club tres años antes. Cada carta contenía una invitación.
El gobernador de la colonia iba a ofrecer una cena especial en su honor en la Casa de Gobierno. Lord Delamere iba a dar un baile formal en su nuevo hotel, el Norfolk, para darle la bienvenida al territorio a él y a Fräulein von Wellberg. La comisión del Muthaiga Country Club había nombrado miembro honorario del club al Graf Otto y, para no ser superado por Delamere, también iba a dar un baile para celebrar su admisión al club. El oficial que comandaba las fuerzas armadas de Su Majestad Británica en África Oriental no quería ser menos. La invitación del general de brigada Penrod Ballantyne era para un banquete en el casino del regimiento. Lord Charlie Warboys había invitado a la pareja a una estadía de cuatro días para una cacería de cerdos en su propiedad de veinte mil hectáreas junto al valle del Rift. El Club de Polo de Nairobi le había concedido la admisión como socio de pleno derecho al Graf Otto, y le solicitaba que jugara en su equipo principal en un partido de desafío contra los Rifles Africanos del Rey el primer sábado del siguiente mes.
El Graf Otto estaba encantado por el furor que había provocado. Al escucharlo hablar de cada invitación con Eva, León se dio cuenta de que su partida de Nairobi se había ubicado en algún tiempo en el futuro lejano. El alemán aceptó todas las invitaciones y en retribución envió sus propias invitaciones a espectaculares cenas, banquetes y bailes que él iba a ofrecer en el Norfolk, el Muthaiga o en el campamento Tandala. León comprendió entonces por qué había enviado tan enormes provisiones de comida y bebida a bordo del Silbervogel.
Sin embargo, el golpe maestro de hospitalidad del Graff, que entusiasmó a todos los corazones de la colonia y le valió la reputación inmediata de ser un gran tipo, fue su día al aire libre. Hizo una invitación pública a un picnic en el campo de polo. En esta reunión, invitados especiales como el gobernador, Delamere, Warboys y el general de brigada Ballantyne iban a ser agasajados con un vuelo sobre la ciudad en uno de sus aviones. Luego Eva ejerció su influencia y lo persuadió para que extendiera la invitación a cada niño y niña entre los seis y los doce años. Todos harían un paseo en avión.
La colonia entera entró en éxtasis. Las damas estaban decididas a convertir el día al aire libre en un equivalente africano de Ascot. De un simple picnic creció hasta convertirse en una oportunidad casi equivalente a las ofrecidas por la monarquía. Lord Warboys donó tres vacunos jóvenes para que fueran asados a las brasas. Todas las socias del Instituto de Mujeres pusieron manos a la obra en sus hornos para ofrecer tortas y pasteles. Lord Delamere se encargó del suministro de cerveza. Envió un cable urgente a la cervecería en Mombasa y recibió una garantía de que una cantidad grande estaría en camino en unos días. La noticia de la invitación llegó al interior, y las familias de colonos en las lejanas granjas cargaron sus carros preparándose para el viaje a Nairobi.
Había sólo cuatro modistas en el pueblo y pronto sus servicios se vieron superados por los pedidos. Los barberos al aire libre en la calle principal no paraban de trabajar arreglando barbas y cortando el cabello. La escuela de niños y el convento de niñas declararon un día feriado, y se corrió el rumor por las aulas de que cada niño que hiciera el vuelo recibiría del Graf Otto un obsequio de conmemoración, un modelo a perfecta escala del Mariposa.
León fue absorbido por toda esta actividad febril. El Graf Otto decidió que necesitaba a un segundo piloto para ocuparse de las hordas de niños deseosos que iban a estar haciendo cola para un vuelo. Él sería el piloto para los invitados importantes, pero no tenía ningún deseo de llenar la cabina con sus vástagos. Como le comentó a Eva, delante de León, él prefería a los niños en su espíritu melodioso más que en su ruidosa y molesta realidad de carne y hueso.
—Courtney, le prometí que le enseñaría a volar.
Esto sorprendió a León. Era la primera vez que mencionaba la instrucción de vuelo desde la cacería de búfalos, y había pensado que la promesa había sido convenientemente olvidada.
—Vamos al campo de aviación de inmediato. ¡Courtney, hoy usted aprende a volar!
León estaba sentado al lado del Graf Otto en la cabina de mando del Abejorro y lo escuchaba atentamente mientras describía las funciones y la operación de cada cuadrante e instrumento, de las llaves e interruptores, de las palancas y los controles. A pesar de su complejidad, ya tenía algunos conocimientos operativos de la distribución del tablero de mandos, adquiridos según el principio «el mono ve, el mono hace». Cuando el Graf Otto escuchó a León que repetía todo lo que acababa de aprender, se rio entre dientes y asintió con la cabeza.
—Ja! Ha estado mirándome cuando yo vuelo. Usted es rápido, Courtney. ¡Eso es bueno!
León no había esperado que el otro fuera un buen instructor y se sorprendió agradablemente por la atención que le prestaba a cada detalle y por su paciencia. Empezaron por el encendido y el apagado del motor, luego pasaron rápidamente a los movimientos en tierra: viento cruzado, viento a favor y viento en contra. León empezó a sentir los controles y las respuestas de la gran máquina, como las riendas y los estribos en un caballo. De todos modos, se sorprendió cuando el Graf Otto le lanzó un casco de cuero para volar.
—Póngaselo. —Se habían detenido en un extremo del campo de polo, y gritó por encima del rugido del motor—. ¡La trompa hacia el viento! —León movió el timón totalmente a estribor y aceleró los dos motores de babor. Ya había asimilado el uso de impulsos opuestos para maniobrar la máquina. El Aberrojo dio vuelta fácilmente y puso la trompa al viento.
—¿Usted quiere volar? ¡Entonces, vuele! —le gritó el otro en la oreja.
León le dirigió una mirada horrorizada e incrédula. Era demasiado pronto. No estaba listo todavía. Necesitaba un poco más de tiempo.
—Gott en Himmel! —bramó el Graf Otto—. ¿Qué está esperando? ¡Levante vuelo!
León respiró hondo lentamente y puso la mano en el tablero de mando en busca de los aceleradores. Los abrió gradualmente, atento al ritmo de cada uno de los motores, a la espera de que se sincronizaran. Como una anciana dama que corre hacia un autobús, el Abejorro se lanzó a un trote, luego a un medio galope y finalmente a una carrera corta. León sintió que la palanca cobraba vida en sus manos. Sintió la ligereza del vuelo inminente en la punta de sus dedos, en sus pies sobre las barras del timón y en su espíritu. Era una sensación de absoluto poder y control. Su corazón empezó a cantar con el zumbido del viento. La trompa se desvió de su línea y él corrigió con un ligero toque de timón y la volvió a su lugar. Sintió que el Abejorro rebotaba un poco debajo de él. «Quiere volar —pensó—. ¡Los dos queremos volar!»
A su lado, el Graf Otto hizo un pequeño gesto y León comprendió lo que quería decir. La palanca de mando estaba temblando en sus dedos y la empujó suavemente hacia adelante. Detrás de él, la gran cola del avión se separó de la superficie cubierta de hierba, y el Abejorro reaccionó agradecido ante la disminución de la fricción. Sintió que la palanca se aceleraba en sus manos y, cuando el Graf Otto hizo la siguiente señal, ya la estaba moviendo hacia atrás. Una vez, dos veces, las ruedas rebotaron y a continuación comenzaron a volar. Levantó la trompa y la acomodó sobre el horizonte adelante, en posición de ascenso. Ascendieron y ascendieron. Echó una mirada a un costado de la cabina y vio que la tierra caía, alejándose. Estaba volando. Sus manos eran las únicas en la palanca, sólo sus pies estaban sobre las barras del timón. Estaba realmente volando. Siguió ascendiendo con alegría.
A su lado, el Graf Otto asintió con la cabeza con gesto de aprobación, le dio la señal de enderezarse y dejar de subir, de inclinarse a la izquierda y a la derecha. Palanca y timón juntos, León puso al Abejorro en posición y éste respondió dócilmente.
El Graf Otto asintió con la cabeza otra vez y levantó la voz para que León comprendiera las palabras:
—Algunos hemos nacido con el viento en nuestro pelo y la luz de las estrellas en nuestros ojos. Creo que usted podría ser uno de nosotros, Courtney.
León hizo un gran círculo siguiendo sus instrucciones, luego se alineó sobre la pista de aterrizaje. No había aprendido todavía a disminuir la velocidad de la máquina y a perder altura al mismo tiempo. Debió haber mantenido la trompa alta y dejado que perdiera velocidad, hundiéndose por su propio peso. En cambio, empujó la trompa hacia abajo y se precipitó hacia el campo; lo hizo demasiado rápido. El Abejorro todavía estaba volando cuando golpeó el suelo con un crujido y rebotó rápidamente sobre la pista cubierta de hierba. Se vio forzado a acelerar al máximo y dar otra vuelta. Junto a él, el Graf Otto reía.
—Todavía tiene mucho que aprender, Courtney. Intente otra vez.
El siguiente acercamiento lo hizo mejor. Con la vasta área de su ala, el Abejorro tenía una baja entrada en pérdida. Pasó sobre la cerca del campo de polo a diez metros sobre el suelo, con una velocidad del viento de setenta y cinco kilómetros. Levantó la trompa y dejó que se hundiera a tierra. Aterrizó con una sacudida que le hizo entrechocar los dientes, pero no rebotó, y el Graf Otto volvió a reírse.
—¡Bien! ¡Mucho mejor! Dé otra vuelta.
León le estaba tomando la mano rápidamente. Cada una de las tres aproximaciones siguientes fue una mejora respecto del esfuerzo precedente, y la cuarta fue un perfecto aterrizaje de tres puntos, con el tren de aterrizaje y la rueda de la cola tocando el suelo simultáneamente.
—¡Excelente! —gritó el Graf Otto—. ¡Hágalo rodar hasta el hangar!
León se sentía embriagado por el éxito. Su primer día de instrucción había sido un triunfo y sabía que podía esperar que la mejora continuara en los días siguientes.
Cuando hizo girar al Abejorro delante del hangar, tomó la llave del combustible para apagar los motores, pero el Graf Otto lo detuvo.
—¡No! Yo me bajo, pero usted no.
—No comprendo. —León estaba perplejo—. ¿Qué quiere que haga?
—Prometí enseñarle a volar, y lo he hecho. Ahora vaya y vuele, Courtney, o vaya y mátese. A mí me da lo mismo. —El Graf Otto von Meerbach saltó por su lado de la cabina y desapareció, dejando que León, después de un total de tres horas completas de entrenamiento, comenzara su primer vuelo solo.
Necesitó un esfuerzo deliberado de mente y cuerpo para obligarse a estirar la mano hacia adelante y agarrar la manija del acelerador. Su mente giraba sobre sí. Había olvidado todo lo que acababa de aprender. Comenzó su carrera para el despegue con el viento detrás de la cola. El Abejorro corrió y corrió, levantando velocidad de aire tan gradualmente que sólo pudo ponerlo en el aire unos segundos antes de golpear contra el cerco que servía de límite a la pista. Pasó sobre él apenas un metro arriba, pero por lo menos estaba volando. Echó un vistazo atrás por encima de su hombro y vio al Graf Otto de pie delante del hangar, con los puños sobre las caderas, la cabeza hacia atrás y todo su cuerpo retorciéndose de risa.
«Maravilloso sentido del humor tiene usted, Von Meerbach. Hiere deliberadamente a un par de búfalos y envía a un total principiante a matarse. ¡Cualquier cosa con tal de divertirse!» Pero su enojo fue efímero y olvidado casi de inmediato. Estaba volando solo. La tierra y el cielo le pertenecían sólo a él.
