Algunos meses después, dos jinetes cabalgaban estribo a estribo a lo largo de la costa del río Athi. Los mozos de cuadra los seguían a la distancia, conduciendo los caballos de repuesto. Los jinetes llevaban sombreros flexibles de ala ancha y las lanzas en descanso. Delante de ellos, la amplia y verde llanura de Athi se extendía hasta el horizonte. Estaba salpicada y cubierta con manadas de cebras, avestruces, impalas y ñus. Un par de jirafas los miraron con sus grandes ojos oscuros cuando pasaron a una distancia de apenas cien metros.

—Señor, no puedo soportarlo por mucho más tiempo —le dijo León a su tío favorito—. Tendré que solicitar una transferencia a otro regimiento.

—Dudo que ninguno quiera tenerte, muchacho. Tienes una gran marca negra en tu foja de servicios —replicó el coronel Penrod Ballantyne, oficial al mando del 1er Regimiento de los Rifles Africanos del Rey—. ¿Qué te parece la India? Podría hablar en tu nombre con algunos amigos que estuvieron en Sudáfrica conmigo. —Penrod lo estaba probando.

—Gracias, señor, pero jamás soñaría con irme de África —respondió León—. Cuando uno ha sido destetado con agua del Nilo, no puede romper las amarras.

Penrod asintió con la cabeza. Era la respuesta que esperaba. Tomó una cigarrera de plata de su bolsillo superior y sacó un Player’s Gold Leaf. Lo puso entre sus labios y ofreció uno a León.

—Gracias, señor, pero no me doy esos gustos. —León leyó las palabras grabadas en el interior de la tapa antes de que su tío la cerrara. «Para Dos Peniques, feliz 50º cumpleaños, de tu esposa que te adora, Saffron». La tía Saffron tenía un sentido del humor peculiar. Su apodo para Penrod había sido al principio Penique, pero después de tantos años de matrimonio decidió que su valor se había duplicado.

—Bien, señor, si nadie más quiere recibirme, supongo que no me queda más remedio que presentar mis papeles y renunciar a mi comisión… ya he malgastado casi tres años dando vuelta en círculos por la espesura, sin llegar a ninguna parte, siguiendo las órdenes del mayor Snell. No lo soporto más.

Penrod reflexionó sobre esto, pero antes de que pudiera decidir cuál era la respuesta apropiada, un movimiento más adelante en la costa del río atrajo su mirada. Un jabalí verrugoso macho salió trotando de un denso grupo de arbustos junto al río. Sus colmillos blancos curvados casi se encontraban por encima de su cara cómicamente horrible, decorada con las protuberancias como verrugas negras que le daban su nombre. Llevaba su cola con penacho recta como una regla, señalando al cielo.

—¡Aquí vamos! —gritó Penrod—. ¡Adelante! —Pateó los flancos de su yegua con los talones y partió.

León corrió tras él, inclinado sobre el cogote de su caballo de polo a la vez que preparaba su lanza larga para cerdos.

—Por Dios, es una bestia enorme. ¡Mire esos colmillos! ¡Arriba y a él, tío!

La yegua de Penrod corría veloz, acercándose rápidamente a la presa, pero el caballo bayo castrado de León iba medio cuerpo detrás de la ondulante cola del animal. El jabalí verrugoso escuchó las pezuñas que golpeaban el suelo, se detuvo y miró hacia atrás. Observó sorprendido los caballos que atacaban; luego se dio vuelta como un azote y corrió por la llanura pateando nubecillas de polvo con cada golpe de sus pequeñas y afiladas pezuñas, pero no podía correr más que la yegua.

Penrod se inclinó levantándose de la montura y alineó la punta de su lanza, apuntando a la mancha pelada de piel gris entre los omóplatos en forma de joroba del animal.

—¡Atraviéselo, Dos Peniques! —En su entusiasmo León usó el nombre reservado para uso exclusivo de su tía. Penrod no dio ninguna señal de haber escuchado. Avanzó en su ataque, con la punta de su lanza dirigida directamente arriba de los omóplatos del jabalí. Pero en el último instante el jabalí verrugoso cambió de dirección y volvió sobre sus pasos por debajo de las patas delanteras de la yegua. Incluso ella, criada y entrenada para seguir la bola de madera en movimiento del polo, no pudo contrarrestar la maniobra y sobrepasó a la presa. La punta de la lanza rebotó en el cuero duro del jabalí sin que saliera sangre y Penrod hizo girar rápidamente la cabeza de la yegua. Ésta saltó sobre sí y mordió el freno, con sus ojos brillantes por la emoción de la persecución.

—¡Vamos, mi querida! ¡A toda carrera y a fondo! —la exhortó Penrod, y tocó sus costillas con las lascas desafiladas de sus espuelas. Se preparó para la próxima carrera, pero León se atravesó en su ruta y su caballo se pegó a los cuartos traseros del jabalí verrugoso como si estuviera atado por una correa. Caballo y jinete siguieron detrás del cerdo cuando éste giraba sobre sí y daba vueltas desesperadamente. Giraban en círculo mientras Penrod se reía y les gritaba consejos.

