La primera parada de León en Nairobi fue en las oficinas centrales de la Compañía de Comercio Gran Lago Victoria, en la calle principal. El motor del Vauxhall todavía estaba tartamudeando y haciendo explosiones como paso previo a la detención, cuando el caballero Goolam Vilabjhi se precipitó a darle la bienvenida antes de que entrara a su emporio. Venía seguido de cerca por la señora Vilabjhi y una horda de pequeños querubines femeninos de piel color caramelo, con el cabello negro azabache y enormes y transparentes ojos oscuros, todas vestidas con brillantes saris y chillando como estorninos.

El señor Vilabjhi tomó la mano de León antes de que se hubiera bajado del auto y la sacudió enérgicamente.

—Usted es mil y una vez bienvenido, honorable sahib. Desde que nos visitó la última vez, mis ojos no han encontrado ningún otro mejor panorama para posarse que su amable rostro.

Condujo a León al negocio sin soltarle la mano derecha. Con la otra hizo gestos hacia el enjambre de niños que daba vueltas.

—¡Fuera ustedes! ¡Fuera! Niñas malas. ¡Perversos e incivilizados personajes de sexo femenino! —gritó, y ellas no le prestaron la menor atención, salvo por el hecho de mantenerse lejos de su alcance—. Por favor, perdone y olvide, sahib. ¡Ay, ay, ay! La señora Vilabjhi produce sólo personajes de sexo femenino, a pesar de mis más dedicados esfuerzos en sentido contrario.

—Son todas muy bonitas —dijo León galantemente. Esto animó a la más pequeña a moverse sigilosamente por debajo de la mano de su padre que se movía sin ningún resultado y acercarse de puntillas para tomar ella la mano de León. Ayudó a su padre a conducirlo al edificio.

—¡Adelante! ¡Adelante! Se lo ruego, sahib. Usted es diez mil veces bienvenido. —El señor Vilabjhi y la niña lo llevaron hasta la pared trasera de la tienda. Las coloridas imágenes religiosas de la diosa de rostro verde y muchos brazos, Kali, y del dios con cabeza de elefante, Ganesh, habían sido trasladadas a la pared de atrás para hacer sitio a la más reciente incorporación a la galería. Ésta era un gran marco dorado con una placa de madera, ricamente tallada y dorada a la hoja. Tenía una inscripción:

Respetuosamente dedicado al caballero sahib León Courtney.

Jugador del polo conocido en todo el mundo y shikari.

Estimado y profundamente amado amigo y buen compañero del

coronel Theodore Roosevelt,

Presidente de los Estados Unidos de Norteamérica

y del

señor Goolam Vilabjhi.

Detrás del vidrio del marco se veían pegados varios recortes de diarios en lengua inglesa originados en la American Associated Press.

—Mi familia y yo esperamos, y rogamos que así sea, que usted firme una de estas publicaciones magníficas para que sea la joya en la corona de mi colección de preciosos objetos de interés relacionados con nuestra amistad.

—Nada me daría placer más grande, señor Vilabjhi. —A pesar de sí mismo, León estaba profundamente conmovido. Las niñas de Vilabjhi se amontonaron a su alrededor cuando firmó una fotografía suya: «A mi buen amigo y benefactor, señor Goolam Vilabjhi. Sinceramente, León Courtney».

Mientras soplaba la tinta húmeda, el señor Vilabjhi le aseguró:

—Valoraré este autógrafo personalmente manuscrito por el resto de mis días y por todo el tiempo que tenga vida. —Luego suspiró—. Supongo que ahora usted desea hablar para recuperar su colmillo de genuino marfil de elefante, que todavía tengo en mi posesión.

Cuando Manyoro y Loikot llevaron el colmillo al automóvil, León los siguió con algunas niñas pequeñas colgadas de sus dos manos y con otras que agarraban con fuerza las perneras de sus pantalones. Después de grandes esfuerzos pudo apartarlas y subir al asiento del conductor. Se dirigió al nuevo Muthaiga Country Club, cuyas paredes de ladrillos y yeso pintadas de rosado habían reemplazado las de barro blanqueado del viejo Club de los Colonos, en un sitio muy alejado del alboroto incesante de la calle principal.

Su tío Penrod lo estaba esperando en el bar de los socios. Lo primero que León advirtió cuando el coronel se puso de pie para darle la bienvenida fue que estaba más entrado en carnes, especialmente por la zona del cinturón. Desde la última vez que estuvieron juntos hacía más de un año, Penrod había subido de la categoría de bien provisto a la de claramente corpulento. También había un poco más de gris en su bigote. Tan pronto se dieron la mano, Penrod sugirió:

—¿Vamos a almorzar? Hoy el chef va a servir pastel de carne y riñones. Es uno de mis favoritos. No quiero que toda esa gentuza llegue antes que yo. Podemos hablar mientras comemos.

Llevó a León a una mesa en la terraza debajo de la pérgola de buganvilla morada, ubicada discretamente a una distancia desde la que los otros comensales no podrían oírlos. Una vez que se puso la servilleta blanca en la pechera, Penrod preguntó:

—Supongo que Percy te ha mostrado los artículos escritos por ese yanqui Andrew Fagan, y las cartas de personas ilustres que ellos evocaron.

—Sí, señor, los tengo conmigo —respondió León—. En realidad, me resultaron ligeramente embarazosos. La gente parece estar haciendo un terrible escándalo. Por cierto, no soy el más grande cazador de África. Eso fue una broma del peculiar sentido del humor de Kermit Roosevelt, que Fagan tomó en serio. En realidad, todavía soy un novato.

—Nunca lo admitas, León. Déjalos que piensen lo que quieran. De todos modos, según me he enterado, estás aprendiendo rápido. —Penrod sonrió con agrado—. En realidad, yo tuve algo que ver con todo este asunto. Con mucha precisión, pensé un pequeño toque maestro.

—¿Cómo estuvo usted involucrado en esto, tío? —León estaba sorprendido.

—Estaba yo en Londres cuando aparecieron los primeros artículos. Eso puso en marcha en mí una pequeña onda cerebral. Cablegrafié al agregado militar en nuestra embajada en Berlín y le pedí que promocionara los artículos en la prensa alemana, especialmente en las publicaciones deportivas y de caza que lee la clase alta. Es un estereotipo de que la mayoría de esa clase de alemanes, al igual que sus homólogos ingleses, son entusiastas deportistas y tienen sus propios campos para la caza. Mi plan fue atraer a las personas importantes entre ellos para que fueran de safari contigo. Esto te dará la oportunidad de reunir toda clase de información, que resultará de inestimable valor sin duda, cuando legue el momento de tener que luchar contra ellos.

—¿Por qué querrían confiar en mí, tío?

—León, mi muchacho, no puedo creer que seas totalmente inconsciente de tus cualidades ganadoras. A la gente le gustas, en especial a las Fräulein y a las mademoiselles. La vida del safari, que se desarrolla cerca de la Madre Naturaleza y de sus criaturas, tiene algo que induce incluso al más reservado a que se relaje, a que baje su guardia y hable más libremente. Para no mencionar la manera en que también afloja las cintas de los corsés y los calzones del sexo femenino. ¿Y por qué una figura de primer nivel de la Alemania del Káiser, un fabricante de armas muy importante o alguna de sus consortes habría de sospechar que un rostro inocente como el tuyo es el de un terrible agente secreto?

Penrod levantó un dedo en dirección del jefe de camareros, que rondaba en las cercanías vestido con un kanza blanco, hasta el tobillo, faja escarlata y fez con borla.

—¡Malonzi! Por favor, tráenos una botella del Château Margaux 1879 de mi reserva privada.

Malonzi regresó trayendo la botella granate ligeramente polvorienta en sus manos enguantadas de blanco, con la reverencia que se merecía. Penrod lo observó mientras realizaba el solemne ritual de sacar el corcho, olfatearlo y luego decantar el brillante vino tinto. Sirvió las primeras gotas en un vaso de cristal. Penrod lo hizo girar y olfateó el perfume.

—¡Perfecto! Creo que vas a disfrutar esto, León. El conde Pillet-Will fue galardonado con la denominación de Premier Grand Cru para esta cosecha en particular.

Después de que León rindió los honores al noble vino de Burdeos, Penrod le hizo una seña con la mano a Malonzi para que trajera las fuentes humeantes de pastel de carne y riñones, con una dorada corteza. Luego lo atacó con entusiasmo, y habló con la boca llena.

—Me tomé la libertad de revisar tu correo, en especial el de Alemania. Simplemente no podía esperar a ver qué pescados teníamos en nuestra red. Espero que no te moleste.

—De ninguna manera, tío. Por favor, hizo usted bien. —Escogí seis cartas especialmente dignas de nuestra atención y luego cablegrafié al agregado militar en la embajada en Berlín, quien me envió evaluaciones políticas de los sujetos seleccionados. León asintió con la cabeza cautelosamente.

—Cuatro son personas de particular importancia e influyentes, sea en los círculos sociales, o en los políticos o militares. Seguramente están enterados de todos los asuntos de Estado y, si bien no forman parte de su consejo privado, ciertamente son confidentes del káiser Guillermito. Conocerán a fondo cuáles son sus intenciones y preparativos respecto al resto de Europa, junto con Gran Bretaña y nuestro imperio. —León asintió con la cabeza otra vez, y Penrod prosiguió—. He hablado de esto con Percy Phillips y le he dicho que tú eres, además de todas tus otras responsabilidades, un oficial en actividad de la Inteligencia Militar Británica. Ha aceptado cooperar con nosotros de todas las maneras posibles. —Comprendo, señor.

—El posible cliente a quien hemos escogido por sobre los demás es la princesa Isabella Madeleine Hoherberg von Preussen von und zu Hohenzollern. Es una prima del Káiser y su marido es el mariscal de campo Walter Augustus von Hoherberg, del Alto Mando Alemán.

León se mostró impresionado, como correspondía.

—¿A propósito, cómo anda tu alemán, León?

—Alguna vez lo hablaba entre regular y más o menos, pero ahora mi alemán es apenas un poco más que pobre, tío. Estudié alemán y francés en la escuela.

—Lo leí en tu hoja de servicios. Parece que eras bueno para las lenguas. Debes de tener buen oído para ellas. Percy me dice que hablas swahili y maa como un nativo. Pero no has tenido mucho contacto con gente de habla alemana, ¿no?

—Fui a una excursión a pie a la Selva Negra en unas vacaciones con otros grupos de estudiantes. Conocí a varias personas del lugar con las que me llevé bastante bien. Una de ellas era una niña llamada Ulrike.

—El mejor lugar para aprender una lengua —comentó Penrod— es abajo de las frazadas.

—Jamás llegamos a eso, señor, muy lamentablemente.

—Es de esperar que no… un joven caballero con clase como tú… —Penrod sonrió—. De todos modos, es mejor que lo repases un poco. Pronto vas a pasar mucho tiempo en compañía de alemanes, buena parte del cual será, efectivamente, debajo de las frazadas, dadas las predilecciones de las Fräulein de la clase alta. ¿Esta posibilidad ofende tus altos principios morales?

—Trataré de adaptarme, tío. —León apenas pudo abstenerse de sonreír.

—¡Buen hombre! Nunca olvides que todo es por el Rey y por la Patria.

—Cuando el deber llama, ¿quiénes somos nosotros para negarnos? —preguntó León.

—Exactamente. No podría yo mismo haberlo expresado mejor. Y no te preocupes, ya he encontrado a un profesor particular de lengua para ti. Se llama Max Rosenthal. Era ingeniero en los Talleres Meerbach Motor en Wieskirche antes de trasladarse al África Oriental Alemana. Durante unos años después de su llegada, administró un hotel en Dar-es-Salaam. Allí desarrolló una relación de amistad más que íntima con la botella de coñac, lo cual hizo que perdiera el trabajo. De todas maneras, sólo es un borracho periódico. Cuando está sobrio, es un trabajador de primera. Convencí a Percy de que le diera trabajo para administrar tus campamentos de safari y perfeccionar tu uso de la lengua cotidiana.

Cuando se despidieron en las escalinatas del club, Penrod tomó el brazo de León en un gesto conspirativo y le dijo seriamente:

—Sé que eres nuevo en esto de ser espía, de modo que te ofrezco algunos consejos. No escribas nada. No guardes notas de nada de lo que observes. En lugar de eso, graba todo en tu cabeza e infórmamelo todo la próxima vez que nos encontremos.

Cuando León conoció a Max Rosenthal en el campamento Tandala, éste resultó ser un corpulento bávaro con manos inmensas y enormes pies, y un comportamiento franco y jovial. A León le gustó a primera vista.

—¡Buenas! —Se dieron la mano—. Vamos a trabajar juntos. Estoy seguro de que llegaremos a conocernos muy bien —saludó León.

Max dejó escapar una divertida risa ahogada que le hizo sacudir la panza.

—¡Ah, sí! Usted habla un poco de alemán. Eso es muy bueno.

—No tan bueno —lo corrigió León—. Pero usted me ayudará a mejorarlo.

Casi de inmediato, Max resultó ser inestimable, un profesor talentoso y un trabajador muy eficiente, que alivió a León de gran parte del trabajo rutinario de la organización del campamento y de los suministros de comida. Él y Hennie du Rand formaron un buen equipo de trabajadores sin descanso y liberaron a León de aprender las destrezas organizativas y económicas que exigía la compañía de safaris. León se impuso la regla de comunicarse con Max sólo en alemán y, en consecuencia, su dominio de la lengua se fortaleció con rapidez sorprendente.

Sólo faltaban algunas semanas para que llegara lord Eastmont para su safari cuando León recibió un cable de Berlín que informaba que la princesa Isabella Madeleine Hoherberg von Preussen von und zu Hohenzollern había decidido ir a África en el próximo viaje del vapor de pasajeros alemán Admiral desde Bremerhaven. Sus obligaciones eran tantas que sólo podía permitirse seis semanas en África antes de tener que regresar a Alemania. Exigía que todo estuviera listo para cuando ella llegara.

Esta comunicación perentoria convirtió a Tandala en un torbellino. Percy se movía como loco por todo el campamento, entorpeciendo, en lugar de facilitar, los esfuerzos desesperados de León y su personal para cambiar los arreglos ya hechos y listos para Eastmont. Tenían en ese momento dos safaris muy importantes para dirigir simultáneamente, algo que nunca habían intentado antes. Al final, la única circunstancia que alivió la jornada era que la princesa se quedaría sólo seis semanas, mientras que lord Eastmont había organizado una aventura de cuatro meses. León pudo asegurarle a Percy que el día que la princesa se embarcara de regreso a Alemania, él iba a correr con su personal para ayudar a Percy con el resto de su expedición.

Así pues, cuando la princesa llegó a la laguna de Kilindini a bordo del Admiral, León abandonó la playa en una lancha para darle la bienvenida. Esperó en cubierta durante casi una hora antes de que ella se dignara abandonar su camarote. Cuando finalmente subió la escalerilla hacia la cubierta principal, iba acompañada por el capitán de la nave y cuatro de sus oficiales superiores, todos adulándola de manera obsequiosa. El resto de su séquito, incluyendo su secretaria y dos doncellas gorditas y bonitas, seguía detrás de ella.

La figura de la princesa resultó sorprendente cuando se mostró iluminada por el sol. León había visto fotografías de ella, pero de todas maneras no estaba preparado para lo que vio en carne y hueso. Lo primero que le impresionó fue su gran altura y su contrastante cuerpo delgado. Era casi tan alta como él, pero León podría fácilmente haberle rodeado la cintura con sus manos. Su busto era juvenil y su porte, arrogante. Sus ojos eran acerados y tan penetrantes como un estoque, y sus rasgos eran duros y tan afilados como una sierra. Vestía una falda de equitación de loden verde, de excelente corte. Las puntas de sus botas, que se veían por debajo de la falda, resplandecían con el brillo del cuero más caro. Sorprendentemente, llevaba una pistola Luger 9 mm en una pistolera en su cinturón, y un sombrero de safari de ala ancha en su mano izquierda. Tenía el pelo rubio ceniza recogido en dos gruesas trenzas envueltas encima de la cabeza. León sabía por Penrod que tenía cincuenta y dos años, pero parecía de treinta.

—Su Alteza Real, soy su siervo.

Ella no se molestó en responder a su reverencia, sino que continuó mirándolo como si él hubiera dejado escapar un pedo particularmente repugnante. Por fin habló, en su tono helado.

—Usted es muy joven.

—Su Alteza Real, ésta es una circunstancia lamentable por la que debo disculparme. Con el tiempo espero corregirla.

La Princesa no sonrió.

—Dije que usted era joven. No dije que usted era demasiado joven. —Estiró la mano derecha.

Cuando él la tomó en la suya, la encontró tan dura y fría como su expresión. Besó el aire un par de centímetros antes de tocar sus nudillos blancos y huesudos. El crepé de arrugas diminutas en el dorso delataba su edad.

—El gobernador del territorio del África Oriental Británica ha puesto su tren privado a su disposición para el viaje a Nairobi —informó León.

Ja! Es lo que corresponde y estaba previsto —asintió.

—Su Excelencia también ruega su presencia como invitada de honor en una cena especial en la Casa de Gobierno que va a organizarse en cualquier momento que usted decida, princesa.

—No vine a África para comer en compañía de funcionarios menores. Vine aquí para matar animales. Muchos animales.

León hizo otra reverencia.

—De inmediato, señora. ¿Su Alteza Real tiene alguna preferencia especial en cuanto a los animales que desea matar?

—¡Leones! —respondió—. Y cerdos.

—¿Y algunos elefantes y búfalos?

—¡No! Sólo leones grandes y cerdos con colmillos largos.

Antes de partir hacia la selva, la princesa probó montar todos los caballos pura sangre que León había reunido para ella. Ella montaba a horcajadas como un hombre. Al observarla evaluar al primer caballo con su expresión desdeñosa, caminando alrededor de él dos veces antes de saltar elegantemente a la silla de montar y manejar al animal a voluntad, León se dio cuenta de que era una excelente amazona. A decir verdad, rara vez había visto a otra mujer que se le pareciera.

Cuando salieron a caballo de Tandala y estuvieron entre las manadas de animales, olvidó su exigencia original de leones y cerdos y se volvió mucho menos selectiva. Tenía un pequeño y bellísimo rifle Mannlicher 9.3 × 74 fabricado por Joseph Just de Ferlach, incrustado en oro por Wilhelm Roöder con escenas silvestres de faunos y ninfas desnudas retozando todos alegremente.

Cuando derribó tres gacelas Grant corriendo a una distancia de trescientos metros, con tres disparos consecutivos sin desmontar, León decidió que ella tal vez era el tirador más mortal, hombre o mujer, que él jamás hubiera conocido.

—Sí, quiero acabar con muchos animales —exigió, mientras recargaba el Mannlicher. Sonreía afectuosamente por primera vez desde que había llegado a África.

Cuando llevó a la princesa al monte Lonsonyo para conocer a Lusima, León no estaba preparado para la manera en que las dos mujeres reaccionaron de inmediato una frente a la otra. En sentido figurado, arquearon sus lomos y se erizaron como dos gatos.

M’bogo, ésta es una mujer con muchas pasiones hondas y oscuras. Ningún hombre podrá llegar al fondo de ella. Es tan mortal como una mamba. No es la que te prometí. Cuídate —le dijo Lusima a León.

—¿Qué dijo la bruja? —preguntó la princesa. La hostilidad entre ambas chisporroteaba en el aire como electricidad estática.

—Que es usted una dama de gran poder, princesa.

—Dígale a la gran vaca que no lo olvide.

Cuando llegaron a la ceremonia de la bendición de los rifles debajo del árbol del consejo, Lusima salió de su choza vestida con sus galas ceremoniales, pero cuando todavía estaba a diez pasos de donde se hallaba el Mannlicher colocado sobre la piel de león, se detuvo. Su cara cambió y se puso del color del barro seco.

—¿Qué le preocupa, Mama? —preguntó León en voz baja.

—Esta bunduki es una cosa del mal. La mujer de pelo blanco es una hechicera tan fuerte como yo. Ha puesto un hechizo sobre su propio bunduki que me asusta. —Regresó a su choza—. No dejaré mi choza hasta que esa bruja se vaya del monte Lonsonyo —juró.

—Lusima se siente mal. Debe volver a su choza para descansar —tradujo León.

Ja, sé muy bien lo que le preocupa. —La princesa mostró una de sus poco frecuentes sonrisas de labios finos.

Veinte días más tarde, en un terreno que Manyoro y Loikot habían declarado totalmente carente de leones, salieron a caballo del campamento al amanecer para que la princesa continuara su matanza de jabalíes verrugosos. Ya había acabado con más de cincuenta, incluidos tres jabalíes con colmillos increíblemente largos. No se habían aventurado más de un kilómetro fuera del campamento cuando se encontraron con un solitario y enorme león de melena negra que permanecía erguido en medio de un prado abierto y pantanoso cubierto de hierbas. Sin vacilar un momento y sin desmontar, la princesa subió el pequeño Mannlicher y, con la precisión de un cirujano, puso una bala en el cerebro del león.

Los dos masai debieron de haber estado encantados con este hecho, pero estaban extrañamente apocados cuando empezaron a desollar el cuerpo del animal. Quedó en manos de León presentar las felicitaciones, que la princesa ignoró. Escuchó que Loikot le decía a Manyoro en un murmullo:

—Este león nunca debió haber estado aquí. ¿De dónde vino?

Nywele Mweupe lo convocó —dijo Manyoro con humor sombrío. Le habían dado a la princesa el nombre swahili de «Pelo Blanco». Manyoro no lo había combinado con ninguno de los títulos de respeto, como memsahib o beibi.

—Manyoro, incluso para ti eso es una gran estupidez —le espetó León—. Ese león vino atraído por el olor de todos esos cuerpos de jabalíes verrugosos. —Detectó el motín en el aire. Lusima obviamente había hablado algo con Manyoro.

Bwana sabe más que yo —concedió Manyoro con ostentosa cortesía, pero ni miró a León ni le sonrió. Cuando terminaron de desollar al animal, los dos masai no realizaron el baile del león para la princesa. En cambio, se sentaron aparte y juntos tomaron rapé. Cuando León comentó la omisión, Manyoro no respondió, pero Loikot habló entre dientes:

—Estamos demasiado cansados para bailar y cantar.

Cuando se echó al hombro el bulto de piel verde ya liado y se puso en camino de regreso al campamento, la renguera de Manyoro con la pierna que había recibido la flecha nandi, que por lo general era apenas perceptible, se hizo sumamente pronunciada. Era su manera de expresar protesta o desaprobación.

Cuando regresaron al campamento, la princesa saltó de su montura y se dirigió dando zancadas a la carpa-comedor, donde se dejó caer en un sillón de lona. Lanzó su fusta de equitación a la mesa, se quitó el sombrero y lo lanzó al otro lado de la carpa; luego agitó sus trenzas y ordenó:

—Courtney, dígale a ese cocinero inútil suyo que me traiga una taza de café.

León transmitió la orden a la carpa de la cocina y minutos después Ishmael entró rápidamente con una cafetera de porcelana humeando sobre una bandeja de plata. La puso en la mesa, sirvió una taza de la preparación y la puso delante de ella. Luego permaneció firme detrás de su silla, esperando la orden de retirarse.