El cielo estaba brillante y claro, salvo por una única nube plateada que no parecía mucho más grande que su mano. Hizo subir al Abejorro y giró hacia ella. Parecía casi sólida como la tierra y voló cerca, por encima de ella. Luego dobló y regresó, y esta vez tocó los bordes plateados de las nubes con sus ruedas como si estuviera aterrizando sobre ellas.
—¡Estoy jugando con las nubes! —exclamó exultante—. ¿Así es como los ángeles y los dioses pasan el tiempo? —Bajó a través del banco de nubes y quedó cegado por unos segundos en la niebla plateada; luego salió de golpe al atravesarlas para volver a la luz del sol, riéndose por el placer que ello le causaba. Se lanzó en picada bajando y bajando, y la enorme tierra marrón se apresuraba en su ascenso para encontrarse con él. Enderezó la máquina y las ruedas pasaron rozando las copas de los árboles. La amplia extensión de las llanuras de Athi se extendía hacia adelante y se dejó caer todavía más bajo. A diez metros por encima del suelo y a ciento cincuenta kilómetros por hora se lanzó por la tierra salvaje carente de árboles. Las manadas de animales se dispersaban en un pandemonio bajo sus ruedas. Volaba tan bajo que tuvo que levantar el extremo del ala de babor para evitar chocar con el cuello extendido de una jirafa macho al galope.
Trepó otra vez y se volvió hacia la línea de las colinas Ngong. A tres kilómetros de distancia pudo ver los techos de paja del campamento Tandala. Voló sobre él tan bajo que pudo reconocer las caras del personal del campamento, que lo miraban asombradas. Allí estaban Manyoro y Loikot. Sacó la cabeza por el costado de la cabina y saludó con la mano, y ellos bailaron haciendo piruetas, devolviéndole el saludo con la mano en un estado de salvaje euforia.
Buscó una cara blanca entre ellos, no cualquier cara blanca, sino aquella que era especial, y sintió una cierta decepción al no encontrarla. Regresó hacia la pista de aterrizaje y estaba casi rozando las alturas de las colinas Ngong cuando vio el caballo. La yegua gris que ella siempre elegía estaba en la línea del cielo directamente adelante. Luego la vio parada al lado. Llevaba una blusa amarilla brillante y un sombrero de paja de ala ancha. Miró al avión que se acercaba, pero no hizo movimiento alguno.
«Por supuesto, no sabe que soy yo. Piensa que es el Graf Otto». León le sonrió y bajó hacia ella. Empujó sus antiparras hacia atrás y se inclinó sobre el costado de la cabina. Estaba tan cerca de ella que pudo ver el instante en que lo reconoció. Ella echó la cabeza hacia atrás y vio el destello de sus dientes cuando se rio. Se quitó rápidamente el sombrero y lo agitó cuando él pasó ruidosamente sobre ella, tan cerca que la yegua cabrioló y sacudió la cabeza alarmada. Imaginó incluso haber visto el color de los ojos de Eva.
Mientras subía alejándose, se volvió en su asiento para mirarla. Ella todavía estaba saludando con la mano. La quería en la cabina junto a él. Quería poder extender la mano y tocarla. Entonces, recordó el bloc de señales en la guantera junto a él. El Graf Otto había usado una página del bloc para ilustrar un punto de la instrucción. Atado a él con un trozo de cuerda había un lápiz. Sujetó el bloc con las rodillas e hizo rápidamente unos garabatos, mientras mantenía la otra mano en los controles. «Vuela conmigo a monte Lonsonyo. Tejón». Arrancó la página y la dobló en un cuadrado diminuto. En la guantera donde había encontrado el bloc, había un ovillo de cintas color escarlata para mensajes, cada una de casi dos metros de largo. Sacó una. En un extremo tenía un peso de plomo del tamaño de una bala de mosquete y en el otro había una bolsita pequeña con un broche. Metió la página doblada en ella y la cerró. Luego dio la vuelta con el Abejorro.
Ella todavía se hallaba en la cima de la colina, pero ahora estaba montada en la yegua gris. Cuando vio al Abejorro que regresaba, se paró en los estribos. Él hizo un cálculo apresurado de altura y velocidad, y luego dejó caer la cinta de señales por un lado de la cabina de piloto. Se desenrolló en la estela y bajó ondeando.
Eva hizo girar a la yegua y galopó hacia el trozo escarlata que caía. Cuando él hizo girar la máquina en un círculo cerrado de regreso hacia ella, la vio saltar de la silla de montar cuando encontró la cinta. Abrió la bolsita y sacó su nota, la leyó y agitó ambas manos por encima de su cabeza, asintiendo efusivamente con la cabeza. Sus dientes destellaron cuando se rio.
El día al aire libre de Otto von Meerbach en el campo de aviación subió gradualmente de estatus hasta que llegó a eclipsar casi cualquier otro acontecimiento en la historia de la colonia, incluyendo la llegada del primer tren de la costa o incluso la visita de Theodore Roosevelt, el presidente de los Estados Unidos de Norteamérica.
Como comentó alguno de los graciosos concurrentes de la larga barra del Muthaiga Country Club, este último no había ofrecido viajes gratis en avión.
Para el amanecer del gran día, una pequeña ciudad de carpas rodeaba el campo de polo. La mayor parte de ellas alojaba a las familias de colonos que habían venido de las zonas rurales circundantes, pero otros eran puestos de refrescos en los que lord Delamere distribuía gratis cerveza y limonada, y el Instituto de Mujeres repartía tortas de chocolate y pasteles de manzanas.
El chef del Hotel Norfolk supervisaba los animales en los asadores sobre las brasas. La banda de los RAR afinaba sus instrumentos preparándose para la llegada del gobernador. Pandillas de niños pequeños y perros vagabundos se movían por el campo en busca de sobras y travesuras. Los puestos de refresco no dejaban de trabajar y las apuestas eran de tres a uno a que la provisión de cerveza sería insuficiente para durar todo el día. Los mecánicos de Gustav Kilmer estaban ocupados poniendo a punto los motores de los aviones y llenando los tanques de combustible. Filas de niños excitados se iban formando para los vuelos prometidos, gritando de emoción cada vez que uno de los motores bramaba.
Para entonces, León había volado un total de doce horas en el Abejorro y el Graf Otto les aseguraba a los padres preocupados que sus vástagos estarían muy seguros con un piloto tan experimentado al mando. Eva asumió la responsabilidad de controlar aquellos amontonamientos de niños. Obligó a sus madres y a las señoras miembros de la comisión del Club de Polo a que actuaran como ayudantes. Algunas sabían un poco de alemán o francés y parecían entenderse bastante bien. Cada vez que León la miró durante la mañana, ella tenía a un niño pequeño sobre la cadera y media docena de otros colgados de sus brazos o faldas.
Ésta era una mujer diferente de la enigmática y hermosa acompañante del Graf Otto. Sus instintos maternales habían sido activados, su cara se veía radiante y le brillaban los ojos. Sus risas eran rápidas y no contenidas mientras alzaba a los pequeños hasta la cabina del Abejorro, donde León y Hennie du Rand los sujetaban con correas a los asientos. Cuando la cabina estuvo llena casi hasta el borde con todos aquellos niños, León hizo arrancar los motores y los niños chillaron aterrados y felices. A un costado, la banda de los RAR hacía escuchar una entusiasta marcha militar. Luego el Abejorro rodó hacia la pista, siguiendo al Graf Otto en el Mariposa con pasajeros más dignos e ilustres. Las dos aeronaves despegaron en formación, dieron dos vueltas alrededor de la ciudad, y luego regresaron para aterrizar. Eva estaba junto a la escalerilla del Abejorro ayudando a los niños a bajar. Hennie y Max Kosenthal les entregaban el modelo de la aeronave y la siguiente tanda de pequeños pasajeros era subida a bordo.
León estaba fascinado por esta nueva manifestación de Eva. Había levantado las cortinas para permitir que su tibieza interior y su capacidad femenina de bondad y afecto brillaran hacia afuera. Los niños vieron esto y eran atraídos hacia ella como hormigas hacia un tazón de azúcar. A León le pareció que Eva se había convertido ella misma en niña, totalmente feliz y natural. A medida que pasaba el día y las filas de niños parecían no acabar nunca, la mayoría de sus ayudantes estaban desfallecientes de calor, pero Eva era infatigable. León la observó cuando se arrodilló en el polvo, con mechones de pelo húmedos por el sudor, que le caían sobre los ojos, lo que la obligaba a fruncir los labios y soplar para apartarlos mientras limpiaba a una niñita que había vomitado por el mareo. Tenía las botas cubiertas de polvo y sus faldas llevaban las marcas de muchos dedos sucios, pero su rostro brillaba por el sudor y la felicidad.
León miró a su alrededor. El Graf Otto había despegado en el Mariposa para su siguiente vuelta, llevando consigo al general de brigada Penrod Ballantyne y al director del Barclays Bank. Gustav Kilmer estaba junto al hangar, de espalda a ellos mientras retiraba el tapón de otro tambor de combustible. Por el momento no estaban bajo vigilancia.
—¡Eva! —la llamó.
Ella devolvió los niños a sus madres y se acercó a un costado de la aeronave, donde fingió ocuparse de los que estaban esperando. Le habló a León sin mirarlo.
—Te gusta vivir peligrosamente, Tejón. Bien sabes que no debemos hablar en público.
—Debo aprovechar toda oportunidad de tenerte a solas.
—¿Qué querías decirme? —Su expresión se había ablandado, pero apartó la mirada rápidamente.
—Eres buena con los niños —le dijo—. No esperaba eso de una gran dama como tú.
Otra vez lo miró, sonriendo, con sus ojos brillantes y espontáneos que no ocultaban nada.
—Si crees que soy una gran dama, no me conoces bien.
—Creo que sabes lo que siento por ti.
—Sí, Tejón. Lo sé. No eres bueno para guardar secretos. —Se rio.
—¿No hay ninguna posibilidad de que alguna vez podamos estar solos los dos juntos? Son tantas las cosas que quiero decirte.
—Gustav nos está mirando. Ya hemos hablado demasiado tiempo. Debo irme.
Para la media tarde, las filas de niños llegaban a su fin. León estaba agotado. Había perdido la cuenta del número de despegues y aterrizajes que había llevado a cabo. No todos habían sido perfectos, pero no le había hecho ningún daño obvio al Abejorro y tampoco había recibido ninguna queja de sus pequeños clientes. Miró la fila con cansancio. Quedaban cinco niños, de modo que éste sería su último vuelo del día.
Entonces, algo atrajo su atención. Alguien lo estaba saludando con la mano desde el otro lado de la cerca. Le tomó un momento reconocer la cara del hombre, y podría haber necesitado más si no hubiera sido por las niñitas vestidas con brillantes saris que estaban detrás de él.
—¡Por todos los cielos! —León se dio cuenta—. Es el señor Goolam Vilabjhi con sus querubines. —Entonces vio que el más pequeño estaba llorando y los otros parecían tener sus corazones a punto de romperse. Se paró en la cabina y les hizo señas para que se acercaran. Se dirigieron a los portones del campo en un grupo familiar compacto. Pero uno de los miembros de la comisión del Club de Polo, que estaba cumpliendo funciones de guardián, se ocupaba de impedir el ingreso de elementos no deseados. Era un hombre grande y fornido, con un vientre como barril de cerveza y una cara muy roja y quemada por el sol. León sabía que era un colono reciente que había abandonado la madre patria para ocuparse de su concesión de mil quinientas hectáreas. Evidentemente, había aprovechado sin límites la cerveza gratis de lord Delamere. Había interceptado al señor Vilabjhi con movimientos negativos de cabeza. La consternación en las caras de las niñas era patética.