—¡Síguelo! ¡Cuidado con los colmillos… casi te agarra allí! —El jabalí giró otra vez por donde León no podía verlo y casi alcanzó el refugio de la densa maleza de la que había salido, pero León, de pie muy erguido en sus estribos, cambió la lanza limpiamente a su mano izquierda y metió la punta entre los hombros del jabalí verrugoso. El animal fue atravesado directamente en el corazón. León dejó caer el asta cuando el caballo pasó sobre la bestia moribunda y la punta de la lanza quedó libre sin sacudirle la muñeca. El acero brillante y sesenta centímetros del asta detrás de él brillaron con la sangre del corazón del jabalí. Chilló una vez y sus patas delanteras se doblaron debajo de él. Cayó, se deslizó sobre su hocico, luego cayó sobre un costado, dio tres sacudidas con sus patas traseras y murió.

—¡Oh, bien hecho, señor! ¡Una cacería perfecta! —Penrod frenó junto a su sobrino. Ambos reían casi sin aliento—. ¿Cómo fue que me llamaste hace un momento?

—Mil perdones, tío. En el entusiasmo del momento se me escapó. —Bien, pues vuelve a guardarlo, joven insolente. No me sorprende que la Rana Snell no te tenga simpatía. En el fondo, lo comprendo y me compadezco de él.

—La cacería me ha dado sed. ¿Qué tal una taza de té, señor? —León cambió de tema con soltura.

Apenas Ishmael vio que mataron al cerdo, puso el carro con la comida a la sombra y ya estaba prendiendo el fuego.

—Es lo menos que puedes hacer como compensación. ¡Dos Peniques! ¿Adónde irá a parar la nueva generación? —gruñó Penrod.

Para cuando terminaron de desmontar, la tetera ya estaba hirviendo.

—Tres cucharaditas de azúcar, Ishmael, y un par de tus galletitas de jengibre —ordenó Penrod, mientras se sentaba en una de las sillas de campaña de lona a la sombra.

—A su honorable y estimada esposa no le gustaría eso, effendi.

—Mi honorable y estimada esposa está en El Cairo. No va a compartir el té con nosotros —le recordó Penrod, y se sirvió un bizcocho cuando Ishmael puso el plato delante de él. Masticó con placer, tragó las migas con un sorbo de té y se alisó el bigote—. Entonces, ¿qué piensas hacer después de renunciar a tu comisión, si no vas a la India?

—Me quedo en África. —León bebió de su taza y luego dijo en tono reflexivo—: He pensado que podría intentar algo cazando elefantes.

—¿Cazando elefantes? —Penrod no podía creerlo—. ¿Como profesión? ¿Como hicieron Selous y Bell?

—Bien, siempre me ha fascinado, desde que leí los libros sobre sus aventuras.

—¡Es un disparate romántico! Llegas treinta años demasiado tarde. Aquellos muchachos tenían toda África para ellos. Iban a donde deseaban y hacían lo que querían. Ahora estamos en la edad moderna. Las cosas han cambiado. Ahora hay caminos y ferrocarriles por todas partes. Ningún país en África sigue dando licencias para cazar elefantes sin restricciones, que le permitan al poseedor masacrar a miles de esas grandes bestias. Todo eso se terminó y en buena hora que haya sido así, maldición. De todos modos, era una vida difícil y dura, y también solitaria y peligrosa; año tras año de vagar por estas tierras vírgenes sin nadie con quien hablar en su propia lengua. Sácate esa idea de la cabeza.

León se sintió desanimado. Permaneció mirando su taza mientras Penrod sacaba y encendía otro cigarrillo.

—Bien, no sé qué voy a hacer —admitió finalmente.

—Ánimo, mi muchacho. —El tono de Penrod se había vuelto amable—. ¿Quieres ser cazador? Bien, algunos hombres están ganándose muy bien la vida haciendo precisamente eso. Se los contrata para guiar a visitantes del exterior en un safari. Hay hombres ricos de Europa y de América, gente de la realeza, aristócratas y millonarios, que están dispuestos a pagar una fortuna por la oportunidad de abatir uno o dos elefantes. En estos tiempos, la caza mayor en África es la última moda en la alta sociedad.

—¿Cazadores blancos? ¿Como Tarlton y Cunninghame? —La cara de León se iluminó—. ¡Qué vida tan estupenda debe de ser ésa! —Su expresión se ensombreció otra vez—. ¿Pero cómo empezar? No tengo dinero y no le pediré a mi padre que me ayude. Se reiría de mí, de todos modos. Y no conozco a nadie. ¿Por qué querrían esos duques, príncipes y magnates de los negocios venir desde Europa a cazar conmigo?

—Yo podría llevarte a ver a un hombre al que conozco. Podría estar dispuesto a ayudarte.

—¿Cuándo podemos ir?

—Mañana. Su base de operaciones está a poca distancia de Nairobi.

—El mayor Snell me ha dado órdenes de llevar una patrulla al lago Turkana. Tengo que encontrar una ubicación para construir un fuerte allá.

—¡Turkana! —Penrod estalló de risa—. ¿Por qué habríamos de necesitar un fuerte allá?