La princesa llevó la taza a sus labios y bebió un sorbo. Hizo un gesto de enorme desagrado y arrojó la taza con su contenido a la pared más lejana de la carpa.

—¿Crees que soy una cerda a la que puedes servirle semejante bazofia para chanchos? —gritó. Tomó la fusta de equitación de la mesa y se puso de pie de un salto—. Te enseñaré a mostrarme más respeto, salvaje. —Echó el brazo con la fusta hacia atrás para golpear a Ishmael en la cara. Él no hizo esfuerzo alguno para protegerse, pero la miró con gesto de aterrorizado asombro.

Detrás de ella, León saltó de su sillón y le tomó la muñeca antes de que pudiera lanzar el golpe. La hizo girar sobre sí para quedar mirándolo a él.

—Su Alteza Real, no hay ningún salvaje entre mi gente. Si usted quiere que este safari continúe, tendrá que tener esto muy en cuenta. —La sujetó fácilmente hasta que ella dejó de resistirse. Luego continuó—: Usted debería retirarse a su tienda ahora y descansar hasta la hora de cenar. Por cierto, está sobreexcitada por la emoción de haber cazado un león.

La soltó y ella partió hecha una furia hacia la carpa. No se presentó cuando Ishmael tocó el gong para la cena y León cenó solo. Antes de retirarse, verificó discretamente la carpa de ella y vio que su lámpara estaba todavía encendida. Se dirigió luego a su propia tienda y comenzó a escribir en el diario del safari. Estaba a punto de añadir un comentario sobre el incidente en el comedor, pero recordó el consejo de Penrod y, en lugar de aliviar sus sentimientos, escribió: «Hoy la princesa demostró una vez más que es una amazona extraordinaria y una gran tiradora. La fría manera en que despachó al magnífico león fue extraordinaria. Cuanto más la observo, más admiro sus destrezas como cazadora».

Secó la página, puso el diario del safari en su escritorio de campaña y cerró con llave el cajón. Luego, durante media hora, leyó el libro que su tío Penrod había escrito sobre sus experiencias durante la guerra Bóer, titulado Con Kitchener a Pretoria. Cuando sus párpados se le cerraron, lo dejó a un lado, se desvistió y se metió debajo del mosquitero. Sopló la lámpara y se acomodó para disfrutar satisfecho de una buena noche de descanso.

Apenas había cerrado los ojos cuando fue despertado con sobresalto por el fuerte ruido de un tiro de pistola que venía de la dirección de la carpa de la princesa. Su primera idea fue que algún animal peligroso, león o leopardo, había entrado en ella. Se abrió paso por entre los pliegues del mosquitero y agarró el enorme Holland, que estaba completamente cargado al lado de la cama, listo para una emergencia como ésa. Vestido sólo con los pantalones del pijama, corrió a la carpa de ella. Vio que su lámpara todavía estaba encendida.

—Su Alteza Real, ¿están todos ustedes bien? —gritó. Al no recibir respuesta, abrió la portezuela de lona y se metió en la carpa, con el rifle listo. Entonces se detuvo asombrado. La princesa estaba de pie frente a él en medio del lugar. Su pelo color plata caía en cascada sobre sus hombros y hasta la cintura. Llevaba un camisón color rosado casi transparente. La lámpara estaba detrás de ella, de modo que cada línea de su cuerpo flaco y largo estaba expuesta. Tenía los pies desnudos y eran asombrosamente pequeños y bien formados. Sostenía la fusta de equitación en una mano y la pistola Luger 9 mm en la otra. El olor a pólvora quemada todavía flotaba en el aire. Su cara estaba pálida de cólera y sus ojos brillaron como zafiros cortados al mirarlo. Levantó la Luger y disparó una segunda bala a través del techo de lona. Luego arrojó la pistola a la enorme cama que llenaba la mitad del espacio disponible.

—¡Usted, cerdo! ¿Cree que puede tratarme como basura delante de todos sus criados? —preguntó mientras daba un paso hacia él, moviendo la fusta de modo amenazador—. Usted no es mejor que las criaturas que trabajan para usted.

—Le ruego que se controle, señora —le advirtió.

—¿Cómo se atreve a dirigirse a mí de esa manera? Soy una princesa real de la Casa de Hohenzollern. Y usted es un plebeyo de raza mezclada. —Su inglés era de una pronunciación perfecta. Sonrió con frialdad—. ¡Ah, sí! ¡Ahora por fin crece el enfado en usted, siervo! Quiere defenderse pero no se atreve. Sus tripas son demasiado flojas. No tiene el coraje. Usted me odia, pero debe soportar cualquier humillación que yo decida infligirle.

Arrojó la fusta a los pies de él.

—Deje ese rifle. No puede usarlo para reforzar su debilitada virilidad. ¡Recoja la fusta! —León colocó el Holland sobre el suelo impermeable, debajo de la pared de entrada de la carpa, y tomó la fusta. Temblaba de rabia. Los insultos de ella lo habían herido cruelmente y lo habían llevado al borde de abandonar todo intento de autocontrol. No estaba seguro de qué hacer con la fusta, pero le gustaba sentirla en su mano derecha.

M’bogo, ¿todo está bien? Escuchamos los disparos. ¿Hay problemas? —Manyoro habló en voz baja a través de la pared de lona y la princesa se retiró algunos pasos.

—Vete, Manyoro, y llévate a los demás contigo. Ninguno de ustedes debe regresar hasta que yo lo llame —respondió León.

Ndio, bwana.

Escuchó los pasos que se retiraban y la princesa se rio en su cara.

—Debiste haberles pedido que te ayudaran. No tienes el valor de enfrentarme solo. —Se rió.

Ja, ahora te enfadas otra vez. Eso es bueno. Quieres golpearme pero no te atreves a hacerlo. —Se inclinó hacia él hasta que sus caras estuvieron apenas separadas por unos centímetros.

—Tienes un látigo en la mano. ¿Por qué no lo usas? Tú me odias, pero me temes. —De pronto y de manera inesperada, lo escupió en la cara. Instintivamente, él movió con fuerza la fusta, que la golpeó en la mejilla. Ella se tambaleó hacia atrás, con la mano sobre la marca roja en su rostro y gimió lastimeramente—. ¡Sí! Me merecía eso. Eres tan imperioso cuando estás enfadado. —Se arrojó a sus pies y se abrazó a sus rodillas. Él estaba temblando con desagrado y arrojó la fusta al otro lado de la carpa.

—Le deseo buenas noches, su Alteza Real. —Trató de darse vuelta para dirigirse a la puerta pero, con fuerza sorprendente, ella lo hizo tropezar. En el instante en que él perdió el equilibrio, ella se lanzó sobre su espalda con todo su peso y León cayó sobre la cama, con la princesa encima de él—. ¿Está usted loca? —preguntó.

—¡Sí! —respondió ella—. Estoy loca por ti.

Faltaba solamente una hora para el amanecer cuando ella le permitió abandonar su carpa. Al dirigirse a su propio lecho, León advirtió que las carpas del personal de la princesa, su secretaria y sus doncellas, estaban a oscuras, a pesar de los gritos de ella, que habían hecho que la larga noche fuera ruidosa. Parecía que todos ellos ya estaban habituados desde hacía mucho tiempo a los deslices de la princesa.

A la mañana siguiente, en el desayuno, ella actuó como si nada hubiera cambiado. Les contestó con brusquedad a sus doncellas, fue cruelmente sarcástica con su secretaria e hizo caso omiso de León, sin siquiera responderle su saludo formal hasta haber terminado su segunda taza de café. Luego se puso de pie y anunció:

—Courtney, hoy tengo un gran deseo de matar cerdos.

León había creado una serie de recorridos de caza que brindaba a la princesa placeres interminables. Él y los rastreadores arrinconaban a uno de los mejores jabalíes verrugosos en un grupo de densa maleza, luego colocaban a la princesa en una posición estratégica en terreno abierto más allá de la espesura, y los batidores hacían ruido para empujar a los jabalíes hacia ella. Tan pronto como salían de la espesura que los protegía, ella arremetía contra ellos con su Mannlicher. Había entrenado a Heidi, la más bonita de sus doncellas, para que recargara los cargadores vacíos. Cada uno llevaba seis balas, y la princesa podía reemplazar el que había vaciado en un instante. Abría el cierre con un solo movimiento y lo dejaba caer. Heidi lo atrapaba al caer y lo recargaba con sus rosados y hábiles dedos, entrenados desde la infancia con incesantes labores de bordado y costura. Luego la princesa metía un cargador completo en la recámara y seguía disparando casi sin pausa. Su velocidad de fuego era tan sorprendente como su precisión. Podía hacer doce disparos en la misma cantidad de segundos. Con frecuencia los jabalíes verrugosos no cooperaban con los batidores, pues solían escapar de su refugio en una dirección inesperada o volver sobre sus pasos para atravesar la línea de batidores, sin ofrecer a Su Alteza Real una sola oportunidad de disparar. Cuando esto ocurría, ella era presa de un enojo fríamente rabioso y recriminaba a León y su equipo, o se sumía en un silencio helado del que sólo podía ser sacada por la posibilidad de derramar más sangre.

Más adelante aquella tarde, León y sus batidores, con las filas reforzadas por la inclusión de Max Rosenthal, Ishmael y los desolladores, lograron producir la batida más espectacular del safan. Llevaron a veintitrés jabalíes verrugosos, machos, hembras y crías, hacia la princesa y su cargador. Logró matar veintidós. La única que escapó fue una vieja hembra flaca, que cambió de dirección justo cuando ella disparó. La bala partió y la cerda volvió sobre sus pasos por entre las piernas de la princesa cuando ésta menos lo esperaba, haciéndola volar por el aire. Se incorporó con sus faldas por encima de las rodillas y el sombrero sobre los ojos.

—¡Tú, pequeña y sucia tramposa! —le gritó, cuando la cerda desapareció en la espesura, con la cola erguida y recta como un banderín.

Aquella noche en la cena, estuvo casi amistosa y expansiva, pero no del todo, por cierto. Insistió para que León tomara otro vaso del excelente Krug, y peló una uva con sus dedos blancos y largos antes de ponerla entre los labios de la regordeta Heidi.

—¡Come, mi querida! Hiciste un excelente trabajo hoy —insistió. Pero inmediatamente después le ordenó con un chillido a su secretaria que abandonara la mesa por sus malas maneras cuando tomó una chuleta de jabalí con los dedos sin disculparse con ella. Cuando terminó, se puso de pie sin decir otra palabra y se dirigió con paso majestuoso a su carpa.

Había sido un día largo, caluroso y difícil, y León esperaba ansioso toda una noche de sueño. Acababa de cepillarse los dientes y se estaba abotonando la chaqueta de su pijama cuando escuchó el temido disparo de pistola.

—¡Por el Rey y por la Patria! —se quejó, mientras iba a la carpa de ella, aunque sentía curiosidad por descubrir qué diversión había preparado la princesa para esa noche.

La princesa estaba tendida lánguidamente sobre la gran cama. Pero no estaba sola. Su doncella, Heidi, estaba arrodillada en medio de la carpa. Estaba completamente desnuda, salvo por una silla de montar en miniatura en su espalda y un bocado de oro en la boca. Las campanitas de oro en las riendas tintineaban cuando sacudía la cabeza y relinchaba.

—Su corcel lo aguarda, Courtney —dijo la princesa—. ¿Le gustaría dar un breve trote con él?

Cuando ella agotó su imaginación, despidió a Heidi, pero cuando León se disponía a seguir a la joven, la princesa lo detuvo.

—No dije que usted podía partir, Courtney. —Se corrió sobre la cama y dio golpecitos con la palma de la mano sobre el colchón junto a ella—. Quédese un rato y le contaré interesantes historias acerca de las cosas perversas y estupendas que hago con mis amigos en Berlín.

El colchón de pluma de ganso era extraordinariamente blando y tibio. León se estiró sobre él. Al principio escuchó distraídamente sus anécdotas. Parecían tan inverosímiles que debían de ser cuentos de hadas, del tipo que los demonios en el infierno deben inventar para sus vástagos. Eran sobre brujería y adoración a Satán, sobre rituales obscenos y sacrílegos.

Entonces, con una sensación escalofriante que le hizo erizar el pelo en la nuca, empezó a darse cuenta de que estaba nombrando a conocidos personajes de los altos niveles de la aristocracia y el ejército alemanes. Lo que ella estaba relatando como chismes divertidos era dinamita política… y dinamita que sudaba y era inestable, para colmo. ¿Qué iba a hacer Penrod con tan volátil información? ¿Creería una sola palabra de todo ello?

A la noche siguiente, mientras escribía en su diario del safari después de un día de dura tarea, trató de recordar todos los nombres que la princesa había mencionado. Empezó a escribirlos en una de las páginas de atrás. Había dieciséis en su lista una vez que terminó. Estaba a punto de cerrar con llave el libro cuando se sintió incómodo.

«Nadie, salvo Penrod y yo, debe leer eso». Una duda persistente permaneció en algún lugar de su mente mientras se preparaba para acostarse. Finalmente abrió el escritorio y tomó la navaja de afeitar. Abrió el diario del safari y cortó la página delatora con cuidado. La sostuvo sobre la llama de la lámpara y dejó que se quemara hasta transformarse en una sustancia negra y crujiente. Luego convirtió estas cenizas en polvo y se metió en la cama a la espera del llamado de su cliente. Pero esa noche no sonó ningún disparo de pistola antes de quedarse dormido.

Se despertó con la luz del amanecer que entraba a su carpa, sintiéndose fresco y lúcido después de dormir siete horas completas.

Antes de que el grupo hubiera terminado el desayuno, Manyoro se acercó a la carpa-comedor y se puso en cuclillas cerca de la puerta donde sólo León podía verlo. Tan pronto como se miraron a los ojos, Manyoro se puso de pie y se alejó. León se excusó y lo siguió. Manyoro lo estaba esperando en el sector de los criados.

—¿Qué te aflige, hermano? —le preguntó León.

—A Swalu lo mordió una serpiente.

Swalu era el jefe de los desolladores.

—¿Vio qué clase de serpiente era? —preguntó León, con gesto de preocupación.

—Era una futa, M’bogo.

—¿Estás seguro? —Se aferró a la remota esperanza de que no hubiera sido una mamba negra, la serpiente más venenosa de África.

—Se metió en su cama. Después de que lo mordió tres veces, la mató con su cuchillo de desollar. Yo vi la serpiente. Es una futa.

—¿Swalu ya murió?

—No, M’bogo. Espera tu bendición antes de irse con sus ancestros.

—Rápido. Vamos a verlo. —Corrieron hasta una de las chozas de ramas del campamento y León se agachó para pasar por la puerta baja. Swalu estaba tendido en su estera para dormir. Los otros tres desolladores estaban sentados en círculo alrededor de él. El cuerpo de la serpiente estaba cerca de ellos. Le habían cortado la cabeza, pero una sola mirada confirmó la identificación de Manyoro. Era una mamba negra, no un ejemplar particularmente grande, ya que sólo medía aproximadamente un metro veinte, pero una sola de sus mordidas contenía veneno suficiente para matar a veinte hombres. Y Swalu había sido mordido tres veces.

Swalu estaba tendido boca arriba, destapado, salvo por el taparrabo. Su cabeza estaba apoyada en una almohada de madera tallada. Tenía dos marcas dobles de colmillos en el pecho y una en la mejilla. Tenía los ojos muy abiertos, pero estaban vidriosos y no veían. De la boca y de las fosas nasales le salía una espuma blanca.

León se arrodilló a su lado y le tomó la mano. Estaba fría, pero los dedos temblaban.

—Vete en paz, Swalu —susurró León en su oreja—. Tus antepasados te esperan para darte la bienvenida. —De manera apenas perceptible, los fríos dedos de Swalu le apretaron la mano. Entonces, Swalu sonrió débilmente y murió. León permaneció sentado junto a él un rato; luego se inclinó hacia adelante y le cerró los ojos, que seguían muy abiertos.

—Caven profunda su tumba —les dijo León a los otros desolladores—. Pongan piedras encima de él para que las hienas no puedan encontrarlo.

—¿Por qué ella iba a desear matar a Swalu? —preguntó Manyoro sin referirse a nadie en particular. Los desolladores se movieron inquietos.

—¡Basta de eso! —espetó León mientras se levantaba—. La futa era una futa y nada más. ¡No tuvo nada que ver con una bruja!

—Como bwana diga —aceptó Manyoro, con elaborada cortesía, pero no miró a León.

León se puso de pie y regresó a la carpa-comedor. La princesa estaba terminando una taza de café. Lo recibió fríamente.

—¡Ah, vaya! Se ha hecho tiempo para ocuparse de las necesidades de su cliente. Me alegra.

—Perdóneme, Su Alteza Real, un pequeño asunto requería mi atención. ¿Qué puedo hacer por usted?

—He perdido uno de mis guardapelos de oro. Contiene un mechón de pelo de mi madre. Es de gran importancia para mí.

—Lo encontraremos —le aseguró—. ¿Cuándo y dónde recuerda haberlo visto por última vez?

—Después de la batida de cerdos de ayer. Me senté debajo de ese árbol mientras esperaba que usted y sus hombres descuartizaran a los animales. Recuerdo haber tenido el guardapelo entre mis dedos. Debe de habérseme caído allí.

—Iré a recuperarlo de inmediato. —León se inclinó ante ella—. Regresaré antes del mediodía. —Ella lo despidió con un gesto y él salió de la carpa para llamar a un mozo de cuadra para que le trajera su caballo.

Cuando León y los rastreadores llegaron al área donde habían reunido a los jabalíes verrugosos, encontraron un enorme y espléndido leopardo moteado alimentándose con las sobras de los cuerpos de los animales. Salió corriendo y desapareció en la hierba alta. León y los rastreadores fueron al lugar donde la princesa había estado sentada y registraron toda el área circundante.

Hapana. —Al final Manyoro admitió la derrota—. No hay nada.

Regresaron al campamento.

Las doncellas de la princesa estaban sentadas en la carpa-comedor, trabajando en sus bastidores de bordado, bebiendo café, cuchicheando y dejando escapar risitas entre ellas.

—¿Dónde está su ama? —preguntó León, y ellas intercambiaron miradas. Sus risitas volvieron a escucharse por un momento y se encogieron de hombros, pero no respondieron. Las dejó y fue a su propia carpa, se agachó apartando el mosquitero para entrar y encontró a la princesa sentada en su cama. Su escritorio de campaña estaba abierto y su contenido desparramado alrededor de ella. Tenía el diario del safari abierto sobre su regazo.

—Princesa. —Hizo una rígida reverencia—. Lamentablemente, no pudimos encontrar su joya.

Ella tocó el guardapelo, que colgaba en ese momento de su garganta. El solitario y enorme diamante engarzado en la tapa destellaba en la tenue luz.

—No importa —dijo—. Una de mis doncellas lo encontró debajo de mi cama. Debe de habérseme caído allí.

—Me alegra que así haya sido. —Miró ostentosamente el diario—. ¿Hay algo en particular que Su Alteza Real estuviera buscando?

—No, nada, realmente. Me aburría en su ausencia, de modo que estaba pasando el tiempo. Me entretuve con sus comentarios acerca de mi destreza… —hizo una significativa pausa y lo miró a los ojos—… para la caza. —Cerró el diario y se puso de pie—. Y bien, Courtney, ¿cómo piensa usted divertirme hoy? ¿Qué hay por allí para que yo mate?

—He encontrado un formidable leopardo para usted.

—¡Lléveme a él!

El leopardo estaba en la flor de su vida, hermoso incluso en la muerte. El pelaje del lomo era oro oscuro mezclado con cobre, que le daba un tono de crema batida debajo de la panza. Estaba moteado con grupos de manchas muy negras, como si hubiera sido tocado muchas veces por las puntas juntas de todos los dedos de Diana, la diosa de la caza. Los pelos de los bigotes eran blancos, duros y vidriosos; los colmillos y las garras, perfectos. Había muy poca sangre. El único disparo de la princesa había dado directamente al corazón cuando salió corriendo para alejarse de uno de los cuerpos de jabalí. Cuando lo cargaron en el lomo de una mula, Manyoro le susurró a Loikot, aunque en un volumen que León pudiera escuchar:

—¿Enviará al compañero de la futa esta noche para visitarnos a uno de nosotros?

León lo ignoró, fingiendo no haber escuchado. Manyoro siguió a la mula con una cojera teatralmente exagerada.

Aquella noche en la cena, la princesa le ordenó a León que abriera una botella de champán Louis Roederer Cristal cosecha 1903 de su provisión. Dos veces durante la comida lo tocó íntimamente por debajo de la mesa, algo que nunca antes había hecho. Contra su voluntad, el cuerpo de León respondió a la destreza de sus dedos. Cuando ella lo sintió, sonrió y lo soltó. Luego susurró algo a Heidi que él no pudo escuchar, pero sus dos criadas estallaron en ataques desenfrenados de risitas.

Más tarde, esa noche, el disparo de la Luger a través del techo de la carpa real convocó a León antes de que hubiera terminado la anotación en su diario del safari acerca de la caza del leopardo. Cuando lo dejó a un lado, sintió que sucumbía a la excitación sexual perversa que ella era capaz de provocar en él tan fácilmente. «Podría corromper a San Pedro y a todos los ángeles del Cielo», se dijo, mientras iba a cumplir con su deber.

A la mañana siguiente, mientras cabalgaban para continuar la cacería de jabalíes verrugosos, ella espoleó a su caballo para quedar al lado del caballo de León y charlar alegremente como una jovencita. Una vez más León quedó desconcertado por el cambio en su humor voluble y se preguntó qué era lo que presagiaba. No tuvo que esperar mucho tiempo para enterarse.

—¡Ah, cómo adoro matar cerdos! —comentó—, y éstos africanos son divertidos, pero no se pueden comparar con nuestro jabalí alemán.

—Tenemos otros cerdos que son más grandes y más peligrosos —protestó León—. El jabalí gigante del bosque que vive en los bosques de bambú de las montañas de Aberdare puede pesar más de quinientos kilos.

—¡Bah! —Desestimó su afirmación con un gesto de la mano—. Sólo hay una clase de presa de caza que realmente me emociona más que todas las demás.

—¿Cuál es? ¿Es una especie muy rara? —preguntó él interesado, y ella se río alegremente.

—De ninguna manera. En las islas polinesias los llaman «cerdos largos». —Él la miró sin poder creer lo que escuchaba—. ¡Ah, ya veo! Ahora por fin usted comprende. —Se rio otra vez—. He matado a muchos, pero la emoción nunca desaparece. ¿Quiere que le cuente acerca del primero, Courtney?

—Si usted lo desea. —La voz de él era áspera, horrorizada.

—Él era un joven guardabosques en una de las propiedades reales. Yo tenía trece años. Aunque era todavía virgen, lo deseaba, pero él estaba casado y amaba a su esposa. Se rio de mí. Cuando estuve a solas con él en el bosque cazando urogallos negros, lo envié adelante a recoger un ave que yo había derribado. Cuando se había alejado diez pasos le disparé a la parte de atrás de sus piernas con los dos cañones de mi escopeta. La explosión le rompió el hueso y sus piernas quedaron sostenidas sólo por tendones y trozos de carne. Había mucha sangre. Me senté a su lado y le hablé mientras él estaba tendido desangrándose para morir. Le expliqué por qué había tenido que matarlo. Suplicó piedad, no para él, dijo, sino para su puerca esposa y la miserable criatura que llevaba en su vientre. Lloró y me rogó que fuera a buscar un médico para salvarlo. Me reí de él, como él se había atrevido a reírse de mí alguna vez. Tardó casi una hora en morirse. —Su expresión era de ensoñación. Cabalgaron en silencio durante un rato, y luego preguntó inocentemente:

—Usted nunca va a decepcionarme como hizo el guardabosques, ¿no, Courtney?