León bajó de un salto de la cabina y se dirigió hacia la puerta, pero era demasiado tarde. Eva se le había adelantado. Ella corrió hacia el guardia como un Jack Russell terrier detrás de una rata, y él se retiró apresuradamente antes de su arremetida. Tomó con sus manos a dos de las niñas de Vilabjhi y León corrió para tomar el resto. Le habló por sobre sus cabezas.
—¿Cuándo tendremos una oportunidad de estar solos?
—Ten paciencia, Tejón. Por favor. Ahora basta. Gustav nos está mirando otra vez.
Ella hizo subir al último niño por la escalerilla de la cabina y fue hasta donde el señor Vilabjhi estaba mirando nervioso desde el portón. Cuando León hizo regresar al Abejorro a la pista después del vuelo, ella seguía manteniendo una larga conversación con él junto al portón.
«Todo hombre en la colonia está fascinado con ella y yo soy el último de la fila». León se sorprendió por la fuerza de sus propios celos.
La Noche de Damas en el casino del regimiento de los RAR fue otro enorme éxito para todos, menos para León. Estaba en la barra y miraba a Penrod, que bailaba el vals con Eva. Su tío era una figura imponente vestido con el uniforme de gala y bailaba con elegancia. Eva se veía ligera y encantadora en los brazos de él, con su pelo brillante balanceándose y los hombros desnudos. Su vestido era de una sutil tonalidad de violeta que acompañaba sus ojos y destacaba la piel satinada de su escote. Tenía pechos redondos y bien formados. Sus brazos eran largos y elegantes. La piel le brillaba y las mejillas estaban ligeramente coloradas mientras se reía de una de las ocurrencias de Penrod. Al pasar junto a él dando vueltas, León pudo escuchar algo de su conversación. Estaban hablando en francés y Penrod desplegaba toda su simpatía y sociabilidad.
«¡El viejo bastardo! —pensó León amargamente—. Tiene edad como para ser su abuelo, pero yo no le dejaría nada cerca de él». Luego vio el destello en los ojos de Eva y el brillo de sus dientes blancos perfectos cuando le sonrió. «Ella no es mejor que él. ¿No puede resistir la tentación de sonreírle a cada hombre que pasa por su vida?»
La noche se extendió de manera interminable. Los chistes de sus hermanos oficiales se caían de viejos, los discursos fueron aburridos, la música era fuerte y desafinada y hasta el whisky tenía mal sabor. Hacía calor esa noche y el aire en el salón era sofocante. Se sentía enjaulado. La niña a quien nadie sacaba a bailar, y con la que estaba cumpliendo con su deber padecía de halitosis; apenas se la devolvió a su enorme y esperanzada madre, se escapó agradecidamente hacia la noche.
El aire era agradable, el cielo estaba claro y las estrellas eran maravillosas. Escorpio estaba cabeza abajo con su aguijón levantado, listo para atacar. León se metió las manos en los bolsillos y se paseó tristemente por la plaza de armas. Cuando terminó de dar la vuelta y estuvo de regreso en el casino, vio a un pequeño grupo de hombres en la galería. Estaban fumando cigarros, y León escuchó la carcajada de una voz que le resultaba familiar y que se destacaba en el centro del grupo. Fue respondida casi de inmediato por otra que le crispó los nervios de manera tan dolorosa como la primera. «La Rana Snell y su servil chupamedias Eddy Roberts —pensó irritado—. Justo cuando empezaba a sentirme mejor, aparecen las dos personas en el mundo con quienes menos quiero encontrarme».
Por suerte, había una entrada trasera al salón de baile, así que se dirigió silenciosamente por la pared lateral del edificio, que estaba cubierto por una densa enredadera, una bignonia roja.
Cuando dobló la esquina, se encendió un fósforo Vesta, que brilló en la oscuridad, y vio a una pareja parada entre la discreta cortina de las hojas y las flores de la enredadera. La mujer estaba de espaldas a él. Ella había encendido el Vesta y lo sostenía para el hombre, que se agachó sobre la llama para encender su cigarro. Él se enderezó echando hilos de humo. El Vesta todavía se estaba quemando y gracias a su luz León vio que el hombre era Penrod. Ni él ni la mujer se dieron cuenta de su presencia.
—Gracias, mi querida —dijo Penrod en inglés. Entonces, descubrió a León y su expresión cambió a una de cierta alarma—. ¡Es León! —exclamó.
«Raro comentario», pensó León. Sonaba más como una advertencia que como un saludo amistoso. La mujer dio la vuelta para mirarlo, todavía sosteniendo el Vesta encendido. Lo dejó caer y le puso el pie encima para apagar la llama, pero él alcanzó a ver la expresión de su cara. Ella y Penrod estaban actuando como un par de conspiradores.
—Monsieur Courtney, ¡qué susto me dio! No lo escuché acercarse.
Habló en francés… pero ¿por qué hacía apenas unos segundos, Penrod le había hablado en inglés?
—Perdóneme. Estoy interrumpiendo.
—De ninguna manera —negó Penrod—. El aire en el salón está sofocante. Esos pequeños ventiladores punkah son peor que inútiles. Fräulein von Wellberg se sintió mal y necesitaba un poco de aire fresco. Y yo, por otro lado, necesitaba fumar. —Pasaba al francés cuando se dirigía a Eva—. Le estaba diciendo a mi sobrino que usted estaba un poco indispuesta por el calor y el aire viciado.
—Me siento bien ahora —respondió, en la misma lengua, y aunque León no podía ver su cara, parecía completamente serena otra vez.
—Estábamos hablando de la banda y su repertorio musical —informó Penrod—. Fräulein von Wellberg siente que su interpretación de Strauss se parece a una danza tribal de guerra y prefiere la manera en que se las arreglan con la polca.
«Tío, me parece que usted está hablando demasiado —pensó con cierta amargura—. Algo muy extraño está pasando aquí». Por un rato más, participó en esa conversación insignificante; luego se inclinó ante Eva.
—Por favor, excúseme Fräulein, pero yo no soy tan fuerte como ustedes dos. Debo ir a mi casa a dormir un poco. ¿Usted y el Graf regresarán al campamento Tandala después del baile, o se alojarán en el Hotel Norfolk?
—Tengo entendido que Gustav nos llevará de regreso al campamento en el vehículo de caza —respondió Eva.
—Muy bien. He dado órdenes a mi personal para que tengan todo listo a su regreso. Si hay algo que usted necesite, no tiene más que hacérselos saber. Imagino que mañana usted y el Graf Otto querrán dormir hasta más tarde. El desayuno será servido cuando usted lo pida. —Inclinó la cabeza hacia Penrod—. Aunque claramente hay que cumplir con el deber, señor, estoy descubriendo que la carne se cansa rápido. Uno o dos más bailes por deber y me veré envuelto en una nube de polvo cuando me vaya a la cama.
—Como buen tío, haré una mención amable sobre ti en los despachos, mi muchacho. Has mantenido en alto el honor del regimiento. La manera en que llevaste la antorcha encendida con la hija de Charlie Warboys fue muy agradable de observar. Has sido evaluado y no has quedado mal.
—Muy amable de su parte, tío. —Los dejó, pero cuando llegó a la puerta del salón se dio vuelta para mirarlos. Eran dos siluetas oscuras y no pudo ver sus caras, pero había algo en la manera en que se inclinaban uno hacia el otro, una tensión en la manera en que sostenían sus cabezas que lo convenció de que ya no estaban hablando de la interpretación de la polca, sino de algo de mucha más importancia.
«¿En qué andan ustedes dos? ¿Quién eres realmente, Eva von Wellberg? Cuanto más me acerco a ti, más escurridiza te vuelves. Cuanto más me entero de ti, menos te conozco».
León fue despertado por el ruido del vehículo de caza Meerbach que llegaba por el camino de la ciudad con el Graf cantando la canción de cervecería alemana «Perdí mi corazón en Heidelberg» a todo pulmón. Se sentó en la cama, encendió un Vesta y verificó la hora en el reloj de plata de Percy, que estaba en la mesa de luz. Faltaban seis minutos para las cuatro de la mañana. Escuchó el ruido del automóvil al detenerse en el campamento y el sonido de las puertas al cerrarse, la voz del Graf Otto que le gritaba las buenas noches a Gustav y la risa de Eva. León sintió una puñalada de celos y farfulló:
—Por el ruido que haces, has bebido un barril, Graf. Deberías tener más cuidado cuando bebes con Delamere. Espero que tengas una resaca atroz por la mañana. Te lo mereces, bastardo.
Quedó decepcionado. El Graf Otto apareció en la carpa-comedor un poco después de las ocho, con aspecto alegre y descansado. El blanco de sus ojos era tan claro y brillante como el de un bebé. Le gritó a Ishmael que le trajera café y cuando éste llegó, echó un chorro de coñac en el jarro caliente.
—Beber me da mucha sed. Ese inglés loco de Delamere se quedó sin gente por la que brindar, así que al final de la noche estábamos brindando por su caballo favorito y por su perro de caza. Está loco ese tipo. Habría que encerrarlo por su propio bien y por el bien de todos los demás.
—Según recuerdo, no fue lord Delamere el que se paró de cabeza en medio de la pista de baile y bebió un vaso de coñac estando boca abajo.
—No, ése era yo —admitió el Graf Otto—. Pero fui desafiado por Delamere. No tuve más remedio que hacerlo. ¿Usted sabía que fue mordido por un león cuando era más joven? Ésa es la razón por la que cojea.
—Todo el mundo en la colonia conoce esa historia.
—Estaba tratando de matarlo con un cuchillo. —El Graf Otto sacudió la cabeza tristemente—. ¡Qué loco! Habría que encerrarlo, realmente.
—Dígame, Graf Otto, ¿no es igualmente loco tratar de matar uno con una assegai?
—Nein! ¡De ninguna manera! Un cuchillo es algo estúpido, pero una lanza es sumamente lógica. —El Graf Otto terminó su café y golpeó la mesa con su jarro—. Le agradezco que me lo recuerde, Courtney. Ya estoy harto de estas bromas de estudiantes, como dice el loco Delamere. He brindado por todo el mundo y he bailado con cada una de las gordas matronas británicas en la colonia. He hecho volar en mis hermosas máquinas a sus malcriados hijos que vomitan. En pocas palabras, he cumplido con todas las finezas requeridas y he dado cumplimiento a mis obligaciones sociales con el gobernador y los ciudadanos de esta colonia. Ahora quiero salir a la tierra virgen y dedicarme un poco a la caza de verdad.
—Me encanta escucharlo decir eso, señor. Como usted, yo ya he tenido suficiente de Nairobi por un tiempo.
—¡Bien! Puede partir de inmediato. Convoque a esos dos altos paganos suyos y lleve al Abejorro a los terrenos de caza. Haga correr la voz en todas las tribus a lo largo y lo ancho del valle del Rift de que estoy buscando el león más grande que haya existido en la tierra de los masai. Le daré una recompensa de veinte cabezas de ganado vacuno al jefe cuyo pueblo lo encuentre para mí. Váyase ahora y no regrese hasta que tenga buenas noticias para traerme. Recuerde, Courtney, debe ser grande y su melena debe ser tan negra como el sabueso del infierno.
—De inmediato, Graf, pero ¿puedo acabar esta taza de café antes de partir?
—Otro buen chiste inglés. Ja, es gracioso. Ahora le contaré un buen chiste alemán. Encuentre mi león o le patearé el culo hasta que usted cojee peor que el maldito Delamere. Éste sí que es un chiste realmente gracioso, ¿no?
