A mitad de la mañana divisaron la cima plana del monte Lonsonyo por encima del horizonte azul de ensoñación más adelante, pero ya había avanzado mucho el día cuando llegaron al pie de la imponente mole, y se puso oscuro antes de que arribaran con sus caballos a la manyatta y desmontaran delante de la choza de Lusima. Ésta había escuchado los caballos y estaba de pie en la entrada, su alta figura recortada por el fuego detrás de ella. Estaba desnuda, salvo por el cordel de cuentas alrededor de la cintura. Su piel había sido ungida recientemente con grasa y ocre, y lustrada hasta que brillara.
León se acercó a ella y cayó sobre una rodilla.
—Dame tu bendición, Mama —pidió.
—La tienes, hijo mío. —Le tocó la cabeza—. Mi amor maternal es también tuyo.
—Te he traído a otro suplicante. —León se puso de pie y le hizo señas a Kermit para que se acercara—. Su nombre swahili es bwana Popoo Hima.
—Así que éste es el príncipe, el hijo de un gran rey blanco. —Lusima miró atentamente la cara de Kermit—. Es una pequeña rama de un árbol muy fuerte, pero nunca crecerá tan alto como el árbol del que surgió. Siempre hay un árbol en el bosque que crece más alto que cualquier otro, un águila que vuela más alto que cualquiera otra ave. —Le sonrió con dulzura a Kermit—. Todas estas cosas él las sabe en su corazón y lo hacen sentirse pequeño y desdichado.
Hasta León estaba asombrado por su capacidad de ver más allá de lo visible.
—Anhela profundamente ganarse el respeto de su padre —coincidió él.
—Entonces, viene a mí para que le consiga un elefante. —Asintió con la cabeza—. Por la mañana consagraré su bunduki y le indicaré el sendero del cazador para él. Pero ahora comerán conmigo. He matado a una cabra joven para ti y para este mzungu, que no bebe sangre y leche, y prefiere la carne cocida.
Se reunieron al mediodía del día siguiente bajo el árbol del consejo en el corral del ganado. La Gran Medicina estaba tendida sobre una piel bronceada de león. El metal azulado estaba recién aceitado y sus partes de madera brillaban. Allí estaban listas también las ofrendas de sangre, leche fresca de vaca, sal, rapé y cuentas de vidrio para el sacrificio. León y Kermit se pusieron en cuclillas juntos ante la cabeza de la piel de león, con Manyoro y Loikot detrás de ellos.
Lusima emergió de su choza, magnífica y engalanada. Se acercó al árbol del consejo con sus pasos de reina y sus jóvenes esclavas siguiéndola de cerca. Los hombres aplaudieron con respeto y le dirigieron alabanzas: «Es la gran vaca negra que nos alimenta con la leche de sus ubres. Es la que ve todas las cosas. Es la sabia que lo sabe todo. Es la madre de la tribu. Es la sabia que conoce todas las cosas de esta tierra. Reza por nosotros, Lusima Mama».
Se puso en cuclillas delante de los hombres e hizo las preguntas rituales:
—¿Por qué vienes a mi montaña? ¿Qué es lo que quieres de mí?
—Te pedimos que bendigas nuestras armas —respondió León—. Te importunamos para que adivines el sendero que los grandes hombres grises siguen por las tierras salvajes.
Lusima se puso de pie y salpicó el rifle con sangre y leche, rapé y sal.
—Haz que esta arma sea terrible y que pueda matar a aquello que mira el ojo del cazador. ¡Que su popoo vuele derecho como la abeja que regresa a la colmena!
Luego fue hasta Kermit y, con su hisopo de cola de jirafa, salpicó con sangre y leche su cabeza inclinada.
—La presa nunca se le escapará, porque tiene el corazón del cazador. Que siga a su presa de manera infalible. ¡Que nunca escape a la mirada de su cazador!
León susurró la traducción a Kermit, y después de cada frase que ella decía, todos aplaudían y repetían el estribillo de su plegaria:
—Incluso cuando la gran vaca negra habla, que así sea.
Lusima empezó a bailar, girando en pequeños círculos, con los pies descalzos como los de una niña joven, y el sudor se le mezcló con el aceite y el ocre hasta que brilló como una escultura de valioso ámbar. Finalmente se dejó caer sobre la piel de león y el rostro se le contrajo. Se mordió los labios hasta que la sangre chorreó por la barbilla. Todo su cuerpo tembló y se agitó; la respiración era un ronquido áspero en su garganta; la espuma le cubría los labios y se mezclaba con la sangre para adquirir un color rosado. Cuando habló, su voz era tan gruesa y ronca como la de un hombre.
—El cazador va camino a su hogar. El cazador inteligente escucha el piar de las pequeñas aves negras al amanecer —dijo con voz áspera—. Si espera en la cima de la colina, el cazador será bendecido tres veces. —Tosió y se sacudió como hacen los perros spaniel de caza cuando salen del agua al borde del río.
—Bueno, las pistas de tu Mama fueron bastante crípticas —comentó secamente Kermit, mientras comían la cena de puercoespín asado, tan tierno y jugoso como un lechón, que Ishmael había preparado—. ¿Crees que me estaba diciendo que abandonara y me fuera a mi casa?
—¿Tu chamán indio no te enseñó que cuando se trata de predicciones ocultas hay que prestar gran atención a cada palabra por sus asociaciones posibles? Uno no puede tomar nada de manera literal. Para darte un ejemplo, la última vez que pedí su ayuda, Lusima me dijo que siguiera al dulce cantante. Éste resultó ser el pájaro guía de la miel.
—Parece que tiene algo de ornitóloga, pero esta vez nos habló de aves negras en lugar de guías de la miel.
—Empecemos por el principio. ¿Te dijo que regresaras a casa o que fueras camino al hogar?
—¡Camino al hogar! Mi hogar está en Nueva York, en los Estados Unidos.
—Bien, eso nos daría una dirección Nornoroeste, y un poco al Norte, calculo.
—En ausencia de otras sugerencias, tendremos que probar eso —coincidió Kermit.
León se guiaba con una brújula del ejército que había llevado consigo cuando abandonó a los RAR. Acamparon esa primera noche al abrigo de una pequeña elevación rocosa. Poco antes del amanecer estaban bebiendo café mientras esperaban que saliera el sol. De pronto Loikot inclinó la cabeza y levantó la mano pidiendo silencio. Dejaron de hablar y escucharon. El sonido era tan débil que sólo se podía oír cuando la brisa de la mañana cesaba un poco o viraba en dirección favorable.
—¿Qué es, Loikot?
—Los chungaji se están llamando entre ellos. —Se puso de pie y recogió su lanza—. Debo subir a la colina para poder escuchar lo que están diciendo.
Se escabulló en la oscuridad mientras los demás prestaban atención a los lejanos sonidos.
—No suenan como voces humanas —dijo Kermit—, parecen más bien los silbidos de los gorriones.
—¿O el piar de pequeñas aves negras? —preguntó León—. ¿Las pequeñas aves negras de Lusima Mama?
Ambos se echaron a reír.
—Creo que ya lo tienes. Loikot tendrá noticias para nosotros cuando baje de la colina.
Escuchaban sus gritos, más cercanos y más claros que las otras voces, y el intercambio de noticias en la red no oficial de comunicaciones de los masai continuó hasta que el sol estuvo bien separado del horizonte. Luego, finalmente, se acallaron cuando el viento y el creciente calor hicieron que todo intercambio posterior fuera ininteligible. Poco después, Loikot regresó. Venía henchido de su propia importancia. Estaba claro que no iba a hablar hasta que alguien le suplicara que lo hiciera.
León le dio el gusto.
—Dime, Loikot, ¿de qué hablaron tú y tus hermanos durante la charla sobre el cuchillo de circuncisión?
—Se habló mucho acerca del safari de diez mil porteadores y muchos wazungu acampados junto al río Ewaso Ng’iro, y sobre la gran matanza de animales por parte del rey de una tierra llamada Emelika.
—Y después de eso, ¿de qué hablaron?
—Ha habido un brote de la enfermedad del agua roja en el ganado cerca de Arusha. Diez animales murieron.
—¿Es posible que también hablaran del movimiento de elefantes en el valle del Rift?
—Sí, hablamos de eso —respondió Loikot—. Todos coincidimos en que ésta es la estación en que los grandes machos bajan al valle del Rift. En los últimos días los chungaji han visto muchos en la región entre Maralal y Kamnoro. Se habló de tres que viajaban hacia el Este en grupo, todos muy grandes. —Entonces, finalmente, mostró una gran sonrisa y su voz adquirió un tono de urgencia—. Si vamos a atraparlos, M’bogo, debemos ir rápidamente hacia el Norte para cortarles el paso antes de que sigan hacia los territorios de los samburu y Turkana.
Manyoro y Loikot corrían adelante de los caballos con los largos pasos rítmicos a los que asociaban con «devorar la tierra golosamente». Los dos jinetes trotaban detrás de ellos; luego Ishmael, más atrás, montaba una mula y llevaba la otra cargada con todas las ollas, cacerolas y provisiones.
Kermit estaba de su habitual humor incontenible.
—¡Un buen caballo entre las piernas, un rifle en la mano y la promesa de presas más adelante! Hijo de tu madre, ésta es la vida de un hombre.
—No puedo pensar en nada que prefiera a eso —coincidió León.
Kermit frenó súbitamente y le dio sombra a sus ojos con el sombrero, para mirar a un lado, hacia un monte gris de arbustos espinosos.
—Aquello que hay allí es un gran macho kudú —dijo—. Más grande que ninguno de los que Mellow me consiguió.
—¿Quieres otro kudú, o quieres al gigante de cientos de kilos? Decídete, amigo. No puedes tener ambas cosas.
—¿Por qué no? —preguntó Kermit.
—El enorme elefante macho con tu nombre marcado con hierro en el lomo puede estar precisamente detrás de la siguiente colina. Disparas una bala aquí y saldrá corriendo a muchos kilómetros por hora. No dejará de correr hasta cruzar al otro lado del Nilo.
—¡Aguafiestas! Eres tan malo como el maldito Frank Mellow. —Kermit picó a su caballo para llevarlo a medio galope y así alcanzar a los dos masai, que se habían adelantado mucho.
En medio de la tarde, una línea de colinas bajas mostraba sus cimas sobre el horizonte plano, como los nudillos de un puño cerrado. Esa noche acamparon debajo del más alto. Antes del amanecer de la mañana siguiente, bebieron café alrededor del fuego; luego dejaron a Ishmael con los caballos para que levantara el campamento y cargara su mula mientras ellos trepaban a la cumbre de la colina. Cuando llegaron allí, Loikot gritó por sobre el valle. Recibió la respuesta casi de inmediato; fue un grito similar pero distante que salía de los jirones que quedaba de la noche. El intercambio continuó por un rato antes de volverse a León.
—Ese con el que estaba hablando no es masai. Ésta es la frontera entre nuestros territorios y los de los samburu —explicó Loikot—. Él es mitad samburu, la tribu que son nuestros primos bastardos. Hablan maa pero no igual que nosotros. Lo hablan de una manera graciosa, así. —Hizo girar los ojos y produjo unos rebuznos raros, como los de un burro enloquecido. Manyoro consideró que esto era hilarante y comenzó a saltar en círculos, golpeándose las mejillas y repitiendo la imitación de un samburu hablando maa.
—Ahora que ustedes dos payasos han hecho su pequeña broma, ¿nos dirás qué tenía para decir tu primo bastardo, el samburu?
Todavía agitado y con la voz entrecortada por la risa, Loikot respondió:
—El burro samburu dijo que anoche, cuando llevaban el ganado a la manyatta, vieron a los tres machos. Agregó que cada uno de ellos tiene dientes blancos muy largos.
—¿Hacia dónde se dirigían? —preguntó, ansioso, León.
—Venían directamente hacia este valle, hacia donde estamos ahora.
Rápidamente León tradujo estas noticias a Kermit y vio que sus ojos se iluminaban.
—Entonces, si yo te dejaba disparar a ese kudú ayer, habrías eliminado toda posibilidad de atraparlos.
—Estoy cubierto de vergüenza y remordimiento. En el futuro prometo escuchar las palabras del Grande que lo sabe todo. —Kermit le dirigió un saludo burlón.
—¡Vete al infierno, Roosevelt! —León sonrió—. Enviaré a Manyoro y a Loikot al valle para confirmar que no lo hayan abandonado durante la noche. Pero como estamos en luna nueva, dudo que hayan seguido moviéndose después del anochecer. Apostaría mucho dinero a que descansaron durante las horas más oscuras y que recién ahora están empezando a moverse. —Se sentaron y observaron a los dos masai que bajaban por la ladera y desaparecían entre los árboles en el fondo del valle.
—Hasta ahora hemos seguido el consejo de Lusima sobre las pequeñas aves negras que pían al amanecer. ¿Cuál fue su siguiente sugerencia? —preguntó de pronto Kermit.
—Habló del cazador que espera en la cima y es bendecido tres veces. Aquí estamos sobre la cima. Veamos si tus tres bendiciones están en camino.
Tan pronto como el sol sacó su fogosa cabeza por encima del horizonte, León descolgó la correa de los binoculares de su hombro y apoyó la espalda contra el tronco de un árbol. Lentamente recorrió con las lentes todo el valle abajo. Una hora después descubrió las siluetas de Manyoro y Loikot que regresaban colina arriba, caminando tranquilamente a paso lento mientras conversaban. Bajó los binoculares.
—Regresan sin prisa, lo cual quiere decir que no han tenido suerte. Los machos no han pasado por aquí. No todavía por lo menos. —Los dos masai llegaron y se pusieron en cuclillas cerca de ellos. León miró a Manyoro con gesto de interrogación, pero éste sacudió la cabeza.
—Hapana. Nada. —Sacó su caja de rapé y le ofreció un pellizco a Loikot antes de tomarlo él. Inspiraron y estornudaron cerrando los ojos; luego hablaron en voz baja para que sus voces no se oyeran abajo, en el valle. Kermit se estiró sobre el suelo pedregoso, puso el ala de su sombrero sobre los ojos, y en unos minutos, estaba roncando suavemente. León continuó moviendo los binoculares por el valle, bajándolos de vez en cuando para descansar los ojos y limpiar las lentes con el faldón de su camisa.
A través de los tiempos, numerosas grandes rocas redondas se habían desprendido de la ladera y habían bajado rodando hasta el fondo del valle. Algunas se parecían a la parte trasera de un elefante, y más de una vez el corazón de León se sobresaltó al observar una forma gris enorme dentro del campo de visión de los binoculares, hasta que luego se daba cuenta de que era una roca gris y no cuero de elefante lo que estaba viendo. Una vez más bajó los binoculares y le habló en voz baja a Manyoro.
—¿Cuánto tiempo debemos esperar aquí?
—Hasta que el sol llegue allí. —Manyoro señaló el cénit—. Si no aparecen entonces, es posible que hayan cambiado de ruta. En ese caso, debemos ir a caballo a la manyatta donde el samburu los vio ayer. Allí podemos seguir la huella hasta que los alcancemos.
Kermit apartó el sombrero de sus ojos y preguntó:
—¿Qué dijo Manyoro? —León le contó y él se sentó—. Me estoy aburriendo —anunció—. Parece un juego de apurarse y esperar.
León no se molestó en responder. Levantó los binoculares y reanudó la búsqueda.
A menos de un kilómetro abajo en el valle, había un sector de plantas más verdes, que antes no había visto. Sabía por el color y la densidad del follaje que era una arboleda de bayas de mono. Los frutos eran morados y amargos para el gusto humano, pero atraían a toda clase de animales salvajes, grandes y pequeños. En el centro de la arboleda, había una de esas grandes rocas redondas, cuya curvada línea superior sobresalía por entre las plantas de bayas. La observó otra vez y estaba a punto de pasar a otra cosa cuando sus nervios se tensaron de golpe. La roca pareció haber cambiado de forma y haberse hecho más grande. La miró fijamente hasta que sus ojos se humedecieron. Luego cambió de forma otra vez. Contuvo la respiración. Un elefante se estaba levantando detrás de la roca, a medias oculto por ésta, de modo que sólo su nalga y la curva de su espina dorsal quedaban a la vista. De qué manera el animal había llegado a esa posición sin que ninguno de ellos lo viera era otra manifestación de cuan en silencio y furtivamente podía moverse una criatura tan grande Sintió que el pecho se le cerraba hasta que empezó a respirar como un asmático. Siguió mirando al elefante, pero éste no se movió otra vez. «Hay sólo uno, así que no puede ser la manada que estamos buscando. Quizá sea una hembra extraviada o un macho joven». Trató de fortalecerse ante la decepción.
Luego sus ojos se desplazaron rápidamente a la derecha cuando vio otro movimiento. La cabeza de un segundo elefante apareció a través de la pantalla de ramas de bayas de mono. La respiración de León se entrecortó otra vez. Éste era un macho. La cabeza era enorme, la frente sobresalía de modo notable y las orejas estaban extendidas como las velas de una goleta. La trompa colgante estaba enmarcada por un par de colmillos largos y curvados, de marfil grueso y brillante.
—¡Manyoro! —susurró León con urgencia.
—¡Lo veo, M’bogo!
León lo miró y vio que ambos masai estaban de pie, con la vista fija en la arboleda de bayas de mono.
—¿Cuántos? —preguntó.