—Espero que no, señora.

—Yo también lo espero así, Courtney. Bien, ahora que nos comprendemos tan bien el uno al otro, quiero que usted me consiga cerdos de dos patas para cazar. ¿Hará eso por mí?

León sintió que la garganta se le cerraba y respondió con voz trémula.

—Su Alteza Real, esto es algo que nunca esperé. Usted debe darme un poco de tiempo para pensar en ello. ¿Sabe que me está pidiendo que cometa un delito que se castiga con la pena de muerte?

—Soy una princesa. Lo protegeré del castigo. Nadie jamás me ha cuestionado por lo del guardabosques ni por ninguno de los otros. No soy una persona común. Tengo el derecho divino de la realeza. Yo seré su escudo. La desaparición de algunos salvajes no será siquiera notada. —Se inclinó a un costado y desde su caballo le acarició el antebrazo musculoso. Con esfuerzo, él se resistió al impulso de empujarla hacia atrás y darle un puñetazo en la cara. La voz de ella era baja y seductora—. Courtney, hasta que uno lo experimenta no puede imaginar el placer de ese especial tipo de caza.

León respiró hondo para tranquilizarse, pero sus sentidos se tambaleaban ante este recital de lujuria insensata y brutalidad. Le resultaba difícil pensar con claridad. Sentía la compulsión casi abrumadora de ponerle ambas manos alrededor de la garganta y matarla. Entonces, se dio cuenta de que su respuesta instintiva estaba diametralmente en contra de su deber, que era el de obtener hasta el último grano de información de ella, costara lo que le costase a él y a quienes lo rodeaban. Después de eso, debía usar las influencias de ella para obtener acceso a otros de su misma condición y hacerles lo mismo. Era la llave a la más alta jerarquía de la sociedad alemana, que había sido fortuitamente puesta en sus manos. No era el juez ni el verdugo. Era simplemente una pieza diminuta en la gran maquinaria del servicio de inteligencia militar británico.

Al final, el deber prevaleció. Con un enorme esfuerzo de voluntad, logró controlar sus manos. En lugar de tomarla por la garganta, le tomó las manos y las apretó. Luego sonrió y susurró:

—Por supuesto, Su Alteza Real. Haré lo que me pide. Sin embargo, debe darme tiempo para hacer los arreglos.

—Este safari termina dentro de dieciséis días. Después, debo regresar a Alemania. Me enojaré mucho si usted me decepciona… Me enojaré mucho. —Había una fría amenaza en su tono y la imagen del joven guardabosques alemán volvió a su mente.

Todavía era temprano cuando regresaron al campamento. La princesa fue a su carpa a bañarse y León se apresuró a llegar a la suya y garabateó una rápida nota a Penrod en su diario del safari:

Tío, tengo tales historias para contarle sobre mi nueva amiga y sus viejos amigos en las más altas posiciones que harán que su pelo se vuelva blanco. Sin embargo, ahora estoy en las garras de este monstruo. Exige que cometa un acto tremendamente horrible para que ella se divierta. Tanto mi propia conciencia como la ley prohíben que yo le obedezca. Si me veo obligado a negarme directamente, ella se sentirá muy ofendida, y cerrará la vía de información desde Alemania que usted está tan cuidadosamente elaborando. Le imploro que consiga alguna manera de apartarla diplomáticamente de África Oriental Británica antes de que eso ocurra.

Su afectuoso sobrino

Arrancó la página del libro, la dobló y la guardó en el bolsillo abotonado del frente de su chaqueta de caza. Abandonó su carpa y regresó a la carpa-comedor, pasando tan cerca de la tienda real como para escuchar a la princesa que sermoneaba a Heidi furiosamente y los sollozos sofocados de la doncella. Siguió caminando hacia la zona de los criados, donde encontró a Manyoro y a Loikot sentados delante de su choza, tomando rapé. Quedaron en silencio cuando vieron que se acercaba.

Con una mirada rápida alrededor para asegurarse de no ser observados, le dio la nota doblada a Manyoro.

—Lleva a Loikot contigo. Ve a Nairobi de inmediato a toda velocidad. Entrégale este papel a mi tío, el coronel Ballantyne, en el cuartel general de los RAR. No te entretengas en el camino. Vete ya. No hables con nadie de este asunto, salvo con mi tío.

Se pusieron de pie de inmediato y tomaron sus lanzas, que fueron plantadas en el suelo a cada lado de la entrada de la choza.

León tomó los hombros de Manyoro para reforzar sus órdenes.

—Hermano mío —dijo en voz baja—, corre rápido y la bruja desaparecerá pronto.

Ndio, M’bogo. —Manyoro sonrió por primera vez en semanas, y no cojeaba cuando él y Loikot trotaron para salir del campamento y dirigirse a Nairobi.

Aquella noche, cuando ella lo llamó a su carpa, él pudo asegurarle a la princesa:

—He enviado a mis rastreadores a fin de hacer los arreglos para que cacemos cerdos largos. Ellos conocen a un árabe cuyos dhows de vela triangular recorren el lago Victoria a lo ancho y a lo largo. Su negocio principal es el marfil y las pieles, pero clandestinamente comercia con otros artículos.

—Esto es muy excitante. Sabía que podía contar son usted, Courtney. —La princesa se movió nerviosa, cruzando y volviendo a cruzar las largas piernas, moviendo su trasero sobre el asiento de lona de su sillón como si estuviera luchando contra alguna picazón—. La sola idea me excita. ¿Cuándo cree que regresará su gente?

—Calculo que estarán acá en cinco o seis días, lo que deja tiempo suficiente como para que usted me introduzca en este nuevo deporte antes de partir.

—Hasta entonces debemos divertirnos lo mejor que podamos. —Se recostó en su sillón y se levantó las faldas de ropa de montar hasta las rodillas—. Estoy segura de que usted puede encontrar algo para entretenerme.

Cuatro tardes después, León condujo a la princesa de regreso al campamento tras un día de perseguir jabalíes. Ella estaba de un humor negro y furioso. Había organizado cuatro circuitos para ellos y ninguno había sido exitoso. Cada vez, habían salido veloces del refugio inesperadamente y los habían sorprendido desprevenidos. La princesa no había hecho un solo disparo en todo el día contra su presa favorita. En el camino de regreso descargó un poco de su ira sobre un grupo de mandriles, disparándoles a cinco que cayeron de las copas de los árboles antes de que los sobrevivientes escaparan chillando de pánico.

Al acercarse al campamento, León se sorprendió al ver dos automóviles Ford, pintados en el oscuro marrón militar, estacionados junto al cobertizo donde se desollaba a los animales. Al pasar por ahí, un puñado de askari con el uniforme de los RAR, prolijamente formado en fila, presentó armas y saludó. León reconoció al sargento y a sus soldados. Eran miembros de la guardia del cuartel general del regimiento. Al reconocerlos, se le levantó el ánimo.

—Descanse, sargento Miomani.

El suboficial sonrió, encantado de que León lo recordara, y bajó su brazo con elegancia.

—¡Bajen armas! —les gritó a sus hombres—. ¡Descanso! ¡Rompan filas! ¡Uno, dos, tres!

Entraron al campamento.

—¿Quién es esa gente, y qué están haciendo aquí, Courtney? —preguntó la princesa.

—Son soldados británicos, Su Alteza Real, de eso estoy seguro. Pero en cuanto a por qué están aquí, no tengo la menor idea —mintió serenamente—. Creo que nos enteraremos muy pronto. —Estaba pensando en que Loikot y Manyoro debían de haber corrido como gacelas y Penrod Ballantyne debía de haber conducido como una furia para llegar al lugar un día antes de lo que había previsto.

León y la princesa desmontaron delante de la carpa-comedor y León le gritó a Ishmael en la cocina que trajera café.

—¡Y asegúrate de que esté caliente! —Luego hizo pasar a la princesa a la fresca sombra de la carpa.

Penrod se levantó de uno de los sillones de campaña y se anticipó rápidamente a cualquier comentario que León pudiera hacer.

—Supongo que te sorprende verme acá. —Tomó la mano derecha de León y la sacudió; luego se volvió hacia la princesa—. ¿Serías tan amable de presentarme a Su Alteza Real?

—Su Alteza Real, permítame presentarle al coronel Penrod Ballantyne —dijo, y en ese momento vio la corona y las tres estrellas en las charreteras de Penrod. El ascenso de su tío debió de haberse producido después de la última vez que estuvieron juntos, y se corrigió rápidamente—: Mis disculpas, princesa. Debí haber dicho el general de brigada Penrod Ballantyne, el oficial al mando del ejército de Su Majestad Británica en África Oriental Británica.

Penrod saludó, luego dio tres elegantes pasos adelante y le ofreció su mano derecha.

La princesa lo ignoró y estudió fríamente su cara.

—¡Ah, sí! —dijo, pasó junto a él y se sentó en su sitio acostumbrado a la mesa—. Courtney, dígale a su cocinero que se apure con mi café. Estoy sedienta. —Había hablado en alemán. Luego miró a Penrod otra vez—. ¿Qué hace usted aquí? Éste es un safari privado. Usted está perturbando mis distracciones. —Su inglés era perfecto.

Penrod fue a la silla frente a ella, al otro lado de la mesa. Mientras se sentaba, dijo:

—Su Alteza Real, me disculpo por mi intrusión, pero estoy aquí enviado por Su Excelencia el Gobernador de África Oriental Británica.

—No lo invité a sentarse —dijo la princesa, y Penrod se puso de pie de inmediato.

Su rostro se puso morado, pero su voz permaneció inalterada.

—Mis disculpas, señora.

—Estos ingleses no tienen modales. —Le habló al aire por encima de su cabeza—. ¿Ja, entonces? ¿Qué quiere de mí su gobernador?

—Me ha enviado para informarle a usted que ha estallado una grave epidemia de rabia en el valle del Rift y se está extendiendo por todo el territorio. Ya más de mil habitantes del lugar han sucumbido a la enfermedad y cada vez más mueren día a día. Las últimas muertes conocidas se han producido en pueblos no lejos de aquí. Su Alteza Real, usted está en peligro mortal. —La expresión altiva de la princesa cambió drásticamente. Miró horrorizada a Penrod.

—¿Qué es esta rabia del valle del Rift?

—Creo que la traducción en alemán es Tollwut, señora.

Tollwut? Mein Gott!

—Efectivamente, Su Alteza Real. Y ésta es una forma particularmente virulenta y contagiosa. Lleva a una muerte horriblemente cruel pero inevitable, con la víctima retorciéndose en convulsiones, pidiendo agua a gritos para finalmente morir ahogada en su propia saliva espumosa.

Mein Gott! —repitió en voz baja.

—El gobernador se sintió en la obligación de no permitir que usted continúe en peligro de contraer la enfermedad, pero antes de tomar cualquier decisión cablegrafió a Berlín. El secretario de Su Majestad Imperial ha transmitido las instrucciones del Káiser ordenándole a usted que dé por terminada su estadía aquí y regrese a Alemania de inmediato. Por lo tanto, Su Excelencia ha reservado un camarote para usted a bordo de la nave italiana Roma. Zarpa de la laguna Kilindini el 15 de este mes con rumbo al puerto de Génova. Allí usted podrá tomar el expreso nocturno a Berlín. He venido a acompañarla hasta el Roma, que atracará en Kilindini en cinco días. Debemos apurarnos para llegar a tiempo.

—¿Cuándo desea usted partir? —preguntó la princesa y se puso de pie.

—¿Puede usted estar lista en una hora, señora?

Jawohil! —Salió rápidamente, llamando a los gritos a sus doncellas—. ¡Heidi! ¡Brunhilde! ¡Preparen mis valijas! No se preocupen por los baúles de viaje. ¡Partimos dentro de una hora!

Apenas ella se fue, Penrod y León se sonrieron uno al otro como escolares que acabaran de llevar a cabo una espectacular travesura.

—¡Rabia del valle del Rift, qué interesante! ¿Cómo fue que llegó a eso, oh, pérfida Albión?

—¡Una enfermedad completamente mortal! —Penrod hizo un guiño casi imperceptible—. Interesante señalar que se trata del primer brote en la historia de la medicina.

—¿Qué le parece Su Alteza Real?

—Simpática —respondió—. ¡Tremendamente simpática! Me gustaría ponerla sobre mis rodillas y darle seis buenas palmadas.

—Si lo hubiera hecho, probablemente ella se habría enamorado profundamente de usted.

—¿Así son las cosas? —Penrod dejó de sonreír—. Debes de tener datos muy interesantes para contar.

—Relatos que van a hacer arder sus pelos, se lo aseguro. Usted nunca ha escuchado nada semejante. Pero no aquí, ni ahora.

Penrod asintió con la cabeza.

—Estás aprendiendo rápidamente el juego. Tan pronto como haya puesto a la encantadora princesa en su barco, en Kilindini, volveré para escuchar tus historias y para invitarte a un almuerzo en el Club Muthaiga.

—¿Con una botella de Margaux 79 para regarlo? —sugirió León.

—Dos, ¡si eres un hombre de verdad! —prometió Penrod.

—Usted es un gran tipo, tío.

—No es nada, mi querido muchacho.

Mucho antes de la hora señalada, la princesa salió de su tienda con su secretaria y doncellas siguiéndola con los brazos cargados con sus abrigos y vestidos de seda. Penrod tenía un automóvil listo, con el motor haciendo explosiones y rugiendo. León le ofreció su mano a la princesa para subir al asiento del acompañante. Le rozó la ingle con la punta de sus dedos al sentarse y bajó la voz para que sólo él pudiera escucharla.

—Dele mi cariñoso saludo de despedida a mi enorme amigo.

—Gracias, señora. Su cabeza se inclina al pensar en que usted se va.

—¡Muchacho impúdico! —Pellizcó su carne tierna con tanta fuerza que casi le quita el aliento y sus ojos lagrimearon—. No sea confianzudo. No debe usted olvidar cuál es su lugar.

—Por favor, perdone mi insolencia, Su Alteza Real. Estoy desolado. Pero, dígame, ¿qué debo hacer con todo el equipo que deja, el mobiliario, los rifles y el champán? ¿Lo hago empacar y se lo envío?

Nein. No lo quiero. Puede quedarse con todo o quemarlo.

—Usted es muy generosa. ¿Pero alguna vez regresará para cazar conmigo?

—¡Jamás! —dijo con vehemencia—. ¿Con la rabia? ¡No, gracias!

—¿Enviará a sus amigos para cazar conmigo, princesa?

—Sólo a los que realmente odio. —Vio la expresión de él y se ablandó un poco—. Pero no se preocupe, Courtney. Los amigos a los que realmente odio son más numerosos que aquellos a los que realmente quiero. —Se volvió a Penrod en el asiento detrás de ella—. Dígale a su conductor que me saque de este horrible lugar infectado de rabia.

—¡Auf wiedersehen, princesa! —León se quitó el sombrero y saludó con la mano, pero ella no se molestó en volverse mientras el vehículo avanzaba a los saltos por el camino lleno de baches.

Dos semanas después, Penrod se dirigió al campamento Tandala en su semental gris e Ishmael tenía una olla de té Lapsang Souchong recién preparado y un plato de bizcochos de jengibre listo para darle la bienvenida. Ishmael no ofrecía sus bizcochos de jengibre a cualquiera, sino que los reservaba para los invitados que él distinguía especialmente. Después de que Penrod descansó, él y León montaron y partieron en una marcha de doce kilómetros ida y vuelta a Muthaiga.

—Estaba realmente deseando hacer una cabalgata —dijo Penrod—. Parece que nunca puedo abandonar mi escritorio en estos tiempos. —Miró a León—. Por otro lado, tú pareces estar de buen ánimo, querido muchacho.

—La princesa me dio mucho trabajo. ¿No le contó que derribó más de cien jabalíes verrugosos, además de un enorme león de melena negra y un espléndido leopardo?

—Esa gentil dama y yo apenas si intercambiamos una docena de palabras en todo el viaje a la costa. Cuento contigo para que me pongas al día. Por eso fue que vine a buscarte. Aquí podemos hablar sin temor a que nos escuchen sin darnos cuenta. —Hizo un gesto con la mano hacia el bosque circundante y las verdes colinas onduladas—. No hay muchas orejas y ojos por aquí. Así que ahora, León, cuéntale todo a tu indulgente tío.

—Será mejor que ajuste la correa de su casco, señor, o es muy probable que salte por los cielos al oír mis revelaciones.

—Empieza por el principio y no dejes nada afuera.

La cabalgata sin prisa hasta el Muthaiga Country Club les llevó casi una hora y media, el tiempo suficiente para que León hiciera su informe. Penrod no lo interrumpió más que para confirmar un nombre o pedirle que se extendiera un poco sobre algún detalle. Más de una vez respiró con fuerza mientras sus facciones expresaban extrema desaprobación. Al llegar al sendero de entrada al club, León dijo:

—Y eso es todo, tío.

—Suficiente y más que suficiente —respondió Penrod con severidad—. Si me lo hubiera contado otra persona que no fueras tú, tendría reservas. Parte de todo ello es tan estrambótico que escapa a la comprensión de una mente racional. Has logrado más de lo que yo podría haber esperado.

—¿Quiere que le escriba todo esto, señor?

—No. Si lo hubieras hecho antes, ella lo habría descubierto cuando registró tu carpa. Lo recordaré; es muy probable que nunca lo olvide por el resto de mis días. —Penrod permaneció en silencio hasta que llegaron al final del sendero de entrada y dejaron sus caballos delante del edificio principal del club. Entonces dijo en voz baja—: Una dama notable, esta princesa tuya, León.

—No es mía, señor, se lo aseguro. En lo que a mí concierne, las hienas pueden quedarse con ella.

—Ven, vamos a almorzar. El chef tiene huesos de tuétano y estofado de carne en conserva en el menú de hoy. Espero que tus espeluznantes relatos no hayan estropeado mi apetito.

—Nada podría hacer eso, señor.

—Ten cuidado, mi muchacho. Muestra un poco de respeto por mis pelos grises y las estrellas sobre mis hombros.

—Perdóneme, general. No fue mi intención ofender. Sólo estaba sugiriendo que usted es un conocedor de gusto impecable.

En cuanto Penrod terminó de saludar a la mayoría de los demás comensales en el lugar, deteniéndose por un momento en cada mesa, finalmente llegaron a la terraza y se sentaron en sus sillas debajo de las buganvillas. Malonzi abrió y sirvió el vino, trajo el entremés de tuétano sobre tostadas y se retiró discretamente.

—Déjame ponerte al día con todo lo que ha estado ocurriendo en el amplio mundo mientras tú retozabas con la realeza y los jabalíes verrugosos en la selva. —Penrod sacó un gran trozo grasoso de tuétano del hueso para ponerlo en su tostada mientras comenzaba su breve resumen de los acontecimientos en Europa—. El dato más sorprendente para comentar es que en las últimas elecciones el Partido Socialdemócrata, por primera vez en la historia, se ha convertido en el partido más grande en el Reichstag alemán. Ha obtenido más del doble de las bancas que tenía en las elecciones de 1907, lo cual constituye una gran amenaza para más adelante. La élite militar alemana que tiene el poder tendrá que hacer algo espectacular para poder sostenerse. ¿Alguien quiere una linda y pequeña guerra? —Se metió la tostada con tuétano en la boca y masticó con placer—. Y seguramente Serbia querrá meterse en Austria. ¿Qué tal otra guerra pequeña? Y hablando de ello, la que se desarrolla en Turquía continúa ruidosamente. Los turcos han rechazado a los búlgaros en las puertas de Constantinopla, pero les costó veinte mil bajas… —Devoró el resto del tuétano y lo bañó con una copa de Margaux.

Mientras esperaban que Malonzi sirviera el estofado, continuó:

—Ahora, para hablar de cosas más cercanas, se te ha acumulado una gran cantidad de correspondencia, en la que se incluye una docena o más de pedidos de tus servicios como cazador. Recogí las cartas en el correo y las leí para ahorrarte el trabajo.

—Ya lo he dicho antes, pero lo diré otra vez. Tío, ¡usted es un gran tipo!

Penrod agradeció el cumplido con un elegante movimiento del tenedor.

—La mayoría de estas comunicaciones eran de don nadies… ésas las descarté. De todas maneras, eso es prometedor, ya todas provienen de nuestro país favorito, Alemania. Una es de un ministro conservador del gobierno, la segunda es de un conde Bauer, consejero del canciller imperial, Theobald von Bethmann-Hollweg, y la tercera es de un capitán de la industria que es el contratista particular más grande del ejército. Naturalmente deseamos cultivar a los tres. Sin embargo, el más atractivo desde nuestro punto de vista es el industrial. Su nombre es el Graf Otto Kurt Thomas von Meerbach. Es la cabeza de los Talleres Meerbach.

—Sé quienes son. —León estaba impresionado—. Desarrollaron el motor rotativo Meerbach para aviones. Están en competencia con el conde Zeppelin por la construcción de naves aéreas dirigibles. ¡Por todos los demonios! Me encantaría conocer a ese tipo. Estoy fascinado con la idea de volar por el cielo, pero hasta la fecha nunca he visto siquiera de lejos una de las nuevas e increíbles máquinas voladoras, y ni hablar de tener la oportunidad de subir a una.

Penrod sonrió ante su entusiasmo juvenil.

—Si todo sale como está planeado, podrías tener pronto esa oportunidad. Con la aprobación de Percy he respondido por cable urgente a Von Meerbach en tu nombre. Le di todos los detalles de lo que tienes para ofrecer, incluyendo fechas disponibles y tus precios habituales. Pero, mientras tanto, no has probado el estofado. Está muy bueno. Ah, y a propósito, también hay una carta de tu amigo Kermit Roosevelt.

—Que usted abrió para ahorrarme el trabajo.

—Santo Cielo, no. —Penrod estaba horrorizado—. Ni soñar con hacer tal cosa. Ésa es tu correspondencia privada.

—¿A diferencia de toda mi otra correspondencia, que es pública, tío? —preguntó León, y Penrod sonrió sin incomodarse.

—Es parte de mi trabajo, mi querido muchacho. —Luego cambió de tema—. Bien, tengo entendido que, liberado ya de la princesa, vas de inmediato a colaborar con tu socio, Percy, en el safari de Eastmont.

—Eso es correcto. Parto mañana a primera hora. Percy está cazando en la costa oeste del lago Manyara, en territorio alemán. Dejó una nota para mí en Tandala. Dice que lord Eastmont quiere conseguir un búfalo de por lo menos un metro veinte y Manyara es el mejor lugar para encontrar uno.

—Percy me presentó a Eastmont cuando pasó por Nairobi. Cenamos juntos aquí, Percy, yo y los dos lores, Eastmont y Delamere.

—¿Qué le pareció Eastmont, si puedo preguntarle, señor?