Cuando Eva entró en la carpa-comedor una hora después, el Graf Otto estaba solo en la larga mesa con un motón de documentos apilados delante de él. Examinaba detenidamente uno que llevaba el escudo del águila negra del Ministerio de Guerra alemán y hacía anotaciones en su libreta. Lo dejó a un lado y levantó la vista cuando Eva apareció en la entrada de la carpa con la luz de la mañana detrás de ella. Llevaba sandalias y un ligero vestido de verano con un estampado floral encantador, que la volvía tan atractiva como una escolar. Tenía el cabello recién lavado y cepillado en una cascada de pequeñas ondas como de piel de marta cebellina que le caían por la espalda. Sus labios estaban sin pintar. Se le acercó por detrás y le puso un brazo sobre el hombro. Él le tomó la mano, le abrió los dedos y le besó la palma.
—¿Cómo puedes ser tan hermosa? —le preguntó—. ¿No te sientes culpable por hacer que cualquier mujer que esté cerca de ti se vea insulsa y fea en comparación?
—¿Y tú no te sientes culpable por mentir con tanta facilidad y de manera tan convincente? —Lo besó directamente en la boca; luego dejó escapar unas risitas y se apartó cuando él extendió su mano para tocarle los pechos—. Debes alimentarme primero, mi querido Graf Otto.
Ishmael se había preparado para su llegada. Llevaba su mejor fez escarlata con una borla negra; su kanza había sido lavada cuidadosamente y luego planchada para que quedara inmaculada como una nevada nueva. Sus dientes destellaron brillantes cuando sonrió.
—Buenos días, memsahib. ¡Que su día esté lleno del perfume de las rosas y tenga el sabor de frutas tan dulces como éstas! —Hablaba en francés mientras ponía una fuente de rebanadas de mangos, bananas y papayas delante de ella.
—Merci beaucoup, Ishmael. ¿Dónde aprendió usted a hablar tan buen francés?
—Trabajé muchos años para el cónsul en Mombasa, memsahib. —Ishmael sonrió radiante. Ella había hechizado a todo el personal del campamento Tandala.
—Fuera de aquí, infiel de falsa sonrisa —intervino el Graf Otto—. Mi café está frío. Tráeme otra cafetera. —Tan pronto como Ishmael se retiró, su estilo cambió y se puso formal y serio—. Bien, me pude deshacer de Courtney. Lo envié a los lugares de caza a buscar el león del que tanto hemos hablado. Estará bien lejos mientras se ocupa de su tarea. A pesar de su aspecto honesto y su personalidad cautivadora, no confío en él. Es demasiado sagaz para mi gusto. Anoche llevaba puesto el uniforme del ejército. Ése fue el primer indicio que tuve de que estaba en la lista de, reserva del ejército británico. Además, me enteré por Delamere que el general de brigada Ballantyne es su tío. Sus conexiones con el ejército británico son fuertes. En el futuro debemos ser más cuidadosos con él.
—Por supuesto, Otto. —Se sentó en la silla al lado de él y concentró su atención en la fuente de fruta.
—Llegó un cable de Berlín ayer. Han organizado mi reunión con Von Lettow para el día diecisiete —continuó—. Es un vuelo largo a Arusha, pero no puedo permitirme estar lejos mucho tiempo. Hay demasiadas personas que nos observan. Empaca algunas de tus cosas bonitas, Eva. Quiero estar orgulloso de ti.
—¿Realmente me necesitas contigo, Graf Otto? Serán todas charlas de hombres y muy aburridas. Preferiría quedarme aquí y pintar un poco. —Pinchó una rebanada de mango maduro.
Su actitud de cierto desinterés por sus asuntos de negocios y sus propiedades era una pose que ella había perfeccionado a lo largo de su prolongada relación con él. Le proporcionaba frutos mucho más grandes que si hubiera tratado de obtener información de él. Una vez más su paciencia había sido recompensada generosamente. Por primera vez desde que habían partido de Wieskirche, había mencionado a Von Lettow Vorbeck. Ella sabía que ése era el verdadero propósito de su expedición africana. Eso era lo que estaba tras toda esa actuación y falsas demostraciones.
—Sí, efectivamente, Liebling. Sabes que siempre te necesito conmigo.
—¿Quién estará ahí, aparte de Von Lettow? ¿Habrá alguna otra mujer?
—Lo dudo. Von Lettow es soltero. Es posible que el gobernador Schnee esté ahí, pero él y Von Lettow no se llevan bien, o por lo menos eso creo. No será una ocasión social. La persona más importante en la reunión será el bóer sudafricano, Koos de la Rey. Él es el eje en torno al que todo gira.
—Tal vez soy sólo una niña tonta, como a menudo dices, pero ¿no es ésta una manera muy complicada de encontrarse? ¿No habría sido más fácil para este general bóer simplemente haber viajado a Berlín… o no podíamos nosotros haber viajado a Ciudad del Cabo en la comodidad de un transatlántico como el Admiral?
—En Sudáfrica, De la Rey es un hombre marcado. Fue uno de los líderes bóers que luchó muy duro contra los británicos. Desde el armisticio, no es ningún secreto que él alberga profundos sentimientos contra los británicos. Cualquier contacto entre él y nuestro gobierno encendería las alarmas en Londres. La reunión tiene que ser fuera de su propio país. Hace diez días, con gran secreto, fue recogido de la costa sudafricana por uno de nuestros submarinos y traído a Dar-es-Salaam. Después de nuestra reunión, regresará por la misma ruta.
—Mientras tanto, tú estás en un safari de caza mayor en un país vecino. No hay nada que lleve a alguien a sospechar que ustedes dos alguna vez estuvieron en contacto. Ahora veo que se trata de una muy prolija conspiración.
—Me alegro que lo apruebes. —Sonrió sarcásticamente.
—Todo este asunto debe ser muy importante para ti si vas a pasar tanto tiempo en eso, cuando podrías haber estado cazando.
—Lo es. —Asintió con la cabeza seriamente—. Créeme, lo es.
El instinto le advirtió que había ido bastante lejos por el momento. Suspiró y murmuró:
—Muy importante y mortalmente aburrido. Si voy contigo, ¿me comprarás un bonito regalo cuando regresemos a Alemania? —Hizo un mohín y movió las largas pestañas oscuras, usando sus ojos con astucia. Esto tenía mucho más que ver con el personaje que había construido para complacerlo. Era el tipo de respuesta superficial que él había llegado a esperar de ella. En el tiempo que llevaban juntos, ella había descubierto cómo manejar cada situación que pudiera surgir entre ellos y cómo satisfacer de la mejor manera todas sus expectativas. Comprendía precisamente qué necesitaba él de ella. Otto no quería que fuera una compañera, o alguien que le diera estímulo intelectual. Había muchos otros que podían hacer eso. Él la quería como un ornamento, una belleza poco complicada y dócil, alguien que pudiera primero excitar para luego hábilmente satisfacer sus pasiones animales. La quería como una pertenencia agradable, que provocara la envidia y la admiración de otros hombres y mujeres; una condecoración que aumentara su propia posición y prestigio social. Tan pronto como ella se convirtiera en una molestia, la descartaría con la misma facilidad con que se tira un par de zapatos que hacen doler los pies. Ella sabía muy bien que cientos de otras mujeres hermosas estarían encantadas de tomar su lugar. Era una medida de sus habilidades como cortesana el hecho de que él la hubiera conservado tanto tiempo a su lado.
—Será el regalo más bonito que podamos encontrar en todo Berlín —acordó fácilmente.
—¿Te parece que lleve el vestido de Fortuny que me compraste en París? ¿Qué crees que el general Von Lettow Vorbeck pensará de él?
—Una mirada a ti con ese vestido y sus pensamientos harían que lo metieran entre rejas en cualquier sociedad decente —dijo el Graf Otto riéndose. Luego levantó la voz y gritó—: ¡lshmael! —Apenas éste apareció, le ordenó—: ¡Haz que bwana Hennie venga acá! Dile que venga de inmediato.
En unos minutos, Hennie du Rand apareció en la puerta de la carpa. El gesto apretado de su cara marrón y curtida por el clima era de preocupación y sostenía su manchado sombrero flexible sobre el pecho, retorciéndolo entre los dedos con manchas de grasa.
—Entra, Hennie. No te quedes allí parado. —El Graf Otto lo saludó con una sonrisa amistosa y luego miró a Eva—. Debes perdonarnos, Liebling. Ya sabes que Hennie no habla alemán, así que hablaremos en inglés.
—Por favor, Graf Otto, no te preocupes por mí. Tengo mi libro de aves y mis binoculares. Estaré muy bien. —Se agachó para besarlo cuando pasó junto a su silla; luego fue a sentarse justo afuera de la carpa, donde tenía una buena vista del bebedero y el comedero para pájaros que León había instalado para que ella estuviera entretenida. Bandadas ruidosas de pájaros cantores estaban reunidas a su alrededor: pinzones de fuego, picos de coral, pájaros tejedores y canarios silvestres.
Aunque estaban a una distancia desde la que podía escucharlos, ignoró la conversación de los dos hombres en la carpa-comedor mientras se concentraba en capturar en su cuaderno de dibujo las formas y los colores de aquellas pequeñas criaturas que eran como joyas.
Casi de inmediato, el Graf Otto se olvidó de ella y dedicó toda su atención a Hennie.
—¿Conoces bien Arusha y el campo de esa zona, Hennie?
—Trabajé en una compañía maderera allí durante dos años. Estaban talando en las pendientes bajas del monte Meru. Llegué a conocer bien el área.
—Hay un fuerte militar sobre el río Usa, ja?
—Ja. Es un punto de referencia de la zona. La gente de por allí lo llama el Castillo Bañado de Azúcar. Está pintado de blanco brillante y hay torrecillas y almenas en toda la parte de arriba de las murallas. Parece salido de un libro ilustrado pava niños.
—Vamos a volar a ese lugar. ¿Crees que podrías encontrarlo desde el aire?
—Nunca he volado en avión, pero estoy seguro de que hasta un ciego podría ver esa construcción desde una distancia de cien kilómetros.
—Bien. Prepárate para partir mañana por la mañana al clarear el día.
—Apenas puedo creer que estaré volando en una de sus máquinas, señor. —Sonrió—. Puedo ayudar con el mantenimiento y el abastecimiento de combustible.
—No te preocupes por eso. Gustav se ocupa de esos detalles. No es para eso que vienes conmigo. Necesito que me presentes a un viejo amigo tuyo.
El sol estaba todavía debajo del horizonte cuando el Mariposa levantó vuelo del campo de polo. Hacía frío por las ráfagas de aire de las horas previas al amanecer y todos en la cabina iban protegidos con grandes abrigos. El Graf Otto fue directamente al Sur a mil metros sobre el suelo y no mucho después de que cruzaron la escarpadura del valle del Rift, el sol apareció por encima del horizonte con sorprendente rapidez e iluminó el gran bastión montañoso del Kilimanjaro, el cual, aunque estaba a más de ciento cincuenta kilómetros de allí, seguía dominando el horizonte del Sur.
Eva iba sola en el asiento trasero de la cabina, fuera de la vista del Graf Otto, que estaba sentado adelante, frente a los controles. Estaba acurrucada detrás del parabrisas, envuelta en su pesado abrigo de loden. Llevaba el pelo cubierto con su casco y los ojos, protegidos con las lentes ahumadas de sus antiparras. Gustav y Hennie iban en la parte de adelante de la cabina, absortos en la vista ante de ellos. Ninguno se dio vuelta para mirarla. Por lo general, todos los ojos estaban sobre ella, y era extraño no ser observada. Por una vez no tenía que actuar. Por una vez podía dejar que sus emociones se soltaran del freno que ella les ponía y se sintieran libres.