—Tres —contestó Loikot—. Uno se halla detrás de la roca. El segundo está mirando hacia nosotros y el tercero, parado entre ellos, pero escondido detrás de los árboles. Sólo puedo verle las patas.
Kermit se sentó de inmediato, alertado por la tensión contenida en sus voces.
—¿Qué es? ¿Qué han visto?
—No demasiado. —León estaba temblando—. Sólo uno de cientos de kilos, tal vez dos o incluso tres. Pero supongo que estás demasiado aburrido para que te importe.
Kermit se puso de pie velozmente, todavía medio aturdido por el sueño.
—¿Dónde? ¿Dónde?
León señaló con el dedo. Entonces Kermit los vio.
—Vaya, que me… —espetó—. ¡Golpéame en la cabeza! ¡Sacúdeme para despertarme! Esto no es verdad, ¿no? Dime que no estoy soñando. Dime que esos colmillos son reales.
—¿Sabes qué, mi amigo? Desde aquí me parecen muy reales.
—¡Toma tu rifle! Vamos tras ellos —estalló la voz de Kermit.
—¡Qué buen plan, señor Roosevelt! No veo ninguna falla en él. —Mientras miraban, los tres elefantes salieron de la arboleda de bayas de mono y se movieron por el valle hacia ellos. En fila, uno detrás del otro, siguieron un ancho sendero de animales que pasaba cerca del pie de la colina en la que estaban ellos.
—¿Cuántos elefantes tengo en mi permiso? —preguntó Kermit—. ¿Tres?
—Sabes muy bien cuántos. ¿Estás pensando en cazarlos a todos? Muchacho codicioso.
—¿Cuál tiene los colmillos más grandes? —Kermit estaba llenando con cartuchos el cargador del Winchester.
—Difícil de distinguir desde aquí. Los tres son grandes. Tendremos que acercarnos más para elegir al más grande. Pero es mejor que nos apuremos. Se mueven con rapidez.
Se lanzaron colina abajo por la ladera, y las piedras sueltas rodaban debajo de sus botas. Perdieron de vista a los machos, ocultos por los árboles y la alta línea de la pendiente. Llegaron al fondo del valle con León en primer lugar. Dobló a la izquierda por la base de la colina, corriendo veloz para llegar a una posición en la que pudieran interceptar a los elefantes.
Llegó al sendero de los animales, que era ancho y había sido suavizado a través del tiempo por el paso de pezuñas, patas y garras, y siguió por ahí. Kermit le estaba pisando los talones y los dos masai estaban apenas unos pasos más atrás. León vio que, más adelante, el sendero estaba cortado por una hondonada poco profunda que bajaba de la ladera de la colina. Había sido arrasada por el torrente de agua de tormenta. Antes de llegar a ella, varias cosas ocurrieron casi simultáneamente. León vio al macho líder cuando salía de entre los árboles en el lado más alejado de la hondonada, unos cuatrocientos o quinientos metros adelante, seguido de cerca por los otros dos, todos moviéndose en una sola fila directamente hacia ellos.
Entonces, un grito cada vez más fuerte hizo eco en la parte alta de la colina a la izquierda. Era el llamado de alarma de un mandril vigilante que advertía a los demás del peligro. Había descubierto a los hombres en el valle debajo de su puesto. De inmediato, el grito fue repetido por el resto. El clamor de los ásperos sonidos resonó por todo el valle. Los tres elefantes se detuvieron de golpe. Se mantuvieron en un grupo apretado, balanceándose con aire vacilante, levantando sus trompas para explorar el aire en busca del olor del peligro, moviendo sus cabezas de un lado al otro, con las orejas extendidas para escuchar.
—¡Que nadie se mueva! —les advirtió León a los otros—. Pueden descubrir hasta el menor movimiento. —Permaneció en su lugar y los miró atentamente. «¿Hacia dónde iban a correr?», se preguntó. El corazón le golpeteaba contra la caja torácica debido al esfuerzo de la carrera colina abajo y por la emoción. Los tres elefantes llevaban al menos cincuenta kilos de marfil a cada lado de sus cabezas.
«¿Por dónde debemos irnos?», pensó. Luego se decidió.
—Tenemos que meternos en la hondonada antes de que nos descubran —dijo sin aliento y comenzó moverse hacia adelante otra vez. Llegaron a la hondonada sin que el elefante los hubiera localizado y se dejaron caer por el empinado barranco para quedar en medio de una manada de impalas, que estaban mordisqueando las ramas bajas de los arbustos que cerraban el cauce seco. La manada estalló en una aterrorizada carrera de animales que saltaban y resoplaban, trepó por el otro lado de la hondonada y escapó en estampida por el sendero de animales, directamente hacia los tres grandes machos.
El líder vio que se lanzaban hacia él, dio media vuelta y corrió derecho a la empinada ladera de la colina. Los otros dos lo siguieron.
León miró por sobre el barranco y vio lo que estaba ocurriendo.
—¡Malditos sean estos condenados impalas! —dijo con los dientes apretados. Los tres elefantes corrían por la primera pendiente que había en la base de la colina, alejándose de él en diagonal, directo a la cima—. Vamos, Kermit —gritó con desesperación—. Si no podemos interceptarlos antes de que lleguen a la cima, nunca volveremos a verlos.
Cruzaron corriendo la angosta franja de terreno horizontal y llegaron a la base de la colina. Ya estaban doscientos metros detrás del elefante. León fue derecho a la pendiente, dando grandes zancadas, saltando por encima de las rocas más pequeñas en su camino.
Los elefantes no podían subir esa pendiente tan empinada de manera directa. El líder dobló al otro lado y empezó a dar una serie de giros con curvas pronunciadas para trepar. Mientras tanto, León y Kermit continuaron moviéndose directamente hacia arriba, atravesando sin desviarse cada una de las vueltas que los machos se veían obligados a dar. En cada tramo se acercaban más a su gigantesca presa.
—No creo poder seguir con esto —dijo Kermit sin aliento—. No doy más.
—Continúa, amigo. —León extendió la mano hacia atrás y le agarró la muñeca—. ¡Vamos! Ya casi llegamos. —Lo arrastró hacia arriba—. Estamos delante de ellos ahora. No es mucho lo que falta.
Finalmente llegaron tambaleándose a la cima de la colina y Kermit se apoyó contra un tronco de árbol. Su camisa estaba empapada de sudor, su pecho subía y bajaba, y el aire silbaba en su garganta. Le temblaban las piernas, como si tuviera convulsiones. León miró hacia atrás, pendiente abajo. El macho líder estaba a unos treinta metros debajo de su nivel, pero se acercaba rápidamente, siguiendo cada curva por todo el contorno. León calculó que iba a pasar a menos de treinta metros del lugar donde estaban en la línea de la colina contra el cielo, pero el animal no parecía darse cuenta de su presencia.
—Prepárate, amigo. Abajo. Haz un disparo firme. Rápido ahora. Estarán sobre nosotros en unos segundos —le susurró a Kermit—. Sólo te darán una oportunidad. Toma al líder. Tírale a la axila, justo detrás del hombro. Busca su corazón. No intentes dispararle al cerebro.
De repente, el macho líder vio las figuras agachadas y recortadas sobre el cielo encima de él y se detuvo otra vez, balanceando su trompa con aire vacilante. Comenzó a volverse para regresar ladera abajo, pero Manyoro y Loikot se acercaban por detrás de él. Gritaron y agitaron los brazos, tratando de hacerlo volver hacia los cazadores en la cima.
El macho vaciló otra vez, balanceando su cabeza de un lado al otro. Sus compañeros se acercaban detrás de él. Los dos masai corrieron hacia ellos, aullando como demonios y moviendo sus shuka. Por el contrario, los hombres en la cresta esperaban inmóviles y en silencio. Para el macho líder, éstos parecían ser la amenaza menor. Se volvió otra vez y siguió moviéndose colina arriba, directamente hacia donde estaban León y Kermit. Los otros dos lo seguían.
—Aquí vienen. Prepárate —dijo León en voz baja.
Kermit estaba sentado sobre su trasero, con los codos apoyados en las rodillas. Pero todavía le faltaba el aliento y, consternado, León vio que el cañón de su Winchester se movía. Temió que Kermit estuviera a punto ofrecer una de sus excéntricas demostraciones de puntería, pero el momento había llegado. Respiró hondo y espetó:
—¡Ahora, Kermit! ¡Dispárale!
Levantó el Holland, listo para apoyarlo cuando Kermit errara, como seguramente iba a ocurrir. Se oyó el ruido del Winchester que saltó en las manos de Kermit. León tragó con fuerza y bajó su rifle. La bala no había dado al macho líder en el hombro, sino en el agujero del oído. El elefante cayó sobre sus rodillas, muerto instantáneamente. León saltó cuando el Winchester volvió a hacer ruido. El segundo macho, que se acercaba detrás del líder caído, cayó sin vida después de otro perfecto tiro al cerebro. Pero cayó en la pendiente empinada y empezó a bajar rodando. El cuerpo muerto del animal fue aumentando la velocidad mientras bajaba ruidosamente hacia abajo, provocando una avalancha de rocas sueltas y pedregullo. Manyoro y Loikot casi se vieron arrastrados por ella. A último momento se arrojaron a un lado y el cuerpo del animal pasó resbalándose.
El tercer macho quedó sobre la pendiente abierta debajo de la cumbre, acorralado entre los dos grupos de hombres. Manyoro se puso de pie de un salto y fue hacia él, gritando y agitando su shuka. Los nervios del macho cedieron y huyó hacia la cima. León y Kermit estaban exactamente en su línea de escape. La huida de la bestia se convirtió en una pura y violenta embestida. A mitad de camino echó las orejas hacia atrás y corrió directamente hacia ellos, chillando con rabia.
—¡Otra vez! —gritó León—. ¡Hazlo otra vez! ¡Dispárale! —Preparó el Holland, pero antes de que pudiera disparar, el Winchester lo hizo por tercera vez. Este elefante estaba debajo del nivel de Kermit, pero de frente, de modo que el punto al cual disparar estaba engañosamente más alto. Sin embargo, lo calculó a la perfección y su puntería dio con precisión en el blanco. El último macho lanzó la trompa sobre su cabeza y murió tan rápidamente y sin sufrimiento como sus compañeros. También rodó colina abajo por la pendiente, resbalando los últimos cincuenta metros hasta que su cuerpo se detuvo contra el tronco de uno de los árboles más grandes cerca de la base de la colina. Desde el primer disparo hasta el último, sólo habían pasado uno o dos minutos. León no había disparado una sola vez.
Los ecos de los disparos se fueron apagando contra las colinas en el otro lado del valle y un silencio profundo descendió sobre el lugar. Ningún ave cantó y ningún simio gritó. Toda la naturaleza parecía contener la respiración y escuchar.
Finalmente León rompió el silencio.
—Cuando digo que dispares a la cabeza, tú le tiras al cuerpo. Cuando digo tírale al cuerpo, le disparas a la cabeza. Cuando te doy una presa fácil, la estropeas. Cuando te doy un tiro imposible, das perfectamente en el blanco. ¿Qué diablos, Roosevelt? No sé realmente para qué me necesitas aquí.
Kermit no parecía escucharlo. Estaba sentado mirando fijamente el rifle en su regazo con una mirada pasmada en su rostro marcado por el sudor.
—¡Dios me ama! —susurró—. Nunca he disparado tan bien antes. —Levantó la cabeza y observó los tres enormes cuerpos abajo. Despacio se puso de pie y caminó hacia el elefante más cercano. Se agachó y colocó su mano derecha con reverencia sobre uno de los colmillos largos y brillantes—. No puedo creer lo ocurrido. Gran Medicina simplemente pareció dominarme. Fue como si yo estuviera fuera de mí mismo y observando todo lo que ocurría desde una cierta distancia. —Levantó el Winchester hasta sus labios como un cáliz de comunión y besó el bloque de metal azul de la recámara—. Vaya, Gran Medicina, Lusima Mama te envolvió con un tremendo hechizo, ¿no?
Pasaron seis días antes de que los colmillos pudieran ser sacados de la carne en descomposición y para entonces Manyoro ya había reunido a un grupo de porteadores de las cercanas aldeas samburu para llevarlos al campamento base en el río Ewaso Ng’iro. En el viaje de regreso hicieron un desvío para recoger la cabeza escondida del rinoceronte. La larga fila de porteadores llevaba un impresionante despliegue de trofeos de caza mayor al acercarse al campamento. Estaban todavía a unos cuantos kilómetros del río cuando vieron un pequeño grupo de jinetes que cabalgaban hacia ellos. Venían de la dirección donde estaba el campamento.
—Apuesto a que es mi papá que viene a ver qué es lo que he estado haciendo. —Kermit tenía una gran sonrisa ante esa expectativa—. No puedo esperar a ver su cara cuando vea lo que traigo.
Mientras frenaban para esperar que los jinetes se acercaran, León subió sus binoculares y los observó.
—¡Espera! Ése no es tu padre. —Miró un poco más—. Es ese tipo del periódico y su camarógrafo. ¿Cómo diablos supieron dónde encontrarnos?
—Calculo que deben de tener un informante en nuestro campamento. Aparte de eso, tienen ojos como buitres que merodean —comentó Kermit—. Nada se les escapa. De todos modos, no podemos evitar hablar con ellos.
Andrew Fagan se acercó y levantó su sombrero.
—Buenas tardes, señor Roosevelt —gritó—. ¿Eso que llevan sus hombres son colmillos de elefantes? No tenía idea de que crecieran tanto. Son gigantescos. Están realizando un safari maravillosamente exitoso. Le doy mis más calurosas felicitaciones. ¿Podría echar una mirada más detallada a sus trofeos?
León ordenó a los porteadores que bajaran sus cargas. Fagan desmontó y fue a inspeccionarlas, exclamando asombrado.
—Me encantaría escuchar su relato de esta cacería, señor Roosevelt —dijo—, si usted pudiera concederme ese tiempo. Y, por supuesto, estaría sumamente agradecido si usted y el señor Courtney tuvieran la bondad de posar para un par de fotografías más. Mis lectores estarán fascinados al enterarse de sus aventuras. Como usted sabe, mis artículos se publican en casi todos los periódicos del mundo civilizado, desde Moscú hasta Manhattan.
Una hora después, Fagan y su camarógrafo habían terminado. Fagan había llenado media libreta con sus garabatos de taquigrafía y el fotógrafo había expuesto varias docenas de placas con flash de los cazadores y sus trofeos. Fagan estaba ansioso por regresar a su máquina de escribir. Pensaba enviar a un veloz mensajero a la oficina de telégrafo en Nairobi con su texto e instrucciones de que debía ser enviado de manera urgente a su director en Nueva York. Cuando todos ya se habían estrechado las manos, Kermit, inesperadamente, le preguntó a Fagan:
—¿Conoce usted a mi padre?
—No, señor, no lo conozco, aunque debo añadir que soy uno de sus más fervientes admiradores.
—Venga a verme mañana al campamento principal —invitó Kermit—. Se lo presentaré.
Fagan quedó pasmado por la invitación, y cuando se marchó todavía seguía agradeciéndole a gritos.
—¿Qué te ha ocurrido, amigo? —preguntó León—. Creía que odiabas al cuarto poder.
—Los odio, pero es mejor tenerlos de amigos que de enemigos. Algún día podría ser útil conocer a un hombre como Fagan. Ahora me debe un gran favor.
León y Kermit entraron en el campamento principal junto al río a última hora de la tarde. Nadie los estaba esperando. Con su robusta constitución, el Presidente se había recuperado por completo de los efectos de la cena de Acción de Gracias. Estaba sentado debajo de un árbol afuera de su carpa, leyendo un ejemplar encuadernado en cuero de Los papeles del Club Pickwick, de Dickens, uno de sus eternos favoritos. Con aire desconcertado miró el alboroto que el arribo de su hijo había provocado. Todo el personal del campamento, casi unas mil personas, se acercaban rápidamente desde todas partes para dar la bienvenida a los cazadores que regresaban. Se amontonaron alrededor de ellos, estirando el cuello para ver mejor los colmillos y la cabeza del rinoceronte.
Teddy Roosevelt dejó a un lado su libro, se ajustó los anteojos con marco de metal sobre la nariz, se levantó de su sillón, metió la camisa en el pantalón sobre su prominente abdomen y fue a descubrir la causa de aquella conmoción. La multitud se apartó con deferencia para dejarlo pasar. Kermit desensilló de un salto para saludar a su padre. Se dieron la mano afectuosamente y el Presidente tomó el brazo de su hijo.
—Bien, mi muchacho, has estado ausente durante casi tres semanas. Estaba empezando a preocuparme por ti. Ahora lo mejor es que le muestres a tu padre lo que has traído. —Ambos se dirigieron a donde estaban los porteadores que habían ordenado las cargas para su inspección. León todavía estaba montado y lo suficientemente cerca del Presidente para poder verle claramente el rostro por encima de las cabezas del resto de la gente. Podía observar cada matiz de sus expresiones.
Vio que su moderado e indulgente interés dejaba paso al asombro cuando Roosevelt contó los colmillos desplegados en el suelo. Después el asombro dio lugar a la consternación cuando se dio cuenta del tamaño de las piezas de marfil. Dejó caer el brazo de Kermit y caminó lentamente recorriendo la fila de trofeos. Estaba de espaldas a su hijo, pero León vio que la consternación se endurecía para convertirse en envidia e indignación. Se dio cuenta de que, para que el Presidente hubiera llegado a su posición de máxima eminencia, debía de ser uno de los hombres más competitivos del mundo. Estaba acostumbrado a destacarse en todo lo que emprendiera y a ser el primero y más importante en cualquier empresa. En ese momento se veía obligado a aceptar el hecho de que, esta vez, había sido superado por su hijo.