—Puedes preguntar. No hay problema. A decir verdad, estaba a punto de contarles todo. Tú y Percy tienen que saberlo. Desde nuestro primer encuentro, me pareció que era un bicho raro. Algo en él me molestaba. Fue sólo después de que él y Percy partieron hacia Manyara cuando todo volvió a mi mente, de manera precipitada y rugiente, si me permites la licencia poética.

—Permiso concedido, señor. Por favor, continúe. Soy todo oídos.

—Recordé que había habido un pequeño incidente desagradable en la campaña sudafricana allá en el 99. Un joven capitán del Regimiento de Caballería de Middlesex llamado Bertie Cochrane estaba al mando de un pelotón de reconocimiento de avanzada en un lugar llamado Slang Nek cuando tropezaron con un fuerte contingente bóer. A los primeros disparos el joven Cochrane huyó. Dejó que su sargento tratara de rechazar a los bóers y huyó a su casa. Fue una masacre. El pelotón tuvo quince bajas de veinte hombres antes de poder liberarse. Cochrane fue llevado a consejo de guerra por cobardía ante el enemigo, fue encontrado culpable y destituido. Podrían haberle puesto una venda en los ojos y una bala 303 si no fuera por sus amigos en altos cargos. Cuando recordé todo esto, envié un cable a alguien que conozco en el Ministerio de Guerra para verificar lo que recordaba del incidente. La respuesta fue afirmativa. Cochrane y Eastmont son una y la misma persona, pero había algunos fragmentos más de información. Después de su baja deshonrosa, el joven Bertie Cochrane se casó con una muy rica estadounidense, heredera de negocios relacionados con el aceite. Menos de dos años después, la nueva señora Cochrane se ahogó en un accidente en un bote en Ullswater, en el Distrito de los Lagos en Cumberland. Cochrane fue juzgado por los tribunales de Middlesex por el homicidio de su esposa, pero absuelto por falta de pruebas. Heredó su fortuna y dos años más tarde, a la muerte de su tío, se convirtió en el conde de Eastmont, con una propiedad de más de cuatro mil hectáreas cerca de Appleby, en Westmorland. Así pues, el común y viejo Bertie Cochrane se convirtió en Bertram, conde de Eastmont.

—¡Santo cielo! ¿Percy lo sabe?

—No todavía, pero confío en que tú le darás las buenas nuevas.

León estaba de un humor meditabundo cuando regresó a caballo a Tandala. Cuando llegó, Manyoro y Loikot lo estaban esperando. Les dio instrucciones para comenzar temprano a la mañana siguiente el viaje para unirse al campamento de caza de Percy, en las orillas del lago Manyara; luego fue a su tienda para leer su correspondencia.

Había tres cartas maravillosamente cariñosas y entretenidas de su madre. Cada una tenía más de veinte páginas de extensión y, aunque estaban fechadas con un mes de separación entre ellas, habían llegado al correo de Nairobi juntas. Se enteró de que su padre estaba bien y próspero, como siempre. El más reciente libro de su madre se llamaba Reflexiones africanas y había sido aceptado para su publicación por Macmillan de Londres. La hermana mayor de León, Penélope, iba a casarse con su novio de la infancia en mayo, es decir, hacía seis semanas. Tendría que enviarle un tardío regalo de bodas. Colocó aparte las tres cartas maternales para responderlas y luego abrió el sobre con el matasellos de Nueva York y el sello rojo de cera de Kermit en la solapa.

Kermit había cumplido con su palabra. Su carta era refrescante y estaba llena de noticias. Contaba los últimos meses del gran safari con Quentin Grogan por el Nilo a través de Sudán y Egipto. Gran Medicina había continuado haciendo estragos entre las manadas de animales de caza. En el viaje desde Alejandría hasta Nueva York, se había enamorado otra vez, pero la niña ya estaba comprometida. Parecía haber aceptado bien este rechazo. Luego pasaba a describir una cena en la casa de Andrew Carnegie, el multimillonario del acero que había financiado el gran safari del Presidente. Entre los demás invitados estaba el industrial alemán de Wieskirche en Baviera. Su nombre era Otto von Meerbach. Kermit había estado sentado frente a él durante la cena y se habían llevado muy bien de inmediato. Después de la cena, cuando las damas se habían retirado, se quedaron juntos tomando oporto y fumando cigarros.

Otto es un personaje extraordinario, salido de las páginas de una novela barata, con cicatrices dejadas por los duelos a espada y todo —había escrito Kermit—. Es un hombre de gran tamaño, lleno de energía y muy seguro de sí, y aun si a uno no le gustara, tendría que admirarlo. Es el propietario de los Talleres Meerbach. Estoy seguro de que habrás oído hablar de estos talleres. Es más, creo recordar que tú y yo hablamos de esto. Es una de las empresas más grandes y más prósperas de toda Europa, que da trabajo a más de treinta mil personas. Talleres Meerbach desarrolló el motor rotatorio para máquinas voladoras y aeronaves dirigibles. También produce automóviles y camiones para el ejército alemán, y aviones para su fuerza aérea. Pero lo que es muy interesante acerca de Otto es que es un ávido cazador. Tiene enormes propiedades en Baviera donde caza a ciervos y jabalíes. En invierno realiza reuniones de caza en su Schloss, que son famosas. No es nada fuera de lo habitual que los cazadores maten más de doscientos jabalíes en un día. Me ha invitado a participar de esas cacerías con él la próxima vez que yo lo visite en Europa. Lo conté sobre nuestro safari y se mostró muy interesado. Me dijo que había estado pensando en un safari africano desde hacía años. Me pidió tu dirección y, por supuesto, se la di. Espero que no te moleste.

—De modo que así fue como Von Meerbach se enteró de dónde encontrarme —dijo León en voz alta—. Gracias, Kermit. —La carta continuaba unas cuantas páginas más.

La esposa de Otto, o tal vez es su amante, no estoy muy seguro de cuál es la relación, es realmente una de las damas más hermosas que jamás haya visto. Su nombre es Eva von Wellberg. Es muy refinada y serena pero, mi dulce Jesús, cuando volvió esos ojos hacia mí, mi corazón se derritió como manteca en una sartén. Me habría batido gustosamente a duelo con Otto para obtener sus favores, aunque tiene fama de ser uno de los mejores espadachines de Europa. Así son de fuertes los sentimientos que provocó en mí esta encantadora acompañante de él.

León se rio. La hipérbole era muy característica de Kermit. Interpretó que la descripción que hacía su amigo quería decir que lo más probable era que Eva fuera medianamente atractiva. Kermit terminaba exhortando a León para que respondiera pronto, para contarle todas las noticias de sus propias actividades y de los muchos amigos que Kermit había hecho en África Oriental Británica, en particular Manyoro y Loikot. Concluía: «Salaam y Waidmanns Heil (Otto me enseñó que éste es el saludo de los cazadores) de tu GHS». León necesitó un momento para darse cuenta de lo que significaban estas letras. Sonrió otra vez.

—Y mis mejores deseos para ti, también, Kermit Roosevelt, guerrero hermano de sangre.

León abrió su escritorio de campaña para comenzar a responderles a su madre y Kermit, pero antes de que pudiera poner la pluma en el tintero, Ishmael tocó el gong de la cena. León gruñó. No se había recuperado del todo de su almuerzo con Penrod. Pero las comidas de Ishmael no eran opcionales. Eran obligatorias.

El viaje hacia el Sur, al lago Manyara, transitó por caminos brutalmente malos durante los primeros trescientos kilómetros. El Vauxhall recibió un castigo cruel y se vieron obligados a detenerse y reparar neumáticos pinchados por lo menos una docena de veces. Manyoro y Loikot se habían convertido en grandes maestros en el arte de ubicar y retirar las espinas que los habían perforado. En las partes arenosas del camino, el motor hervía con regularidad y tenían que esperar a que se enfriara antes de volver a llenar el radiador.

El límite entre el África Oriental Británica y el África Oriental Alemana no estaba marcado ni protegido. No había postes indicadores en la ruta, aparte de los incendios de árboles a los costados del camino y algunos cráneos blanqueados de animales colocados sobre palos. Guiándose sobre todo por instinto y por el cielo, llegaron finalmente a un pequeño negocio de campaña manejado por un comerciante indio en el río Makuyuni. Percy había dejado un par de buenos caballos en manos del dueño de la tienda para cuando ellos llegaran.

León detuvo el coche debajo de una higuera en la parte de atrás de la tienda y ensilló uno de los animales. Desde allí seguirían a caballo por unos ochenta kilómetros hasta el campamento de caza de Percy, que estaba instalado sobre un promontorio a orillas del lago.

Al día siguiente, una hora después del anochecer, León y sus masai llegaron al lugar. Descubrió que ni Percy ni ninguno de sus nobles clientes habían regresado al campamento. El cocinero de Percy le sirvió a León una cena de corazón de hipopótamo asado a la parrilla con crema de tapioca, puré de calabaza y un espeso jugo de carne Bisto.

Después, León se sentó junto al fuego a observar a los flamencos que volaban contra la luna en filas oscuras y ondulantes. Un incendio de arbustos ardía a la distancia, en la otra orilla del lago. Parecía una serpiente encendida que se deslizaba por las colinas oscuras, y se podía oler el humo. Eran más de las diez cuando escuchó los caballos que venían y se dirigió al borde del campamento para recibirlos.

Cuando Percy bajó entumecido y dolorido de su silla de montar, reconoció a León que esperaba en las sombras. Enderezó los hombros y su cara se arrugó en una sonrisa de bienvenida.

—¡Muy bienvenido, realmente! —exclamó—. Tus tiempos son inmaculados, León. Ven al fuego y te presentaré al conde. Y hasta podría ser que te sirviera un trago de Talisker.

Eastmont era una persona alta y desgarbada, con enormes manos y pies, y una cabeza del tamaño de una sandía. Sus miembros largos y delgados no hacían juego con su torso voluminoso. Percy medía un poco más de un metro ochenta y su rastreador masai era un par de centímetros más alto, pero Eastmont sobresalía sobre ellos, y León calculó que debía de medir casi un metro noventa. Cuando se dieron la mano, su puño envolvió los dedos de León como si fueran los de un niño. A la luz temblorosa del fuego, las facciones de Eastmont se veían demacradas y huesudas, y su expresión, sombría y taciturna. Hablaba poco y le dejó toda la conversación a Percy. Una vez que se sirvieron los vasos, permaneció sentado con la mirada fija en el fuego mientras Percy contaba la cacería del día.

—Bien, milord quería un búfalo realmente monumental y, por todos los dioses, encontramos uno esta mañana. Era un viejo solitario y, juro por todo lo que es sagrado, que medía casi un metro cuarenta.

—Percy, ¡eso es increíble! Pero le creo —le aseguró León—. Muéstreme la cabeza. ¿Su gente está trayéndola esta noche, o los desolladores vendrán con ella mañana?

Se produjo un incómodo silencio y Percy miró a su cliente por encima del fuego. Eastmont parecía no haber escuchado. Continuó con la mirada fija en las llamas.

—Bien —dijo Percy, y se detuvo otra vez. Luego continuó con una catarata de palabras—. Hay un pequeño problema. La cabeza del búfalo continúa unida a su cuerpo, y el cuerpo sigue vivito y coleando.

León sintió un escalofrío en la nuca, pero preguntó con cuidado:

—¿Herido?

Percy asintió de mala gana para luego admitirlo.

—Sí, pero muy mal herido, creo.

—¿Cuan herido, Percy? ¿En la cabeza o en las tripas? ¿Cuánta sangre?

—Pata trasera —respondió Percy. Luego se apresuró a decir—: Con el hueso largo roto, creo. Debería estar rígido e inmóvil para mañana por la mañana.

—¿Sangre, Percy? ¿Cuánta?

—Algo.

—¿Arterial o venosa?

—Difícil decirlo.

—Percy, no es difícil distinguir entre la arterial y la venosa. Usted me enseñó a hacerlo, así que debe saberlo. Una es rojo brillante; la otra, oscura. ¿Por qué fue difícil notar la diferencia?

—No había mucha sangre.

—¿Hasta dónde lo rastrearon?

—Hasta que se puso oscuro.

—Hasta dónde, Percy, no cuánto tiempo.

—Unos tres kilómetros.

—¡Mierda! —exclamó León, como si realmente quisiera decir esa palabra.

—La versión educada de esa palabra es merde. —Percy trató de darle al asunto un toque de humor.

—Me quedo con la vieja y expresiva palabra anglosajona. —León no sonrió.

Estuvieron en silencio durante varios y largos minutos. Entonces, León miró a Eastmont.

—¿Qué calibre estaba usando, milord?

—Tres siete cinco —Eastmont no levantó la vista cuando habló.

«¡Mierda otra vez!», pensó León, pero no lo dijo. «¡Maldita cerbatana!»

—¿Es muy espeso el lugar donde se escondió, Percy?

—Es espeso —admitió Percy—. Lo seguiremos mañana con las primeras luces. Estará inmóvil y dolorido. No debería llevarnos demasiado tiempo alcanzarlo.

—Tengo un mejor plan. Ustedes dos se quedan aquí y se toman un día de descanso en el campamento. Reposo para su pierna, Percy. Yo lo seguiré y terminaré con el asunto —sugirió León.

El conde dejó escapar un bramido como el de un león marino macho en la temporada de apareamiento.

—Usted no hará semejante cosa, mocoso insolente. Es mi búfalo y yo me ocuparé de él.

—Con todo el debido respeto, milord, demasiadas armas de fuego podrían convertir una situación potencialmente peligrosa en fatal. Permítame ir. Para esto es para lo que nos paga tanto dinero. —León sonrió en un intento poco convincente de diplomacia.

—Pagué tanto dinero para que usted haga lo que carajo se le diga, mi muchacho. —La boca de León se endureció. Miró a Percy, que sacudió la cabeza.

—León, todo estará bien —dijo—. Probablemente lo encontremos mañana.

León se puso de pie.

—Como usted quiera. Estaré listo para montar al clarear el día. Buenas noches, milord. —Eastmont no respondió y León se volvió a Percy. Se lo veía viejo y enfermo en la luz del fuego—. Buenas noches, Percy —dijo en tono amable—. No se preocupe. Tengo el presentimiento de que todo irá bien. Lo encontraremos. Lo sé.

León estaba en el borde del despeñadero con Manyoro y Loikot. El sol no había salido todavía y a baja altura se veía un banco de neblina sobre el agua. El amanecer no era ventoso y el lago era de un color gris peltre brillante. Bandadas de luminosos flamencos rosados volaban en largas y ondulantes filas sobre el agua gris y serena, que reflejaba sus imágenes perfectas como un espejo. Era muy hermoso.

Bwana Samawati cree que su pata trasera está fracturada —informó León, todavía mirando a los flamencos—. Tal vez eso le haga disminuir la velocidad un poco. —Loikot escupió un poco de moco a la arena de lava negra; Manyoro se hurgó la nariz y luego observó con atención el producto seco en la punta de su dedo índice. Ninguno respondió la necia afirmación. Una pata fracturada no iba a hacer disminuir la velocidad de un búfalo macho enfadado.

Bwana Mjiguu quiere ir adelante —continuó León—. Dice que es su búfalo. Él le disparará. —Los masai se referían a Eastmont con el nombre de «el señor de pies grandes» y recibieron esta última información con tanto júbilo como si les hubieran informado la muerte de un amigo querido.

—Tal vez le dispare a la otra pata. Eso sí le hará disminuir la velocidad —sugirió Manyoro, y Loikot se dobló en medio de un ataque de risa. León no pudo controlarse. Tuvo que participar y la risa alivió un poco sus sentimientos.

Detrás de ellos, Percy salió de su carpa, y León se apartó de los masai para saludarlo. Su rostro estaba tan gris como las aguas del lago y su renguera, más pronunciada.

—Buen día, Percy. ¿Pasó una buena noche?

—La maldita pierna me mantuvo despierto.

—Hay café en la carpa-comedor —le informó León, y se dirigieron a ella—. Vi a mi tío Penrod en Nairobi. Me pidió que le dijera algo.

—Adelante.

—Eastmont fue destituido del ejército en África del Sur. Cobardía ante el enemigo. —Percy se detuvo y lo miró a los ojos—. Ya en el país, fue encontrado inocente de la acusación de ahogar a su esposa, que era sumamente rica. Falta de pruebas.

Percy pensó en esto por un momento. Luego dijo:

—¿Sabes una cosa? Eso no me sorprende en lo más mínimo. Lo llevé casi junto al búfalo ayer. Veinte metros. Ni un centímetro más. Le disparó a la pata trasera porque estaba sobrecogido por el terror.

—¿Y va a dejarlo ir adelante hoy?

—Lo escuchaste anoche. No tenemos muchas alternativas, ¿no?

—¿Usted quiere que yo lo apoye?

—¿Crees que ya no puedo hacer nada más? —Percy parecía desolado.

León se sintió dolido por el remordimiento.

—¡Demonios, no! Usted todavía es pura dinamita.

—Gracias. Necesitaba escuchar eso. Pero Eastmont sigue siendo mi cliente. Yo lo apoyaré, pero, agradecería tenerte detrás de mí. —En ese momento, Eastmont salió de su carpa y caminó arrastrando los pies hacia ellos. Su manera de caminar era desgarbada, como un oso bailarín atado a una cadena.

—Buenos días, milord —saludó Percy con entusiasmo—. ¿Ansioso por encontrar su búfalo?

Cabalgaron durante una hora antes de llegar al sitio donde Percy había abandonado la huella de sangre la noche anterior. Era un mal lugar. La maleza espinosa era densa y lo cubría todo hasta el suelo. Había estrechos pasajes a través de ella que habían sido abiertos por rinocerontes, elefantes y manadas de búfalos.

El rastreador de Percy, que había estado con él durante treinta años, se llamaba Ko’twa. Señaló la huella vieja, que había sido casi borrada por el paso de otros animales grandes durante la noche, y Manyoro y Loikot partieron trotando.

Los tres cazadores los siguieron a caballo. Si bien la maleza era espesa, el suelo era blando y arenoso, de modo que cubrieron los primeros tres kilómetros rápidamente. Luego el tipo de terreno cambió para convertirse en grava firme que se resistía a las huellas de las pezuñas del búfalo. Había poca sangre, que se había secado y vuelto negra, de modo que resultaba casi imposible distinguir las manchas en el mantillo de hojas muertas y ramitas secas debajo de los arbustos. Los jinetes seguían muy atrás para permitir a los tres rastreadores realizar sus pequeños milagros de detección sin interferencia. Al cabo de otra hora, el sol estaba ya alto y caliente como un horno. No había ninguna brisa y el aire era sofocante. Hasta las aves y los insectos estaban inactivos. El silencio era melancólico y ominoso, y la maleza espinosa se hacía más densa, hasta parecer casi sólida. Los rastreadores se metieron por los estrechos senderos y las aberturas entre las hirientes y puntiagudas ramas. Incluso desde el lomo de los caballos, la vista hacia adelante estaba muy reducida.

Finalmente, León detuvo su animal y le susurró a Percy:

—Estamos haciendo demasiado ruido. El búfalo va a escuchar nuestro acercamiento a más de un kilómetro. No queremos obligarlo a moverse. Eso le aflojaría la herida. Debemos dejar los caballos. —Desensillaron y ataron sus cabalgaduras, pero les pusieron morrales con alimento para mantenerlos contentos.

Mientras tomaban el último trago de agua de las cantimploras, Percy le dio las últimas instrucciones a Eastmont.

—Cuando el búfalo avance, y quiero decir cuando lo haga, no si lo hiciera, lo hará con la nariz alta en el aire. Es probable que avance en zigzag frente a usted. Uno podría pensar que se mueve lentamente y que en realidad no se dirige hacia donde está uno. No se engañe. Vendrá muy rápido y dispuesto a atacarlo. Se verá tan grande que usted podría sentirse confundido respecto a dónde apuntar su disparo. Podría sentirse tentado a disparar en medio de su cuerpo. No lo haga. Sólo hay un lugar para dispararle si quiere detenerlo. Dispárele al cerebro. Recuerde, su nariz está muy levantada. Apunte al extremo. Estará húmeda y brillante, y le dará una buena marca para apuntar. Siga disparándole a la nariz hasta que caiga. Si no cae y sigue avanzando, córrase a la izquierda. Yo estaré junto a su codo derecho y usted debe dejarme un buen espacio para disparar. ¡Izquierda! Muévase a la izquierda. ¿Me entiende?

—No soy un niño, Phillips —dijo el conde con cierta rigidez—. No me hable como si lo fuera.

«No, usted no es niño —pensó León con amargura—. Usted es el caballero valiente que dejó que su pelotón fuera despedazado a tiros por los viejos y buenos bóers. Creo que podríamos divertirnos un poco con usted hoy, milord».

—Mis disculpas —respondió Percy—. ¿Está usted listo para partir? Se ubicaron en formación de batalla. Eastmont iba en la punta, con Percy cerca de su codo derecho y León cerraba la retaguardia. Todos los rifles estaban cargados y con el seguro puesto. León llevaba dos cartuchos 470 de repuesto sostenidos entre los dedos de la mano izquierda, listos para una recarga rápida. Seguían a los rastreadores, que sabían exactamente lo que tenían que hacer sin que nadie se lo dijera. Eso era todo lo que iban a hacer en aquella jornada. Apenas el búfalo saliera de su refugio, su obligación era despejar el frente y dejar el terreno libre a Eastmont para enfrentarse con el animal. Avanzaban lentamente y en silencio, comunicándose entre ellos por lenguaje de señas.

El sol subió hacia su cénit. El aire estaba tan caliente como el aliento del infierno. La espalda de la camisa de Eastmont estaba empapada de sudor. León vio gotas que bajaban por su nuca desde la línea del pelo. Podía escucharlo respirar en el silencio: una respiración entrecortada, breve y con dificultad, como la de un asmático. Habían avanzado no más de doscientos lentos pasos en la última hora y la tensión parecía crepitar en el aire alrededor de ellos, como electricidad estática.

De pronto, hubo un ruido que venía directamente desde adelante, como dos ramitas secas golpeadas una con otra. Los rastreadores se quedaron inmóviles. Loikot estaba parado en una pierna, con la otra estirada para dar el siguiente paso.

—¿Qué fue eso? —preguntó Eastmont. En el silencio su voz sonó como una sirena de niebla.

Percy le tomó el hombro y lo apretó con fuerza para hacerlo callar. Luego se inclinó hacia adelante hasta que sus labios casi quedaron tocando la oreja de Eastmont.

—El búfalo nos escuchó acercarnos. Se paró y se levantó del lugar donde estaba descansando. Su cuerno tocó una rama. Está cerca. Haga absoluto silencio.

Nadie más habló y nadie se movió. Loikot todavía estaba parado en una pierna. Todos escuchaban, inmóviles como figuras de cera. Duró como toda una eternidad y un poco más. Luego Loikot bajó su pie al suelo y Manyoro giró la cabeza para mirar atrás. Le hizo un movimiento elegante y elocuente con la mano derecha a León. «El búfalo se ha ido hacia adelante —dijo la mano—. Podemos seguir».