Al mirar por el lado de estribor de la cabina, pudo tener una amplia vista de la enorme región color marrón, a lo largo y a lo ancho del amplio valle del Rift. Aquellos espacios inmensos aumentaban su sensación de soledad. La hacían sentirse diminuta e insignificante. La sensación de total aislamiento de todo contacto humano significativo la sobrecogió. Consideró las profundidades de su desesperación y lloró. Era la primera vez que derramaba lágrimas desde aquel frío día de noviembre de hacía seis largos años en que, parada junto a la tumba, vio el ataúd de su padre cuando lo bajaban a la tierra. Había estado sola desde entonces. Era demasiado tiempo.
Oculta por el casco, lloró en silencio y en secreto. Esta debilidad repentina la aterrorizó. En todos los años en que se había visto forzada a vivir una vida de ilusión y desilusión, de jugar el juego de sombras y espejos, nunca había sido asaltada por sentimientos como éstos. Siempre fue fuerte. Siempre supo cuál era su deber y era constante en su determinación. Pero en ese momento algo había cambiado y no sabía qué era.
Entonces, sintió que el avión descendía en un ángulo pronunciado y vio una montaña que aparecía en lo alto. Se había retirado tan profundamente dentro de sí que creyó que era un truco de su imaginación. La montaña era tan etérea que flotaba sobre una nube plateada. Sabía que no podía ser real. ¿Era un rayo de esperanza en medio de su desolación? ¿Era su refugio en el cielo, donde podía esconderse de las manadas de lobos que la perseguían? Imágenes tan inconsistentes y extravagantes como esta montaña de ensueño pasaban fugazmente por su mente.
Entonces, con un sobresalto, se dio cuenta de que no se trataba de un sueño. Era Lonsonyo. Las nubes sobre las que parecía flotar eran un compacto banco de neblina plateada en su base. Mientras miraba la neblina empezó a disiparse en la tibieza del sol naciente y el macizo de Lonsonyo quedó a la vista.
Sintió que la desesperación abandonaba su alma como una vieja piel y la fuerza volvía a ella. Comprendió los cambios que la habían abrumado de manera tan repentina y completa. Hasta ese momento había creído que sólo la fuerza la mantenía en el curso trazado, pero ahora sabía que era resignación. No había habido ningún otro camino posible para ella. Pero eso había cambiado. No era la desesperación la que la había sobrecogido de manera tan repentina, sino la esperanza. Una esperanza tan fuerte que superaba todo lo demás.
—La esperanza que nace del amor —susurró para sí. Nunca había podido amar a un hombre antes. Nunca había podido confiar en un hombre antes. Nunca antes había permitido que un hombre penetrara en sus sitios más secretos y bien protegidos. Por eso fue que el sentimiento le había resultado tan extraño. Por eso fue que no lo había sabido de inmediato. En ese momento, había encontrado a un hombre que le había hecho atreverse a tener esperanza. Hasta entonces ella se había resistido, pues lo conocía poco a él, tanto como él la conocía a ella. Pero en ese momento su resistencia se había desmoronado. Lo había dejado entrar. A pesar de sí misma, se había rendido a él. Por primera vez en su vida, le había dado a alguien su confianza y su amor incondicional.
Sintió que esta nueva esperanza contenía sus lágrimas y fortalecía su determinación. «¡Tejón, oh, Tejón! Sé que el camino que vamos a recorrer juntos será largo y duro. Tantas trampas y escollos asedian nuestro camino. Pero sé con igual certeza que juntos podemos llegar a la cumbre de nuestra montaña».
El Graf Otto volaba por los cañones aéreos del cielo, con las nieves eternas y los brillantes glaciares del Kilimanjaro, que se alzaba a gran altura y proyectaba su sombra sobre ellos. El Mariposa fue sacudido de manera implacable por los vientos que giraban en torno a los tres picos volcánicos extinguidos de la montaña. Luego escapó de la influencia del Kilimanjaro y voló hacia la luz del sol. Pero había otra cordillera directamente delante de ellos y Meru era muy diferente del gran macizo que habían dejado atrás. Eva imaginó que, si el Kilimanjaro fuera el macho, Meru sería la hembra. Era más baja y más apacible en su aspecto, cubierta con densos y verdes bosques en lugar de ásperas rocas y hielo.
Hennie du Rand le hizo un gesto al Graf Otto, señalándole el nuevo curso. Giró en un ángulo cerrado por las pendientes más bajas de Meru y pasó volando sobre la ciudad de Arusha, que se acurrucaba al pie de la montaña. Luego Hennie señaló hacia adelante y vieron el brillo blanco de las murallas almenadas del fuerte Usa, que se alzaba sobre el río. Cuando el avión se acercó, pudieron ver la bandera izada sobre la torrecilla central, que flameaba en la brisa, con el águila imperial negra de dos cabezas de Alemania sobre un fondo rojo, amarillo y negro.
El avión pasó volando bajo junto a las murallas blancas, y las figuras uniformadas sobre las almenas los observaron. Un automóvil del Estado Mayor salió por el portón principal y se dirigió hacia el terreno abierto junto a las orillas del río Usa, levantando un manto de polvo detrás de él. El Graf hizo un gesto de satisfacción con la cabeza. El vehículo era uno de los más recientes modelos de su propia fábrica. Había dos hombres en el asiento trasero.
Tal como había solicitado, una franja de tierra paralela a la costa del río había sido limpiada antes de su arribo. La tierra se veía tan fresca como un campo arado y los árboles arrancados se amontonaban desordenadamente a los costados. En un extremo flotaba en el aire una manga de viento en la punta de un mástil alto. El diseño de la pista de aterrizaje era exactamente como él había estipulado que debía ser en sus cables al coronel Von Lettow Vorbeck. Aterrizó con suavidad y dejó rodar al Mariposa hasta donde estaba estacionado el automóvil del Estado Mayor. Un oficial alemán uniformado estaba parado junto a la puerta delantera abierta del vehículo, con un pie en el estribo.
Apenas el Graf Otto bajó la escalerilla del avión, el oficial se adelantó para darle la bienvenida. Era un hombre alto, delgado pero con hombros anchos, con uniforme de campaña gris y casco tropical cubierto de fieltro. Llevaba las insignias rojo y oro de oficial del Estado Mayor en el cuello y la Cruz de Hierro, primera clase, en la garganta. Su prolijo bigote estaba salpicado de gris y su mirada era directa y aguda.
—¿Conde Otto von Meerbach? —preguntó mientras saludaba con elegancia—. Soy el coronel Paul von Lettow Vorbeck. —Su voz era clara y precisa, acostumbrada a mandar.
—Efectivamente, coronel. Después de toda nuestra correspondencia, estoy encantado de conocerlo. —El Graf Otto le estrechó la mano y observó atentamente sus facciones. Antes de partir de Berlín había hecho una visita especial al cuartel general del ejército en la avenida Unter Den Linden, donde había tenido acceso a la hoja de servicios de Von Lettow Vorbeck. Era un documento impresionante. Quizá no había ningún otro oficial de rango equivalente que hubiera estado en servicio activo tanto como él. En China había participado en la campaña para aplastar a los bóxers. En el sudoeste del África alemana había peleado a las órdenes de Von Trotha durante su despiadado genocidio de los hereros. Sesenta mil hombres, mujeres y niños habían sido exterminados, más de la mitad de la tribu. Después de eso, Von Lettow Vorbeck había pasado a comandar las Schutztruppe en el Camerún, antes de ser nombrado para la misma tarea allí, en África Oriental Alemana.
—Coronel, permítame presentarle a Fräulein von Wellberg.
—Encantado, Fräulein. —Von Lettow Vorbeck volvió a hacer el saludo militar, golpeó los tacos e hizo una reverencia mientras sostenía la puerta abierta del vehículo para que Eva se sentara en el asiento de atrás. Dejaron que Gustav y Hennie se ocuparan del Mariposa y partieron hacia el fuerte.
El Graf Otto fue directamente a lo importante. Sabía que el coronel esperaba e iba a valorar un enfoque directo.
—¿Ha llegado bien nuestro visitante del Sur, coronel?
—Lo está esperando en el fuerte.
—¿Qué le ha parecido? ¿Está a la altura de su reputación?
—Difícil decirlo. No habla ni alemán ni inglés. Sólo su afrikáans nativo. Me temo que usted tendrá alguna dificultad para comunicarse con él.
—Ya he tomado medidas al respecto. Uno de los hombres que traje conmigo es afrikáner. Es más, luchó a las órdenes de De la Rey contra los británicos en África del Sur. Además, habla un inglés fluido, como sé que usted también, coronel. No tendremos problemas para comunicarnos.
—¡Excelente! Eso sin duda va a facilitar las cosas. —Von Lettow Vorbeck asintió con la cabeza mientras atravesaban los portones para llegar al patio interior—. Después de su viaje, usted y Fräulein von Wellberg querrán bañarse y descansar un rato. El capitán Reitz los llevará a los aposentos que han sido preparados para ustedes. A las cuatro, es decir, en dos horas, Reitz regresará y lo conducirá a la reunión con De la Rey.
Como Von Lettow Vorbeck lo había prometido, Reitz llamó a la puerta de la suite de huéspedes precisamente a las cuatro.
El Graf Otto controló su reloj.
—Es puntual. ¿Estás lista, Eva? —La puntualidad era algo que esperaba de todo el mundo a su alrededor, incluso de ella. La miró desde lo alto de su brillante cabeza hasta sus pequeños y delicados pies. Ella se había ocupado de su apariencia y sabía lo encantadora que estaba.
—Sí, Graf Otto. Estoy lista.
—Ése es el vestido de Fortuny. Te queda maravillosamente.
Llamó al capitán Reitz, que entró y saludó respetuosamente. Detrás de él, Hennie du Rand estaba en la entrada abierta. Llevaba una camisa limpia, se había afeitado y alisado el cabello con fijador.
—Te ves muy elegante, Hennie —le dijo Eva. Él sabía bastante alemán rudimentario como para comprenderla y se ruborizó con placer debajo de su piel bronceada.
—Si está listo, por favor sígame, señor —lo invitó Reitz, y lo siguieron por el pasillo con suelo de piedra hasta la escalera circular que conducía arriba, a las almenas. Allí, en la terraza, el coronel Von Lettow Vorbeck los esperaba bajo un toldo de lona. Estaba sentado a una pesada mesa de teca sobre la que había una variedad de bebidas y refrigerios.
En el otro extremo de las almenas, se veía otra figura alta con levita negra. Estaba de espalda a ellos y tenía las manos agarradas por detrás. Miraba hacia el otro lado del río, al monte Meru, que podía verse entre la distante neblina.
Von Lettow Vorbeck se puso de pie para darles la bienvenida, y apenas terminó de preguntar cortésmente por la comodidad de su alojamiento, miró a Hennie con interés.
—Éste es Du Rand, el hombre del que le hablé. —Los presentó el Graf Otto—. Estuvo bajo las órdenes De la Rey. —Cuando se mencionó su nombre, la figura vestida de negro que estaba en el extremo de las almenas se volvió hacia ellos. Tendría unos sesenta años, y su pelo plateado había retrocedido para dejar ver una frente ancha y redonda; la piel era blanca y suave donde había sido protegida del sol por su sombrero. Los rulos que le quedaban le caían hasta los hombros, moteando la tela oscura de su levita con manchas de caspa. Tenía una barba densa, abundante y rebelde. Su nariz era grande; la línea de su boca, adusta e implacable. Sus ojos hundidos eran tan agudos y fanáticos como los de un profeta bíblico. Es más, llevaba una pequeña Biblia en la mano derecha, que metió en el bolsillo de su levita cuando se acercó hacia el Graf Otto.