El Presidente se detuvo al final de la fila y permaneció allí con sus manos agarradas atrás. Se chupaba los extremos del bigote y fruncía el ceño con fuerza. Luego su expresión cambió y sonreía cuando se volvió hacia Kermit. León se llenó de admiración al ver la rapidez con la que había controlado sus emociones.
—¡Magnífico! —exclamó Roosevelt—. Estos colmillos superan todo lo que ya tenemos, y casi con certeza todo lo que podamos conseguir antes de que termine la expedición. —Le dio otra vez la mano a Kermit—. Estoy orgulloso de ti, real y verdaderamente orgulloso. ¿Cuántos disparos hiciste para conseguir estos extraordinarios trofeos?
—Es mejor que usted se lo pregunte a mi cazador, papá.
Todavía agarrando la mano derecha de Kermit, el Presidente miró a León.
—Bien, señor Courtney, ¿cuántos fueron? ¿Diez, veinte o más? Cuéntenos, por favor.
—Su hijo mató a los tres machos con tres balas consecutivas —respondió León—. Tres tiros perfectos al cerebro.
Roosevelt miró a Kermit a la cara por un momento, luego lo envolvió con fuerza en el círculo de sus brazos musculosos y lo abrazó con ferocidad.
—Estoy orgulloso de ti, Kermit. No podría estar más orgulloso de lo que estoy en este momento.
Por encima del hombro del Presidente, León pudo ver la cara de Kermit. Estaba encantado. En ese momento fue el turno de León de sentir emociones mezcladas. Se regocijaba por su amigo, pero sintió por sí mismo un fuerte dolor. «Ojalá mi padre pudiera llegar a decirme eso algún día —pensó—, pero sé que nunca lo hará».
El Presidente soltó finalmente el abrazo y sostuvo a Kermit a la distancia de sus brazos, con una sonrisa radiante en el rostro y la cabeza inclinada hacia un lado.
—Que me condenen si no he engendrado a un campeón —dijo—. Quiero que me lo cuentes todo en la cena. Pero mi nariz advierte que necesitas un baño antes de comer. Ve a higienizarte. —Luego miró a León—. Me encantará que usted también nos acompañe para la cena, señor Courtney. ¿Digamos entre las siete y media y las ocho?
Mientras León pasaba su navaja sobre los pelos oscuros y densos que cubrían sus mandíbulas, Ishmael llenaba la bañera de metal galvanizado casi hasta el borde con agua caliente que olía a humo de madera quemada. Cuando León salió de ella con su cuerpo brillante y rosado, Ishmael tenía una toalla grande lista para él, que había entibiado de antemano ante el fuego. Sobre la cama de León había una par de pantalones caqui prolijamente planchados y en el suelo, un par de botas altas, bien lustradas.
Al rato, con su pelo peinado con fijador, León se dirigió a la carpa-comedor, grande como la carpa de un circo. Decidido a no llegar tarde a la cena del Presidente, estuvo allí media hora antes. Al pasar por la tienda de Percy Phillips, su voz familiar lo llamó.
—León, entra aquí un minuto.
Se agachó para atravesar la portezuela y encontró a Percy sentado con un vaso en la mano. Le hizo señas para que se sentara en la silla vacía delante de él.
—Bebe un trago. En la mesa del Presidente no hay alcohol. La bebida más fuerte que te van a ofrecer esta noche seguramente será jarabe de arándano. —Hizo un pequeño gesto de repugnancia y señaló la botella en la mesa al lado de la silla de León—. Es mejor que te fortalezcas.
León se sirvió dos dedos de whisky Bunnahabhain de una sola malta y lo completó con agua de río que había sido hervida, y luego enfriada en una porosa bolsa de agua de lona. Lo probó.
—¡Un elíxir! Podría volverme adicto a esto.
—No puedes permitírtelo. Por lo menos, no todavía. —Percy le acercó su propio vaso—. Sírveme un poco a mí también, ya que estás en eso. —Cuando su vaso estuvo lleno otra vez, lo levantó hacia León—. ¡A tu salud! —dijo.
—¡Arriba los rifles! —respondió León. Bebieron y saborearon el fragante licor.
Luego Percy dijo:
—A propósito, ¿te felicité por tus recientes y espectaculares éxitos?
—No que yo recuerde, señor.
—Maldito de mí. Podría haber jurado que lo hice. Debo de estar poniéndome viejo. —Sus ojos resplandecieron. Eran de un azul brillante y claro en su cara arrugada y curtida por el sol—. Muy bien, entonces, escucha bien. Sólo voy a decir esto una vez. Demostraste tu valía hoy. Estoy muy orgulloso de ti.
—Gracias, señor. —León estaba más profundamente conmovido de lo que había esperado estar.
—En el futuro puede dejar de decirme «señor». Llámame Percy.
—Gracias, señor.
—Percy. Simplemente Percy.
—Gracias, Simplemente Percy.
Bebieron en amable silencio por un rato. Luego Percy continuó.
—Supongo que sabes que cumpliré sesenta y cinco años el próximo mes.
—Nunca lo habría pensado.
—Al diablo con eso. Quizá pensaste que tenía más de noventa. —León abrió la boca para protestar cortésmente, pero Percy lo hizo callar con un gesto—. Éste no es tal vez el momento de sacar a colación el tema, pero me siento más débil. Estas viejas piernas ya no son lo que alguna vez fueron.
Ahora cada kilómetro que recorro parece que son cinco. Hace dos días no le di a un Tommy macho a cien metros, aunque era un blanco perfecto. Necesito alguna ayuda por aquí. Estaba pensando en tener un socio. Un socio menor. A decir verdad, un socio muy menor.
León asintió con la cabeza cautelosamente, a la espera de escuchar algo más.
Percy tomó el reloj de plata de su bolsillo y abrió la tapa grabada, miró la esfera, cerró la tapa, vació su vaso y se puso de pie.
—No estaría bien hacer esperar al Presidente de los Estados Unidos de Norteamérica para la cena. Él disfruta de sus comidas. Lástima que no sienta lo mismo respecto del vino. Sin embargo, no tengo duda de que sobreviviremos.
Eran diez personas para cenar en la gran carpa. Freddie Selous y Kermit tenían los asientos de honor a cada lado del anfitrión. León quedó ubicado en el otro extremo de la mesa, en la silla más alejada del Presidente. Teddy Roosevelt era un contador de historias nato. Su lengua era de plata; sus conocimientos, enciclopédicos; su intelecto, impresionante; su entusiasmo, contagioso y su encanto, irresistible. Tenía a sus acompañantes embelesados mientras los llevaba de un tema a otro, de la política y la religión a la ornitología y la filosofía, de la medicina tropical a la antropología africana. León dejó que el filete de antílope eland en su plato se enfriara mientras escuchaba con absoluta atención al Presidente, que estaba evaluando las tensiones internacionales de ese momento en Europa. Éste era un tema que Penrod Ballantyne había expuesto en gran profundidad ante su sobrino, cuando estuvieron sentados junto al fuego en sus incursiones para lancear cerdos en la selva, de modo que le resultaba familiar.
De pronto, el Presidente se dirigió a él personalmente.
—¿Cuál es su opinión sobre esto, señor Courtney?
León se sintió consternado cuando todas las cabezas se volvieron hacia él, a la expectativa. Su primer instinto fue librarse respondiendo que no le interesaba demasiado el tema y que no se sentía en condiciones de expresar una opinión, pero luego cambió de idea.
—Bien, señor, usted me disculpará por mirar esto desde un punto de vista británico. Creo que el peligro está en las aspiraciones imperiales de Alemania y Austria. A esto hay que sumarle la proliferación de tratados exclusivos entre numerosos Estados, que se están firmando por toda Europa. Estas alianzas son complejas, pero todas toman medidas para protección mutua y apoyo en caso de conflicto con un tercer Estado. Eso podría provocar un efecto dominó si el socio menor de esa alianza se viera envuelto en un enfrentamiento con su vecino y llamara a su aliado más fuerte para que interviniera.
Roosevelt parpadeó. No había esperado una respuesta tan sólida.
—Ejemplos, por favor —pidió.
—Nosotros creemos que el Imperio británico sólo puede mantenerse unido con una poderosa fuerza naval. El káiser Guillermo II no ha ocultado su intención de convertir a la marina alemana en la fuerza más poderosa del mundo. Nuestro imperio es amenazado por esto. Hemos sido forzados a firmar tratados con otros países en Europa, como Bélgica, Francia y Serbia. Alemania tiene tratados con Austria y Turquía, un país musulmán. En 1905, cuando aumentó la tensión entre Marruecos y Francia, nuestro nuevo aliado estratégico, se precipitó una crisis por todo el norte de África. Debido a su alianza con Turquía, Alemania se vio obligada a intervenir contra Francia. Francia es nuestro aliado, por lo que estábamos obligados a intervenir en nombre de ellos. Fue un efecto en cadena. Sólo las intensas negociaciones diplomáticas y una montaña de suerte evitaron la guerra.
León vio que las expresiones en las caras de la audiencia mostraban respeto, lo que lo animó a continuar. Hizo un ademán de desaprobación.
—Me parece que el mundo está haciendo equilibrio al borde del abismo. Hay ruedas dentro de ruedas, e incontables hilos en la red, y sé, señor Presidente, que usted, particularmente, es muy consciente de ello.
Roosevelt cruzó los brazos sobre el pecho.
—Una sabia cabeza sobre hombros jóvenes. Usted debe cenar con nosotros otra vez mañana por la noche. Me gustaría conocer sus opiniones sobre las divisiones raciales y las tensiones en África. Pero ahora pasemos a asuntos más importantes. A mi hijo le gusta cazar con usted. Me dice que ustedes dos han hecho planes para ir más allá de sus recientes triunfos con elefantes y rinocerontes.
—Me encanta que Kermit desee continuar cazando conmigo, señor. Disfruto enormemente de su compañía.
—¿Cuál será su próxima presa?
—Mi rastreador principal ha descubierto el refugio de un cocodrilo muy grande. ¿Un espécimen semejante sería de interés para el Smithsonian?
—Por supuesto. Pero eso no les tomará demasiado tiempo, si ya sabe dónde está escondido el cocodrilo. Después de eso, ¿cuáles son sus planes?
—Kermit quiere cazar un buen león.
—¡Endemoniado joven descarado! —Le dio un puñetazo juguetón a Kermit en el hombro—. ¡No contento con ganarme con los elefantes y el rinoceronte, ahora quieres un tercer triunfo consecutivo! —Los comensales rieron con él y Teddy Roosevelt continuó—. Está bien, amigo, ¡hecho! ¿Apostamos diez dólares? —Ambos se dieron la mano para sellar la apuesta y luego el Presidente dijo:
—Ya que hablamos de leones, tenemos la suerte de tener aquí con nosotros al más grande experto del mundo en este tema. —Se volvió hacia el apuesto anciano en el otro lado—. Quizá, Selous, podría darnos algunas pistas sobre cómo actuar con ellos. En particular, estoy interesado en que nos hable de las señales de advertencia que un león le da al cazador antes de atacar. ¿Podría usted describirlos para nosotros y decirnos qué se siente al enfrentar un ataque semejante?
Selous dejó el cuchillo y el tenedor.
—Coronel, siento el mayor respeto y admiración por el león. Aparte de comportarse como un rey, su fuerza es tal que puede llevar el cuerpo de un buey en sus mandíbulas cuando salta por encima de una cerca de casi dos metros de un corral para el ganado. Sus mandíbulas son tan temibles que pueden aplastar el hueso más duro como si fuera tiza blanda. Es rápido como la muerte. Cuando ataca, su primer impulso de velocidad alcanza los cincuenta kilómetros por hora.
Con su voz suave pero autorizada, Selous mantuvo a todos cautivados durante casi una hora hasta que el Presidente lo interrumpió.
—Gracias. Quiero levantarme temprano mañana, de modo que si ustedes, caballeros, me disculpan, me voy a la cama.
León caminó con Percy cuando regresaron a sus carpas.
—Estoy impresionado, León, con tu perspicacia política, aunque detecté los tonos de tu tío Penrod en lo que dijiste esta noche. Creo que Teddy Roosevelt también quedó impresionado. Me parece que te las has arreglado para poner ambos pies bien seguros sobre la escalera hacia las estrellas. Siempre y cuando logres que a su hijo no lo muerda un león. Recuerda el consejo de Frederick Selous. Son criaturas endiabladamente peligrosas. Cuando el león echa las orejas hacia atrás y sacude la cola para dejarla derecha hacia arriba, es señal de que va a atacar, y es mejor que estés listo para disparar directamente. —Llegaron a la carpa de Percy—. Buenas noches —saludó Percy. Se agachó para atravesar la portezuela y dejó caer la solapa de lona.
León y Kermit estaban tendidos uno junto al otro en la ribera del río detrás de una pantalla fina de juncos que Manyoro y Loikot habían construido la tarde anterior. Los dos rastreadores masai estaban echados detrás, cerca de ellos. Habían estado esperando desde el amanecer que el cocodrilo de Manyoro se mostrase. Había mirillas en la pantalla a través de las que podían ver el agua estancada, verde por las algas. Había casi doscientos metros hasta la orilla del otro lado, que quedaba bajo la sombra de un bosque de altos ejemplares de afzelias africanas, con sus ramas adornadas con lianas enroscadas y decoradas con los nidos de los pájaros tejedores, de color amarillo brillante. Los machos colgaban cabeza abajo de los nidos que habían tejido, haciendo vibrar sus alas y chillando excitados para atraer a alguna hembra que estuviera observando por ahí y bajara a instalarse. León pasaba el tiempo mirando aquellas maniobras, pero Kermit ya empezaba a ponerse nervioso.
Manyoro había colocado el escondite encima del barranco empinado directamente sobre el sendero de animales que corría a través de los juncales al borde del agua. Había pocos lugares por allí que proporcionaran un acceso tan fácil al agua. Los cazadores se habían instalado en el escondite mientras todavía estaba oscuro, y cuando aumentó la luz, Manyoro le indicó a León el lugar donde el cocodrilo se había escondido debajo del barranco enterrándose en el barro blando debajo de la superficie. Había rodado sobre sí mismo retorciéndose hasta convertir el fango de abajo en una sopa espesa; luego se había quedado inmóvil para dejar que el barro fino se le asentara otra vez sobre la cabeza y el lomo. El único signo de su presencia era el diseño de alambrera en el barro que hacía adivinar su lomo de escamas. León apenas podía distinguir la forma de la cabeza y las dos prominencias en el cráneo, que contenían sus ojos.
Les tomó un poco de tiempo tanto a él como a Manyoro señalar la forma confusa del enorme cuerpo a Kermit. Cuando por fin lo ubicó, Kermit, con su impetuosidad acostumbrada, quiso dispararle de inmediato a la forma borrosa de la cabeza. Se necesitaron varios minutos de argumentaciones susurradas antes de que León pudiera persuadirlo de que incluso el Winchester, a pesar de la bendición de Lusima, no podría disparar una bala a través de un metro de agua sin ser detenida como si hubiera una pared de ladrillo.
Ya era casi el mediodía y, en el calor, manadas de antílopes y cebras habían llegado a beber en los otros tres puntos con agua alrededor del charco, pero nada se acercó al lugar donde estaba escondido el cocodrilo. Kermit se ponía más nervioso con cada minuto que pasaba. León pensó que estaba al borde de la rebelión y exigiría disparar.
León seguía con suerte. Descubrió un movimiento sobre su flanco izquierdo. Tocó el brazo de Kermit y señaló con la barbilla hacia el pequeño grupo de cebras de Grevy que salían de entre los árboles y se dirigían tímidamente por el sendero de animales hacia el abrevadero. Kermit recuperó su buen ánimo.
—Tal vez veamos un poco de acción finalmente —murmuró, y tocó la culata de la Gran Medicina.
Las Grevy son los miembros más grandes de la familia de los caballos, más grandes incluso que un caballo percherón. Ésta es una buena razón para que su nombre alternativo sea el de «cebra imperial». El semental que las guiaba medía un metro y medio de altura hasta el hombro y pesaba tal vez unos quinientos kilos. La manada se movía con gran precaución, como hacen todos los animales de presa cuando saben que los predadores pueden estar vigilando el agua. Dieron sólo algunos pasos antes de detenerse a buscar cualquier señal de peligro por todas partes, para luego dar unos pasos más.
Kermit observaba sus movimientos con ansiedad. Su Gran Medicina estaba cargado y delante de él, que se había apoyado sobre una alforja de su montura y le daba un sostén firme. Por fin, el semental que las guiaba entró cautelosamente en el sendero que había sido abierto por las pezuñas de los miles de animales sedientos que habían venido antes que él y bajó a la playa angosta. Se detuvo en el borde del agua e hizo otro minucioso examen de los barrancos alrededor. Finalmente, tomó la decisión fatídica: bajó la cabeza y hundió su hocico negro aterciopelado en el agua. Tan pronto como empezó a beber, el resto de la manada lo siguió por el sendero, empujándose entre ellos en su ansiedad por llegar al agua.