Continuaron cautelosamente pero no escucharon ni vieron nada. En ese momento la tensión era como la vibración de cables de acero estirados al punto límite. El pulgar de León estaba en el seguro del Holland y la culata estaba metida debajo de su axila derecha. Podía montar, apuntar y disparar al instante. Entonces lo escuchó, blando como la lluvia en la hierba, débil como la respiración de un bebé dormido. Miró a la izquierda, y el búfalo se movía hacia él.

Había vuelto sobre sus pasos y les tendía una emboscada, escondido en la impenetrable espesura de espinas grises. Había dejado pasar a los rastreadores y después salió, negro como el carbón y grande como una montaña de granito. La amplitud de los grandes cuernos curvos era lustrosa y brillante, más ancha que un hombre alto con los dos brazos extendidos. Las puntas eran agudas como dagas y la protuberancia entre ellas era nudosa como la cascara de una nuez gigantesca, y grande como un monolito de obsidiana.

—¡Percy! ¡A tu izquierda! ¡Viene! —León gritó con toda la fuerza de sus pulmones. Se movió para tener un campo de fuego claro, pero cuando levantó el rifle hasta su hombro, el búfalo galopó detrás de un grupo de arbustos espinosos que había en el medio. No podía apuntarle.

—¡Es suyo, Percy! ¡Atrápelo! —gritó León otra vez, y por el rabillo del ojo vio que Percy se volvía a la izquierda y se acomodaba para quedar en posición. Pero su pierna lisiada le incomodaba y le hizo disminuir la velocidad. Se preparó y se inclinó sobre su rifle, nivelándolo contra el macho que atacaba. León supo que Percy le iba a dar en el cerebro desde esa distancia. Percy era un viejo cazador. No lo iba a estropear, no en ese momento, ni nunca.

Pero se habían olvidado de lord Eastmont. Cuando Percy ajustó su índice en el gatillo, los nervios de Eastmont no resistieron más. Dejó caer su rifle, dio media vuelta y corrió en busca de seguridad. Sus ojos estaban desorbitados y su cara, de color blanco ceniza por el pánico, mientras retrocedía pesadamente por el sendero. No pareció siquiera ver a Percy cuando chocó contra él con todo su peso. Percy cayó y el rifle voló de sus manos cuando golpeó el suelo con los hombros y la parte posterior de la cabeza. Eastmont ni siquiera detuvo su carrera, sino que fue directamente contra León. El sendero era demasiado angosto para que León pudiera evitarlo. Dio vuelta su rifle y usó la culata en un esfuerzo por apartar a Eastmont en su loca carrera.

Fue inútil. Eastmont era un hombre enorme y estaba fuera de sí por el terror. Nada podía detenerlo. León lo golpeó con la culata del rifle en el centro del pecho. El bloque de madera de nogal se rompió limpiamente en la parte más estrecha, pero Eastmont ni siquiera parpadeó. Fue hacia León como una avalancha y éste fue lanzado a un lado por la colisión. Eastmont continuó corriendo. León aterrizó sobre su hombro derecho en un costado del sendero. Tenía el mango del rifle roto en la mano izquierda y se empujó con la derecha para levantarse. Miró desesperadamente por el sendero donde Percy había caído.

Percy se esforzaba por ponerse de rodillas. Había perdido su rifle y estaba aturdido por el golpe en la parte posterior de la cabeza. Detrás de él, León vio que el búfalo se lanzaba afuera de la maleza espinosa hacia el angosto sendero. Sus ojos pequeños estaban inyectados de sangre y fijos en Percy. Bajó su gran cabeza y se lanzó hacia él. Su pata trasera inutilizada iba balanceándose y colgando sin vida del hueso roto, pero el animal corría con las otras tres, rápido y oscuro como un tornado de verano.

León levantó el rifle roto. La culata había desaparecido, pero iba a disparar con una sola mano. Sabía que el culatazo podía romperle la muñeca.

—Percy, ¡agáchese! —gritó—. ¡Al suelo! Deme una oportunidad. —Pero Percy estaba de pie con toda su altura, obstruyendo su disparo. Sacudía la cabeza en estado de confusión, tambaleándose como si estuviera ebrio y mirando vagamente a su alrededor. León trató de gritar otra vez, pero su garganta se paralizó por el horror y no pudo pronunciar un sonido. Observó al búfalo que movía la cabeza a un lado, preparando el gancho, mientras cubría los últimos metros para llegar a Percy. Su cuello era tan grueso como un tronco de árbol y lleno de músculos abultados. Usó toda esa fuerza contenida para mover aquella media luna de cuernos.

La punta de un cuerno golpeó a Percy en la parte baja de su espalda, a la altura de los riñones. El búfalo sacudió la cabeza hacia arriba y lo atravesó. Sin poder creerlo, León vio que la punta del largo cuerno curvo aparecía por el vientre de su amigo. El búfalo sacudió la cabeza en un esfuerzo por deshacerse de ese cuerpo blando. Percy fue sacudido de un lado a otro y sus brazos y piernas se agitaron sin resistencia, pero el cuerno seguía atravesado en su vientre. León podía escuchar el ruido como de seda rasgada que hacían su piel y sus carnes al romperse. Percy había quedado colgado sobre la cabeza del búfalo y le impedía a éste la visión. León corrió hacia adelante, sacando el seguro de su rifle roto. Antes de que pudiera alcanzarlos, el búfalo bajó la cabeza y arrastró a Percy contra el suelo. Apenas se libró de él, lo golpeó con su gran cornamenta y, parado sobre él, empezó a aplastarlo contra el suelo. León oyó el ruido de las costillas de Percy que se rompían como ramitas secas. No podía dispararle al cráneo del macho porque la bala lo habría atravesado para entrar en el cuerpo enganchado de Percy.

Se apoyó en una rodilla junto al hombro del búfalo y apretó los cañones del Holland contra el enorme cogote, en la coyuntura de la espina dorsal y el cuerpo. Había esperado que el culatazo del rifle le rompiera la muñeca, pero era tal su furia y concentración que apenas si lo sintió y pensó que el cartucho había fallado. Pero el macho se tambaleó, alejándose del disparo, y cayó sentado sobre sus patas traseras, con las delanteras juntas por delante. Bajó la cabeza; por fin León podía alcanzar el cerebro. Se puso de pie de un salto y avanzó corriendo otra vez, cuidándose de quedar lejos del amplio movimiento de aquellos letales cuernos. Apretó la boca del cañón todavía cargado contra la parte posterior del cráneo, detrás del bulto intermedio de los cuernos, y disparó con el segundo cañón. La bala hizo volar el cerebro de la bestia en pedazos dentro de su ataúd de hueso. Cayó hacia adelante y luego rodó a un costado. Su pata posterior sana pataleó convulsivamente y dejó escapar un bramido de muerte largo y triste; luego quedó inmóvil.

León dejó caer el rifle roto y se volvió hacia donde Percy yacía tendido. Cayó de rodillas junto a él. Percy estaba boca arriba con los brazos abiertos como un crucifijo. Tenía los ojos cerrados. La herida en su estómago era espantosa. Los violentos movimientos del macho la habían abierto más, de modo que los intestinos rotos y enredados escapaban por la abertura mientras el contenido salía a borbotones por la herida. Por el color oscuro de la sangre se dio cuenta de que a Percy le sangraban los riñones.

—¡Percy! —gritó León. Se resistía a tocarlo, temeroso de producirle más dolor y daño—. ¿Percy?

Su socio abrió los ojos y con gran esfuerzo se concentró en la cara de León. Sonrió lamentándolo, con tristeza.

—Bien, no me salvé la segunda vez. La primera fue sólo mi vieja pierna, pero ahora me han matado, realmente.

—No diga tantas tonterías. —La voz de León era severa, pero su visión se estaba poniendo borrosa. Sintió la humedad en sus mejillas y esperó que fuera sólo el sudor—. Tan pronto como lo remiende, lo llevaré al campamento. Va a estar bien. —Se quitó la camisa e hizo una pelota con ella—. Esto podría ser un poco incómodo, pero tenemos que contener todo adentro hasta que lleguemos. —Metió la camisa en el agujero del abdomen de Percy. Entró fácilmente pues la herida era amplia y profunda.

—No siento nada —dijo Percy—. Esto va a ser mucho más fácil de lo que alguna vez imaginé que iba a ser.

—Cállese, viejo. —León no pudo mirarlo a los ojos donde las sombras se iban reuniendo—. Ahora, vamos. Voy a levantarlo y llevarlo a su caballo.

—No —susurró Percy—. Deja que suceda aquí. Estoy listo para ello, si tú me ayudas.

—Cualquier cosa —dijo León—. Lo que quiera, Percy. Usted lo sabe.

—Entonces dame tu mano. —Percy la buscó a tientas y León le tomó la mano con firmeza. Percy cerró los ojos—. Nunca tuve un hijo —dijo en voz baja—. Quería tenerlo, pero nunca lo tuve.

—No lo sabía —dijo León.

Percy abrió los ojos.

—Supongo que no hay más remedio que conformarme contigo en cambio. —El viejo brillo estaba otra vez en sus ojos. León trató de responder, pero su garganta estaba ahogada. Tosió y giró la cabeza. Tardó un momento para encontrar su voz.

—No soy bueno para esa tarea, Percy.

—Nunca nadie lloró por mí antes. —Había admiración en la voz de Percy.

—¡Mierda! —exclamó León.

Merde —lo corrigió Percy.

Merde —repitió León.

—Ahora, escucha. —Había una urgencia repentina en el tono de Percy—. Sabía que esto iba a ocurrir. Tuve un sueño, una premonición. Dejé algo para ti en el viejo baúl metálico para viajes debajo de mi cama en Tandala.

—Lo quiero, Percy, viejo duro y bastardo.

—Nadie nunca me dijo eso tampoco. —El brillo en los ojos azules empezó a desvanecerse—. Prepárate. Va a ocurrir ahora. Prepárate a apretarme la mano para ayudarme a cruzar al otro lado. —Cerró los ojos con fuerza durante un largo minuto; luego los abrió muy grandes—. Aprieta, hijo. ¡Aprieta con fuerza! —León apretó y le sorprendió la fuerza con que el viejo le devolvió el apretón.

—¡Oh, Dios, perdóname mis pecados! ¡Oh, dulce, amoroso Padre! Ahí voy. —Percy lazó su último suspiro. Su cuerpo se puso rígido y, luego, su mano en la de León se aflojó. León permaneció sentado junto a él un largo rato. No se dio cuenta de que los rastreadores habían regresado y estaban en cuclillas detrás de él. Cuando León extendió la mano y cerró suavemente los ojos abiertos de Percy, Ko’twa se puso de pie de un salto y volvió corriendo por el sendero, blandiendo su assegai.

Con cuidado León arregló los miembros de Percy y lo levantó en sus brazos como si fuera un niño dormido. Se dirigió de regreso hacia donde habían atado los caballos, con la cabeza de Percy apoyada en su hombro. No había avanzado cincuenta pasos cuando escuchó gritos desenfrenados.

Bwana, ¡venga rápido! ¡Ko’twa está matando a Mjiguul —León reconoció la voz de Manyoro en el alboroto. Todavía con Percy en sus brazos, comenzó a correr. Al doblar en la siguiente curva del angosto sendero, se encontró con una escena de gran confusión.

Eastmont estaba acurrucado en posición fetal en medio del sendero. Tenía las rodillas recogidas sobre el pecho y con sus grandes manos se cubría la cabeza a la defensiva. Ko’twa bailaba sobre él con su afilada assegai en el aire. Le estaba gritando al cuerpo postrado.

—¡Cerdo e hijo de cerdos! ¡Has matado a Samawati! ¡Tú no eres un hombre! Lo dejaste morir. Él era un hombre entre los hombres y tú lo mataste, tú, criatura inútil. Ahora voy a matarte. —Trató de clavar la brillante punta de su assegai en la espalda de Eastmont, pero Manyoro y Loikot se habían colgado del brazo que sostenía la lanza para impedir que el golpe llegara a destino.

—¡Ko’twa! —La voz de León sonó como el disparo de un rifle y llegó al rastreador incluso en su excesivo pesar. Miró a León, pero sus ojos seguían ciegos por la rabia y la pena.

—Ko’twa, tu bwana te necesita. Ven, llévalo de regreso. —Le ofreció el cuerpo sin vida. Ko’twa lo miró a los ojos. Lentamente regresó de las remotas regiones de su mente y las marcas rojas de la rabia desaparecieron de sus ojos. Dejó caer su assegai y con un movimiento de los hombros apartó las manos de los dos masai que lo sujetaban. Se acercó a León, con la cara bañada en lágrimas, y León colocó a Percy en sus brazos—. Llévalo con suavidad, Ko’twa. —Asintió con la cabeza sin decir una palabra y llevó a Percy hacia donde esperaban los caballos.

León fue al lugar donde Eastmont estaba tendido y lo empujó con la punta de su bota.

—Levántese. Todo ha terminado. Ya no corre peligro. Levántese. —Eastmont sollozaba en silencio—. ¡Levántese, maldición, cobarde bastardo! —insistió León.

Eastmont recompuso su enorme cuerpo y lo miró sin comprender.

—¿Qué ocurrió? —preguntó con aire vacilante.

—Usted huyó, milord.

—No fue mi culpa.

—Eso debe ser un gran consuelo para Percy Phillips y para los soldados que usted dejó morir en Slang Nek. O, ya que estamos, para quien usted ahogó en Ullswater.

Eastmont no pareció darse cuenta de las acusaciones.

—No quise que ocurriera —gimoteó—. Quería probarme a mí mismo. Pero no pude evitar que ocurriera otra vez. Por favor, trate de comprender. Por favor.

—No, milord, no lo voy a comprender. Sin embargo, tengo algo que aconsejarle. No vuelva a dirigirme la palabra. Jamás. Si vuelvo a escuchar sus gimoteos, no podré contenerme. Le retorceré esa gran cabeza grotesca hasta arrancársela de su cuerpo monstruosamente deforme. —León se volvió y llamó a Manyoro—. Lleva de regreso a este hombre al campamento. —Se apartó de ellos y volvió al lugar donde yacía el cuerpo del búfalo. Encontró las partes de su rifle entre los arbustos junto al sendero donde las había arrojado. Cuando llegó a los caballos; Ko’twa lo esperaba. Todavía sostenía a Percy en sus brazos.

—Hermano, por favor, déjame llevar a Samawati porque era mi padre. —León tomó el cuerpo de los brazos del rastreador que lloraba y llevó a Percy a su caballo.

Cuando León llegó al campamento junto al lago, encontró a Max Rosenthal que había llegado de Tandala en el otro automóvil. León le dijo que hiciera los arreglos para que el equipaje de Eastmont fuera preparado y llevado. Cuando Eastmont, guiado por Manyoro, llegó al campamento, estaba abatido y hosco.

—Lo voy a enviar a Nairobi —le informó León con frialdad—. Max lo pondrá en el tren a Mombasa y reservará un camarote para usted en el primer barco que salga para Europa. Le enviaré la cabeza de búfalo y sus otros trofeos tan pronto como hayan sido curados. Estará usted contento de saber que su búfalo mide bastante más de un metro veinte. Le debo un dinero como un reembolso por haber acortado este safari. Le haré llegar el giro bancario tan pronto como haya calculado la cantidad precisa. Suba al coche ahora y manténgase fuera de mi vista. Tengo que enterrar al hombre a quien usted mató.

Cavaron la tumba de Percy muy hondo debajo de un antiguo baobab sobre el promontorio que daba al lago. Envolvieron a Percy en su bolsa de dormir y lo colocaron en el fondo del pozo. Luego lo taparon con una capa de las piedras más grandes que pudieron llevar, antes de cubrirlo de tierra. León permaneció de pie junto al montículo mientras Manyoro conducía a los otros en la danza del león.

León se quedó allí después de que todos los demás regresaron al campamento. Se sentó en una rama seca que había caído del baobab, con la mirada perdida en el lago. En ese momento, con el sol sobre el agua, era tan azul como habían sido los ojos de Percy. Hizo su última despedida en silencio. Si Percy andaba por allí cerca, sabría lo que él estaba pensando sin necesidad de que se lo dijera.

Al mirar hacia el lago, León quedó satisfecho con el hermoso lugar que había elegido para que Percy pasara la eternidad. Pensó que cuando a él le llegara el momento, no le molestaría ser enterrado en un sitio así. Cuando por fin se alejó de la tumba y regresó al campamento, descubrió que Max ya había partido a Nairobi con lord Eastmont.

«Bien, por lo menos todavía estoy bebiendo su whisky», pensó León con amargura. Esas palabras habrían sido la síntesis de Percy ante un safari que había salido horriblemente mal.

León recorrió el áspero camino a Arusha, el centro administrativo local del gobierno de África Oriental Alemana. Se presentó ante el Amtsrichter del distrito e hizo una declaración jurada acerca de las circunstancias de la muerte de Percy. El juez extendió un certificado de defunción.

Algunos días más tarde, cuando llegó al campamento Tandala, Max y Hennie du Rand aguardaban su regreso, preocupados por lo que les deparaba el destino en ese momento, después de la muerte de Percy. León les dijo que hablaría con ellos tan pronto como supiera cuál era la situación de la empresa.

Después de haber bebido toda una tetera, para que el té lavara el polvo de su garganta, se afeitó, se bañó y se vistió con ropa recién planchada por Ishmael. Entonces, se enfrentó con el hecho de que estaba haciendo tiempo deliberadamente, renuente a dirigirse al bungalow de Percy. Percy había sido un hombre muy discreto con su vida y León se iba a sentir culpable de sacrilegio si hurgaba entre sus pertenencias personales. Sin embargo, se dio fuerzas a sí mismo con la idea de que eso era lo que el mismo Percy le había encargado que hiciera.

Subió la colina hasta el pequeño bungalow con techo de paja que había sido el hogar de Percy durante los últimos cuarenta años. De todas maneras, todavía se sentía renuente a entrar y se sentó en el porche por un rato, recordando algunas de las bromas que ambos habían disfrutado sentados en los cómodos sillones de teca con sus almohadones de piel de elefante y los posa-vasos para el whisky tallados en los apoyabrazos. Por fin se puso de pie otra vez y fue hasta la puerta principal. Ésta se abrió cuando la tocó. En todos esos años, Percy nunca se había molestado en ponerle una cerradura.

León ingresó al interior fresco y en sombras. Las paredes del salón estaban cubiertas con bibliotecas cuyos estantes estaban llenos de cientos de libros. La biblioteca de Percy era un tesoro de todo lo que tuviera que ver con África. Instintivamente León fue hasta el estante central y tomó un ejemplar de Sol brillante y tormenta sobre África, de Percy «Samawati» Phillips. Era su autobiografía. León la había leído más de una vez. En ese momento dejó correr rápidamente las páginas, disfrutando algunas de las ilustraciones. Luego volvió a ponerlo en el estante y entró en el dormitorio de Percy. Nunca antes había estado en esa habitación y miró a su alrededor tímidamente. Sobre una pared colgaba un crucifijo. León sonrió. «Percy, viejo perro astuto, siempre creí que tú eras un ateo impenitente, pero todo el tiempo eras secretamente católico».

Había otro adorno en las paredes monásticamente austeras. Un antiguo daguerrotipo coloreado a mano, que mostraba a una pareja sentada rígidamente y vestida con lo que eran obviamente sus mejores ropas de domingo, estaba frente a la cama. La mujer sostenía a un niño pequeño de sexo indefinido sobre el regazo. A pesar de sus patillas, el hombre era un doble exacto de Percy. La pareja era sin duda la de sus padres y León se preguntó si el niño sería Percy mismo o alguno de sus hermanos.

Se sentó en el borde de la cama. El colchón era tan duro como el concreto y las mantas estaban gastadas. Metió la mano debajo de la cama y arrastró un muy usado baúl metálico de viaje. Al intentar sacarlo se encontró con alguna resistencia. Se agachó apoyado en una rodilla para ver qué era lo que lo atascaba.

—¡Por todos los cielos! —susurró entre dientes—. Me preguntaba qué habrías hecho con esto. —Necesitó un esfuerzo mucho mayor para arrastrar el pesado objeto hasta dejarlo a la vista. Luego León se puso de pie otra vez. Ante sus ojos había un gran colmillo de marfil, el compañero del que él había empeñado con el caballero Goolam Vilabjhi—. Creí que lo habías vendido, Percy, pero todo el tiempo lo tuviste guardado aquí, como una ardilla.

Volvió a sentarse al borde de la cama y puso ambos pies sobre el colmillo en un gesto de posesión; luego abrió la tapa del baúl. El interior estaba prolijamente ocupado con todos los tesoros y objetos de valor de Percy, desde su pasaporte hasta sus cuentas y su chequera, desde pequeños estuches de joyería con gemelos y broches de etiqueta hasta viejos boletos de viajes en barco y fotografías desteñidas. También había varios prolijos montones de documentos atados con cintas. León sonrió otra vez cuando vio el que correspondía a todos los recortes de periódicos sobre el gran safari, en el que él mismo había tenido un papel tan importante. Encima de este tesoro, un documento doblado, sellado con cera roja, tenía una inscripción hecha con letras mayúsculas: PARA SER ABIERTO POR LEÓN COURTNEY SÓLO EN CASO DE MI MUERTE.

León lo pesó con la mano y sacó el cuchillo de caza de la funda en su cinturón. Con cuidado abrió el precinto de cera y desdobló la única hoja de pesado papel manila. Su título era «Última voluntad y testamento». León miró al pie de la página. Estaba firmado por Percy, y sus dos testigos eran el general de brigada Penrod Ballantyne y Hugh, Tercer Barón Delamere.

«Impecable», pensó León. Percy no podía haber encontrado a testigos más creíbles que esos dos. Volvió otra vez a la parte de arriba de la página y leyó cuidadosamente el documento manuscrito completo. La esencia era clara y simple. Percy dejaba todos sus bienes, sin excluir nada, a su socio y querido amigo León Ryder Courtney.

A León le llevó un poco de tiempo darse cuenta de la magnitud del último obsequio de Percy. Tuvo que leer el documento tres veces más para asimilarlo. Todavía no tenía la más leve idea de la riqueza total de Percy, pero sus armas y equipos de safari debían de valer por lo menos quinientas libras, para no mencionar el enorme colmillo de marfil que León estaba usando como escabel. Pero el valor intrínseco de los bienes no era lo que preocupaba a León, sino el obsequio en sí mismo, la profundidad del cariño y la estima de Percy; ése era el verdadero tesoro.

No tenía prisa por revisar los otros contenidos del baúl y permaneció sentado por un rato pensando en el testamento. Finalmente llevó el baúl al porche, donde la luz era mejor, y se sentó en el sillón que había sido el favorito de Percy.

—Lo mantendré tibio para ti, mi viejo amigo —susurró entre dientes a manera de disculpa, y empezó a sacar todo.

Percy había sido meticuloso en mantener sus registros en orden. León abrió su libro de cuentas y parpadeó asombrado cuando vio los resúmenes de los depósitos en la sucursal de Nairobi de Barclays Bank para los Dominios, las Colonias y el Extranjero, a nombre del señor Percy Phillips. Sumaban un poco más de cinco mil libras esterlinas. Percy lo había convertido en un hombre rico.

Pero eso no era todo. Encontró títulos de propiedad de tierras y casas no sólo en Nairobi y Mombasa, sino también en la ciudad de Bristol, el lugar de nacimiento de Percy, en Inglaterra. León no tenía modo de calcular cuánto valía todo aquello.