—Éste es el general Jacobus Herculaas de la Rey —lo presentó Von Lettow Vorbeck, pero antes de que llegara a ellos, Hennie corrió para interceptarlo y cayó sobre una rodilla delante de él.
—¡General Koos! Le ruego que me dé su bendición.
De la Rey se detuvo y miró hacia abajo.
—No se arrodille ante mí. No soy sacerdote y no soy más un general. Soy agricultor. ¡Levántese, hombre! —Luego miró a Hennie con mayor atención—. Conozco su cara, pero he olvidado su hombre.
—Du Rand, general. Hennie du Rand. —Hennie sonrió radiante de placer al ver que lo recordaba—. Estuve con usted en Nooitgedacht y Ysterspruit. —Ésas eran dos de las victorias notables que los bóers habían obtenido durante la guerra. En Ysterspruit, las tropas volantes de De la Rey habían capturado tal cantidad de provisiones de los depósitos británicos que el pequeño ejército bóer se había rejuvenecido, lo que les dio la voluntad y el deseo de seguir luchando por otro año.
—Ja, me acuerdo. Usted fue el que nos guió para cruzar el río después de la lucha en Langlaagte, cuando los soldados nos tenían rodeados. Usted salvó al grupo esa noche. ¿Qué está haciendo aquí, hombre?
—Vine a estrecharle la mano, general.
—¡Será un placer para mí! —respondió De la Rey mientras recibía el fuerte apretón de manos de Hennie. Resultaba claro ver por qué sus hombres lo admiraban y lo reverenciaban tanto—. ¿Por qué abandonaste la República Libre de Orange, Hennie?
—Porque ya no era una república y ya no era libre. La convirtieron en parte de un Estado extranjero llamado Imperio Británico —respondió Hennie.
—Será una república otra vez. ¿Entonces, volverás conmigo? Necesito a buenos combatientes como tú.
Antes de que Hennie pudiera responder, el Graf Otto se adelantó.
—Por favor, dile al general que me siento profundamente honrado de conocer a un soldado valiente y patriota. —Hennie tomó el papel de traductor rápida y fácilmente, haciendo las presentaciones primero, y luego sentándose al lado de De la Rey bajo el toldo para el sol.
Al principio, tanto Von Lettow Vorbeck como el general se sintieron tensos e incómodos con Eva en la mesa de conferencia, y el Graf Otto se disculpó con ellos:
—Espero que no le moleste que Fräulein von Wellberg esté presente en nuestras deliberaciones. Yo respondo por ella. Nada de lo que se diga aquí hoy saldrá con ella cuando se vaya. Fräulein es una artista importante. Con su permiso, caballeros, y como un recuerdo de tan histórico cónclave, le he pedido que mientras hablamos, haga retratos de ustedes.
Von Lettow y De la Rey asintieron con la cabeza. Eva les agradeció con una sonrisa; luego colocó su bloc de dibujo y el lápiz sobre la mesa y empezó a trabajar.
El Graf Otto se volvió a De la Rey.
—Usted tiene a Hennie du Rand para que le traduzca, general. El coronel Von Lettow Vorbeck y yo no tenemos problemas con el inglés, de modo que ésa es la lengua que usaremos. Espero que eso sea aceptable para usted. —Cuando Hennie tradujo esto, De la Rey inclinó su cabeza, y el Graf Otto continuó—. Primero quiero presentar una carta de introducción y autoridad del ministro de Relaciones Exteriores en Berlín. —La entregó pasándola sobre la mesa.
Hennie la leyó en voz alta mientras De la Rey escuchaba atentamente. Luego dijo:
—No habría hecho un viaje tan terrible por debajo del mar si no hubiera sabido quién es usted, Graf Otto. Alemania era un aliado incondicional y un buen amigo de mi pueblo durante la guerra con los británicos. Jamás olvidaré eso. Todavía los considero a ustedes amigos y aliados.
—Gracias, general. Usted me hace a mí y a mi país un gran honor.
—Soy un hombre simple, Graf. Me gustan las conversaciones directas y francas. Dígame por qué me ha invitado a venir aquí.
—A pesar del gran valor y determinación con el que peleó, el pueblo afrikáner ha sufrido una derrota y una humillación terribles. —De la Rey no dijo nada, pero sus ojos se veían oscuros y trágicos. El Graf Otto permaneció en silencio por un momento. Luego continuó—: Los británicos son una nación belicosa y codiciosa. Se han apoderado de la mayor parte del mundo y la dominan, y todavía su sed de conquista es insaciable. Aunque nosotros los alemanes somos un pueblo pacífico, también somos orgullosos y estamos preparados para defendernos de la agresión.
De la Rey escuchó la traducción.
—Tenemos mucho en común —estuvo de acuerdo—. Estábamos dispuestos a enfrentar a la tiranía. Nos costó muchísimo, pero yo y muchos como yo no lo lamentamos.
—Se acercan tiempos en los que usted tal vez se vea forzado a tomar esa decisión otra vez. Pelear con honor o capitular con vergüenza y desgracia. Alemania se enfrentará con la misma tremenda decisión.
—Parece que los destinos de nuestros dos pueblos están unidos. Pero Gran Bretaña es un enemigo temible. Su marina es la más poderosa en todos los mares. Si Alemania se viera obligada a oponérsele, ¿cuál sería su plan de lucha? ¿El Káiser enviaría un ejército para defender sus colonias en África? —preguntó De la Rey.
—Hay visiones diferentes sobre eso. La opinión predominante en Alemania es que nuestras colonias deben ser defendidas en el Mar del Norte, no en su propio suelo.
—¿Usted suscribe esa opinión, Graf? ¿Usted abandonaría sus colonias africanas y a sus viejos aliados?
—Antes de responder a esa pregunta, examinemos los hechos. Alemania tiene dos colonias en el África subsahariana al sur del ecuador, una sobre la costa sudoeste; la otra aquí, sobre la costa este. Ambas están a miles de kilómetros de Alemania y muy separadas una de otra. Actualmente, la fuerza que los defiende es minúscula. En el Sudoeste alemán hay alrededor de tres mil schutztruppe regulares y siete mil colonos, la mayoría de los cuales está en la lista de la reserva del ejército o ha recibido entrenamiento militar. Aquí, en África Oriental Alemana, los números son parecidos. —El Graf Otto miró a Von Lettow Vorbeck—. ¿Tengo razón, coronel?
—Sí, son muy similares. Tengo doscientos sesenta oficiales blancos y dos mil quinientos askari bajo mi mando. Además, hay una gendarmería policial de cuarenta y cinco oficiales blancos y un poco más de dos mil askaris policía, que ayudarán a defender la colonia si se llega a desatar la guerra.
—Es una fuerza lastimosamente pequeña para defender tan vasto territorio —señaló el Graf—. Con la marina británica dominando los mares alrededor del continente, la posibilidad de reforzar y abastecer a estos dos pequeños ejércitos sería insignificante.
—Es una perspectiva desalentadora —coincidió Von Lettow Vorbeck—. Nos veríamos obligados a adoptar las mismas tácticas de guerrilla que ustedes, los bóers, emplearon con tanto éxito en África del Sur contra ellos.
—Todo eso cambiaría totalmente si África del Sur ingresara a la guerra al lado de Alemania —dijo el Graf Otto sin levantar la voz. Tanto él como Von Lettow Vorbeck miraban atentamente a De la Rey.
—Nada de esto me es completamente nuevo. Yo también he pensado mucho sobre estos temas y he consultado con muchos de mis viejos compañeros de armas. —De la Rey acarició su barba pensativamente—. Sin embargo, Smuts y Botha se han entregado de cuerpo y alma a los británicos. Y ellos tienen un gran dominio sobre las riendas del poder. Un dominio firme, pero no inquebrantable. Gran parte de la población sudafricana es de ascendencia británica y sus corazones y lealtades están con Gran Bretaña.
—¿Cuál es la situación del ejército sudafricano? —preguntó el Graf Otto—. ¿Cuáles son los números y quién está al mando?
—Sin excepción, todos los oficiales superiores son afrikáner y lucharon contra los británicos —respondió De la Rey—. Eso incluye a Smuts y Botha, que se han pasado al lado de ellos. Sin embargo, hay muchos que no han seguido ese camino.
—La guerra terminó hace casi doce años —señaló Von Lettow Vorbeck—. Muchas cosas han cambiado desde entonces. Las cuatro antiguas repúblicas de África del Sur han sido fusionadas en la Unión Sudafricana. Los bóers tienen dos veces más poder e influencia de lo que tenían antes. ¿Se conformarán con esto o lo arriesgarán todo poniéndose del lado de Alemania? ¿No están los bóers cansados de la guerra? Ahora forman parte del Imperio Británico. ¿Lograrán Smuts y Botha apartar de Alemania a sus antiguos compañeros? —Von Lettow y el Graf Otto esperaron que el viejo bóer respondiera.
—Usted podría tener razón —dijo por fin—. Tal vez el tiempo ha curado algunas de las heridas del Volk afrikáner, pero las cicatrices están todavía allí. Sin embargo, voy más allá. Consideremos el ejército que existe en África del Sur, la Fuerza de Defensa de la Unión, como se llama ahora. Es temible, tal vez llega a los sesenta mil hombres, y está bien equipado. Es perfectamente capaz de controlar todo el sur de África, desde Nairobi y Windhoek hasta el Cabo de Buena Esperanza. Cualquier gobierno que domine esa región tendrá control de las rutas marítimas y de los puertos del continente. Tendrá bajo su control los enormes recursos de las minas de oro de Witwatersrand, las minas de diamante de Kimberley y las nuevas plantas siderúrgicas y de armamentos en Transvaal. Si África del Sur jugara su destino junto a Alemania, Gran Bretaña quedaría sometida a un tremendo esfuerzo. Tendría que sacar un gran ejército de Europa y enviarlo a recuperar este país, con lo cual la marina del Reino Unido se vería forzada al máximo de su capacidad para defender y abastecer ese ejército. África del Sur podría muy bien ser el eje en torno al cual girara el resultado de esa guerra.
—¿Si usted decidiera luchar contra los británicos otra vez, a quién seguirían sus antiguos compañeros? Sabemos que Botha y Smuts apoyarían a Gran Bretaña, pero ¿qué me puede decir de los demás antiguos jefes de los comandos? ¿Hacia dónde se inclinarían Wet, Maritz, Kemp, Beyers y los otros? ¿Lo seguirían a usted o a Botha?
—Conozco a esos hombres —dijo De la Rey en voz baja—. He peleado con ellos y conozco sus corazones. Eso fue hace mucho tiempo, pero no han olvidado las cosas terribles que los británicos les hicieron a ellos, a sus mujeres, a sus hijos y a la tierra que amamos. En mi corazón sé que volverían a montar y formar conmigo contra el enemigo, y para mí el enemigo sigue siendo Gran Bretaña.
—Eso es lo que esperaba escucharle decir, general. El Káiser y mi gobierno me han dado total autoridad para asegurarle a usted todo lo que necesite en materia de suministros, armas y dinero.
—Necesitaremos todas esas cosas —estuvo de acuerdo De la Rey—, especialmente al principio, antes de haber podido arrancarle el control a Botha y de que nos hayamos apoderado de los arsenales del ejército y de las bóvedas de seguridad del Banco de Reserva en Pretoria, donde está el dinero.
—Dígame lo que va a necesitar, general. Lo conseguiré en Berlín para usted.