Ése era el momento que el cocodrilo había estado esperando con tanta paciencia. Usó su cola para propulsarse hacia arriba y salió velozmente del barro y a través de la superficie en medio de una brillante nube de gotas de agua. Los hombres en la orilla retrocedieron instintivamente, sorprendidos por el tamaño del monstruoso lagarto, por la velocidad y por la violencia del ataque.
—¡Santo Cielo, debe medir seis metros de largo! —exclamó Kermit.
El semental era pesado, pero esta bestia lo era cuatro o cinco veces más. A pesar de esta diferencia, las pezuñas de la cebra andaban en tierra firme y todo su poder estaba en sus patas. Las del cocodrilo eran pequeñas, torcidas y débiles. Toda su fuerza se concentraba en la cola. En un directo tira y afloja, la cebra obtendría la ventaja. El cocodrilo tenía que lograr llevarlo al agua más profunda, donde sus pezuñas no tendrían apoyo. Allí, la enorme cola del cocodrilo le daría una ventaja abrumadora.
No trató de agarrar al semental con sus mandíbulas para arrastrarlo, sino que movió la cabeza como un garrote de lucha. Con todo ese peso y esa fuerza detrás del golpe, éste fue tan rápido que el ojo apenas si pudo seguirlo. El horrible y córneo cráneo se estrelló en un lado de la cabeza de la cebra, rompiendo el hueso y dejándola sin sentido. Cayó de lado con las cuatro patas en el agua, pateando convulsivamente por encima de la superficie, moviendo la cabeza de un lado al otro cuando empezó a ahogarse. En ese momento el cocodrilo se lanzó hacia adelante, tomó el hocico de la cebra en sus mandíbulas y la arrastró hacia el agua profunda. Empezó una serie de vueltas que agitaron el agua hasta hacer espuma, mientras retorcía el cuello de la cebra como si fuera un pollo, al mismo tiempo que lo desorientaba y ahogaba. El cocodrilo siguió rodando hasta que el último destello de vida se extinguió en el cuerpo rayado; entonces lo soltó y retrocedió.
A veinte metros de la costa, permaneció en la superficie, observando el cuerpo de la cebra muerta a la espera de alguna última señal de vida. El cuerpo flotaba casi totalmente sumergido, con sólo una pata trasera saliendo de la superficie, apuntando al cielo. El cocodrilo estaba completamente de costado hacia los cazadores, con sólo la parte de arriba del lomo y la mitad superior de la cabeza a la vista. La cabeza se veía todavía más horrorosa por su abierta sonrisa fija y sardónica.
Kermit estaba estirado boca abajo detrás de la alforja de su montura, con el rifle apoyado en el hombro y la mejilla apretada contra la curva de la culata. Tenía el ojo izquierdo cerrado con fuerza y el derecho entrecerrado y concentrado, a la altura de la mira del arma.
León se inclinó más cerca de él.
—Apúntale hacia la comisura de la sonrisa, exactamente en el nivel del agua, debajo del ojo. —Las últimas palabras todavía estaban en sus labios cuando el Winchester rugió. Al mirar con los binoculares, León vio las gotas de agua que saltaban cuando la bala sacudió la superficie directamente debajo del pequeño y perverso ojo, para luego seguir hasta estrellarse dentro de la cabeza del cocodrilo.
—¡Perfecto! —gritó León mientras se ponía de pie de un salto.
—Piga! —gritó Manyoro—. ¡Dio en el blanco!
—Ngwenya kufa! ¡El cocodrilo está muerto! —chilló Loikot riéndose mientras se ponía de pie y se lanzaba a una danza desenfrenada dando saltos. El cocodrilo sacó todo su cuerpo fuera del agua, azotando la superficie con su cola en una serie de gigantescas convulsiones. Golpeó las mandíbulas, luego saltó otra vez a gran altura fuera del agua y cayó con tremendo estrépito, salpicándolo todo, dando vueltas una y otra vez sobre sí, con su cola haciendo olas que rompían pesadamente en la playa.
—Ngwenya kufa! —se regocijaban los hombres en la costa mientras la locura de muerte del cocodrilo alcanzó un crescendo.
De pronto el enorme cuerpo se paralizó, la cola se arqueó y se puso rígida, y el cocodrilo quedó inmóvil en la superficie por un momento y luego se hundió, para desaparecer debajo de las aguas verdes.
—¡Vamos a perderlo! —gritó Kermit preocupado y saltó en una sola pierna mientras se quitaba las botas.
—¿Qué diablos crees que estás haciendo? —exclamó León, frenándolo.
—Voy a sacarlo.
Kermit se esforzó por liberarse, pero León lo sujetó fácilmente.
—Escucha, idiota, si entras en esa agua, el abuelo del cocodrilo estará esperando para conocerte.
—¡Pero vamos a perderlo! ¡Tengo que pescarlo y sacarlo!
—¡No, nada de eso! Manyoro y Loikot esperarán aquí hasta mañana, cuando el cocodrilo esté hinchado de gas y flotando en la superficie. Entonces, tú y yo volveremos para ponerle sogas.
Kermit se calmó un poco.
—Se lo va a llevar la corriente.
—El río no está corriendo. Éste es un charco aislado. Tu cocodrilo no va a ir a ninguna parte, amigo.
Era ya la tarde avanzada y estaban sentados debajo del toldo de la carpa de León, bebiendo el té y repasando una y otra vez los detalles de la caza del cocodrilo, cuando un clima de excitación y revuelo atravesó el campamento, lo que indicaba el regreso inminente del Presidente. Kermit se puso de pie de un salto.
—¡Vamos! —le dijo a León—. Veamos lo que mi padre ha conseguido. —Se alejó a grandes zancadas y se dio vuelta—. No digas nada sobre el cocodrilo. No lo va a creer hasta que lo vea.
Teddy Roosevelt entró cabalgando al campamento y ellos estaban ahí para darle la bienvenida cuando desmontó y le entregó las riendas a un mozo de cuadra. Sonrió cuando vio a Kermit y había un centelleo de triunfo en sus ojos detrás de los anteojos con marco de metal.
—Hola, papá —gritó Kermit—. ¿Ha tenido usted un buen día?
—No estuvo malo. Abrí la cuenta de los leones.
La cara de Kermit se transformó.
—¿Cazó un león?
—¡Así es! —confirmó el Presidente, siempre sonriente. Señaló con el pulgar por encima del hombro. Kermit vio al grupo de porteadores que se acercaba por el sendero a través de los árboles. Llevaban un cuerpo color bronce colgado de un palo que cargaban. Bajaron su carga junto a la carpa de taxidermia, y salieron tres científicos del Smithsonian para ver lo conseguido aquel día. Cortaron las sogas que unían las garras del león al palo y estiraron el cuerpo del animal en el suelo para medirlo y fotografiarlo.
Kermit se rio, aliviado. Hasta él, que conocía poco acerca de aquellos animales, pudo ver que se trataba de una leona joven.
—¡Eh, papá! —Chasqueó la lengua al dirigirse a su padre—. Si crees que eso es un león de verdad, yo podría muy bien considerarme presidente de los Estados Unidos. Es una cachorra.
—Tienes razón, hijo —aceptó su padre, todavía con una sonrisa petulante—. Pobre pequeña criatura, tuve que dispararle. No nos permitía acercarnos al cuerpo de su compañero. Lo vigilaba con ferocidad. Por lo menos, podremos exhibirla embalsamada como parte de un grupo familiar en una de las vitrinas de la Sala de África en el museo. ¿Qué le parece? —Dirigió la pregunta a George Lemmon, jefe del equipo de científicos.
—Estamos encantados de tenerla, señor. Es un espléndido espécimen. Su cuero es perfecto, todavía tiene las manchas de los cachorros jóvenes y sus dientes son perfectos.
El Presidente miró hacia atrás por sobre su hombro y comentó sin premura:
—¡Ah, bien! Están trayendo al macho ahora. —Otro equipo de porteadores estaba precisamente saliendo del bosque. Cuatro hombres se inclinaban bajo el peso del enorme cuerpo que cargaban.
—¡Santo cielo! Me parece que ése es un espléndido león. —Frederick Selous había salido de su carpa en mangas de camisa, con el bloc de dibujos en la mano—. Debemos asegurarnos de que esos hombres lo manejen con cuidado. No sería bueno que su piel se marcara o dañara.
Los porteadores se acercaron con el león balanceándose en el palo al ritmo de su trote. Lo bajaron suavemente al lado de la leona. Sammy Edwards, el principal taxidermista, lo estiró con cuidado y sacó su cinta de medir, que colocó desde la punta de la nariz negra como el ónix hasta el mechón negro en el extremo de su cola.
—Dos metros con cincuenta centímetros. —Miró al Presidente—. Es un gran león, señor, el más grande que haya medido.
Después de la cena de aquella noche, Kermit fue a la carpa de León. Llevaba consigo una petaca de plata con whisky Jack Daniel’s. Bajaron la intensidad de la lámpara, se sentaron en las sillas de lona debajo del mosquitero y mantuvieron la voz baja.
—Andrew Fagan fue el invitado de honor esta noche —le dijo Kermit a León. En respuesta a la invitación de Kermit, Fagan había llegado al campamento durante la tarde—. Se llevó bien con mi padre. Al viejo le encantó tener una nueva audiencia.
Estuvieron en silencio durante varios minutos y luego Kermit continuó.
—No guardo rencor hacia mi padre. Él tiene tanto interés de conseguir buenos trofeos como cualquiera de nosotros, y se mueve como un hombre de la mitad de su edad. No estabas ahí, por supuesto, pero puedo decirte que casi exageró durante la cena esta noche. En realidad, no se jactó ni se regodeó conmigo, pero estuvo muy cerca. Por supuesto, Fagan estaba encantado con todo eso.
León observó el líquido de color ámbar en su vaso y murmuró su acuerdo con simpatía.
—Quiero decir que era un buen león, un espléndido animal, pero no el mejor león que nadie hubiera cazado jamás en África, ¿no? —preguntó Kermit seriamente.
—Tienes toda la razón. Era un león muy grande de cuerpo, pero su melena era un collarín de pelos. No era mucho más grande que la boa de pluma de avestruz de una dama —le aseguró León, y Kermit se echó a reír. Luego se puso una mano sobre la boca. Estaban a más de cien metros de la carpa del Presidente, pero el gran hombre esperaba silencio en el campamento después de la hora de acostarse.
—La boa de una dama —repitió Kermit con alegría, y luego hizo un intento de falsete femenino—. ¿Vamos al ballet, mis queridos? —Saborearon la broma durante un tiempo y bebieron el Jack Daniel’s.
Luego Kermit dijo:
—A veces casi odio a mi padre. ¿Eso me convierte en malvado?
—No, te hace humano.
—Dime con toda sinceridad, León, ¿qué pensaste realmente de ese león?
—Podemos superarlo.
—¿Te parece? ¿De verdad lo crees?
—El león de tu padre no tiene un solo pelo negro en su boa. Ni uno —dijo, y Kermit tuvo que acallar otro estallido de risa ante la palabra «boa». El Jack Daniel’s estaba calentando su estómago y levantándoles el ánimo.
Cuando su amigo logró controlar su regocijo, León repitió:
—Podemos superarlo. Podemos conseguir un león más grande y más negro. Manyoro y Loikot son masai. Tienen una afinidad especial con los grandes gatos. Dicen que podemos conseguir algo mejor y yo les creo.
—Dime cómo vamos a hacerlo. —Kermit observaba con seriedad su rostro.
—Haremos una columna ligera y nos adelantaremos al safari principal para ir más allá del territorio masai, donde los leones no han sido perseguidos por los morani en los últimos mil años. Podemos movernos con mayor rapidez que los demás porque ellos están limitados al ritmo de los porteadores. En pocos días podemos adelantarnos unos ciento cincuenta kilómetros o más. ¿Cuándo piensa tu padre dirigirse hacia el Norte? ¿Lo sabes?
—Mi padre nos dijo a la hora de la cena que piensa quedarse aquí durante un tiempo. Parece que hace algunos días los guías locales lo llevaron a él y al señor Selous a un gran pantano que queda a unos treinta kilómetros al este de aquí. Cerca de ese lugar encontraron huellas que el señor Selous cree que pueden ser de unos antílopes sitatunga machos, pero serían más grandes que la especie que él mismo descubrió en 1881, en el delta de Okavango. A ése le pusieron su nombre, Limnotragus selousi. Ha convencido a mi padre de que ésta podría ser una nueva subespecie completamente nueva. A mí padre le resulta irresistible la oportunidad de descubrir una especie hasta ahora desconocida por la ciencia. Sueña con que haya un sitatunga que se llame Limnotragus roosevelti. Sacrificaría a su primogénito para eso. —Mostró una amplia sonrisa—. ¡Y el primogénito es quien te habla, por supuesto! Espero que quiera permanecer por aquí hasta que encuentre a ese macho o se convenza de que no existe.
—Puedo comprender su interés. ¿Qué sabes sobre el sitatunga?
—No mucho —admitió Kermit.
—Es una criatura fascinante, muy rara y escurridiza. Es el único antílope realmente acuático. Sus pezuñas son tan largas y separadas que en tierra apenas sí puede caminar, pero en el barro profundo o en el agua es tan ágil como un bagre. Cuando se ve amenazado, se mete debajo del agua y puede quedarse sumergido durante horas con sólo la punta de sus orificios nasales por encima del agua.
—Diablos, me encantaría conseguir uno de ésos —exclamó Kermit.
—No puedes tenerlo todo, amigo. O leones o sitatunga, tú decides. —León no esperó una respuesta—. Los planes del Presidente nos vienen muy bien a nosotros. Podemos dejar que ellos sigan esos planes y partir pasado mañana. Ahora, dime, ¿crees que podría haber otro trago en el fondo de tu petaca? Si lo hay, no creo que debamos desperdiciarlo, ¿no?
Pasaron el día siguiente reuniendo a toda prisa al personal y el equipo para su columna ligera. Escogieron un grupo de seis caballos y tres mulas de carga. Luego, con la alegría de escolares que se libran de la vigilancia de su director, cabalgaron en dirección norte.
A última hora de la tarde del tercer día, estaban siguiendo el curso de un pequeño río no identificado cuando se oyó un grito de los rastreadores masai, que iban unos cien metros más adelante. Gesticularon y señalaron hacia una rápida forma de felino que había salido de unos matorrales y se alejaba veloz por la planicie aluvial abierta, dirigiéndose en busca de refugio en el bosque espeso que había más allá.
—¿Qué es? —Kermit se puso de pie en los estribos y protegió sus ojos de la luz con el sombrero.
—Leopardo —explicó León—. Un gran gato.
—No tiene manchas —protestó Kermit.
—No puedes verlas a esta distancia.
—¿Puedo alcanzarlo y derribarlo?
—Los disparos no molestarán a los leones que los escuchen —le aseguró León—, no como a los elefantes. Son curiosos como los gatos. Algunos disparos podrían incluso atraerlos. —Kermit no tuvo que escuchar más. Dejó escapar un desenfrenado grito de vaquero y, con su sombrero, instó a su montura a lanzarse en un galope loco, a la vez que sacaba a Gran Medicina de la funda debajo de su rodilla derecha para blandiría sobre la cabeza.
—Aquí vamos otra vez, amigos. —León se rio—. Otro discreto y cuidadosamente planeado acecho del Señor Bala Veloz. —Hizo que su propio caballo saliera al galope y corrió tras él. El leopardo escuchó aquella conmoción, se detuvo y se sentó sobre sus patas traseras, mirando inmóvil hacia atrás, asombrado. Luego se dio cuenta de lo precaria que era su situación, dio velozmente media vuelta y se alejó corriendo, estirándose en cada salto; largo, elegante y grácil.
—Yee-ha! ¡Vamos a él! —aulló Kermit, e incluso León fue contagiado por la emoción de la carga al galope.
—View halloo! ¡Vamos! —Lanzó el viejo grito de la caza del zorro y se inclinó a lo largo del pescuezo de su caballo, haciéndolo correr, con ambas manos en las riendas. La sensación del viento en la cara era embriagadora. Abandonando todo control, corrieron compitiendo entre sí por la planicie.
La nariz del caballo de León se estaba acercando a la altura de las botas de Kermit. Éste miró hacia atrás por debajo de la axila, vio a León que ganaba terreno, golpeó con el sombrero el cuello de su caballo y apretó los talones en los flancos.
—¡Vamos! —lo alentó—. ¡Vamos, bebé! ¡Ve adelante! —En ese momento su caballo tropezó en un agujero de suricatas. Su pata delantera derecha se rompió, con un ruido como de un latigazo, y cayó como si le hubieran disparado al cerebro. Kermit fue lanzado por lo alto. Golpeó el suelo con el hombro y el costado de la cara. Su rifle voló de su mano y rodó como una pelota por debajo de las pezuñas en movimiento del caballo de León. Éste hizo girar la cabeza de la yegua y apenas si lograron evitar pisotear a Kermit. El animal había respondido a la presión de las riendas, el bocado y las espuelas, sacudiendo la cabeza violentamente. Cabalgaron de regreso hacia el jinete derribado. El caballo de Kermit estaba tratando de ponerse de pie, pero su pata delantera tenía una fractura limpia, justo encima del menudillo, con la pezuña que colgaba suelta. Kermit estaba tendido inmóvil, estirado sobre la tierra dura.