El valor era más fácilmente evidente en el manojo de Consols, los títulos al portador al cinco por ciento constante, expedidos por el gobierno de Gran Bretaña, la inversión más segura y confiable que existía. Su valor nominal era de doce mil quinientas libras. El interés sobre eso sólo era de más de seiscientas libras al año. Eran unos ingresos principescos.

—¡Percy, yo no tenía idea de todo esto! ¿De dónde diablos lo sacaste?

Cuando oscureció, León entró en el salón y encendió las lámparas. Trabajó hasta después de la medianoche, ordenando documentos y mirando cuentas. Cuando se le cerraban los ojos fue al pequeño y austero dormitorio y se estiró debajo del mosquitero sobre la cama de Percy. El duro colchón le dio la bienvenida a su cuerpo cansado. Fue agradable. Después de todas sus andanzas, había encontrado un lugar que parecía ser un hogar.

Se despertó con el coro del amanecer de los tordos junto a la ventana. Fue colina abajo y encontró a Max Rosenthal y Hennie du Rand, que lo esperaban preocupados en la carpa-comedor. Ishmael tenía el desayuno listo, pero nadie lo había tocado. León se sentó en su lugar en la cabecera de la mesa.

—Relájense y pónganse cómodos, nada de seguir sentados en el borde de las sillas. Sírvanse los huevos y el tocino antes de que se enfríen e Ishmael tenga un berrinche —les dijo—. C&P Safaris sigue operando. Nada ha cambiado. Ustedes todavía tienen sus trabajos. Sólo deben continuar exactamente como antes.

Apenas terminó el desayuno, se dirigió al Vauxhall. Después de que Manyoro hizo arrancar el motor con la manivela, él y Loikot subieron a la parte posterior y León se dirigió a la ciudad. Su primera parada fue en el pequeño edificio con techo de paja detrás de la Casa de Gobierno, donde funcionaba el Registro de Propiedad. El empleado registró el certificado de defunción de Percy y su testamento, y León firmó las anotaciones en el inmenso libro encuadernado en cuero.

—Como albacea testamentario de la herencia del señor Phillips, tiene usted treinta días para presentar una declaración detallada de los bienes —informó el empleado—. Luego usted debe pagar el impuesto antes de que los demás bienes puedan ser entregados a los herederos designados.

León se sorprendió.

—¿Qué quiere decir? ¿Está usted tratando de decirme que hay que pagar por morir?

—Eso es correcto, señor Courtney. Impuestos a la herencia. Dos y medio por ciento.

—Esto es un robo flagrante, una extorsión —exclamó León—. ¿Y si me niego a pagar?

—Embargaremos los bienes y, además, lo pondremos en prisión.

León todavía estaba furioso por semejante injusticia cuando pasó con su vehículo a través de los portones de ingreso del cuartel de los RAR. Estacionó el auto delante del edificio del cuartel general y subió los peldaños, respondiendo a los saludos de los centinelas mientras pasaba. El nuevo ayudante estaba sentado en la sala de guardia. Para sorpresa de León, éste no era otro que Bobby Sampson. Llevaba ya las insignias de capitán en sus charreteras.

—Parece que todo el mundo por aquí ha sido ascendido, hasta las formas inferiores de vida animal —comentó León desde la entrada.

Bobby lo miró sin comprender por un momento; luego saltó por encima de su escritorio y se precipitó a estrechar efusivamente la mano de León con gran júbilo.

—¡León, mi vieja alhaja! ¡Algo bello es un placer para siempre! No sé qué decir. ¿Eh? ¿Eh?

—Acabas de decirlo todo, Bobby.

—Dime —insistió Bobby—, ¿en qué has estado metido desde que nos vimos por última vez?

Hablaron animadamente por un rato. Luego León dijo:

—Bobby, me gustaría ver al general.

—No tengo duda de que el viejo estará encantado de recibirte, ¿eh? Espera aquí y hablaré un momento con él. —Minutos después regresó e hizo pasar a León a la oficina del comandante.

Penrod se puso de pie y estiró el brazo por encima de su escritorio para estrecharle la mano a León; luego señaló la silla frente a él.

—Esto es un poco sorpresivo, León. No te esperaba en Nairobi hasta dentro de un mes más, aproximadamente. ¿Qué ocurrió?

—Percy murió, señor. —La voz de León se quebró cuando pronunció abruptamente estas palabras.

Penrod lo miró en silencio. Luego se apartó de su escritorio y fue hasta la ventana para permanecer allí mirando hacia la plaza de armas, con las manos tomadas en la espalda. Estuvieron en silencio durante un largo rato, hasta que al final Penrod regresó a su asiento.

—Cuéntame lo que ocurrió —le ordenó.

León lo hizo, y cuando terminó, Penrod dijo:

—Percy sabía que ese momento se acercaba. Me pidió que fuera testigo de su testamento antes de dejar la ciudad. ¿Sabías que había hecho uno?

—Sí, tío. Él me dijo dónde encontrarlo. Ya lo he inscripto en el registro.

Penrod se puso de pie y se puso la gorra en la cabeza.

—Es un poco temprano, el sol no está todavía sobre el patio de armas, pero tenemos la obligación de darle a Percy una despedida decente. Vamos.

Aparte del barman, el casino de oficiales estaba vacío. Penrod pidió las bebidas y se sentaron juntos en el rincón tranquilo, tradicionalmente reservado para el oficial al mando y sus invitados. Por un rato la conversación giró en torno a Percy y la manera en que murió. Finalmente Penrod preguntó:

—¿Que harás ahora?

—Percy me dejó todo a mí, señor, de modo que mantendré la empresa funcionando, si no por otras razones, por lo menos para honrar su memoria.

—Me alegra eso, por todas las razones que tú conoces muy bien —dijo Penrod, aprobando de todo corazón—. Sin embargo, supongo que le cambiarás el nombre.

—Ya lo he hecho, tío. Inscribí el nuevo nombre en el Registro esta mañana.

—¿Safaris Courtney?

—No, señor. Phillips y Courtney. P&C Safaris.

—No has quitado su nombre. ¡En cambio, le has dado la prioridad sobre el tuyo, que antes no tenía!

—El nombre anterior fue decidido por la suerte de una moneda. Percy lo quería tal como es ahora. Ésta es sólo mi manera de tratar de devolverle todo lo que él hizo por mí.

—Bien hecho, mi muchacho. Pero ahora, a otra cosa; tengo algunas buenas noticias para ti. P&C Safaris tiene un buen comienzo. La princesa Isabella Madeleine Hoherberg von Preussen von und zu Hohenzollern le ha dado su apoyo a tu empresa. Parece que el Graf Otto von Meerbach, amigo de familia de la princesa, le habló cuando ella regresó a Alemania y te recomendó sin reservas. Von Meerbach ha aceptado el precio de Percy que le envié y ya ha pagado el depósito solicitado en tu cuenta bancaria. Ha confirmado que vendrá a África Oriental Británica con todo su séquito a principios del próximo año para un safari de seis meses.

León forzó una sonrisa e hizo girar el hielo en su vaso.

—De algún modo, no parece importar mucho, ahora que Percy se ha ido.

—Levanta ese ánimo, muchacho. Von Meerbach va a traer un par de prototipos de sus máquinas voladoras. Parece que quiere probarlas en las condiciones del trópico. En apariencia, las está desarrollando como transporte de correo, pero en este safari planea usarlas para descubrir las presas desde el aire. Por lo menos, eso es lo que dice pero, teniendo en cuenta sus conexiones con el ejército alemán, dudo de que ésa sea toda la verdad. Creo que las estará usando para explorar el interior a lo largo de nuestra frontera con el África Oriental Alemana, con vistas a alguna ofensiva militar futura contra nosotros. Sea como fuere, ésta podría ser tu oportunidad de cumplir el sueño de navegar entre las nubes mientras recoges algunos fragmentos útiles de información para mí. Ahora, si terminas tu bebida, podemos regresar a mi oficina. Te daré una copia de la confirmación que envió Von Meerbach. Es el cablegrama más largo que jamás han visto mis ojos: veintitrés páginas en total, donde expone sus requisitos para el safari. Debe de haberle costado una verdadera fortuna esa transmisión.

León estaba esperando en la playa de la laguna Kilindini cuando el vapor alemán privado Silbervogel ancló en lugar protegido. Se dirigió a él en el primer lanchón. Cuando subió por la escalerilla, cinco pasajeros estaban esperando encontrarse con él en la cubierta de popa, el ingeniero y los mecánicos de los Talleres Meerbach, parte del equipo que el Graf Otto von Meerbach había enviado como su vanguardia.

El hombre a cargo se presentó como Gustav Kilmer. Era un tipo musculoso y de aspecto capaz, de cincuenta y tantos años, con una mandíbula fuerte y pelo gris acero rapado. Tenía las manos manchadas con grasa muy metida en la piel y sus uñas estaban rotas de tanto manejar herramientas pesadas. Invitó a León a que tomara un vaso de cerveza con él en el salón de pasajeros antes de desembarcar.

Cuando estaban sentados, con los vasos en las manos, Gustav repasó el inventario de la carga guardada en las bodegas del Silbervogel, que comprendía cincuenta y seis cajones inmensos que pesaban veintiocho toneladas en total. También había siete mil quinientos litros de combustible especial para los motores rotatorios del avión, en tambores de doscientos litros, y otra tonelada de aceite lubricante y grasa. Además, tres vehículos automotores de Meerbach estaban atados con correas debajo de los protectores de lona verde impermeable, sobre la cubierta de popa. Gustav explicó que dos eran camiones de transporte pesados y el tercero era un automóvil de caza abierto que había sido diseñado conjuntamente por él mismo y por el Graf Otto, y construido en la fábrica de Wieskirche. Era el único de su tipo.

Les tomó tres días a los lanchones transportar esa enorme carga a tierra. Max Rosenthal y Hennie du Rand estaban esperando a la cabeza de un grupo de doscientos porteadores negros para pasar los tambores y los cajones desde las barcazas hasta los vagones de carga en el desvío del ferrocarril de Kilindini.

Cuando los tres vehículos automotores fueron bajados a tierra y quedaron a la vista después de que les quitaron las pesadas lonas impermeables, Gustav los examinó en busca de daños que podrían haber sufrido durante el viaje. León observaba cada movimiento con fascinación. Los camiones eran grandes y fuertes, mucho más avanzados que cualquier otra cosa que él hubiera visto alguna vez. Uno había sido equipado con un tanque de cuatro mil litros para el combustible de los vehículos terrestres y los aviones, y en un compartimiento separado, entre el tanque de combustible y el asiento del conductor, había una compacta sala de herramientas y taller a la vez. Gustav le aseguró que, desde ese taller, podía mantener en buen estado los tres vehículos y la aeronave en cualquier lugar del campo.

León estaba impresionado por todo esto, pero el vehículo abierto de caza fue lo que más lo asombró. Jamás había visto una máquina tan hermosa. Desde los asientos tapizados en cuero, el bar de bebidas empotrado y los soportes para armas, hasta el enorme motor de cien caballos de fuerza y seis cilindros bajo el capó largo y brillante, aquello era la sinfonía de un genio de la ingeniería.

Gustav ya había sido conquistado por el carisma juvenil de León y se sintió halagado por el interés que demostraba por sus creaciones, así como por sus desinteresados elogios. Invitó a León a viajar con él en la larga travesía tierra adentro hacia Nairobi.

Cuando por fin la carga principal fue subida a los vagones del ferrocarril, León le ordenó a Hennie y a Max que la acompañaran hasta Nairobi. Cuando el tren salió del apartadero y se dirigió echando humo hacia las colinas del litoral, Gustav y sus mecánicos se subieron a los tres vehículos de Meerbach y pusieron en marcha los motores. Con León en el asiento de pasajero del vehículo de caza, Gustav guió a los camiones hacia el camino. El viaje le pareció corto a León, quien disfrutó cada kilómetro con deleite. Iba sentado en el asiento de cuero, que era más cómodo que los sillones en la terraza del Muthaiga Country Club, y viajaba acunado por la exclusiva suspensión patentada por Meerbach. Miró el velocímetro con asombro cuando Gustav aceleró su espléndida máquina a casi ciento treinta kilómetros por hora en un trecho particularmente suave y recto del camino.

—Hasta no hace mucho tiempo, hubo un gran debate acerca de si el cuerpo humano podía sobrevivir o no a velocidades de esta magnitud —explicó Gustav con serenidad.

—Me quita el aliento —confesó León.

—¿Le gustaría conducir un rato? —preguntó Gustav con magnanimidad.

—Podría matar por menos que esa oportunidad —admitió León. Gustav rio jovialmente entre dientes y se detuvo a un costado del camino para entregarle el volante.

Llegaron a Nairobi casi cinco horas antes que el tren de carga y estaban ya en la plataforma para darle la bienvenida cuando entró con su traqueteo y su silbato de vapor chillando. El maquinista llevó a los vagones de carga a un desvío ferroviario para que fueran descargados a la mañana siguiente. León había contratado a una empresa de servicios que disponía de una poderosa máquina de tracción a vapor para arrastrar la carga a su destino final.

De acuerdo con una de las numerosas instrucciones que se habían cablegrafiado desde las oficinas centrales de Meerbach en Wieskirche, León ya había construido un hangar de lados abiertos con techo de lona impermeable para que sirviera de taller y área de almacenamiento. Lo había ubicado sobre un terreno libre que había heredado de Percy. Lindaba con el campo de polo, que pensaba usar como pista de aterrizaje para las aeronaves, que estaban todavía en cajones a la espera de ser armadas.

Aquéllos fueron días de gran actividad para León. Uno de los cables del Graf Otto von Meerbach daba instrucciones detalladas para que tuviera listas todas las comodidades necesarias para sí y su acompañante de sexo femenino. En cada sitio de caza, León debía preparar alojamientos contiguos para la pareja y se le habían suministrado detalladas especificaciones para estas amplias y lujosas suites. Los muebles para ellas venían en uno de los cajones e incluían camas, guardarropas y ropa de cama. También había recibido instrucciones respecto de cómo debían ser organizadas las comidas. El Graf Otto había enviado juegos completos de loza y platería, con un par de enormes candelabros de plata maciza —cada uno pesaba diez kilos—, que estaban cincelados con escenas de caza de ciervos y jabalíes. El bello servicio de mesa de porcelana blanca y las copas de cristal estaban adornados con el escudo de armas de Meerbach dorado a la hoja: un puño cerrado blandiendo una espada y el lema «Durabo» sobre un estandarte. «¡Sobreviviré!», tradujo León del latín. La mantelería de fino lino blanco estaba bordada con el mismo motivo.

Había doscientas veinte cajas de los mejores champañas, vinos y licores, y cincuenta cajas de madera de exquisiteces enlatas y embotelladas: salsas y condimentos, especias raras como azafrán, foie gras de Lyon, jamón de Westfalia, ostras ahumadas, arenques encurtidos de Dinamarca, sardinas portuguesas en aceite de oliva, vieiras en salmuera y caviar de beluga de Rusia. Max Rosenthal quedó embelesado al posar por primera vez sus ojos sobre ese tesoro de sibaritas.

Aparte de todo esto, había seis grandes baúles de viaje con etiquetas que decían «Fräulein Eva von Wellberg. No abrir antes de la llegada del propietario». De todas maneras, uno de los más grandes se había abierto por accidente desparramando una colección de magnífica ropa femenina y calzado apropiado para toda ocasión imaginable. Cuando León fue llamado por Max para ocuparse de la catástrofe del equipaje roto, no pudo menos que mirar maravillado la exquisita ropa interior, cada artículo envuelto por separado en papel de seda, que atrajo especialmente su atención. Recogió una prenda de seda delicada como una pluma, y una fragancia encantadora y erótica salió de ella, envolviéndola. Imágenes lujuriosas se despertaron en su imaginación. Las reprimió severamente, y volvió a colocar la prenda en el montón mientras le daba órdenes a Max de poner todo de nuevo en el baúl para luego arreglar la tapa dañada y volverla a sellar.

A lo largo de las semanas que siguieron, León delegó la mayor parte de los pequeños detalles en Max y en Hennie, mientras él pasaba cada momento que podía permitirse en el hangar en el campo de polo, observando a Gustav y su equipo que armaban las dos aeronaves. Gustav trabajaba con precisión y minuciosidad. Cada uno de los cajones exhibía la lista de su contenido, de modo que fueron desarmados en la secuencia correcta. Lentamente, día tras día, el rompecabezas de las diversas partes del motor, los cables de aparejo y las barras de resistencia, el ala y el fuselaje empezaron a adquirir la forma identificable de las aeronaves. Cuando por fin Gustav terminó el armado, León quedó asombrado por su tamaño. Los fuselajes tenían dieciocho metros de largo y las alas medían unos prodigiosos treinta metros de punta a punta. La estructura estaba cubierta por una lona que había sido tratada con un derivado de celulosa para darle la fuerza y la tensión del acero. Los aviones estaban pintados con dibujos maravillosamente llamativos y coloridos. El primero era un deslumbrante tablero de ajedrez de cuadrados escarlata brillante y negro y el nombre pintado en la trompa era Das Schmetterling, «Mariposa». El segundo estaba decorado con franjas negras y doradas. El Graf Otto lo había bautizado «Das Hummel», «Abejorro».

Una vez que los cuerpos de las máquinas estuvieron armados, las aeronaves estaban listas para recibir sus motores. Había cuatro motores Meerbach giratorios de doscientos cincuenta caballos, siete cilindros y catorce válvulas para cada uno. Después de que Gustav los atornilló por turno a bancos de pruebas hechos con durmientes de ferrocarril de teca, los puso en marcha. Su rugido podía ser escuchado a kilómetros del Muthaiga Country Club, y pronto todo holgazán de Nairobi se había acercado para amontonarse alrededor del hangar, como moscas alrededor de un perro muerto. Entorpecían seriamente el trabajo y León hizo que Hennie tendiera un cerco de alambre de púa alrededor de la propiedad para mantener a la asombrada multitud a la distancia.

Una vez que Gustav afinó los motores, manifestó que estaba listo para instalarlos en las alas de las dos aeronaves. Uno por uno fueron levantados por las poleas en grúas colocadas sobre las alas. Luego él y sus mecánicos los movieron hábilmente hasta dejarlos en posición y los fijaron a sus soportes, dos motores sobre cada ala.

Tres semanas después de comenzados los trabajos, el ensamble de las máquinas quedó terminado. Gustav le dijo a León:

—Ahora es necesario probarlos.

—¿Usted mismo será el piloto? —León tenía dificultad para contener su emoción, pero se sintió inmediatamente desilusionado cuando Gustav sacudió la cabeza con vehemencia.

Nein! No estoy loco. Sólo el Graf Otto vuela en estos artilugios. —Vio la expresión de León y trató de consolarlo un poco—. Sólo voy a ubicarlos correctamente en tierra, pero usted vendrá conmigo.

Temprano a la mañana siguiente, León trepó la escalerilla para subir a la espaciosa cabina del piloto del Mariposa. Gustav, con una chaqueta larga de cuero negro y casco del mismo material y color, con un par de antiparras en la frente, lo siguió y se sentó en el asiento del piloto en la parte de atrás de la cabina. Primero le mostró a León cómo atarse con las correas. Desde allí León miró cada movimiento de Gustav mientras movía los timones de profundidad y los alerones con la palanca de mando, y luego hacía lo mismo con las barras del timón. Cuando estuvo satisfecho de que los controles estaban en orden, dio la señal a sus ayudantes en tierra y éstos empezaron la complicada rutina de arranque. Finalmente los cuatro motores estaban funcionando como correspondía y Gustav les hizo la señal de aprobación con los pulgares hacia arriba a sus ayudantes, que sacaron las cuñas que fijaban las ruedas.

Mientras Gustav movía los aceleradores de mano como si se tratara de los registros de un órgano de catedral, el Mariposa rodó majestuosamente fuera del hangar y hacia el brillante sol africano. Los varios cientos de espectadores que bordeaban el cerco de alambre de púa lanzaron una aclamación. Los hombres de Gustav corrían junto a los extremos de las alas para ayudar a dirigir la máquina mientras, saltando y bamboleándose, el Mariposa daba cuatro pesadas vueltas por el campo de polo.

Gustav vio el gran deseo de León y, una vez más, tuvo compasión de él.

—¡Venga, tome los controles! —gritó por encima del estrépito de los motores—. Veamos si usted puede llevarla.

Con alegría, León tomó su lugar en el sitio del piloto y Gustav asintió aprobatoriamente cuando León le tomaba la mano a la palanca de mandos y al timón, refinando rápidamente su toque en las palancas de los cuatro aceleradores.

Ja, mis motores pueden sentir que usted los respeta y los cuida. Aprenderá pronto a lograr lo mejor de ellos.

Finalmente regresaron al hangar, y cuando León bajó a tierra por la escalerilla, se puso en puntas de pie para estirar la mano y acariciar la nariz cuadriculada en escarlata y negro del Mariposa.

—Un día yo te voy a hacer volar, belleza —susurró a la altísima máquina—. ¡Que me condenen si no lo hago!

Detrás de él bajó Gustav, y León aprovechó la oportunidad para preguntarle acerca de algo que lo desconcertaba desde hacía un tiempo. Señaló la serie de ganchos y abrazaderas debajo de las alas a cada lado del fuselaje.

—¿Para qué es todo esto, Gustav?

—Para las bombas —respondió Gustav inocentemente.

León parpadeó, pero mantuvo su expresión de mera curiosidad.

—Por supuesto —dijo—. ¿Cuántas puede llevar?

—¡Muchas! —respondió Gustav orgullosamente—. Es una máquina muy fuerte. Permítame darle las cifras en medidas inglesas, que tal vez usted comprenda mejor. Puede levantar mil kilos de bombas, unas dos mil libras, más una tripulación de cinco personas y los tanques llenos de combustible. Puede volar a ciento setenta kilómetros por hora, unas ciento diez millas por hora, a una altitud de dos mil quinientos metros, unos nueve mil pies por una distancia de setecientos cincuenta kilómetros, unas quinientas millas, y después volver a su base.

—¡Es asombroso!

Gustav acarició el colorido fuselaje como un padre que acaricia a su primogénito.

—No hay ninguna otra máquina en el mundo que se le compare —se jactó.

Para el mediodía del día siguiente, Penrod Ballantyne había cablegrafiado las cifras exactas de ese rendimiento del Meerbach Mark III Experimental al Ministerio de Guerra en Londres.

La siguiente tarea de León fue seleccionar cuatro pistas de aterrizaje en territorio salvaje, una en cada parada del safari, bien separadas una de otra, donde pensaba llevar a cazar a su cliente. El Graf Otto le había cablegrafiado instrucciones detalladas, informándole las dimensiones requeridas y su orientación de acuerdo con los vientos predominantes. Una vez que encontró los lugares apropiados, León tiró los niveles con un teodolito y marcó con estacas las pistas de aterrizaje. Mientras tanto, Hennie du Rand reclutó a cientos de hombres de las aldeas circundantes y los puso a trabajar talando árboles y alisando la tierra. En algunos lugares tuvo que dinamitar enormes hormigueros de termitas; en otros, tuvo que rellenar numerosos agujeros de cerdos hormigueros y cursos de agua secos. Cuando cada pista quedó terminada, marcó la periferia de cada una con cal quemada para que fueran visibles desde el aire. Luego instaló a cierta altura una de las mangas de viento que Gustav le había dado. Se llenó con la brisa y voló orgullosamente al tope de su mástil de madera verde.