—No necesitaremos comida ni uniformes. Somos agricultores que tenemos nuestros cultivos, de modo que podemos alimentarnos. Lucharemos, como lo hicimos antes, vestidos con nuestra ropa de trabajo. No necesitaremos armas livianas. Cada uno de nosotros todavía tiene su máuser.
—¿Qué necesitará, entonces? —insistió el Graf Otto.
—Para empezar, necesitaré ciento cincuenta ametralladoras pesadas y cincuenta morteros de trinchera, con la munición y las bombas para ellos. Sigamos: un millón de balas y quinientas bombas de mortero. Luego necesitaremos suministros médicos… —El Graf Otto tomaba notas rápidamente en su bloc mientras De la Rey enumeraba sus requerimientos.
—¿Cañones pesados? —sugirió Von Lettow Vorbeck.
—No. Nuestros primeros ataques dependerán de la velocidad y la sorpresa. Si tenemos éxito, nos apoderaremos de los arsenales del gobierno y la artillería pesada caerá en nuestras manos.
—¿Qué más necesita?
—Dinero —respondió De la Rey simplemente.
—¿Cuánto?
—Dos millones de libras en soberanos de oro.
Por un minuto, todos quedaron en silencio ante la enormidad del pedido. Entonces el Graf Otto dijo:
—Eso es mucho dinero.
—Ése es el precio del país más rico del hemisferio sur. Es el precio de un ejército de sesenta mil hombres entrenados y endurecidos por la lucha. Es el precio de la victoria sobre los británicos. ¿Cree usted que sea demasiado alto realmente, Graf?
—¡No! —El Graf Otto sacudió la cabeza enfáticamente—. Dicho de esa manera, es un precio razonable. Usted tendrá los dos millones. Me aseguraré de que así sea.
—Todo esto, la totalidad del dinero y las armas, será inútil hasta que sea entregado en nuestras bases en África del Sur.
—Dígame cómo debemos hacérselo llegar.
—No se podría pasar de contrabando a través de los puertos principales, como Ciudad del Cabo o Durban. El control aduanero es muy estricto. Sin embargo, África del Sur tiene una frontera común con su colonia en el Sudoeste. Están unidas por una buena línea de ferrocarril. Los directivos y los empleados de Ferrocarriles Sudafricanos son casi exclusivamente afrikáners. Podemos confiar en que ellos simpatizarán con nuestra causa. Una ruta alternativa podría ser desde aquí, desde el África Oriental Alemana, por el lago Tanganyika en barco hasta la zona del cobre en Rodesia y desde allí hacia el sur, otra vez por ferrocarril.
Von Lettow Vorbeck parecía preocupado.
—Tardaría semanas o incluso meses hacer que los suministros le lleguen por esas rutas. A cada paso existiría el peligro de que el cargamento fuera descubierto e interceptado por el enemigo. Sería demasiado peligroso.
Ambos hombres miraron al Graf Otto en busca de un plan alternativo.
—¿Cómo podría usted hacernos llegar esos envíos? —preguntó De la Rey. Todos quedaron a la espera de una respuesta.
Eva continuaba dibujando imperturbable. Obviamente, no había seguido una sola palabra de la conversación, pero el Graf Otto la miró, luego lo miró a Hennie y frunció ligeramente el ceño. Durante un poco más, permaneció en silencio, tamborileando con los dedos sobre la mesa, sumido en profundos pensamientos. Luego pareció haber llegado a una decisión.
—Puede hacerse. Lo haremos. Le doy mi palabra, general. Le entregaré todo lo que usted necesite donde usted lo necesite. Pero, a partir de ahora, nuestro lema debe ser el secreto. Le informaré sólo a usted y al coronel Von Lettow acerca del método de entrega que emplearemos cuando estemos más cerca del momento de hacerlo. En esta etapa debo pedirle que confíe en mí.
De la Rey lo miró con aquellos ojos ardientes de fanático y el Graf Otto le devolvió la mirada con tranquilidad. Finalmente, De la Rey levantó la hoja de papel con el membrete del águila que todavía estaba sobre la mesa delante de él.
—Ésta es la garantía de su Káiser y su gobierno. No es un incentivo suficiente para convencerme de que conduzca a mi Volk al holocausto una vez más.
El Graf Otto y Von Lettow Vorbeck continuaron mirándolo sin decir nada. Todo el plan parecía a punto de fracasar.
Entonces De la Rey continuó.
—Usted me ha dado otra garantía, Graf. Usted me ha dado su palabra. Sé que usted es un hombre que ha movido grandes montañas. Sus logros son ya parte de la leyenda. Sé que es un hombre que ni siquiera admite la posibilidad del fracaso. —Se detuvo otra vez, quizá para organizar sus ideas—. Soy un hombre humilde, pero sólo en una cosa soy orgulloso. Me siento orgulloso de mi capacidad para juzgar a los caballos y a los hombres. Usted me ha dado su palabra, y ahora le doy la mía. El día en que el azote de la guerra se extienda otra vez por África, estaré listo para usted con un ejército de sesenta mil combatientes detrás de mí. Déme su mano, Graf. A partir de este momento soy su aliado hasta la muerte.
Desde el amanecer hasta el anochecer, durante los cuatro días anteriores, León Courtney había volado con el Abejorro a la altura de la copa de los árboles por toda la amplia sabana. Manyoro y Loikot iban en la parte de adelante de la cabina, alertas como buitres en el aire, mirando y buscando. Habían encontrado muchos leones, probablemente más que doscientos, hembras y cachorros, machos jóvenes y viejos solitarios sin dientes. Pero Kichwa Muzuru les había dicho: «Debe ser grande y su melena debe ser tan negra como el sabueso del infierno». Hasta ese momento, no habían encontrado ningún animal que se acercara a esa descripción.
Al cuarto día Manyoro sugirió abandonar la búsqueda en tierra masai para volar hacia el distrito de la Frontera Norte, a los territorios salvajes entre el lago Turkana y Marsabit.
—Allí encontraremos leones debajo de cada acacia. Leones suficientemente grandes y feroces para dejar contento incluso a Kichwa Muzuru.
Loikot se había opuesto enérgicamente a esa sugerencia. Le había contado a León acerca de un par de leones legendarios que dominaban un territorio inmenso entre el lago Natron y la ladera occidental del valle del Rift.
—Conozco bien a esos leones. Muchas veces los vi durante los años en que cuidé los rebaños de mi padre. Son gemelos, hermanos nacidos de la misma leona en el mismo día. Eso fue en la estación de las mangas de langosta, hace once años, cuando yo era apenas un niño. Año tras año los he visto crecer en tamaño, fuerza y arrojo. En este momento están en la flor de su vida. No hay ningún otro león que se compare con ellos en toda la región. Han matado cien cabezas de ganado, tal vez más —había dicho Loikot—. Han matado a dieciocho morani que salieron a cazarlos. Ningún hombre ha sido capaz de enfrentarlos porque son demasiado feroces y astutos. Algunos morani creen que son leones fantasmas que pueden transformarse en gacelas o en aves cuando escuchan a los cazadores que los persiguen.
Manyoro se había burlado, había puesto los ojos en blanco y se había tocado la sien con el índice para indicar el grado de demencia de Loikot. Pero León lo apoyó, de modo que durante los últimos días habían explorado la amplia pradera marrón. Vieron inmensas manadas de búfalos e incontables miles de presas más pequeñas de las llanuras, pero los leones o eran muy jóvenes o muy viejos, de ninguna manera dignos de la lanza.
Aquella noche, sentados alrededor del fuego, Loikot trató de mantener en alto su entusiasmo desfalleciente.
—Se lo aseguro, M’bogo, estos dos son los máximos jefes de todos los leones del valle. No hay ningún otro más grande, más feroz o más astuto. Éstos son los que Kichwa Muzuru nos ha enviado a buscar.
Manyoro tosió y escupió en el fuego. Se quedó mirando el montoncito de flema que hervía y burbujeaba en las llamas antes de dar su opinión.
—Durante muchos días he escuchado esta historia tuya, Loikot. Hay una parte de ella en la que he llegado a creer: que estos leones de los que tú hablas pueden cambiar de forma y convertirse en aves. Eso es lo que debe de haber ocurrido. Se han convertido en pequeños gorriones para irse volando. Creo que debemos dejar a estos pájaros-leones e irnos a Marsabit a encontrar a uno de verdad.
Ofendido, Loikot cruzó sus brazos sobre el pecho y miró con altivez a Manyoro.
—Te lo aseguro, los he visto con mis propios ojos. Están aquí. Si nos quedamos, los encontraremos.
Ambos miraron a León a la espera de una decisión.
Mientras terminaba su jarro de café y sacudía las borras sobre el fuego, León consideró la situación. Ya estaban escasos de combustible para el Abejorro y sólo tenían para uno o dos días más. Si continuaban hacia el Norte, tendrían que transportar más suministros por tierra. Eso requeriría más días y el Graf Otto no era un hombre paciente.
—Un día más, Loikot. —Había tomado su decisión—. Encuentra a esas bestias de las que hablas para mañana, o las dejamos y nos vamos a Marsabit.
Levantaron vuelo antes del amanecer y reanudaron la búsqueda en el punto donde la habían dejado la tarde anterior. Una hora después y a treinta kilómetros de la pista de aterrizaje en el campamento Percy, León descubrió una gran manada de búfalos que regresaban por la sabana desde la orilla del lago donde habían estado bebiendo. Debía de haber más de mil animales. Los grandes machos iban agrupados adelante, con las hembras, los terneros y los demás animales jóvenes, desparramados sobre casi dos kilómetros detrás de ellos. Voló hacia allí. Sabía que las manadas de leones seguían a esos grandes grupos de animales para escoger a los más débiles y a los rezagados.
De pronto, en la parte de adelante de la cabina, Loikot comenzó a hacer nerviosas señales con las manos y León se inclinó hacia adelante para ver qué era lo que lo había excitado. Un par de búfalos se había separado de la manada principal y estaban a unos cuatrocientos metros detrás de ella. Estaban cruzando un claro de altas hierbas doradas, caminando juntos. Sólo sus lomos eran visibles por encima de la hierba y por ello León calculó que se trataba de machos, pesados y de cuerpo negro, pero jóvenes, y se preguntó por qué Loikot estaba haciendo semejante escándalo.
Entonces, al observarlos en detalle, el par salió de las hierbas altas para continuar por la pradera más baja, abierta, y León sintió que cada nervio de su cuerpo se tensaba. No eran búfalos sino leones. Nunca antes había visto leones de ese tamaño o color. El sol de la mañana estaba detrás de ellos, lo que destacaba aún más su paso majestuoso e imponente. Sus melenas eran de un negro tenebroso y profundo, abundantes como pajares al aire libre, que se movieron con la primera brisa del día cuando se detuvieron para mirar al avión que se acercaba.
León desaceleró los motores y dejó que el Abejorro cayera hasta que las ruedas de su tren de aterrizaje pasaran rozando el suelo. Al dirigirse directamente hacia los leones, éstos inflaron sus melenas y movieron sus largas colas con negros mechones en la punta para golpear contra sus flancos en estado de creciente agitación. Uno se aplastó contra el suelo para ocultarse entre la hierba baja mientras el otro daba media vuelta y emprendía un trote pesado y rítmico para ir hacia un sector de densos arbustos en un borde del terreno abierto. León voló bajo sobre el animal agachado y enfrentó su mirada amarilla e implacable. Luego continuó ruidosamente hacia el segundo. Cuando éste escuchó que el avión se acercaba, se lanzó al galope, moviendo rápidamente sus hombros cubiertos por la melena y con la panza balanceándose, llena con la carne de su presa. Una vez más giró su enorme cabeza con melena para gruñirle a León cuando pasó veloz por encima de él.