«Se mató. ¡Dios mío! ¿Qué le voy a decir al Presidente?» León estaba desesperado mientras sacaba los pies de los estribos. Pasó la pierna derecha por sobre el pescuezo de su caballo y se dejó caer al suelo. Corrió hacia Kermit, pero cuando llegó a él, su amigo se estaba incorporando, aturdido. La piel del lado izquierdo de su cara estaba raspada y tenía la ceja rota y a medias colgando sobre su ojo cubierto de polvo.
—¡Fue un error! —farfulló, y escupió sangre y barro—. ¡Fue un gran error!
León se rio, aliviado.
—¿Tratas de decirme que no fue deliberado? Creí que lo habías hecho sólo para impresionarme.
Kermit movió la lengua por todo el interior de la boca.
—No falta ningún diente —anunció, hablando como si tuviera el paladar roto.
—Afortunadamente, caíste de cabeza, porque de otro modo podrías haberte lastimado. —León se arrodilló junto a él, le tomó la cabeza con ambas manos y la giró de un lado a otro, revisándole el ojo—. Trata de no parpadear así, o el polvo te va a lastimar el globo ocular.
—Eso se dice fácil. ¿Qué tal si tu próxima instrucción estúpida es «trata de no respirar»?
Ishmael se acercó al galope en su mula y le dio a León una bolsa de agua.
—Mantenle el ojo abierto, Ishmael —ordenó León, y luego vertió agua en él, lavando casi todo el barro. Después le alcanzó la bolsa a Kermit—. Enjuágate la boca y lávate la cara. —Los dos masai estaban en cuclillas cerca, desde donde podían ver muy bien lo que estaban haciendo, a la vez que comentaban lo ocurrido con placer—. Ustedes dos, hienas, dejen de reírse y preparen la tienda portátil, y pongan ahí la manta de Popoo Hima. Quiero sacarlo del sol.
Mientras ayudaban a Kermit a ubicarse en la pequeña carpa, León sacó el enorme Holland de su funda en la montura y le disparó al caballo herido. Hizo que aquello pareciera frío y limpio, pero su simpatía por los caballos era intensa y, aunque se trataba de un acto de piedad, esa muerte le desgarró la conciencia.
—Sáquenle la silla de montar y los arreos a esa pobre criatura —le dijo a Manyoro, mientras extraía el cartucho de bronce vacío y volvía a poner el rifle en la funda. Se dirigió a la pequeña carpa y se agachó para atravesar la entrada.
—¿Dónde está Gran Medicina? —preguntó Kermit, y trató de levantarse.
León lo empujó hacia abajo.
—Enviaré a Manyoro a buscarlo. —Levantó la voz—: ¡Manyoro! Trae el bunduki del bwana. —Luego puso un dedo delante de los ojos de Kermit—. Síguelo. —Lo movió lentamente de un lado al otro; luego, satisfecho, hizo un gesto de asentimiento con la cabeza—. A pesar de todos tus esfuerzos, no parece que hayas conseguido producirte una conmoción cerebral, gracias a Dios. Ahora echemos un vistazo al lugar donde tu ceja izquierda solía estar pegada a la cara. —Revisó el daño minuciosamente—. Voy a tener que darte unos puntos.
Kermit se mostró alarmado.
—¿Qué sabes tú de suturar a la gente?
—He suturado a muchos caballos y perros.
—Yo no soy ningún caballo ni ningún perro.
—No, esos animales son muy inteligentes. —Luego, dirigiéndose a Ishmael, dijo—: Trae tu equipo de costura.
En ese momento Manyoro apareció en la entrada con expresión triste. Tenía una parte separada del Winchester en cada mano.
—Está roto —dijo en swahili.
Kermit le quitó las partes rotas.
—¡Maldición! ¡Por todos los demonios! —gimió. La culata se había partido en el cuello de la empuñadura y el punto de mira estaba torcido. Era obvio que no se podía disparar con el rifle. Kermit lo sostuvo como si se tratara de un hijo enfermo—. ¿Qué voy a hacer? —Miró a León con aire lastimoso—. ¿Puedes repararlo?
—Sí, pero recién cuando regresemos al campamento y disponga de mi juego de herramientas. Tendré que atar la culata con piel fresca de la oreja de un elefante. Cuando se seque, estará tan duro como el hierro y mejor que si fuera nueva.
—¿Y el punto de mira?
—Si no podemos encontrar el original, limaré un trozo de metal y lo soldaré en su lugar.
—¿Cuánto tiempo tomará todo eso?
—Una semana aproximadamente. —Vio la expresión afligida de Kermit y trató de suavizar un poco las cosas—. Tal vez menos. Depende de cuánto demoremos en encontrar una oreja de elefante fresca y de lo rápidamente que se seque. Ahora, quédate quieto mientras te coso.
Kermit estaba en tal estado de angustia que parecía habituado a la primitiva cirugía que León le practicó. Primero lavó la herida con una solución diluida de yodo; luego se puso a trabajar con la aguja y el hilo. Cualquiera de ambos procedimientos eran razón más que suficiente para hacer llorar a un hombre fuerte, pero Kermit parecía más preocupado por Gran Medicina que por su propio sufrimiento.
—¿Con qué voy a disparar mientras tanto? —se lamentó, todavía sosteniendo el rifle.
—Afortunadamente traje mi viejo Enfield 303 como refuerzo. —León pasó la aguja a través de un pliegue de la piel.
Kermit hizo una mueca pero se aferró al tema obstinadamente.
—Ésa es un arma para jugar. —Parecía ofendido—. Podría estar bien para las Tommy, los impala o incluso para seres humanos, pero es demasiado liviana para un león.
—Si te acercas lo suficiente y pones la bala en el lugar adecuado, cumplirá con su misión.
—¿Acercarme? ¡Ya sé lo que eso significa para ti! ¿Quieres que meta el cañón en el agujero del oído del maldito gato?
—Muy bien, sigue con tu estilo acostumbrado y dispara a seiscientos metros de distancia. Pero no creo que dé resultado.
Kermit pensó en ello por un momento, pero no se mostró demasiado contento con la idea.
—¿Qué tal si me prestas ese enorme y viejo Holland que tienes?
—Te quiero como si fueras mi propio hermano, pero antes te prestaría a mi hermana menor por una noche.
—¿Tienes una hermana menor? —preguntó Kermit, con un súbito interés—. ¿Es bonita?
—No tengo ninguna hermana —mintió León, ansioso por proteger a sus hermanos de las atenciones de Kermit— y no voy a prestarte mi rifle.
—Bien, no quiero tu pequeño y patético 303 —reaccionó Kermit con mal humor.
—¡Bien! Entonces, te sugiero que le pidas a Manyoro que te preste su lanza.
Manyoro sonrió expectante ante la mención de su nombre.
Kermit sacudió la cabeza y usó todo el swahili que conocía para dirigirse a él.
—Mazuri sana, Manyoro. Hacuna matatu! Muy bien, Manyoro. No te preocupes. —El masai pareció decepcionado y Kermit se volvió a León—. Está bien, amigo. Probaré algunos tiros con tu rifle de juguete.
Por la mañana, el ojo de Kermit estaba hinchado y cerrado, y su torso, decorado con algunos moretones espectaculares. Afortunadamente el daño estaba en el ojo izquierdo, de modo que su ojo para apuntar todavía estaba sano. León abrió la corteza de un árbol de la fiebre para darle un blanco a sesenta pasos y luego le pasó el 303.
—A esta distancia disparará un par de centímetros más arriba, de modo que mantén la punta de la mira un poco más abajo —le aconsejó.
Kermit hizo dos disparos, que dieron junto a la marca, un dedo a cada lado.
—¡Vaya! Nada mal para un principiante. —Kermit también se había impresionado. Estaba visiblemente alegre.
—Maravillosamente bien incluso para un gran tirador como Popoo Hima —coincidió León—. Pero sólo recuerda que no debes disparar a nada que esté por encima del horizonte.
Kermit no se dio cuenta de la broma.
—Vamos a buscar un león —dijo.
Aquella noche acamparon junto a un pequeño abrevadero que todavía tenía agua de las últimas lluvias. Se metieron entre sus mantas tan pronto comieron y ambos hombres se quedaron dormidos en unos minutos.
En la madrugada León sacudió a Kermit para despertarlo. Éste se incorporó aturdido.
—¿Qué sucede? ¿Qué hora es?
—No te preocupes por la hora, sólo escucha —le dijo León.
Kermit levantó la vista y vio que los dos masai e Ishmael estaban sentados junto al fuego. Lo habían alimentado con trocitos de madera y las llamas bailaban agitadas. Sus rostros estaban concentrados y embelesados. Estaban escuchando. El silencio se prolongó varios minutos.
—¿Qué estamos esperando? —preguntó Kermit.
—¡Paciencia! Sólo mantén los oídos abiertos —lo regañó León. De pronto la noche se llenó con un ruido. Era un sonido bajo que retumbó muy fuerte, que subía y bajaba como olas empujadas por un huracán. Producía un hormigueo en la piel y hacía erizar los pelos en los brazos y hasta la nuca. Kermit echó a un lado su manta y se puso de pie de un salto. El sonido se apagó en una serie de gruñidos como sollozos. El silencio posterior pareció apoderarse de todo hombre y bestia en la creación.
—¿Qué diablos fue eso? —susurró Kermit.
—Un león. Un gran león macho dominante que proclama su reino —respondió León en voz baja. Manyoro añadió algo en maa, luego él y Loikot se rieron de la broma.
—¿Qué dijo? —preguntó Kermit.
—Dijo que hasta el hombre más valiente es dos veces asustado por un león. La primera vez cuando escucha su rugido, la segunda y última vez cuando conoce a la bestia cara a cara.
—Tiene razón sobre la primera vez —admitió Kermit—. Es un sonido increíble. ¿Pero cómo sabes que es un macho grande y no una leona?
—¿Cómo se distingue la voz de Enrico Caruso de la de Dame Nellie Melba?
—Vamos a dispararle.
—Buen plan, amigo. Yo sostengo la vela y tú disparas. Debería ser fácil.
—¿Entonces, qué vamos a hacer?
—Yo, por lo menos, voy a meterme debajo de mi manta y voy a tratar de dormir un poco. Tú deberías hacer lo mismo. Mañana va a ser un día agitado. —Otra vez se acostaron al lado del fuego, pero ambos estaban muy lejos de conciliar el sueño cuando otro rugido estruendoso resonó a través de la noche.
—¡Escúchalo! —murmuró Kermit—. El hijo de su madre me está invitando a salir para jugar. ¿Cómo puedo dormir con ese ruido por ahí? —Los últimos gruñidos como de una sierra se perdieron en el silencio, y luego llegó otro sonido, casi un eco distante del primer rugido, lejano y débil. Se sentaron y los masai dejaron escapar exclamaciones.
—¿Qué diablos fue eso? —preguntó Kermit—. Parecía otro león.
—Eso es exactamente lo que era —le aseguró León.
—¿Es un hermano del primero?
—De ninguna manera. Es el rival del primer león y enemigo a muerte. —Kermit estaba a punto de hacer otra pregunta, pero León lo detuvo—. Déjame hablar a los masai. —El debate se desarrollaba en maa hablado con rapidez, hasta que al final León regresó a Kermit—. Muy bien, esto es lo que está ocurriendo por ahí. El primer león es el macho más viejo y dominante. Éste es su territorio y casi con seguridad tiene un harén grande de hembras y sus cachorros. Pero ya se está poniendo viejo y sus fuerzas se están debilitando. El segundo macho es joven y fuerte, en la flor de su vida. Se siente listo para desafiarlo y quedarse con el territorio y el harén. Está merodeando por los límites y juntando valor para la lucha a muerte. El viejo está tratando de asustarlo y ahuyentarlo.
—¿Manyoro puede decir todo eso después de escuchar sólo algunos rugidos?
—Tanto Manyoro como Loikot hablan la lengua de los leones con fluidez —explicó León, con expresión seria.
—Esta noche creeré cualquier cosa que me digas. ¿Así que tenemos no uno sino dos leones grandes?
—Sí, y no se irán lejos. El viejo no se atreve a dejar la puerta abierta, y el joven puede olfatear a esas damas. Tampoco se irá a ninguna parte.
Después de esto, ya no era cuestión de que nadie durmiera. Se sentaron junto al fuego, planeando la cacería con los masai y bebiendo el mejor de los cafés de Ishmael, hasta que los primeros rayos del sol doraron las copas de los árboles. Luego desayunaron con las famosas tortillas de huevo de avestruz de Ishmael y una fuente de sus bollos igualmente famosos, calientes y recién sacados del fuego. Un huevo de avestruz era el equivalente de dos docenas de huevos grandes de gallina, pero no quedaron sobras. Mientras recogían las últimas gotas de grasa de la cacerola con trozos de bollo, Ishmael y los masai levantaron el campamento y cargaron las mulas. El aire todavía era suave y fresco cuando partieron para ver lo que el día les iba a deparar.
Un par de kilómetros en las barrancas río abajo, sorprendieron a una manada de varios cientos de búfalos que regresaban del agua. León derribó a dos con disparos consecutivos del cañón izquierdo y luego del derecho del Holland. Les abrieron las panzas para que el olor a carroña fuera transmitido en la brisa sofocante; luego las mulas los arrastraron a posiciones más favorables, con terreno abierto alrededor de ellos y sin posibilidad de refugio en alguna espesa maleza cercana en la que un león herido pudiera esconderse. Mientras estaban colocando el cebo, los porteadores cortaron manojos de ramas verdes y cubrieron los cuerpos de los animales para que los buitres y las hienas tuvieran dificultades para alcanzarlos. Para un león, ese obstáculo no sería un impedimento para llegar a la presa.
Cabalgaron río abajo y hacia el área donde los leones habían estado rugiendo durante la noche. Cada dos o tres kilómetros, León le disparaba a cualquier mamífero grande que apareciera: jirafas, rinocerontes o búfalos. Para la puesta de sol habían preparado una muy atractiva serie de cebos para leones, en un trecho de unos quince kilómetros.
Esa noche fueron otra vez privados de un sueño tranquilo por el rugido y el contrarrugido de los dos antagonistas. En un momento el león más viejo estuvo tan cerca de donde estaban acostados que el suelo tembló debajo de sus mantas con el imperioso poder de su voz, pero esta vez no hubo respuesta de su retador.
—El león joven ha encontrado una de nuestras carnadas. —Manyoro interpretó su silencio—. Se la está comiendo.
—Creía que los leones nunca comían carroña —dijo Kermit.
—No creas. Son tan haraganes como los gatitos domésticos. Prefieren que les den de comer, sin preocuparse de lo podrido y maloliente que esté. Sólo se toman el trabajo de cazar sus propias presas cuando todo lo demás falla.
Dos horas después de la medianoche, el león viejo había dejado de rugir, y la oscuridad estaba en silencio.
—Ahora ha encontrado un cebo para él —observó Manyoro—. Los tendremos a ambos mañana.
—¿Cuántos leones me permite mi licencia? —preguntó Kermit.
—Los suficientes para satisfacerte incluso a ti —le dijo León—. Los leones son una plaga en el África Oriental Británica. Puedes matar todos los que desees.
—¡Bien! Quiero a estos dos tipos grandes. Quiero llevármelos para mostrárselos a mi padre.
—Yo también —coincidió León fervientemente—. Yo también.
Apenas hubo luz suficiente para que los rastreadores leyeran las señales, comenzaron a retroceder por la cadena de cebos. León y Kermit llevaban chaquetas de abrigo pues la mañana era fría y perfumada como un buen Chablis.
Las primeras tres carnadas que visitaron no habían sido tocadas, aunque los buitres esperaban oscuros, encorvados y taciturnos como sepultureros en las copas de los árboles alrededor de ellas. Cuando llegaron a la cuarta, León se detuvo a unos cientos de metros de ella y, con los binoculares, inspeccionó minuciosamente la pila de ramas que la cubrían.
—Estás perdiendo el tiempo, amigo. No hay nada ahí —dijo Kermit.
—Todo lo contrario —respondió León en voz queda, sin bajar los binoculares.
—¿Qué quieres decir? —El interés de Kermit aumentó.
—Quiero decir que hay un gran león macho por allí.
—¡No! —protestó Kermit—. ¡No veo nada, maldito sea!
—Toma. —León le pasó los binoculares—. Usa éstos.
Kermit enfocó las lentes y observó a través de ellas durante un minuto.
—Todavía no veo ningún león.
—Mira en el lugar donde la cubierta de ramas ha sido abierta. Puedes ver las patas traseras rayadas de la cebra en la abertura…
—¡Sí! Ya las veo.
—Mira ahora por encima de la cebra. ¿Ves dos pequeños bultos oscuros en el otro lado?
—Sí, pero eso no es un león.
—Ésas son las puntas de sus orejas. Está aplastado contra el suelo detrás de la cebra, mirándonos.
—¡Santo cielo! ¡Tienes razón! Vi que una oreja se movía —exclamó—. ¿Cuál de los leones es? ¿El joven o el viejo?
León consultó rápidamente con Manyoro. Loikot agregaba sus propias y autorizadas opiniones cada tanto. Finalmente se volvió a Kermit.
—Respira hondo, amigo. Te tengo noticias. Es el grande. Manyoro lo llama «el león de todos los leones».
—¿Qué hacemos ahora? ¿Cabalgamos hacia él para derribarlo?