Mientras Hennie construía los campos de aviación, Max Rosenthal era responsable de la construcción de los elaborados campamentos que el Graf Otto había especificado. León tuvo que conducir con firmeza a ambos hombres a fin de tener todo listo para la inminente llegada de sus invitados. Al final tuvieron éxito, pero con sólo algunos días libres antes de la fecha en que el barco que traía al Graf Otto von Meerbach tenía previsto anclar en los muelles de Kilindini.

León logró subir a bordo de la lancha del práctico cuando éste zarpó y atravesó la boca de la laguna Kilindini para encontrarse con el vapor de pasajeros alemán Admiral de Bremerhaven, cuando comenzó a verse sobre el horizonte. El mar estaba en calma, de modo que fue fácil pasar de la lancha del práctico al buque. Al subir por la escalerilla fue detenido por el cuarto oficial de la nave. Pero cuando mencionó el nombre de su cliente, la actitud del hombre cambió rápidamente y condujo a León al puente.

Por la descripción de Kermit, León reconoció al Graf Otto von Meerbach a primera vista. Estaba de pie en el ala del puente fumando un cigarro Cohiba y charlando con el capitán, cuya actitud hacia él era deferente. El Graf Otto era el único pasajero que había sido autorizado a permanecer en el puente durante la complicada maniobra de anclaje del enorme buque. León lo estudió durante varios minutos y luego fue hacia él para presentarse.

El Graf Otto vestía un elegante traje tropical color crema. Era tan grande y duro como un roble, tal como había dicho Kermit. Daba la impresión de ser todo músculos, pero se movía con el aplomo y la confianza dominante de un hombre de riqueza y poder ilimitados. No era apuesto en un sentido convencional; en cambio, sus facciones eran duras e intransigentes. Su boca era ancha, pero una blanca y apretada cicatriz, producto de batirse a duelo, corría de una comisura hasta justo debajo de la oreja derecha, de modo que parecía congelada en un torcido gesto despectivo. Sus ojos verde pálido tenían un destello alerta, inteligente. Llevaba un panamá blanco en la mano izquierda y en ese momento tenía la cabeza descubierta. Su cráneo estaba bien formado y bien proporcionado, y su pelo grueso, brillante y muy corto, era del color del jengibre.

«¡Éste es un bastardo fuerte y temible!» León se formó una rápida opinión antes de acercarse a él.

—¿Tengo el honor de dirigirme al Graf Otto von Meerbach? —León hizo una ligera reverencia.

Jawohl, así es. ¿Puedo preguntar quién es usted? —La voz del conde era estentórea, y su tono, dictatorial.

—Soy León Courtney, señor, su cazador. Bienvenido al África Oriental Británica.

El Graf Otto sonrió con cordialidad condescendiente y le dio la mano derecha. León vio que era fuerte y que el dorso estaba cubierto de pecas doradas y pelo color jengibre enrulado. Llevaba un anillo de oro con un enorme diamante blanco sobre su dedo mayor. León se preparó para el apretón de manos. Sabía que sería aplastante.

—Tenía muchas ganas de conocerlo, Courtney, desde que hablé tanto con el señor Kermit Roosevelt como con la princesa Isabella von und zu Hohenzollern. —León descubrió que podía igualar la fuerza de aquella enorme mano pecosa, pero necesitó toda la energía de que disponía—. Ambos tienen una gran opinión de usted. Espero que usted pueda mostrarme un poco de buen deporte, ja? —El Graf Otto hablaba un inglés excelente.

—Por supuesto, señor. Así lo espero. He obtenido permisos de caza a su nombre para toda una serie de especies. Pero usted debe informarme qué presa le interesa más. ¿Leones? ¿Elefantes?

Por fin, el Graf Otto le soltó la mano y la sangre volvió a circular de manera tan dolorosa que León requirió toda su voluntad para no masajearla. Percibió un destello de respeto en los ojos verde pálido. Sabía que la mano del otro también estaba entumecida, aunque no dio la menor señal de que le dolía.

—Su alemán es bueno, aunque ya me lo habían dicho —respondió el Graf Otto, en la misma lengua—. Para responder a su pregunta, me interesa cazar ambas especies, pero especialmente leones. Mi padre era embajador en El Cairo en tiempos de la guerra de Kitchener con el Mahdi. Eso le dio la oportunidad de cazar en Abisinia y Sudán. Tengo muchas de sus pieles de león en mi pabellón de caza en la Selva Negra, pero ya están viejas y algunas han sido comidas por las polillas y los gusanos. Me dicen que los negros aquí cazan leones con lanza. ¿Es verdad?

—Lo es, señor. Entre los masai y los samburu es una prueba de valor y hombría para los jóvenes guerreros.

—Me gustaría presenciar esta manera de cazar.

—Organizaré las cosas para que así sea.

—Bueno, pero también deseo conseguir varios pares de grandes colmillos de elefante. Dígame, Courtney, en su opinión, ¿cuál es el animal salvaje más peligroso de África? ¿Es el león o el elefante?

Graf Otto, los viejos conocedores de África dicen que el animal más peligroso es el que lo mata a uno.

Ja, eso lo entiendo. Es una típica broma inglesa. —Se rio entre dientes—. ¿Pero qué dice usted, Courtney? ¿Cuál es?

León tuvo una vivida imagen del cuerno negro y curvado que salía del vientre de Percy Phillips y dejó de sonreír.

—El búfalo —respondió seriamente—. Un búfalo herido en un espeso refugio es el que se lleva mi voto.

—Veo por su expresión que usted está hablando desde el corazón. Ya no se trata de una broma inglesa, nein? —dijo el Graf Otto—. Entonces, cazaremos elefantes y leones, pero sobre todo cazaremos búfalos.

—Usted comprende, señor, que aunque haré todo lo posible para ayudarle a conseguir trofeos, se trata de bestias salvajes y mucho dependerá de la suerte.

—He sido un hombre con suerte —respondió el Graf Otto. Era una declaración de hechos, no un alarde.

—Eso es bastante obvio incluso hasta para la mente más simple, señor.

—Y es igualmente obvio que usted no tiene una mente simple, señor Courtney.

Como dos boxeadores de peso pesado al comenzar el primer round, se miraban uno al otro a los ojos mientras sonreían y hacían fintas, manteniendo la guardia alta mientras se tanteaban, haciendo rápidas evaluaciones y modificando ligeramente su postura para compensar cada matiz en la corriente cargada que fluía entre ellos.

Entonces, inesperadamente, León percibió un perfume sutil en el aire tibio y tropical. Era ligero y fragante, el mismo perfume encantador que lo había cautivado ya una vez antes, cuando tuvo en sus manos la prenda de seda del baúl roto. Entonces, vio que los ojos del Graf Otto se movían rápidamente para mirar por sobre su hombro. León giró la cabeza para seguir su mirada.

Ella estaba ahí. Desde que había leído la carta de Kermit, había estado esperando este encuentro, pero todavía no estaba preparado para ese momento. Sintió un revoloteo en el pecho, como alas de un ave encerrada que trataba de escapar de la jaula de sus costillas. Su respiración se hizo más agitada.

Su belleza superaba la mezquina descripción de su amigo por cientos de veces. Kermit había sido preciso sólo en un detalle: sus ojos. Eran de un color azul intenso, un tono más oscuro que el violeta y más suave que el gris perla, inclinados hacia arriba en los bordes exteriores. Estaban bien separados y enmarcados por largas y densas pestañas que se entrelazaban cuando los cerraba. Su frente era ancha y profunda, y la línea de su mandíbula estaba finamente tallada. Sus labios eran carnosos y se separaban ligeramente cuando sonreía para mostrar un destello de dientes muy blancos y pequeños. Su pelo era brillante como el de una marta cebellina. Lo llevaba estirado hacia atrás dejando libre su rostro, por debajo del ala del sombrero pequeño y a la moda, inclinado en un ángulo desenfadado sobre un ojo. Algunos delicados mechones se habían escapado de las horquillas y se enrulaban sobre sus pequeñas orejas rosadas. Era alta. Le llegaba casi al hombro a León, pero él podría haber rodeado su cintura con las dos manos.

Las mangas cortas y abultadas de su chaqueta de terciopelo dejaban sus brazos desnudos por debajo de los codos. Tenían buenas formas y eran ligeramente musculosos: los miembros de una amazona. Sus manos estaban elegantemente formadas, sus dedos largos y finos, las uñas perladas; las manos de una artista. Por debajo de su falda larga, se veían las puntas afiladas de un par de botas de motar de cuero de víbora. Imaginó que los pies dentro de aquel cuero costoso debían de ser tan elegantes como las manos.

—Eva, te presento a Herr Courtney. Es el cazador que se ocupará de nosotros durante nuestra pequeña aventura africana. Herr Courtney, permítame presentarle a Fräulein von Wellberg —dijo Otto.

—Encantado, Fräulein —respondió León. Ella sonrió y le ofreció su mano derecha, con la palma hacia abajo. Cuando él la tomó, descubrió que era tibia y firme. Hizo una reverencia y la levantó hasta que los dedos estuvieron a un par de centímetros de sus labios, luego la soltó y dio un paso hacia atrás. Ella lo miró a los ojos sólo por un momento más. Al mirar en esas profundidades él vio que su mirada era enigmática y llena de insinuaciones en distintos niveles. Tuvo la sensación de mirar dentro de un lago cuyas secretas profundidades jamás podrían ser comprendidas del todo.

Cuando ella se volvió para hablar con el Graf Otto, él sintió una punzada de una emoción que le era totalmente extraña, en nada parecida a lo que alguna vez había experimentado antes. Era una mezcla rara de júbilo y pesar, de logro y de entumecedora pérdida. En un instante parecía haber descubierto algo de valor infinito que, casi en el mismo momento, le había sido arrebatado. Cuando el Graf Otto puso una enorme mano pecosa en la cintura diminuta de Eva y la atrajo hacia él, y ella le sonrió a su cara, León lo odió con un amargo placer que sabía a pólvora quemada en la profundidad de su garganta.

El traslado a tierra fue realizado con rapidez pues el Graf Otto y su encantadora acompañante llevaban poco equipaje consigo, menos que una docena de grandes baúles de viaje más algunos contenedores con los rifles, escopetas y municiones del Graf. Todo lo demás había sido enviado en la primera carga a bordo del Silbervogel. Mientras este equipaje era rápidamente cargado en el enorme camión Meerbach que estaba junto a la playa listo para recibirlo, el Graf Otto saludó a sus empleados de Wieskirche, que habían formado fila para darle la bienvenida. Su actitud hacia ellos era la de un padre hacia sus hijos pequeños. Los saludó por su nombre y bromeó con cada uno haciendo pequeñas referencias personales. Se movían como inquietos cachorros, sonreían y farfullaban con satisfacción ante su condescendencia. León se dio cuenta de que lo veneraban como si fuera Dios.

Luego se volvió a León.

—Puede presentarme a sus ayudantes —le dijo, y León llamó a Hennie y Max para que se acercaran. El Graf Otto los trató de la misma manera sencilla y condescendiente, y León vio como casi de inmediato ellos sucumbían a su encanto. Sabía cómo tratar a los hombres, pero León advirtió que si alguien alguna vez lo enojaba o lo decepcionaba, se volvería contra quienquiera que fuera en forma vengativa y despiadada.

Sehr gut, meine Kinder. Muy bien, niños. Ahora podemos ir a Nairobi —dijo el Graf. Con los mecánicos de Meerbach, Hennie, Max e Ishmael subieron a la parte trasera del camión; Gustav tomó el volante, y el inmenso vehículo bramó por el camino que llevaba a Nairobi.

—Courtney, usted viajará conmigo en el vehículo de caza —le dijo el conde Otto a León—. Fräulein von Wellberg se sentará a mi lado y usted se sentará atrás para indicarme el camino y mostrarnos los puntos de interés.

Se ocupó de acomodarla a ella en el asiento de adelante, con una manta de mohair para cubrir su regazo, un par de antiparras para proteger sus ojos del viento, guantes de cabritilla para que el sol no tocara sus manos perfectas y un pañuelo de seda anudado por debajo de la bonita barbilla para evitar que su sombrero se volara. Finalmente, revisó los tres rifles en el soporte para las armas detrás de su asiento, luego se sentó detrás del volante, se ajustó las antiparras, arrancó el motor y partió a toda velocidad, siguiendo al camión. Conducía muy rápido, pero con habilidad y sin esfuerzo. Más de una vez León vio que Eva apretaba la manija de su lado hasta que los nudillos se le ponían blancos cuando él aceleraba en una curva cerrada, corregía una patinada alarmante cuando las ruedas tocaban una parte del camino con tierra suelta y polvorienta, o rebotaba al pasar por una serie de irregularidades del terreno, pero su expresión permanecía serena.

Una vez que el camino subió alejándose de la costa, entraron en territorio de caza y pronto estaban pasando a toda velocidad junto a manadas de gacelas y antílopes más grandes. Esto distraía a Eva; sobre todo, la rapidez con que aquellos animales se movían. Se reía y aplaudía encantada ante aquellas multitudes y sus graciosos gestos de alarma al paso del automóvil que rugía.

—¡Otto! —gritó—. ¿Qué son aquellos encantadores animalitos, esos que bailan y dan saltos de una manera tan simpática?

—Courtney, responda a la pregunta de Fräulein —gritó el Graf Otto, por encima del zumbido del viento.

—Ésas son gacelas de Thomson, Fräulein. Usted va a ver muchos miles más en los próximos días. Son la especie más común en este país. Esos saltos raros con las patas tiesas que usted ha visto se llaman stotting y son una alarma visual que advierte a toda otra gacela en las cercanías que hay amenaza de peligro.

—Detén el auto, por favor, Otto. Me gustaría hacer unos dibujos.

—Como tú quieras, mi preciosa. —Se encogió de hombros con indulgencia y se detuvo. Eva puso su cuaderno de dibujos en su regazo. Su carbonilla voló sobre la página y, con una discreta inclinación hacia adelante, León vio que la imagen perfecta de un animal saltando con las cuatro patas tiesas y el lomo arqueado aparecía en el papel como por arte de magia ante sus ojos. Eva von Wellberg era una artista talentosa. Recordó entonces el caballete, las cajas de pasteles y pinturas al aceite que habían sido enviados a bordo del Silbervogel antes de su llegada. No les había prestado mucha atención en el momento, pero ahora su importancia era clara.

A partir de ese momento, el viaje fue interrumpido en varias ocasiones a pedido de Eva, que elegía los temas que deseaba dibujar: un águila en su nido en las ramas altas de una acacia, o un guepardo hembra que caminaba con sus largas patas por la sabana reseca por el sol con sus tres cachorros jóvenes siguiéndola en fila india. Aunque él la complacía, pronto resultó obvio que el Graf Otto empezaba a aburrirse de aquellos bosquejos y de las demoras. En la siguiente parada, él bajó y sacó un rifle del soporte para armas. Parado al lado del automóvil mató a cinco gacelas con esa misma cantidad de disparos mientras cruzaban el camino saltando delante del vehículo. Fue una increíble demostración de buena puntería. Aunque León despreciaba todo tipo de masacre gratuita, mantuvo un tono de voz correcto y preguntó:

—¿Qué desea hacer con los animales muertos, señor?

—Déjelos —dijo el Graf Otto, sin darle la menor importancia, mientras volvía a colocar el rifle en su lugar.

—¿No desea revisarlos, señor? Uno tiene un buen par de cuernos.

Nein. Usted dice que habrá muchos más. Deje que alimenten a los buitres. Simplemente estaba verificando la mira de mi rifle. Sigamos.

León se dio cuenta de que la mejilla de Eva estaba pálida cuando se pusieron en marcha, y sus labios estaban fruncidos. Lo interpretó como una prueba de su desagrado, y su opinión acerca de ella mejoró.

La atención del Graf Otto estaba puesta en el camino adelante y Eva no había mirado a León directamente desde su primer encuentro en el puente de la nave. Tampoco le había hablado. Todas sus preguntas y comentarios le llegaban a través del Graf Otto. Esto le llamó la atención. Quizás era sumamente modesta por naturaleza, o no le gustaba hablar con otros hombres. Luego recordó que ella se había mostrado amistosa con Gustav y había charlado fácilmente con Max y con Hennie cuando fueron presentados en Kilindini. ¿Por qué se mostraba tan distante con él, tan alejada? Desde el asiento trasero podía estudiar con disimulo sus facciones. Una o dos veces Eva se movió inquieta en el asiento, o metió un mechón de pelo debajo del pañuelo con gesto cohibido, y la mejilla que él podía ver se ruborizó con delicadeza, como si estuviera totalmente consciente del interés de él.

Un poco después del mediodía, llegaron a otra curva en el camino polvoriento y encontraron a Gustav parado en el borde, esperándolos. Le hizo señas al auto para que se detuviera y, cuando frenó, fue al lado del conductor.

—Disculpe, señor, pero su almuerzo ha sido preparado, si usted desea compartirlo. —Señaló hacia donde el camión grande estaba estacionado en un bosquecillo de acacias de corteza amarilla a doscientos metros del camino.

—Bien. Estoy muerto de hambre —respondió el Graf Otto—. Sube al estribo, Gustav, y te llevamos. —Con Gustav agarrado a un lado del vehículo, continuaron saltando por el desparejo terreno hacia donde el camión estaba estacionado.

Ishmael había extendido un toldo para el sol entre cuatro árboles y a la sombra de él había puesto una mesa de caballetes y sillas de campaña. La mesa estaba cubierta con un mantel de lino blanco como la nieve, cubiertos de plata y vajilla de porcelana. A medida que salían entumecidos del automóvil y estiraban las piernas, Ishmael, con su fez rojo y su largo kanza blanco, se acercó a cada uno por turno con una palangana de agua tibia, un jabón perfumado con lavanda y una toalla de mano limpia en el brazo.

Una vez que se lavaron, Max los condujo a la mesa. Allí encontraron fuentes de jamón trinchado y queso, y también canastas de pan negro, mantequeras y una enorme fuente de plata llena de caviar de beluga ruso. Sacó el corcho de la primera de la fila de botellas de vino que esperaban formadas sobre la mesa auxiliar y sirvió el Gewürztraminer amarillo seco en copas de pie alto.

Eva comió con delicadeza. Bebió algunos sorbos de vino y se sirvió una sola galleta con una cucharada de caviar, pero el Graf Otto comió con apetito voraz. Cuando la comida terminó, ya había acabado con dos botellas de Gewürztraminer él solo y había casi vaciado la fuente de caviar, así como las de jamón y queso. No dio muestras de ningún efecto negativo del vino cuando volvió a ocupar el asiento del conductor para dirigirse a Nairobi, pero su velocidad aumentó considerablemente, su risa era irrefrenable y su sentido del humor, menos decoroso.

Cuando llegaron a un grupo de mujeres que caminaba en fila india en el borde del camino llevando grandes haces de paja cortada para los techos en equilibrio sobre sus cabezas, el Graf Otto disminuyó la velocidad a paso de hombre para observar abiertamente los pechos descubiertos de las muchachas. Luego, cuando volvió a acelerar, puso una mano sobre el regazo de Eva de una manera posesiva y familiar. Ella le agarró la muñeca y volvió a poner la mano de él sobre el volante.

—El camino es peligroso, Otto —comentó en tono sereno, y León hirvió de indignación ante la humillación que él le había infligido con toda tranquilidad. Quería intervenir para protegerla de alguna manera, pero intuía que, después de beber, el Graf Otto debía de ser imprevisible y peligroso. Para proteger a Eva, se contuvo.

Pero luego su enojo se volvió hacia ella. ¿Por qué permitía que la convirtiera en objeto de semejante comportamiento? No era una puta. Entonces, conmocionado, se dio cuenta de que eso era precisamente lo que era. Era una cortesana de clase alta. Era el juguete del Graf Otto, y había puesto su cuerpo a disposición de él a cambio de algunos ornamentos baratos, baratijas y, muy probablemente, las ganancias de una ramera. Trató de despreciarla. Quería odiarla, pero otra idea lo asustó, como el golpe de un puño entre los ojos. Si ella era una prostituta, entonces, él también lo era. Pensó en la princesa, y en los otros a los que se había vendido a sí mismo y sus servicios.

«Todos tenemos que sobrevivir lo mejor que podemos —pensó, tratando de justificarse a sí mismo y a ella—. Si Eva es una prostituta, entonces, todos somos prostitutas». Pero él sabía que nada de esto era relevante. Era demasiado tarde para odiarla o despreciarla, porque ya se había enamorado perdidamente de ella.

Llegaron al campamento Tandala cuando el sol se estaba poniendo, y el Graf Otto desapareció con Eva en los lujosos alojamientos que estaban listos para recibirlos. Ishmael y tres miembros de su personal de cocina les llevaron la cena a su comedor privado. La pareja no volvió a reaparecer hasta después del desayuno a la mañana siguiente.

Guíen Tag, Courtney. Asegúrese de que estas cartas sean despachadas de inmediato. —El conde Otto le entregó un manojo de sobres sellados con obleas de cera roja y con las águilas de dos cabezas del Ministerio de Relaciones Exteriores alemán en Berlín. Estaban dirigidos al gobernador de la colonia, y a todas las otras personas importantes en Nairobi, incluyendo a lord Delamere y el oficial que comandaba el ejército de Su Majestad Británica en África Oriental Británica, general de brigada Penrod Ballantyne—. Son mis cartas de presentación del gobierno Káiserliche —explicó— y deben ser entregadas hoy, sin falta, ja?

—Por supuesto, señor. Veré que esto sea hecho de inmediato. —León hizo llamar a Max Rosenthal y, en presencia del Graf Otto, le encargó que repartiera las cartas—. Toma uno de los autos, Max. No vuelvas hasta que cada una haya sido entregada en mano.

Mientras Max se alejaba, Eva salió de sus aposentos privados para reunirse con ellos. Estaba vestida con ropa de montar y se la veía fresca y descansada, con el pelo brillante a la luz del sol y la piel reluciente con la dulce sangre joven debajo de ella.

El Graf Otto la observó con aprobación y luego se volvió a León.

—Y ahora, Courtney, iremos al campo de aviación. Volaré en mis máquinas. —Durante la noche el vehículo de caza había sido lavado y lustrado. Subieron los tres y atravesaron el pueblo hacia el campo de polo.

Cuando llegaron, Gustav ya tenía al Mariposa y al Abejorro colocados al borde del campo. El Graf Otto caminó alrededor de cada aeronave, inspeccionándolas cuidadosamente, mientras conversaba en tono serio con Gustav. Por fin satisfecho, subió a las alas para verificar la tensión de los cables del aparejo y las riestras. Abrió las cubiertas de los motores y revisó los conductos de combustible y los cables de los aceleradores. Desenroscó las tapas de los tanques de combustible y usó una varilla para controlar los niveles.