León puso el avión en un apacible ascenso y se dirigió hacia la pista de aterrizaje del campamento. Se iban a necesitar veinte minutos de vuelo, pero tenía que aterrizar para poder preparar un plan de acción con los dos masai. Manyoro pareció haber olvidado su anterior oposición para continuar la búsqueda, y estaba dando patadas en el suelo y riéndose con el mismo abandono sin límites de Loikot.
—Esos leones son una buena razón para semejante regocijo. Graf Otto von Meerbach, será mejor que usted afile su assegai. Va a necesitarlo. —León se rio en el viento. Se sintió muy tentado de regresar para echar una mirada más a aquellos magníficos animales. Sin embargo, sabía que sería poco prudente molestarlos otra vez. Si eran tan astutos y precavidos como Loikot había dicho, aquello podría hacerlos salir de la sabana cubierta de hierba para ir a los bosques de las laderas donde sería mucho más difícil encontrarlos.
«Dejémoslos en paz —decidió—. Que se queden por ahí tranquilos hasta que haga venir al loco de Von Meerbach para que se ocupe de ellos».
Cuando León aterrizó y dejó que el Abejorro rodara sobre la pista de aterrizaje del campamento Percy, los dos masai todavía estaban celebrando el descubrimiento. Cuando apagó los motores, Loikot gritó con gran júbilo:
—¿No te lo dije, Manyoro? —él mismo respondió de inmediato—: Sí, ¡te lo dije! ¿Pero me creíste, Manyoro? ¡No, no me creíste! ¿De nosotros dos, cuál es el estúpido y el terco? ¿Soy yo, Manyoro? ¡No, no! ¿Cuál de nosotros es el gran cazador y mejor buscador de leones? ¿Eres tú, Manyoro? ¡No, es Loikot! —Asumió una pose noble y heroica, mientras Manyoro se cubría la cara con las manos en gesto de falso disgusto.
—Tú eres el rastreador más grande de África e incomparablemente hermoso, Loikot —lo interrumpió León—, pero ahora tengo trabajo para ti. Debes regresar a tus leones y quedarte con ellos hasta que pueda traer a Kichwa Muzuru para la cacería. Debes seguirlos de cerca, pero no tan de cerca que los asustes y los espantes.
—Conozco a esos leones. No se me escaparán —juró Loikot—. Los tengo en mis ojos.
—Cuando yo regrese y escuches el ruido de los motores, debes encender un fuego con mucho humo. Éste me servirá de guía para ubicarte.
—Tendré a los leones en mis ojos, y al ruido de sus motores en mis orejas —se jactó Loikot.
León se dirigió a Manyoro.
—¿Quién es el jefe del área donde encontramos a los leones hoy?
—Se llama Massana y su manyatta está en Tembu Kikuu, el Lugar del Gran Elefante.
—Debes ir a él, Manyoro. Dile que hay una recompensa de veinte cabezas de ganado por cada uno de sus leones. Pero dile que llevaremos a un mzungu que los cazará a la manera tradicional. Massana debe reunir cincuenta de sus morani para la cacería, pero quien los matará será Kichwa Muzuru, él solo.
—Comprendo, M’bogo, pero no creo que Massana lo comprenda. ¿Un mzungu va a cazar un león con una assegai? Eso es algo nunca visto antes. Massana pensará que Kichwa Muzuru está loco.
—Manyoro, tú y yo sabemos que Kichwa Muzuru está efectivamente tan loco como un ñu con gusanos en el cerebro. Pero dile a Massana que no se preocupe demasiado por el estado de la cabeza de Kichwa Muzuru. Dile que piense más bien en las veinte cabezas de ganado. ¿Qué te parece, Manyoro? ¿Massana nos ayudará con la cacería?
—Por veinte cabezas de ganado, Massana vendería a sus quince esposas y sus hijas todas juntas y quizás a su propia madre también. Por supuesto, nos ayudará.
—¿Hay algún lugar cerca de su manyatta donde pueda hacer aterrizar el avión? —preguntó León.
Manyoro hurgó su nariz pensativamente antes de responder.
—Hay una cuenca de sal seca cerca de la aldea. Es chata y sin árboles.
—Muéstramela —ordenó León. Levantaron vuelo otra vez y Manyoro lo guió hacia ella.
Se trataba de una gran extensión, plana y de un blanco deslumbrante, claramente visible desde muchos kilómetros a la distancia. Al acercarse vieron una pequeña manada de antílopes órix que galopaba por ella y León vio con alivio que sus pezuñas no rompían la corteza blanca. Algunas de esas cuencas eran trampas mortales. A menudo debajo de una corteza frágil se ocultaba un barro profundo y sin fondo, blando como un puré y pegajoso como la cola. Hizo descender al Abejorro cautelosamente, dejando que las ruedas sólo tocaran la superficie, listo para elevarse otra vez si sentía que el barro alcanzaba el tren de aterrizaje. Cuando la superficie soportó el peso del avión, hizo que se detuviera. Rodó hacia el borde de la cuenca e hizo girar a la máquina. Pero no apagó los motores.
—¿A qué distancia está la manyatta desde aquí? —le gritó a Manyoro por encima del ruido.
—Está cerca. —Manyoro señaló hacia adelante—. Algunos de los lugareños ya están viniendo. —Un grupito de mujeres y niños corrían hacia ellos a través de los árboles.
—¿Y a qué distancia de donde dejamos a los leones, oh, gran cazador? —le preguntó León a Loikot. Con su lanza marcó un pequeño segmento del cielo, indicando un pasaje del sol de dos horas—. Bien, así que aquí estamos cerca de la manyatta y de los leones. Los dejaré a los dos. Estén atentos a mi regreso. Cuando vuelva, Kichwa Muzuru vendrá conmigo.
León dejó a los dos masai en el salar y despegó otra vez. Dio un círculo por la cuenca una vez más antes de regresar a Nairobi. Los masai lo saludaron con la mano y luego los vio separarse. Loikot se alejó trotando para descubrir las huellas de los leones y Manyoro se dirigió al encuentro de las mujeres de la aldea de Massana.
Mientras León iniciaba su acercamiento al campo de polo de Nairobi, buscó ansiosamente al Mariposa. Le preocupaba que el Graf Otto pudiera haberse ido en otra de sus misteriosas e imprevisibles excursiones a territorio salvaje para no volver a aparecer en varios días, tiempo en el que Loikot podría ya haber perdido contacto con las presas.
—¡Gracias al Señor por eso! —exclamó, cuando descubrió la chillona forma escarlata y negro del Mariposa estacionada delante del hangar en el extremo más alejado del campo. Gustav y sus ayudantes estaban trabajando en los motores. Sin embargo, no había señales del vehículo de caza, así que, en lugar de aterrizar, dio una vuelta sobre el campamento Tandala y lo descubrió estacionado delante del alojamiento privado del Graf Otto. León hizo otra pasada sobre el campamento y el Graf salió de su carpa, poniéndose una camisa sobre su torso desnudo.
León sintió una punzada aguda de celos y de resentimiento. «Por supuesto, él tiene a Eva ahí con él —pensó—. Ella tiene que ganarse el sustento». La idea lo hizo sentirse mal. El Graf Otto le hizo un rápido saludo y luego se dirigió al vehículo de caza. León hizo girar al Abejorro hacia el campo de polo, pero el sabor de la furia y los celos era fuerte y permaneció en su paladar.
«¡Contrólate, Courtney! Tú sabes que Eva von Wellberg no es una virgen vestal. Ella ha estado debajo del mismo mosquitero con él todas las noches desde que llegaron», se dijo a sí mismo mientras se ubicaba para aterrizar. Mientras maniobraba con el Abejorro sobre la cerca que servía de límite a la pista, su corazón se sobresaltó cuando la vio sentada en su caballete a la sombra del ala a cuadros del Mariposa. Hasta ese momento no había podido verla pues la tapaba el fuselaje. Parecía ridículo, pero se sintió aliviado por el hecho de que el Graf Otto hubiera estado solo en los alojamientos privados.
Cuando puso la aeronave en tierra y rodó hacia el hangar, Eva se puso de pie de un salto apartándose de su caballete y se dirigió impulsivamente hacia él. Incluso a esta distancia pudo ver la alegría de su sonrisa. Luego ella pareció darse cuenta de que Gustav la estaba mirando, se controló y comenzó a caminar de manera más recatada. Se quedó atrás cuando él colocó la escalerilla contra el fuselaje y León se deslizó sobre ella. La miró por encima de las cabezas de los otros hombres y vio que estaba inquieta y nerviosa. Estaba acostumbrado a que ella estuviera siempre serena y tranquila, pero en ese momento era como una gacela con el olor del leopardo al acecho en sus narices. Su agitación lo perturbó, pero pudo esconder sus sentimientos lo suficiente para inclinar la cabeza hacia ella con toda tranquilidad.
—Buen día, Fräulein —dijo cortésmente. Luego se volvió a Gustav—. El motor número dos de estribor hace ruido y sale humo azul del escape.
—Lo revisaré de inmediato —reaccionó Gustav y llamó a sus ayudantes.
Cuando su cabeza desapareció debajo de la cubierta del motor, León y Eva quedaron solos.
—Algo te ha ocurrido… algo ha cambiado —le dijo en voz baja—. Estás diferente, Eva.
—Y tú eres perspicaz. Todo ha cambiado.
—¿Qué ocurre? ¿Ha habido algún problema con el Graf Otto?
—No con él. Esto es entre tú y yo.
—¿Problema? —la miró a los ojos.
—No hay problema. Todo lo contrario. He tomado una decisión. —La voz de ella era baja y áspera, pero luego sonrió.
Su sonrisa era la cosa más hermosa que él jamás había visto.
—No comprendo —protestó él.
—Yo tampoco, Tejón.
Que ella usara ese sobrenombre fue demasiado para él. Dio un paso hacia ella y extendió una mano. Ella retrocedió bruscamente.
—No, no me toques. No puedo estar segura de no hacer algo estúpido. —Señaló el polvo levantado por el vehículo de caza que se dirigía hacia ellos—. Ahí viene Otto. Debemos tener cuidado.
—No puedo continuar de esta manera por más tiempo —le advirtió él.
—Tampoco yo puedo —respondió ella—. Pero por ahora debemos mantenernos lejos uno del otro. Otto no es ningún tonto. Se dará cuenta de que algo ha ocurrido entre nosotros. —Se volvió y fue hasta donde estaba Gustav haciendo equilibrio sobre un ala, mirando con atención el lugar donde estaba el motor.
Al atravesar con el vehículo de caza el portón de la cerca del límite, el Graf Otto gritó:
—Así que ya ha regresado, Courtney. Usted ha estado ausente mucho tiempo. ¿Dónde estuvo? ¿En Ciudad del Cabo? ¿En El Cairo?
El breve intercambio de palabras con Eva había dejado a León con un humor efervescente e imprudente.
—No, señor. Estaba buscando a su maldito león.
El Graf Otto se dio cuenta del júbilo de León y su propia cara se iluminó. La cicatriz del duelo se puso rosada con la expectativa. Bajó de un salto y cerró con fuerza la puerta.
—¿Lo encontró?
—No habría regresado si no fuera así.
—¿Es uno grande?
—Es el león más grande que alguna vez yo haya visto, y el otro es todavía más grande.
—No comprendo. ¿Cuántos leones hay?
—Dos —informó León. Dos bestias enormes.
—¿Cuándo podemos partir para ir a perseguirlos?
—Tan pronto como Gustav haya revisado el motor del Abejorro.
—No puedo esperar tanto. Los tanques del Mariposa están llenos, todos los equipos están cargados y está listo para partir. ¡Saldremos ahora! ¡Inmediatamente!