—No, caminamos para que se muestre. —León ya estaba desmontando de la silla y sacando el gran Holland de la funda. Lo abrió, sacó los cartuchos de bronce del cargador y los reemplazó por un par nuevo de su cartuchera. Kermit siguió su ejemplo con el pequeño Lee-Enfield. Los mozos de cuadra se adelantaron y tomaron las riendas de sus caballos para llevarlos a la retaguardia; luego dejaron en el suelo sus recipientes para el agua y se pusieron en cuclillas para tomar un poco de rapé. Pronto se pusieron de pie de un salto, levantaron sus lanzas para leones y las movieron en el aire con gruñidos sedientos de sangre, mientras daban grandes saltos con cada movimiento de las largas hojas brillantes, preparándose para la lucha.
Tan pronto como todos los cazadores estuvieron listos, León le dio sus instrucciones a Kermit.
—Tú irás adelante. Yo estaré tres pasos detrás de ti, para no bloquear tu campo de fuego. Camina despacio y de manera regular, pero no directamente hacia él. Haz que parezca que vas a pasar unos veinte pasos a su derecha. No lo mires de frente. Mantén los ojos en el suelo delante de ti. Si lo miras, lo asustarás y saldrá corriendo o atacará prematuramente. A unos cincuenta pasos, te lanzará un gruñido de advertencia. Verás que su cola empieza a moverse. No te detengas y no te apresures. Sigue caminando. A unos treinta pasos se levantará y te mirará de frente. En ese momento un león corriente escapa o ataca. Éste es diferente. El hecho de probarse con el joven pretendiente lo ha puesto de un humor belicoso y temerario. Su sangre está en ebullición. Atacará. Te dará tres o cuatro segundos y luego avanzará. Debes dispararle antes de que empiece a moverse; de otro modo, antes de que siquiera puedas parpadear, estará corriendo a sesenta kilómetros por hora derecho hacia ti. Cuando te grite que dispares, apúntale al centro del pecho, justo debajo de la barbilla. Estos gatos son blandos. Incluso el 303 lo derribará. De todos modos, debes seguir disparando mientras esté sobre sus patas.
—Tú no vas a disparar, ¿no?
—No hasta que empiece a masticar tu cabeza, mi amigo. Ahora, ¡camina!
Avanzaron en formación abierta. Kermit iba adelante; León, unos pasos atrás, y los dos masai, detrás de él, marchando codo a codo con sus assegai listas.
—Excelente —alentó León a Kermit en voz baja—. Mantén esa velocidad y dirección. Lo estás haciendo bien. —Otros cincuenta pasos más y León divisó a la bestia que alzaba la cabeza unos centímetros. La parte superior de su cráneo ya era visible y levantó su melena en un gesto amenazador. Era como un pequeño pajar, denso y negro como el infierno. Kermit vaciló a mitad de un paso.
—Tranquilo, tranquilo. ¡Sigue avanzando! —le advirtió León. Siguieron caminando y ya podían ver los ojos del león debajo de la gran mata que era su melena. Eran fríos, amarillos e inexorables. Otros diez lentos pasos y el león gruñó. Era un sonido bajo y grave, infinitamente amenazador, como un trueno de verano a la distancia. Hizo que Kermit se detuviera y se volviera para mirar a la bestia de frente, a la vez que empezaba a subir el largo rifle. Ese movimiento y la mirada directa de Kermit provocaron al león.
—¡Ten cuidado! Va a atacar —dijo León en un tenso tono de voz, pero el león estaba ya en pleno ataque, corriendo hacia Kermit, gruñendo en estallidos entrecortados y breves como los pistones de vapor de una locomotora que va acelerando, con la melena negra completamente erizada por la furia y la cola larga sacudiéndose de un lado a otro. Era enorme y se hacía más grande a medida que se achicaba la distancia entre ellos con cada zancada.
—¡Dispara! —La voz de León se perdió en medio del ruido nítido del 303. La bala, apuntada de manera apresurada, pasó volando por encima del lomo del león y levantó una nube de polvo doscientos metros detrás de él. Kermit fue rápido para recargar. Su siguiente disparo fue demasiado bajo y dio en el suelo entre las patas delanteras de la bestia. El león siguió avanzando en línea recta: una mancha amarilla a toda velocidad, gruñendo con una furia que hacía helar el corazón, pateando polvo y moviendo la cola.
«¡Jesús! —pensó León—, ¡lo va a derribar!» Colocó el Holland en posición, concentrando todos sus poderes mentales y físicos en la gran cabeza con melena y las mandíbulas abiertas que lanzaban gruñidos. Estaba apenas consciente de que su índice iba a apretar el gatillo. Un instante antes de que el león estrellara su cuerpo de doscientos cincuenta kilos contra el pecho de Kermit a sesenta kilómetros por hora, Kermit disparó su tercera bala.
La boca del Lee-Enfield 303 estaba casi tocando la brillante punta negra de la nariz del león. La liviana bala dio en la punta misma del hocico y fue directamente al cerebro. El cuerpo color bronce se aflojó y quedó fláccido como un saco de paja. Kermit se arrojó a un lado en el último instante y el león cayó en el mismo lugar donde él había estado parado. Lo miró. Le temblaban las manos y el aliento gemía en su garganta. El sudor le goteaba sobre los ojos.
—Dispárale otra vez —gritó León, pero las piernas de Kermit se le aflojaron y se sentó. León se acercó corriendo y se detuvo junto al león. A quemarropa le disparó al corazón. Luego regresó a donde Kermit estaba sentado con la cabeza entre las rodillas.
—¿Estás bien, amigo? —le preguntó muy preocupado.
Lentamente Kermit levantó la cabeza y lo miró como si fuera un desconocido. Agitó la cabeza, en estado de confusión. León se sentó a su lado y le puso su brazo musculoso alrededor de los hombros.
—Tranquilo, amigo. Hiciste un gran trabajo. Te mantuviste firme ante el ataque. Nunca cediste. Permaneciste allí y lo derribaste como un héroe. Si tu papá hubiera estado aquí, se habría sentido orgulloso de ti.
Los ojos de Kermit se aclararon. Respiró hondo y luego dijo con voz ronca:
—¿Te parece?
—Lo sé perfectamente —le aseguró León, con total convicción.
—¿Tú no disparaste, no? —Kermit todavía estaba tan poco estable como un corredor de fondo que recupera su aliento después de una carrera difícil.
—No. No disparé. Tú lo mataste, sin ninguna ayuda mía —le aseguró León.
Kermit no volvió a hablar, sino que siguió sentado mirando en silencio el cuerpo magnífico del animal. León se quedó a su lado. Manyoro y Loikot comenzaron a hacer un círculo alrededor de ellos en una danza en la que arrastraban los pies con las piernas rígidas y daban saltos cambiando de pie y luego con ambos pies juntos.
—Están a punto de interpretar la danza del león en tu honor —explicó León.
Manyoro empezó a cantar. Su voz era fuerte y auténtica.
Somos los leones jóvenes.
Cuando rugimos, la tierra tiembla.
Nuestras lanzas son nuestros colmillos.
Nuestras lanzas son nuestras garras…
Después de cada verso saltaban muy alto con la facilidad de aves que emprenden el vuelo y Loikot comenzaba con el estribillo. Cuando la canción terminó, se dirigieron al león muerto y mojaron los dedos en su sangre. Luego regresaron a donde Kermit todavía estaba sentado. Manyoro se agachó sobre él y marcó una raya de sangre sobre su frente.
Tú eres masai.
Tú eres morani.
Tú eres un león guerrero.
Tú eres mi hermano.
Retrocedió y Loikot se ubicó delante de Kermit. También le ungió la cara, pintando rayas rojas en cada mejilla mientras canturreaba.
Tú eres masai.
Tú eres morani.
Tú eres un león guerrero.
Tú eres mi hermano.
Se pusieron en cuclillas delante de él y aplaudieron rítmicamente con las manos.
—Te están convirtiendo en masai y en un hermano de sangre. Es el honor más alto que pueden ofrecerte. Deberías agradecerles.
—Ustedes también son mis hermanos —dijo Kermit—. Aun cuando estemos separados por la gran agua, los recordaré todos los días de mi vida.
León hizo la traducción y los masai murmuraron complacidos.
—Dígale a Popoo Hima que nos hace un gran honor —respondió Manyoro.
Kermit se puso de pie y se dirigió al cuerpo del león. Se arrodilló ante él como si se tratara de un santuario. No lo tocó de inmediato, pero su rostro brillaba con un resplandor especial mientras estudiaba la enorme cabeza. La melena comenzaba cinco centímetros por encima de los opacos ojos amarillos y seguía hacia atrás, ondas tras ondas por sobre la cabeza y el cuello, sobre los grandes hombros, por debajo del pecho, para terminar sólo a la mitad de su ancho lomo.
—Déjalo tranquilo —le dijo Manyoro a León—. Popoo Hima está recogiendo el espíritu de su león para ponerlo en su propio corazón. Es lo correcto y apropiado. Es lo que hace un verdadero guerrero.
El sol se había puesto antes de que Kermit dejara el león y se acercara al pequeño fuego junto al que León estaba sentado solo. Ishmael había puesto un tronco a cada lado que servían de asientos y otro, vertical, sobre el que colocó dos jarros y una botella. Cuando Kermit se sentó frente a León, echó un vistazo a la botella.
—Whisky Bunnahabhain. Treinta años de añejamiento —informó León—. Le rogué a Percy que me lo diera en caso de que algo como esto ocurriera y nos viéramos obligados a celebrar. Desgraciadamente, sólo me dio media botella. Dijo que es demasiado bueno para personas como tú. —León sirvió los jarros y le alcanzó uno a Kermit.
—Me siento diferente —confesó Kermit, y tomó un sorbo.
—Comprendo —dijo León—. Hoy fue tu bautismo de fuego.
—¡Sí! —Kermit respondió con vehemencia—. Es eso, precisamente. Fue una experiencia mística, casi religiosa. Algo extraño y maravilloso me ha sucedido. Me siento como si fuera otra persona, no el de antes, alguien mejor de lo que alguna vez fui. —Buscó las palabras adecuadas—. Me siento como si hubiera vuelto a nacer. Mi yo anterior se sentía asustado e inseguro. Éste ya no tiene más miedo. Ahora sé que puedo enfrentar al mundo a mi manera.
—Comprendo —confirmó León—. Rito de tránsito.
—¿Te ha pasado a ti? —preguntó Kermit.
León entrecerró los ojos con dolor al recordar los pálidos cuerpos desnudos crucificados sobre la tierra seca por el sol, al escuchar otra vez las flechas nandi y al recordar el peso de Manyoro en la espalda.
—Sí… Pero fue algo muy diferente de lo de hoy.
—Cuéntame cómo fue.
León sacudió la cabeza.
—Éstas son cosas de las que no debemos hablar demasiado. Las palabras sólo pueden manchar y minimizar su significado.
—Por supuesto. Es algo muy privado.
—Precisamente —coincidió León, y levantó su jarro—. No tenemos que insistir en ello. Lo sabemos en nuestros corazones. Los masai tienen una descripción para esta verdad compartida. Dicen sólo «guerreros hermanos de sangre».
Permanecieron sentados durante un largo rato en un silencio compartido. Luego Kermit dijo:
—No creo que pueda dormir esta noche.
—Haré vigilia contigo —ofreció León.
Después de un rato empezaron a recordar y a hablar de los detalles más pequeños de la cacería del día, de cómo había sonado el primer gruñido, de lo grande que el león se había mostrado cuando se incorporó totalmente, de la velocidad con que se acercó. Pero eludieron los aspectos emocionales. El nivel de whisky bajó lentamente en la botella.
Un poco antes de medianoche, se sobresaltaron al escuchar caballos que se acercaban al campamento en la oscuridad, y voces hablando inglés. Kermit se puso de pie.
—¿Quién diablos puede ser?
—Creo que puedo adivinar. —León se rio entre dientes cuando una silueta en pantalones de equitación y sombrero inclinado se acercó al fuego.
—Buenas noches, señor Roosevelt, señor Courtney. Andaba por acá y se me ocurrió pasar a saludar.
—Señor Andrew Fagan, espero que no le moleste que diga que es usted un maldito mentiroso. Ha estado vigilándonos noche y día durante casi dos semanas. Mis rastreadores han descubierto sus huellas casi todos los días.
—Vamos, vamos, señor Courtney. —Fagan se rio—. «Vigilar» es una palabra demasiado fuerte. Pero es verdad que tengo algo más que un interés pasajero en lo que ustedes dos han estado haciendo, interés compartido por todo el mundo. —Se quitó el sombrero—. ¿Podemos prolongar esta visita por un rato?
—Me temo que ha llegado usted un poco tarde —dijo Kermit—. Como puede ver, la botella está casi vacía.
—Por algún notable vuelco del destino, tengo una de repuesto en mis alforjas. —Fagan llamó a su fotógrafo—: ¿Cari, puedes buscarnos esa botella de Jack Daniel’s y venir con nosotros a participar de la reunión? —Cuando todos estuvieron en sus sitios alrededor del fuego y habían ya tomado el primer sorbo de sus jarros, Fagan preguntó—: ¿Algo interesante ocurrió hoy? Escuchamos unos cuantos disparos en esta dirección.
—¡Díselo, León! —Kermit estaba exultante, pero no quería mostrarse fanfarrón.
—Bien, ahora que lo menciona, esta tarde el señor Roosevelt logró dispararle al león que hemos estado buscando desde el principio de nuestro safari.
—¡Un león! —Fagan derramó unas pocas gotas de whisky—. Ésa sí que es una verdadera noticia. ¿Cómo se compara con el que hace más o menos una semana cazó el Presidente?
—Tendrá que evaluarlo usted mismo —dijo León.
—¿Podríamos verlo?
—Venga por acá —invitó ansioso Kermit y, tomando una rama en llamas de la fogata, los llevó al lugar donde yacía el león. Hasta ese momento había permanecido oculto por la noche. Levantó la llama para iluminar el lugar.
—¡Vaya, maldición, es un monstruo! —exclamó Fagan y se volvió rápidamente a su fotógrafo—. Cari, trae tu cámara.
Durante casi otra hora más, persuadió a Kermit y a León para que posaran junto al trofeo, aunque a Kermit no hubo que insistirle demasiado. Sus ojos estaban encandilados por las numerosas explosiones de polvo de flash cuando finalmente regresaron al fuego y tomaron sus jarros otra vez. Fagan sacó su libreta de notas.
—Bien, díganos, señor Roosevelt, ¿qué se siente después de haber hecho lo que usted hizo hoy?
Kermit pensó en ello por un momento.
—Señor Fagan, ¿es usted cazador? Será más fácil de explicar si lo es.
—No, señor. Soy golfista, no cazador.
—Está bien. Para mí este león fue como si usted hiciera un hoyo de un golpe en el Campeonato Abierto, en un desempate con Willie Anderson por el título.
—¡Una descripción estupenda! Usted tiene el don de saber elegir las palabras, señor. —Fagan escribió rápidamente—. Cuéntemelo todo, paso a paso, desde que vio a esa bestia inmensa por primera vez hasta el momento en que la mató.
Kermit seguía todavía excitado por la emoción y el whisky. No dejó ningún detalle fuera, y no escatimó el uso de las hipérboles. Apeló a León varias veces para que confirmara los detalles más finos. «¿No es así? ¿No es así exactamente como ocurrió?» Y León lo apoyaba lealmente, como corresponde que haga un cazador con su cliente. Finalmente, cuando todo estuvo dicho, permanecieron en silencio digiriendo los detalles. León estaba a punto de sugerir que ya era hora para que todo el mundo se acostara, cuando un rugido estruendoso surgió de la oscuridad.
—¿Qué fue eso? —Andrew Fagan estaba alarmado—. Por el amor de Dios, ¿qué fue eso?
—Ése es el león que vamos a cazar mañana —explicó Kermit, sin darle la menor importancia.
—¿Otro león? ¿Mañana?
—Sí.
—¿Le molesta si seguimos con ustedes? —preguntó Fagan, y León abrió la boca para oponerse, pero Kermit se le adelantó.
—Por supuesto, ¿por qué no? Es usted bienvenido, señor Fagan.
Temprano a la mañana siguiente, los desolladores empezaron a trabajar sobre el león y cubrieron la piel mojada con una capa gruesa de sal de roca.
—Esperen aquí cuando terminen —les ordenó León—. Hasta que yo envíe a Loikot a buscarlos.
Mientras la luz aparecía rápidamente por el Este, observaba la copa de los árboles en el otro lado del claro. Apenas pudo distinguir las hojas individuales contra el cielo del amanecer, dijo:
—¡Buena luz para disparar! A montar, por favor, caballeros. —Cuando todos estuvieron en sus monturas, le hizo una señal con la mano a Manyoro.
Con los dos rastreadores masai a la cabeza, comenzaron la marcha en formación cerrada. Poco a poco, León hizo que su caballo fuera quedando más atrás en la columna hasta que quedó cabalgando estribo a estribo con Fagan. Habló en voz baja pero con firmeza.
—El señor Roosevelt fue muy generoso al permitir que usted se uniera a la cacería. Si hubiera sido por mí, no lo habría permitido. De todas maneras, usted podría haber subestimado el peligro que esto significa. Si las cosas se ponen feas, alguien podría salir seriamente lastimado. Debo insistir en que se mantenga bien atrás y lejos de donde pueda haber peligro.
—Por supuesto, señor Courtney. Lo que usted diga.