Era ya media mañana cuando expresó su total satisfacción con las dos aeronaves; luego se dirigió a una de las escalerillas y subió a la cabina del del Abejorro. Abrochó la correa de su casco de vuelo por debajo de la barbilla y le hizo una seña a Gustav para que se acercara. Ambos farfullaron algunas palabras mientras Otto señalaba el punto de caza. Luego Gustav puso en marcha los motores. Una vez que se calentaron y estuvieron funcionando correctamente, Graf Otto lo hizo rodar hacia el final más alejado del campo de polo e hizo girar la inmensa máquina hasta que su trompa quedó de punta hacia la brisa.

El ruido de los motores había atraído a toda la población de Nairobi y, otra vez, estaban alrededor del campo con ansiedad y expectativa. Los cuatro motores estallaron en un ahogado rugido felino y el Abejorro empezó a moverse de regreso hacia donde Eva y León estaban parados delante del hangar. León estaba unos pasos detrás de ella, en la posición de un asistente más que de un par. Rápidamente el Abejorro adquirió velocidad. Levantó la rueda de cola del suelo, y León contuvo la respiración cuando vio que el enorme tren de aterrizaje rebotaba ligeramente sobre la tierra para luego escapar de la gravedad y alzarse por el aire. A sólo seis metros de altura, la máquina bramó por sobre sus cabezas. La multitud se agachó instintivamente… todos, excepto Eva.

Cuando León se enderezó, vio que ella lo había estado mirando disimuladamente. Una sonrisa apenas burlona le hizo levantar la comisura de la boca.

—¡Santo cielo! —se burló de él ligeramente—. ¿Éste es el cazador intrépido y el asesino valeroso que mata animales salvajes?

Era la segunda vez, desde que se conocían, que ella lo miraba de frente a la cara, y la primera que se dirigía a él directamente. Le sorprendió la manera en que su comportamiento cambiaba cuando el conde no estaba presente.

Fräulein, espero que ésta sea la única vez que defraude sus expectativas. —Hizo una ligera reverencia.

Ella se volvió, poniendo fin deliberadamente al breve contacto, y se protegió los ojos del sol para observar al Abejorro que daba la vuelta al campo. Fue un leve rechazo, pero León saboreó el recuerdo de su sonrisa, sin importar que hubiera sido de burla y no de amistad. Siguió la mirada de ella y vio que el Abejorro ya estaba descendiendo hacia el campo para aterrizar.

El Graf Otto aterrizó e hizo rodar al avión sobre el suelo de regreso al hangar. Apagó los motores y bajó. La multitud que observaba lo aclamó desenfrenadamente y él les agradeció con un movimiento de su mano enguantada. Gustav se precipitó a encontrarse con él y los dos hombres caminaron hacia el Mariposa absortos en una conversación. El Graf Otto lo dejó al pie de la escalerilla, subió a la cabina y puso en marcha los motores. Hizo rodar la aeronave hasta el extremo del campo del polo, dio la vuelta y volvió ruidosamente hacia ellos. Otra vez León se maravilló del milagro de volar cuando el Mariposa dejó el suelo y pasó bajo sobre su cabeza. Esta vez se mantuvo erguido, inmóvil, y cuando miró a Eva, ella lo estaba mirando otra vez. Inclinó su cabeza y sus ojos color violeta dejaron ver un brillo pícaro y divertido. Su voz fue ahogada por el griterío de los espectadores, pero pudo leer sus labios cuando formaban una sola palabra: «¡Bravo!». La burla estaba ablandada por otra leve sonrisa secreta. Luego se volvió para observar la aeronave que daba vueltas alrededor del campo dos veces antes de ponerse a favor del viento para el aterrizaje. Aterrizó y rodó hasta donde ellos estaban, delante del hangar.

León esperaba que el piloto detuviera los motores y bajara, pero en lugar de ello se inclinó a un lado de la cabina y escudriñó las caras de la multitud allá abajo. Cuando la vio a Eva, le hizo señas para que se acercara. Ella se movió rápidamente para hacer lo que él le decía; Gustav y dos de sus hombres iban corriendo delante de ella con la escalerilla para subir al avión. A medio camino del Mariposa, el viento de las hélices la atrapó e hizo que sus faldas se apretaran alrededor de sus piernas. El sombrero de ala ancha voló de su cabeza, y el largo pelo oscuro bailó alrededor de su cara. Se rio y continuó corriendo. Su sombrero voló hacia donde estaba León y lo atrapó cuando pasó rodando junto a él.

Eva llegó a la parte inferior de la escalerilla y subió los peldaños con facilidad. Era evidente que lo había hecho muchas veces antes. León la vio desaparecer por sobre el borde de la cabina. Luego la cabeza con casco del Graf Otto se volvió hacia él y le hizo señas. Tomado de sorpresa, León se tocó el pecho en un ademán interrogativo. «¿Quién? ¿Yo?» El piloto asintió con la cabeza enfáticamente e hizo señas de nuevo, esta vez de manera más imperiosa.

León atravesó la corriente de viento de las hélices; el corazón le latía con fuerza por la emoción y trepó por la escalerilla. Cuando entró a la cabina de piloto le entregó el sombrero a Eva. Ésta apenas giró la cabeza hacia él al tomarlo. Los intercambios juguetones de hacía algunos minutos podrían muy bien no haber existido. De algún sitio ella había sacado un casco de cuero para volar, que ajustó debajo de la barbilla. Luego se cubrió los ojos con los cristales ahumados de las antiparras.

—¡Suban la escalerilla! —gritó el piloto, y reforzó la orden mediante una señal con la mano. León se inclinó sobre el costado, la levantó y la enganchó en las abrazaderas que la sostenían sobre el fuselaje.

—Bien. ¡Siéntese aquí! —El Graf Otto le indicó el asiento al lado de él. León se sentó y abrochó la correa de seguridad por sobre su regazo. El conde ahuecó sus manos en forma de trompeta y le gritó en la oreja—: Usted será mi copiloto, ja? Guíeme.

—¿Adonde vamos? —respondió León a gritos.

—Al más cercano de sus campamentos de caza.

—Eso es a más de ciento cincuenta kilómetros de distancia —protestó León.

—Un corto viaje. Ja! Allí iremos. —Aceleró y rodó otra vez hacia el lado más alejado del campo, se detuvo para verificar los instrumentos en el tablero de mandos y, luego, lentamente, empujó las cuatro palancas de los aceleradores hacia adelante al máximo. El estruendo de los motores Meerbach era ensordecedor. El Mariposa comenzó a moverse, dando saltos con cada irregularidad del terreno; sus alas temblaban y vibraban a medida que adquiría velocidad rápidamente.

León se agarró al borde de la cabina, mirando con atención hacia adelante. Sus ojos empezaron a llenársele de lágrimas cuando el viento lo golpeó, pero su corazón estaba cantando casi tan fuerte como los motores. Luego, repentinamente, todos los balanceos y saltos terminaron con una teatral brusquedad. León miró a un lado y vio que la tierra caía alejándose de él.

—¡Estamos volando! —gritó en el viento—. ¡Estamos volando realmente!

Vio la ciudad debajo de él pero tardó unos momentos en reconocerla. Todo parecía tan diferente desde ese ángulo. Tuvo que orientarse por el serpenteo de la línea del ferrocarril antes de poder precisar otras marcas en el terreno: las paredes rosadas del Muthaiga Country Club; el techo de brillante chapa ondulada del nuevo hotel de Delamere; el volumen blanqueado de la Casa de Gobierno y la residencia del gobernador.

—¿Hacia dónde? —El Graf Otto tuvo que sacudirle el brazo para que le prestara atención.

—Siga la línea del ferrocarril. —León señaló hacia el Oeste. Con ambas manos, estaba tratando de proteger sus ojos del viento de ciento cincuenta kilómetros por hora que le golpeaba la cara. El conde Otto le tocó las costillas con un huesudo dedo y señaló una guantera en el costado de la cabina. León la abrió y encontró otro casco de cuero para volar en el fondo. Se lo puso, abrochó la correa debajo de la barbilla y ajustó las antiparras sobre sus ojos. Ahora podía ver y las orejeras del casco le protegían los tímpanos del rugido del viento que pasaba a toda velocidad.

Mientras había estado concentrado en ponerse bien el casco, Eva se había levantado de su asiento para ir a la parte delantera de la cabina, donde estaba parada, sosteniéndose en el pasamano sobre del borde. Parecía el mascarón de proa de una nave de guerra mientras se balanceaba con elegancia contra los movimientos del Mariposa.

En ese momento, el avión cayó a plomo de manera desagradable e inesperada. León se agarró de la manija más cercana, en estado de pánico. Supo, sin la menor sombra de duda, que estaban a punto de caer del cielo para tener una muerte rápida pero violenta en medio de una pila de restos allá abajo en la tierra. Pero el Mariposa permaneció imperturbable. Movió las alas en un gesto de desprecio por la fuerza de gravedad y voló serenamente hacia el Oeste.

Eva todavía seguía parada y sólo entonces León vio el cinturón de seguridad abrochado a su cintura y el mosquetón en el otro extremo del cordón enganchado en un pasador de acero, atornillado al suelo entre sus pies. Eso había impedido que fuera arrojada por el costado cuando el Mariposa había bajado bruscamente.

El Graf Otto todavía seguía manejando los controles con delicados movimientos de sus manos grandes y pecosas. Le sonrió a León, con el cigarro Cohiba sin encender en un costado de la boca.

—¡Una corriente térmica! —gritó por encima del viento—. No es nada.

León se sintió avergonzado por su despliegue de pánico. Había leído lo suficiente acerca de la teoría del vuelo para saber que el aire actuaba del mismo modo que el agua, con todas sus corrientes y remolinos imprevisibles.

—Vaya adelante. —El Graf Otto le hizo un gesto—. Vaya adelante desde donde pueda ver bien para guiarme.

León se movió con precaución hacia la parte delantera de la cabina. Sin una sola mirada en dirección a él, Eva se movió para hacerle sitio y él se ubicó al lado de ella. Se sujetaban con ambas manos de la baranda del borde. Estaban tan cerca el uno del otro que él imaginó, a pesar del viento, que podía percibir un vestigio de su perfume tan especial. Mientras miraba hacia adelante, la observaba por el rabillo del ojo. La corriente de aire le ajustaba la blusa y la falda larga contra su cuerpo y sus miembros, de modo que cada curva y contorno quedaban acentuados. Por primera vez pudo darse cuenta de la forma de sus piernas, largas y esbeltas, y luego miró los montes gemelos de sus pechos bajo la chaqueta de pana. De inmediato, se dio cuenta de que eran más grandes de lo que le habían parecido, más redondos y más llenos que los de Verity O’Hearne. Se forzó a apartar los ojos y mirar hacia adelante.

Se estaban acercando ya al borde del gran valle del Rift. Pudo ver el brillo de las vías de acero donde el ferrocarril comenzaba su descenso por la pendiente hacia la estepa volcánica del fondo del valle. Se dio vuelta para mirar al Graf Otto y le hizo una señal con la mano para que girara noventa grados hacia el Sur. El alemán asintió con la cabeza y el Mariposa bajó un ala y entró en una tranquila maniobra hacia la izquierda. La fuerza centrífuga empujó a Eva ligeramente contra él, y por un largo y exquisito momento, León sintió la parte exterior del tibio muslo de ella apretado contra el suyo. Ella pareció no darse cuenta, ya que no hizo ningún movimiento para apartarse. Luego el Graf Otto levantó el ala de babor y el Mariposa volvió a ponerse horizontal. El contacto se rompió.

El gran valle del Rift se abría ante ellos. Desde esa altura era una visión que no pertenecía a la insignificante humanidad, sino a Dios y a sus ángeles. En ese momento León pudo apreciar realmente la inmensidad de la región. Las colinas abrasadas y rocosas, las llanuras color de león, manchadas con oscuras zonas de bosque, y los acantilados azules de colinas y montañas que se extendían hasta distancias infinitas.

De pronto, el piso se inclinó bajo sus pies cuando el Graf Otto bajó la trompa del Mariposa y cayó en el vacío aéreo. Los despeñaderos de la pendiente pasaban veloces debajo de ellos, tan cerca que parecía que sus ruedas iban a rebotar en las rocas. El fondo del valle ascendía para encontrarse con ellos. León vio que los puños de Eva se apretaban con fuerza en el pasamano. Podía ver que la tensión en su cuerpo hacía que se arqueara hacia atrás. Para devolverle sus ironías anteriores, él se soltó de la barandilla y puso las manos sobre las caderas, apoyándose fácilmente en la caída mientras el avión descendía. Esta vez ella no pudo ignorarlo y le lanzó una rápida mirada mientras él mantenía el equilibrio contra las diferentes fuerzas que arrastraban su cuerpo. Luego miró hacia adelante, pero soltó una mano y la giró con la palma hacia arriba en un gesto de resignación.

El Graf Otto enderezó la trompa del Mariposa para sacarlo de la picada por la pared del valle. Las rodillas de León se doblaron bajo la fuerza de gravedad y Eva fue empujada otra vez contra él. Se apartó de León tambaleándose cuando el Mariposa volvió a ponerse horizontal. Se movían rápidamente junto a la pendiente, con la pared pasando por babor tan cerca que parecía que el extremo del ala podría tocarla en cualquier momento.

De pronto León vio, a una distancia de más o menos un kilómetro y medio, lo que parecía ser un enjambre de grandes escarabajos negros en movimiento. Fue sólo cuando el Mariposa se lanzó sobre ellos que vio que se trataba de una gran manada de búfalos que escapaban aterrorizados por el avión que se acercaba. Le hizo otra señal con la mano al Graf Otto y el Mariposa se inclinó abruptamente hacia la manada que huía. Otra vez Eva fue empujada contra él, pero esta vez ella le dio un golpe deliberado con su cadera. Con una oleada como de electricidad en la ingle, se dio cuenta de que le hacía saber que era tan consciente de esos contactos físicos como él.

Pasaron veloces sobre los lomos amontonados de los búfalos, tan cerca que León podía ver cada resto de barro seco adherido a su pelo y, con la misma claridad, darse cuenta del dibujo de cicatrices paralelas sobre los hombros del macho líder, dejadas por las garras filosas de algún león merodeador.

Siguieron volando hasta que Eva movió la mano nerviosamente y señaló hacia su lado del fuselaje. El Graf Otto se inclinó hacia donde ella indicaba. El Mariposa se enderezó y se alineó con cinco inmensos elefantes machos que atravesaban el denso sotobosque espinoso no muy lejos más adelante. Aunque ya no tenía más la excusa de la gravedad, Eva le dio otro golpecito pícaro con la cadera. Era un excitante aunque peligroso jueguito el que estaban jugando, justo debajo de las narices del Graf Otto von Meerbach. León se rio en el viento y, sin mover la cabeza, Eva lo miró a través de sus pestañas bajas y le sonrió en secreto.

Bajaron sobre los elefantes que corrían. León vio que todos eran machos viejos y por lo menos dos tenían colmillos de más de cincuenta kilos en cada lado. Un tercero tenía sólo uno y el otro estaba quebrado a la altura del labio, pero el que le quedaba era colosal y hacía parecer pequeños los de sus compañeros. Otto bajó más y luego, más bajo todavía, hasta que pareció que quería lanzarse directamente sobre la manada. Los elefantes parecieron darse cuenta de que no podían correr más rápido que el Mariposa y giraron para agruparse, hombro con hombro, formando una falange sólida para enfrentar esta amenaza que venía del cielo. Barritaban tan fuerte que León podía escucharlos por encima de los motores y avanzaron precipitadamente hacia la aeronave. Cuando ésta pasó casi rozándolos, se enfurecieron, abrieron las orejas y estiraron sus trompas sinuosas como si quisieran atraparla en el aire.

El Graf Otto trepó a varias decenas de metros sobre la tierra y voló hacia el Sur. Nuevos e inesperados panoramas se abrieron ante ellos. Volaron sobre valles escondidos, en secretas entradas y salidas en las paredes de la escarpadura, algunas de las cuales no aparecían en ningún mapa del terreno que León había estudiado alguna vez. Dos o tres valles estaban alimentados por corrientes de agua junto a las que crecía la hierba verde en la que manadas de grandes mamíferos, desde jirafas hasta rinocerontes, se habían congregado. León trató de memorizar la ubicación exacta de cada uno con el propósito de regresar para explorarlos, pero volaban tan rápido que le resultaba difícil seguir los detalles de la ruta.

Subieron todavía más hasta que pudieron ver el enorme macizo del Kilimanjaro, que se alzaba sobre el horizonte sur, a unos ciento cincuenta kilómetros o más hacia adelante. La montaña se veía azul a la distancia, con la cima envuelta en una nube plateada a través de la que el sol lanzaba rayos dorados de luz. Luego el Graf Otto meneó las alas para que León se volviera hacia él y señaló una montaña más cerca, a sólo unos treinta o cuarenta kilómetros de distancia. La cima plana era inconfundible, y era quizá lo que le había llamado la atención.

—¡Monte Lonsonyo! —gritó León, pero su voz se perdió entre el rugido del viento y el de los motores—. ¡Vamos allí! —Hizo insistentes señales con la mano y el Graf Otto aceleró al máximo. El Mariposa subió todavía más, pero la mesa del Lonsonyo estaba casi a tres mil metros sobre el nivel del mar, cerca del techo de la aeronave. Al principio trepó con rapidez, pero a medida que la altitud aumentaba, su velocidad bajaba. El avión se puso tan lento que pasaron por sobre los despeñaderos apenas a quince metros.

Ante ellos se veía el ganado de Lusima desparramado, pastando sobre la hierba fresca de la alta planicie. Más allá, León vio el dibujo de las cabañas y los corrales que constituían la manyatta, e hizo señas a Otto para que girara hacia el pueblo. Cabras, pollos y niños pastores desnudos se dispersaron al verlos. Era fácil individualizar la choza de Lusima entra las demás, pues era la más grande y más imponente, la que estaba más cerca de las ramas extendidas del árbol del consejo. No hubo señales de Lusima hasta que estuvieron casi directamente sobre ella. Entonces, de repente, apareció, agachándose para salir por la puerta baja de su cabaña y mirándolo a él. Estaba desnuda, salvo por su diminuto taparrabo rojo, con los coloridos brazaletes y collares alrededor de sus tobillos, muñecas y cuello. Miró al Mariposa con una expresión de cómica perplejidad.

—¡Lusima! —gritó León, y se quitó el casco y las antiparras—. ¡Lusima Mama! ¡Soy yo! ¡M’bogo, tu hijo! —Saludó con la mano desesperadamente hasta que ella lo reconoció. Estaban tan cerca que vio cómo su rostro se iluminaba y le respondía saludando con ambas manos, pero rápidamente estuvieron lejos y bajando por el otro lado del monte.

Otra vez, Graf Otto meneó las alas y le hizo gestos con las manos a León pidiéndole que señalara el curso que debía seguir para llegar al campamento de caza. Lo habían dejado en el otro lado del monte Lonsonyo, de modo que León lo condujo en un circuito a la derecha de los despeñaderos escarpados más abajo de la mesa. Nunca había visto este lado de la montaña antes. Hasta ese momento, siempre se había acercado y subido por el lado sur.

La roca era tan vertical e impenetrable como la pared exterior de alguna gigantesca fortaleza medieval y los líquenes habían pintado un mosaico de muchos colores sobre ella. Entonces, inesperadamente, el Mariposa estuvo ante una fractura en la pared, una chimenea vertical de roca, que dividía el despeñadero desde la cumbre hasta la pendiente de pedregullo al pie de la montaña. Desde el borde del acantilado en la cima de la chimenea se derramaba una brillante cascada de agua, una corriente que drenaba las aguas de lluvia de la húmeda mesa más arriba y caía en ondulantes cortinas de encaje sobre las piedras ennegrecidas por el musgo. Cuando pasaron junto a ella, el viento sopló remolinos de finas gotitas sobre sus caras, que les salpicaron las antiparras. Las sintieron frías como copos de nieve sobre sus mejillas.

La cascada caía varios cientos de metros en la cuenca que estaba en la base del despeñadero. Los rayos del sol no llegaban hasta ese desfiladero oscuro y misterioso, tan sombrío que hacía que el agua en la cuenca se viera negra como en un tintero. Era tan perfectamente circular que podría haber sido construido por antiguos arquitectos egipcios o romanos. Sólo pudieron ver esta imagen imponente por unos breves segundos antes de que el Mariposa pasara por allí a toda velocidad; la chimenea de roca pareció cerrarse detrás de ellos con la determinación de una inmensa puerta de catedral, ocultando a la cascada de toda posibilidad de ser vista.

Cuando salieron de la sombra de la montaña, el sol ya estaba poniéndose rojo al atravesar la neblina de polvo y humo suspendidos muy bajo sobre el horizonte. León miró afuera, hacia la llanura color púrpura, tratando de descubrir el campamento de caza. Finalmente, más adelante, pudo ver la salchicha plateada de la manga que indicaba el lugar de la pista de aterrizaje, planeando en la punta de su mástil. Le hizo señas al Graf Otto para que se dirigiera hacia ella, y pronto pudieron divisar el grupo de lonas y techos de paja recién hechos de lo que León había bautizado como Campamento Percy. Justo detrás se levantaba una pequeña colina de apenas un par de cientos de metros de altura, pero visible desde varios kilómetros a la distancia.

El Graf Otto dio la vuelta al campamento para verificar la dirección del viento y la orientación de la pista de aterrizaje. Mientras se inclinaban por el lado más alejado de su campamento, León miró por sobre el ala hacia un terreno virgen, denso y aparentemente impenetrable de arbustos de acacias espinosas. Se extendía muchos kilómetros, y en el medio descubrió otro grupo de esas formas oscuras. Por su tamaño, supo de inmediato que eran búfalos machos, tres viejos solteros. Algo era seguro: esos viejos solitarios eran ariscos y muy peligrosos. Cuando levantaron sus cabezas y miraron torvamente a la aeronave, León hizo una rápida evaluación y luego farfulló:

—Ni una cabeza decente entre ellos. Todos usan yarmulkas. —Era una referencia irreverente al tocado judío de oración, hecha por los viejos cazadores para describir un par de cuernos de búfalo tan viejos y gastados que las puntas había desaparecido, dejando sólo un córneo solideo.

Cuando el Graf Otto aterrizó y dejó que el Mariposa siguiera rodando hasta el extremo más lejano de la pista, vieron una nube de polvo que se acercaba por la ruta llena de baches que venía del campamento. Un automóvil apareció ruidosamente con Hennie du Rand al volante y Manyoro y Loikot en la parte de atrás.

—¡Disculpe, jefe! —saludó Hennie a León cuando éste bajó por la escalerilla de la cabina—. No esperábamos que llegara antes de unas cuantas semanas. Nos toma de sorpresa. —Estaba visiblemente nervioso.

—Yo estoy tan sorprendido de estar aquí como ustedes de verme. El Graf trabaja con sus propios planes. ¿Hay comida y licor en el campamento?

Ja! —asintió Hennie—. Max trajo mucho de Tandala.

—¿Hay agua caliente en la ducha? ¿Las camas están hechas y hay papel higiénico en el baño?

—Habrá antes de que vuelva a preguntar —prometió Hennie.

—Entonces, estaremos bien. El lema de la familia del conde es Durabo, «sobreviviré». Lo pondremos a prueba esta noche —dijo León, y se volvió hacia el Graf Otto mientras bajaba por la escalerilla.

—Me complace poder decirle que todo está listo para usted, señor —mintió ligeramente, y condujo a la pareja a su alojamiento.