—Por «bien atrás» quiero decir al menos doscientos metros. Yo voy a estar cuidando a mi cliente. No podré cuidarlos a ustedes también.
—Comprendo. Permaneceremos a doscientos metros y tan silenciosos como un ratón, señor. Usted ni siquiera se dará cuenta de que estamos allí.
Manyoro los guió tres kilómetros hasta el siguiente cebo para leones. Cuando se acercaron al cadáver hinchado de la vieja jirafa, una gran colonia de buitres que se había estado alimentando de ella levantó vuelo y un clan de unas doce o más hienas salieron huyendo en grotesco pánico, con sus colas enroscadas sobre sus cuartos traseros, riéndose de manera estridente, con las mandíbulas sonrientes cubiertas con sangre y otros restos.
—Hapana. —Manyoro se encogió de hombros—. Nada.
—Hay tres cebos más. Tiene que estar en uno de ellos. No pierdas tiempo, Manyoro, llévanos —ordenó León.
El segundo cuerpo estaba en el centro de un claro abierto de hierba carbonizada no hacía mucho por el fuego, rodeado en tres de sus lados por verdes arbustos Kusaka-saka, cuyo denso follaje colgaba cerca del suelo y proporcionaba una retirada segura para un animal que huyera. Pero León se había asegurado de que hubiera un amplio espacio de terreno descubierto alrededor del animal muerto. Espacio suficiente para que ellos pudieran operar.
Lo primero que llamó la atención de León y puso sus nervios en tensión fue que las ramas más altas de los árboles estaban cargadas con una gran colonia de buitres y un grupo pequeño de cuatro hienas se mantenía al borde del Kusaka-saka. Tanto los buitres como las hienas se mantenían a buena distancia de la hembra de búfalo muerta en medio del claro. Debía de haber algo allí que no les gustaba. Entonces, Manyoro, que se había adelantado bastante, se detuvo e hizo un discreto gesto que advirtió a León con la misma claridad que si hubiera hablado.
—León ubicado. Ten cuidado. Está aquí —le dijo a Kermit—. Espera. Manyoro se está acercando. Déjalo que trabaje para nosotros. —Fagan y su grupo se acercaron—. Ustedes se quedarán aquí —les dijo—. No se acerquen más hasta que les dé la señal. Podrán ver todo muy bien desde acá, pero deben mantenerse lejos del peligro.
Observaron a Manyoro que estudiaba el viento. Era ligero y tibio, pero soplaba directamente desde ellos hacia el cebo. Manyoro sacudió la cabeza e hizo otro gesto.
—Correcto, amigo, el león está sobre la presa —le indicó León a Kermit—. Estamos yendo a él. Misma maniobra que la última vez. Tranquilo. No te apures. Pero, hagas lo que hagas, no mires al maldito león esta vez.
—Está bien, jefe. —Kermit estaba sonriendo con nervioso entusiasmo y su mano temblaba cuando fue a sacar el rifle de la funda. León esperaba que el lento avance le diera tiempo para poder dominarse.
Desmontaron.
—Verifica tu arma. Asegúrate de tener una bala en el cargador. —Kermit hizo lo que le decía y León vio con alivio que sus manos ya no temblaban. Le hizo señas a Manyoro para que fuera a su puesto detrás de ellos, y empezaron la lenta y larga marcha por la abierta área quemada.
Pequeñas nubes de ceniza fina se levantaban con cada paso que daban. Estaban todavía a doscientos cincuenta metros del cuerpo del animal cuando el león se irguió atrás de éste. Era muy grande, en todo tan grande como el viejo león. Su melena estaba completa, pero era de color jengibre, con apenas las puntas negras como el tizne. Estaba en espléndidas condiciones, con el cuero elegante y satinado, sin feas cicatrices. Cuando gruñó, sus colmillos eran blancos y brillantes, largos y perfectos. Pero era joven y, por lo tanto, imprevisible.
—¡No lo mires! —advirtió León, en un susurro—. Sigue caminando pero, por el amor de Dios, no lo mires. Debemos acercarnos más. Mucho más cerca. —Cuando estaban todavía a ciento cincuenta metros del león, éste gruñó otra vez y su cola se movió con aire vacilante. Giró la enorme cabeza con melena y echó un vistazo detrás de él.
«¡Oh, mierda! ¡No! —se lamentó León en silencio—. Se acobardó. No va a defender su terreno. Se va a ir».
El león volvió a mirarlos y gruñó por tercera vez, pero el sonido carecía de intensidad asesina. Entonces, repentinamente, giró sobre sí y corrió por el terreno abierto hacia la seguridad de la espesura del Kusaka-saka.
—¡Está huyendo! —gritó Kermit; corrió tres pasos rápidos hacia adelante y luego se detuvo de golpe. Levantó el Lee-Enfield.
—¡No! —gritó León con tono de urgencia—. No dispares. —La distancia era demasiado grande y el león era un blanco móvil muy veloz. León corrió hacia adelante para detener a Kermit, pero el Lee-Enfield hizo escuchar su ruido agudo y la boca saltó hacia arriba. Los músculos largos y delgados del león se movían por debajo del cuero satinado como los de un atleta en su plenitud. León vio que la bala golpeaba. En el punto del impacto la piel dio un salto y se rizó, como cuando se arroja una piedra en una laguna serena y profunda. Fue a dos palmos detrás de la última costilla en el flanco del león, y abajo de la línea central del cuerpo del animal.
—¡Tiro en las tripas! —se lamentó León—. Demasiado atrás.
El león gruñó al recibir el impacto y se lanzó a toda carrera. En el tiempo que le tomó a León llevar su rifle al hombro, la bestia casi había llegado a la seguridad del Kusaka-saka. Estaba mucho más allá de la distancia de precisión del Holland. De todas maneras, León se sentía obligado a disparar. La bestia estaba herida. Era su deber moral tratar de matarla, por remotas que fueran las posibilidades de éxito. Disparó el primer cañón, sólo para ver que la pesada bala caía antes de alcanzarlo y levantaba polvo debajo del pecho del león. El ruido de su segundo disparo se mezcló con el primero, pero no vio el impacto antes de que el león desapareciera entre los arbustos. Miró atrás rápidamente a Manyoro, que se tocó la pierna izquierda.
—Rota su maldita pata trasera —exclamó León airadamente—. Eso no le hará disminuir mucho la velocidad. —Expulsó los cartuchos usados y recargó el Holland.
—No te quedes allí parado con un rifle vacío mirando el paisaje —le espetó a Kermit—. Recarga esa maldita cosa.
—Lo siento —dijo Kermit, avergonzado.
—Yo también lo siento —replicó León con severidad.
—Se estaba escapando —trató de explicar.
—Pues bien, ahora se ha escapado del todo, con tu bala en su estómago.
León le hizo señas a Manyoro para que se reuniera con él y ambos se pusieron en cuclillas, con las cabezas juntas. Hablaban seriamente. Después de un rato, Manyoro volvió para unirse a Loikot y los dos masai tomaron rapé juntos. León se sentó sobre la tierra vacía con el Holland cruzado sobre las piernas. Kermit estaba sentado un poco más lejos, observando la expresión de León. Éste lo ignoró.
—¿Qué hacemos ahora? —Kermit preguntó por fin.
—Esperamos.
—¿Para qué?
—Para que el pobre infeliz sangre y sus heridas se afirmen.
—¿Y entonces?
—Entonces, Manyoro y yo iremos y lo haremos salir.
—Iré contigo.
—No. Decididamente no, maldición. Ya has tenido tu dosis de diversión por este día.
—Podrías resultar lastimado.
—Ésa es una clara posibilidad. —León chasqueó la lengua amargamente.
—Dame otra oportunidad, León —pidió Kermit en tono lastimero.
León giró la cabeza y lo miró directamente por primera vez. Sus ojos eran duros y fríos.
—Dime por qué debería hacerlo.
—Porque ese magnífico animal se está muriendo lenta y dolorosamente, y soy yo quien lo lastimó. Se lo debo a Dios, al león y a mi sagrado honor, ir tras él como un hombre y poner fin a su agonía. ¿Comprendes eso?
—Sí —respondió León, y su expresión se suavizó—. Lo comprendo muy bien y te felicito por ello. Iremos juntos y consideraré un honor tenerte a mi lado.
Estaba a punto de decir algo más, pero al mirar hacia el claro su expresión se transformó en una de horror. Se puso de pie de un salto.
—¿A qué piensa ese idiota imbécil que está jugando?
Andrew Fagan cabalgaba lentamente a lo largo del borde mismo del Kusaka-saka. Iba directo al sitio donde el león herido había desaparecido. León se lanzó a correr para tratar de desviarlo.
—¡Regrese, maldito idiota! ¡Regrese, carajo! —bramó con toda la fuerza de sus pulmones. Fagan ni siquiera se dio vuelta. Cabalgaba lentamente hacia un peligro mortal. León corría a toda velocidad, avanzando con rapidez, y esta vez no gritó. Estaba reservando aliento para el momento terrible que él sabía estaba por llegar. Cuando estuvo suficientemente cerca para que Fagan lo escuchara, gritó:
—¡Fagan, idiota! ¡Apártese de allí! —Agitó el rifle por encima de su cabeza. Esta vez Fagan se dio vuelta para mirarlo y agitó con alegría su fusta de equitación, pero no detuvo a su caballo.
—¡Vuelva aquí de inmediato! —La voz de León estaba al máximo de la desesperación.
Esta vez Fagan detuvo al caballo y su sonrisa desapareció. Se volvió hacia León, y en ese momento el león irrumpió desde la densa cortina de Kusaka-saka a toda carrera, gruñendo de furia. Con la melena erizada y los ojos amarillos echando chispas, corría hacia Fagan.
Su caballo levantó la cabeza para luego pararse enloquecido sobre las patas traseras. Fagan perdió un estribo y fue lanzado por sobre el cuello de su cabalgadura. El caballo salió corriendo y Fagan se aferró a él con ambos brazos. En una distancia pequeña, el león era más rápido que el caballo y el jinete, así que los sobrepasó rápidamente. Saltó y clavó las grandes garras amarillas de ambas patas delanteras en la grupa del caballo.
El caballo relinchó de dolor y corcoveó con violencia en un intento por liberarse de las terribles garras. Fagan salió expulsado de la montura y chocó contra el suelo con un ruido sordo, como un saco de carbón lanzado de un cargamento, pero un pie le quedó atrapado en un estribo y fue arrastrado detrás del caballo que luchaba desesperado, debajo de las patas traseras del león. El caballo chillaba y coceaba salvajemente, tratando de deshacerse de su atacante. Sus pezuñas pasaban como un rayo alrededor de la cabeza de Fagan. Como una de las patas traseras del león estaba quebrada, no podía afirmarse para frenar al caballo. La pelea quedó oculta casi por completo por las nubes de ceniza de la hierba quemada que levantaban las patas de los animales. Sin poder ver a través de esa nube de polvo, León no se atrevía a disparar por miedo de darle al hombre en lugar de al león. Entonces, el cuero del estribo de Fagan se rompió debido a la tensión y rodó lejos del combate.
—¡Fagan, venga a mí! —rugió León.
Esta vez Fagan respondió con presteza. Se levantó con el acero del estribo todavía en su pie derecho y trastabilló hacia él. Detrás, el león y el caballo aún estaban luchando. El caballo todavía lanzaba coces con ambas patas traseras, arrastrando al león en un círculo; el león rugía, con las garras delanteras firmes y tratando de morder las inquietas ancas de su presa.
El caballo coceó otra vez y dio con ambas pezuñas fuertemente sobre el pecho del león. El golpe fue tan fuerte que lo lanzó hacia atrás y sus garras soltaron la carne del caballo. Rodó sobre el lomo, pero en el mismo movimiento, saltó sobre sus patas. El caballo escapó en un galope desenfrenado, salpicando sangre de las profundas heridas en la grupa y el león empezó a perseguirlo, pero la figura de Fagan corriendo desvió su atención. Cambió rápidamente la dirección y fue tras el hombre. Fagan miró hacia atrás y gimió lastimosamente.
—¡Venga hacia mí! —León estaba corriendo para encontrarse con él, pero el león era más rápido. Todavía no podía disparar porque Fagan estaba directamente entre él y la bestia. En un segundo lo tendría.
—¡Al suelo! —gritó León—. Échese al suelo para que yo pueda disparar.
Tal vez obedeciendo, aunque era muy probable que sus piernas simplemente se aflojaran debajo de él en una parálisis de miedo, Fagan se desplomó, y como un armadillo, se hizo una pelota sobre la tierra seca, con las rodillas contra el pecho y ambas manos agarradas detrás de la cabeza. Sus ojos estaban cerrados con fuerza en un rostro que era una pálida máscara de terror. Era casi demasiado tarde. El león se acercó veloz y silencioso como la muerte, ya sin gruñir en los últimos momentos fatales del ataque, con las mandíbulas abiertas y los colmillos a la vista. Estiró su cuello para morder el cuerpo indefenso de Fagan.
León disparó con el primer cañón y la bala se aplastó contra la mandíbula inferior del animal. Trocitos blancos de dientes volaron como salen los dados del cubilete al jugar. Luego la bala expandida continuó con gran fuerza a todo lo largo del gran cuerpo leonado, desde el pecho hasta el ano. Hizo que el león cayera atrás, un extremo sobre el otro, en una voltereta desmañada. Rodó hacia atrás para quedar sobre sus patas, balanceándose inestable, con la cabeza colgando y la sangre cayéndole de las mandíbulas abiertas. El segundo tiro de León se estrelló contra su hombro, haciendo añicos el hueso y destrozando el corazón. El león cayó hacia atrás en un enredo de miembros sueltos, con los ojos cerrados con fuerza. Sus mandíbulas rotas y ensangrentadas buscaban el aire infructuosamente.
León tenía otros dos gruesos cartuchos de bronce listos entre los dedos de la mano izquierda. Con un movimiento del pulgar en la palanca de arriba y un movimiento seco de su muñeca, el Holland se abrió y cuando los casquillos de los cartuchos usados saltaron, los reemplazó con un hábil movimiento, veloz como un tahúr que escondía un as en la palma. El Holland saltó de nuevo al hombro. Disparó la bala de remate al pecho del león, y la pata trasera sana siguió pataleando espasmódicamente en las garras finales de la muerte. Luego quedó inmóvil.
—Gracias por su cooperación, señor Fagan. Puede usted ponerse de pie ahora —dijo León con cortesía.
Fagan abrió los ojos y miró como si esperara encontrarse ante las doradas puertas del paraíso. Dolorosamente se puso de pie.
Su rostro estaba tan blanco como una máscara Kabuki, pero brillante por el sudor. Su cuerpo estaba lleno de polvo de ceniza. Sin embargo, la parte de adelante de sus pantalones de montar de veinte dólares de Brooks Brothers estaba empapada. Cuando comenzó a avanzar a paso inseguro hacia León, sus botas chapotearon.
El caballero Andrew Fagan, baluarte del cuarto poder, decano de la American Associated Press, miembro del comité del New York Racquets Club y capitán con ocho de handicap del Golf Club de Pensilvania acababa de orinarse copiosamente en sus pantalones.
—Dígame la verdad, señor, ¿no le parece que esto fue mucho más excitante que dieciocho hoyos de golf? —preguntó León con suavidad.
Al final, el gran safari presidencial dejó las orillas del río Ewaso Ng’iro y se deslizó pesadamente hacia el Noreste por aquel interior de una salvaje belleza. Kermit y León aprovecharon al máximo los días cada vez más cortos que les quedaban. Cabalgaban largas distancias y salían mucho de cacería, a menudo con éxitos notables. Una vez que León reparó la Gran Medicina, Kermit nunca más erró otro disparo. León se preguntaba si ello se debía al hechizo de Lusima o simplemente a que él había inculcado en Kermit su propio código de ética, sus conocimientos y su respeto por la presa que ambos perseguían. Pero la verdadera magia no estaba en ningún hechizo, sino en el propio Kermit, que había madurado hasta convertirse en un cazador experimentado y responsable, un hombre con aplomo y seguridad. Su amistad, probada y exigida, asumió un carácter firme y duradero.
Cuatro meses después de abandonar el Ewaso Ng’iro, el safari llegó a la poderosa corriente del Nilo Victoria en un lugar llamado Jinja, en la cabecera de ese vasto cuerpo de agua dulce, el lago Victoria. En ese punto se iban a separar.
El contrato de Percy Phillips terminaba en el río. En la costa oriental del Nilo se podía ver otro gran campamento. Quentin Grogan estaba a la espera de suceder a Percy para conducir al presidente Roosevelt en dirección Norte, por Uganda, Sudán y Egipto hasta Alejandría, en el Mediterráneo. Desde allí, él y su comitiva iban a embarcarse rumbo a Nueva York.
Roosevelt dio un almuerzo de despedida a orillas del Nilo. Aunque él no bebía alcohol, permitió que se sirviera champán a sus invitados. Fue una reunión cordial, que terminó con un discurso del Presidente. Uno por uno fue escogiendo a sus invitados y entretuvo a los otros con alguna anécdota divertida o conmovedora relacionada con la persona a la que se estaba dirigiendo. Se oyeron gritos de «¡Bravo, bravo!» y «¡Porque es un buen compañero!».
Por fin llegó a León. Narró los detalles de la cacería del león y el rescate de Andrew Fagan. Su audiencia se sintió muy complacida cuando se refirió a ese desafortunado caballero como representante del «periodismo de poca monta». Fagan no estaba presente pues había abandonado su persecución del safari poco después del episodio con el león. Conmocionado, había regresado a Nairobi.
—Eso me recuerda… casi me olvido. ¿No había hecho yo una apuesta contigo, Kermit? ¿Algo relacionado con el león más grande? —continuó el presidente Roosevelt, entre las risas de los invitados.
—¡Efectivamente, padre, y de hecho fue más grande!
—Apostamos cinco dólares, según recuerdo, ¿no?
—No, papá, fueron diez.
—¡Caballeros! —Roosevelt recurrió al resto de los comensales—. ¿Eran cinco o eran diez?
Hubo gritos divertidos de «¡Eran diez! ¡Pague, señor! ¡Una apuesta es una apuesta!».
Suspiró y buscó su billetera, sacó un billete verde y lo hizo pasar por la mesa hasta donde estaba sentado Kermit.
—Pagado en su totalidad —dijo—. Todos ustedes son testigos. —Luego se volvió a sus invitados—: No muchos de ustedes saben que mi hijo fue nombrado miembro honorario de la tribu masai por sus dos rastreadores después de dispararle a aquel espléndido león.
Se oyeron más gritos de «¡Bravo! ¡Kermit es un buen compañero!».
El Presidente alzó una mano pidiendo silencio.
—Pienso que sería justo que yo retribuyera ese honor. —Miró a León—. ¿Quiere usted llamar a Manyoro y a Loikot, por favor? —Más temprano le habían avisado a León que ambos iban a ser convocados por bwana Tumbo, el nombre szuahili del presidente Roosevelt, que quería decir «Caballero Gran Panza».
Manyoro y Loikot estaban esperando en la parte posterior de la carpa y se acercaron rápidamente. Estaban resplandecientes con sus shukas rojas y el pelo trenzado, adornado con rojo ocre y grasa. Llevaban consigo sus assegai para león.
—León, por favor traduzca a estos espléndidos caballeros lo que quiero decirles —solicitó el Presidente—. Ustedes le han otorgado a mi hijo, bwana Popoo Hima, el gran honor de su tribu. Le han dado el título de morani de los masai. Ahora yo les otorgo a ustedes dos el título de guerreros de mi país, los Estados Unidos. He aquí los documentos que prueban que ustedes se han convertido en estadounidenses. Pueden venir en cualquier momento a mi país y yo personalmente les daré la bienvenida. Ustedes son masai, y ahora también son estadounidenses. —Se volvió a su secretario, que estaba detrás de su silla, y tomó los rollos de los certificados de ciudadanía atados con cintas rojas. Se los entregó a los masai y luego le dio la mano a cada uno de ellos. De manera espontánea, Manyoro y Loikot comenzaron la danza del león alrededor de la mesa del almuerzo. Kermit se puso de pie de un salto y se unió a ellos, saltando, moviendo los pies y haciendo gestos. Los presentes aplaudieron y los aclamaron, mientras Roosevelt se mecía en su silla riéndose. Cuando el baile terminó, Manyoro y Loikot salieron de la carpa con paso majestuoso y gran dignidad.
El Presidente se puso de pie otra vez.
—Ahora, para los amigos que nos dejan hoy, tengo algunos recuerdos del tiempo que hemos pasado tan agradablemente juntos. —Su secretario entró en la carpa otra vez, llevando una pila de carpetas con dibujos. El Presidente las tomó y caminó alrededor de la mesa entregándoselas a cada uno de sus invitados. Cuando León abrió su carpeta, encontró que estaba dedicada a él personalmente:
Para mi buen amigo y gran cazador, León Courtney, como recuerdo de los felices días pasados con Kermit y conmigo en los Campos Elíseos de África, Teddy Roosevelt.
La carpeta contenía docenas de escenas dibujadas a mano. Cada una de ellas era una representación de algún incidente que había tenido lugar durante los últimos meses. Una mostraba a Kermit siendo lanzado de su caballo y se titulaba: «Hijo y heredero del autor cae y recibe burlas hilarantes del poderoso cazador al presenciar esa caída». En otra se veía a León dando muerte al león y en ella Roosevelt había anotado: «Conocido periodista salvado de convertirse en cena del león por el poderoso cazador, y expresiones de alegría de mi hijo y heredero al ser testigo de la destreza del mencionado y poderoso cazador». León estaba asombrado y sobrecogido por el obsequio, que él sabía era de un valor incalculable, pues cada línea había sido hecha por la mano del poderoso hombre.
Muy pronto el almuerzo llegó a su fin. Las embarcaciones estaban esperando en la costa para llevar a la comitiva presidencial al otro lado del río. León y Kermit caminaron juntos por la costa en silencio. Ninguno podía pensar en palabras para decir que no parecieran sensibleras o trilladas.
—¿Le llevarías un obsequio mío a Lusima, compañero? —Kermit rompió el silencio al llegar al borde del agua. Le entregó a León un pequeño rollo de billetes verdes—. Son sólo cien dólares. Ella merece mucho más. Dile que mi bunduki disparó realmente bien gracias a ella.
—Es un regalo generoso. Con eso se comprará diez buenas vacas. No hay nada más deseable para un masai que eso —dijo León, mientras se daban la mano.
—Hasta pronto, compañero. Como dirían los ingleses, fue una buena cacería —afirmó Kermit.
—En dialecto norteamericano, fue súper maravilloso. Adiós y buen viaje, amigo. —León le tendió la mano derecha.
Kermit la tomó.
—Te escribiré.
—Apuesto a que eso es lo que les dices a todas las muchachas.
—Ya lo verás —replicó Kermit, y bajó al bote que lo esperaba. Se apartó de la costa para atravesar las amplias y rápidas aguas del Nilo. Cuando estaba casi más allá de que el otro pudiera oírlo, Kermit se puso de pie en la popa y gritó algo. León apenas si pudo entender las palabras por encima del rugir de las cascadas aguas abajo—. ¡Guerreros hermanos de sangre!
León se rio, agitó el sombrero y gritó en respuesta:
—¡Arriba los Rifles!
—Y ahora, mi amigo cubierto de honores, es tiempo de volver a la realidad. Para ti la diversión ha terminado. Tienes trabajo que hacer. Primero, debes encargarte de los caballos y asegurarte de que sean devueltos sanos y salvos a Nairobi. Luego recogerás los trofeos que dejamos en los campamentos, en todo el camino. Asegúrate de que hayan sido bien secados y salados, para empacarlos y llevarlos al ferrocarril en las llanuras de Kapiti. Tienen que ser enviados al Smithsonian en los Estados Unidos lo antes posible, preferentemente ayer. Debes ocuparte de todos los equipos y vehículos, incluyendo los cinco carros tirados por bueyes y los dos automotores. Todo ha estado en operaciones durante casi un año y buena parte estaba en condiciones ruinosas. Luego debes regresar al campamento Tandala a fin de que todo esté listo para lord Eastmont… hace dos años que contrató su safari conmigo. Por supuesto, tendrás a Hennie du Rand para ayudarte, pero aun así te mantendrá alejado de toda travesura por un buen tiempo. No tendrás demasiado tiempo para las damas de Nairobi, me temo.
Percy le hizo un guiño.
—En cuanto a mí, dejo todo en tus manos. Yo volveré a Nairobi. Mi vieja pierna de búfalo me está doliendo como el demonio y el doctor Thompson es el único que puede arreglarla.
Algunos meses después, León condujo uno de los automóviles con toda clase de herramientas a Tandala, seguido de cerca por el segundo vehículo con Hennie du Rand al volante. Desde el amanecer de ese día, habían recorrido casi trescientos kilómetros por caminos polvorientos y llenos de baches. León apagó el motor, que tartamudeó antes de detenerse. Bajó ágilmente del asiento del conductor, se quitó el sombrero y lo golpeó contra la pierna, y luego tosió como resultado de la nube de polvo fino como talco.
—¿Dónde diablos has estado? —Percy salió de su carpa—. Casi te había dado por muerto. Quiero hablar contigo de inmediato.
—¿Dónde es el incendio? —preguntó León—. He estado conduciendo desde las tres de la mañana. Necesito un baño y una afeitada antes de pronunciar otra palabra, y no estoy de humor para escuchar sandeces de nadie, ni siquiera de usted, Percy.
—¡Bueno, bueno! —Percy sonrió—. Date tu baño. Lo necesitas realmente. Luego deseo tener unos minutos de tu precioso tiempo.
Una hora más tarde, León entró a la carpa-comedor, donde Percy estaba sentado detrás de la larga mesa con sus anteojos para leer en la punta de la nariz. Sobre la mesa delante de él había una pila de cartas sin responder, cuentas, libros de contabilidad y otros documentos. Los dedos que usaba para escribir estaban negros de tinta.
—Discúlpeme, Percy. No debí haberle hablado de ese modo. —León estaba arrepentido.
—No es nada. —Percy dejó su pluma en el tintero e hizo un gesto en dirección a la silla, en el otro lado de la mesa—. Un hombre famoso como tú tiene derecho a ponerse engreído cada tanto.
—El sarcasmo es la forma más baja del ingenio. —León se molestó otra vez—. Lo único que soy por aquí es un famoso botones.
—¡Mira! —Percy empujó una pila de recortes de diarios sobre la mesa—. Es mejor que leas estos papeles. Le dará un buen impulso a tu decaída moral.
Perplejo al principio, León empezó a recorrer los textos de aquella pila. Descubrió que los recortes habían sido tomados de docenas de periódicos y revistas de los Estados Unidos y de Europa, publicaciones tan diversas que iban desde Los Angeles Times hasta el Deutsche Allgemeine Zeitung de Berlín. Había más artículos en alemán que en inglés, cosa que lo sorprendió. De todas maneras, su alemán aprendido en la escuela fue suficiente para permitirle entender su esencia. Observó uno que decía: «El más grande cazador blanco de África. Eso dice el hijo del Presidente de los Estados Unidos». Abajo había una fotografía de León, con aspecto heroico y galante. Lo dejó a un lado y tomó el siguiente, que mostraba una fotografía suya dándole la mano a un Teddy Roosevelt que sonreía radiante. El titular debajo de ella decía: «Denme un cazador con suerte en lugar de uno inteligente. El coronel Roosevelt felicita a León Courtney después de cazar a un inmenso león devorador de carne humana».
El próximo tenía como protagonista a León, sosteniendo un par de largos y curvados colmillos de elefante de modo que formaban un arco muy alto por encima de su cabeza. El epígrafe debajo decía: «El cazador más grande de África, con un par de colmillos de elefante de inusual tamaño». Otros artículos mostraban a León apuntando con un rifle a una bestia imaginaria fuera de cuadro, o galopando a caballo por la sabana entre manadas de animales salvajes, siempre desenfadado y cortés. Había cientos de centímetros de columnas de texto. León contó cuarenta y siete artículos. El último tenía como título «El hombre que salvó mi vida. ¿No encontró usted que esto fue mucho más vigorizante que dieciocho hoyos de golf? Autor: Andrew Fagan, redactor especial, colaborador de American Associated Press».
Cuando terminó de recorrer todos los artículos, León apiló los recortes prolijamente y los deslizó de vuelta a lo largo de la mesa, hacia Percy, quien de inmediato los empujó de nuevo.
—No los quiero. No sólo dicen tonterías, sino que son demasiado enfermizos y aduladores para mi gusto. Puedes quemarlos o devolvérselos a tu tío Penrod. Fue él quien los coleccionó. A propósito, quiere verte, pero hablaremos de eso después. Primero quiero que leas este otro correo. Es mucho más interesante. —Percy le pasó una pila de sobres a través de la mesa.
León los tomó y los hizo correr entre sus dedos. Vio que casi todas las cartas estaban escritas en costoso papel pergamino o pesado papel de lino, con adornados membretes impresos en relieve. La mayoría estaba escrita a mano, pero algunas habían sido escritas a máquina sobre papel más barato. Estaban dirigidas con enunciados muy diferentes: «Herr Courtney, Glücklicher Jäger, Nairobi Afrika»; o «M. Courtney, Chasseur Extraordinaire, Nairobi, Afrique de l’Est»; o, más sencillamente, «Para el cazador más grande de África, Nairobi, África».
León miró a Percy.
—¿Qué es esto?
—Solicitudes de personas que han leído los artículos de Andrew Fagan y quieren venir a cazar contigo, pobres almas ignorantes. No saben lo que hacen —explicó Percy brevemente.
—¡Están dirigidas a mí, pero usted las abrió! —lo acusó León con severidad.
—Pensé que querrías que lo hiciera. Podrían haber contenido algo que necesitaba una réplica urgente —contestó Percy, con aire inocente y un encogimiento de hombros como arrepentimiento.
—Un caballero no abre el correo dirigido a otro. —León lo miró a los ojos.
—Yo no soy un caballero, soy tu jefe, y no te olvides de ello, muchacho.
—Eso puedo cambiarlo con la velocidad de un relámpago. —León había intuido la nueva autoridad y el nuevo estatus que las cartas en su mano le habían dado.
—Vamos, vamos, mi querido León, no nos apresuremos. Tienes razón. No debí haber abierto tus cartas y me disculpo. Fue terriblemente torpe de mi parte.
—Mi querido Percy, su muy decente disculpa es aceptada de manera incondicional.
Permanecieron en silencio mientras León leía la última carta de su correspondencia.
—Hay una de una princesa alemana, Isabella von Hoherberg o algo por el estilo. —Percy rompió el silencio.
—La vi.
—Adjuntó su fotografía —añadió Percy servicialmente—. Para nada mal. Adecuada para un hombre de mi edad. Pero a ti te gustan maduras, ¿no?
—Cállese, Percy. —Por fin León levantó la vista—. Leeré el resto después.
—¿Te parece que éste podría ser el momento de hablar de mi propuesta de formar una sociedad?
—Percy, estoy profundamente conmovido. Ni por un momento pensé que hablaba usted en serio.
—Absolutamente en serio.
—Muy bien. Hablemos.
Se hizo casi la noche antes de haber terminado de hablar sobre las bases de su nuevo arreglo financiero.
—Una última cosa, León. Tú debes pagar el uso privado que haces del coche. No voy a financiar tus incursiones amorosas a Nairobi.
—Me parece justo, Percy, pero si usted va a imponer esa condición, yo quiero imponer dos condiciones.
Percy se mostró receloso e incómodo.
—Escuchemos de qué se trata.
—El nombre de la nueva firma…
—Es Phillips & Courtney Safaris, por supuesto. —Percy interrumpió apresuradamente.
—Eso no es alfabético, Percy. ¿No debería ser Courtney & Phillips, o más simplemente C&P Safaris?
—Es mi circo. Debe ser P&C Safaris —protestó Percy.
—Ya no es más su circo. Es nuestro circo ahora.
—Pequeño cabrón presumido. Lo dejaremos a la suerte. —Buscó en su bolsillo y sacó un chelín de plata—. ¿Cara o cruz?
—¡Cara! —dijo León.
Percy lanzó la moneda al aire y la atrapó sobre el dorso de su mano izquierda cuando cayó. La cubría con la derecha.
—¿Estás seguro de que quieres cara realmente?
—Vamos, Percy. Veamos qué cayó.
Percy espió por debajo de su mano y suspiró.
—Esto es lo que le pasa al león viejo cuando el joven empieza a probar su avena —dijo con tristeza.
—Los leones no comen avena. Veamos lo que está escondiendo.
Percy le mostró la moneda.
—Muy bien, tú ganas —se rindió—. Será C&P Safaris. ¿Cuál es tu segunda condición?
—Quiero que nuestro contrato de sociedad lleve la fecha del primer día del safari de Roosevelt.
—¡Eh! ¡Eso es un golpe bajo! ¡Realmente me estás pasando tu fama por la nariz! ¡Quieres que te pague la comisión completa por tu cacería con Kermit Roosevelt! —Percy hizo una pantomima con gestos de incredulidad y profundo dolor.
—Basta, Percy, me está rompiendo el corazón. —León sonrió.
—Sé razonable, León. ¡Eso llegará a casi doscientas libras!
—Doscientas quince, para ser precisos.
—Te estás aprovechando de un hombre viejo y enfermo.
—Yo lo veo rozagante y saludable. ¿Estamos de acuerdo, entonces?
—Supongo que no tengo otra alternativa, muchacho sin corazón.
—¿Puedo tomar eso como un «sí»?
Percy asintió con la cabeza de mala gana, luego sonrió y le tendió la mano. Con el apretón de manos, Percy sonrió triunfante.
—Habría subido hasta el treinta por ciento de comisión si hubieras insistido, en lugar del mísero veinticinco que aceptaste.
—Y yo habría bajado hasta veinte si usted hubiera presionado un poco más. —La sonrisa de León era igualmente de triunfo.
—Bienvenido a bordo, socio. Creo que nos vamos a llevar muy bien. Supongo que quieres tus doscientas quince libras en este preciso momento, ¿no? Por casualidad, ¿no quieres esperar hasta fin de mes?
—Supone usted bien. Las quiero ahora y no esperar hasta fin de mes. Otra cosa. Hace casi un año que no tengo un momento para mí. Me voy a tomar un par de días libres y voy a necesitar un vehículo. Tengo asuntos que atender en Nairobi y tal vez incluso más lejos.
—Dale a la dama, quienquiera que sea, mis saludos cariñosos.
—Percy, debo advertirle que los botones de su bragueta están desabrochados y su mente está desvariando.