—Ésa es su idea de la diversión. Cuando le presento los informes que pide, me los devuelve con comentarios burlones garabateados en los márgenes.

—Hablaré con él. Le pediré que te libere por poco tiempo para una tarea especial.

—Gracias, señor. Muchas gracias.

Salieron por los portones del cuartel para seguir por la calle principal de Nairobi. Aunque era temprano en la mañana, el amplio camino sin pavimentar estaba lleno de gente y en plena actividad como si se tratara de una ciudad en pleno auge de la fiebre del oro. Sir Charles, el gobernador de la colonia, alentó a los colonos a abandonar el viejo país ofreciendo concesiones de tierra por miles de hectáreas por un pago simbólico y aquéllos acudieron en tropel. El camino estaba casi bloqueado por sus carretas, que iban hasta el tope con sus escasas posesiones y sus tristes familias, en viaje para hacerse cargo de sus parcelas de tierra en territorios vírgenes. Hindúes, goaneses y comerciantes y tenderos judíos los seguían. Sus tiendas de adobe se alineaban en los costados del camino, con carteles pintados a mano en los frentes ofreciendo de todo, desde champán y dinamita hasta picos, palas y cartuchos para escopetas.

Penrod y León avanzaron con cuidado en medio de las carretas tiradas por bueyes y los grupos de mulas, hasta que Penrod se detuvo delante del Hotel Norfolk para saludar a un hombre pequeño, con un sombrero protector del sol, que iba montado como un duende en la parte de atrás de una calesa tirada por un par de cebras de Burchell.

—Buenos días, milord —lo saludó Penrod.

El hombre pequeño se ajustó los anteojos con marco de acero en el extremo de la nariz.

—Ah, coronel. Me alegra verlo. ¿Adónde va?

—Vamos a visitar a Percy Phillips.

—El querido viejo Percy. —Asintió con la cabeza—. Gran amigo mío. Salí de cacería con él el primer año que estuve fuera del hogar. Pasamos seis meses juntos, caminando hasta el distrito de la Frontera Norte y también por Sudán. Me guió hacia dos elefantes enormes. Hombre encantador. Me enseñó todo lo que sé sobre caza mayor.

—Y eso es mucho. Sus proezas con ese rifle 577 suyo son casi tan legendarias como las de él.

—Muy amable de su parte, aunque advierto un toque de hipérbole en ese cumplido suyo. —Volvió sus ojos claros e inquisitivos hacia León—. ¿Y quién es este joven?

—Permítame presentarle a mi sobrino, el teniente León Courtney. León, éste es lord Delamere.

—Muy honrado de conocerlo, milord.

—Sé quién es usted. —Los ojos de su señoría brillaron divertidos.

Aparentemente el hombre no pretendía tener las mismas altas normas morales que el resto de la sociedad local. León supuso que su próximo comentario sería alguna referencia a Verity O’Hearne, de modo que se apresuró a añadir.

—Me llaman mucho la atención los animales de su carruaje, milord.

—Las atrapé y entrené con mis propias manos. —Delamere le dirigió una última mirada penetrante y luego se volvió. «Puedo comprender por qué Verity estaba tan encantada con él —pensó— y por qué todas las gallinas viejas en el gallinero cacareaban indignadas y celosas. Este apuesto joven es la respuesta a las oraciones de una doncella».

Tocó el ala de su casco con el látigo de su carruaje.

—Le deseo un muy buen día, coronel. Dele mis saludos a Percy. —Fustigó a la cebra y se fue.

—Lord Delamere fue alguna vez un gran shikar, pero ahora se ha convertido en un ardiente conservador de los animales salvajes —explicó Penrod—. Tiene una propiedad de más de cincuenta mil hectáreas en Soysambu, sobre el lado occidental del valle del Rift, a la que está convirtiendo en una reserva de animales salvajes, hipotecando sus propiedades ancestrales en Inglaterra hasta el cuello para hacerlo. Los mejores cazadores son todos así. Cuando se cansan de matar, se convierten en los más fieles protectores de sus antiguas presas.

Salieron del pueblo y siguieron a lo largo de las colinas Ngong hasta que se encontraron con un campamento cada vez más grande en la selva. Tiendas, chozas de ramas y cabañas redondas con techo de paja se extendían bajo los árboles sin ningún orden especial.

—Ésta es la base de operaciones de Percy, el campamento Tandala. —«Tandala» en swahili era el nombre del más grande de los kudu—. Trae a sus clientes desde la costa por ferrocarril, y desde aquí puede partir a pie, a caballo o en carro tirado por bueyes.

Siguieron adelante colina abajo, pero antes de llegar al campamento principal fueron a los cobertizos donde se preparaban y conservaban los trofeos de caza. Allí, las ramas superiores de los árboles estaban llenas de buitres posados en ellas y de las carnívoras cigüeñas marabú. El hedor de las pieles y las cabezas secándose era fétido y fuerte.

Detuvieron los caballos para observar a dos ancianos ndorobo que trabajaban en la calavera fresca de un elefante macho con sus hachas de mano, desportillando el hueso para dejar a la vista las raíces de los colmillos. Mientras observaban, un hombre extrajo un colmillo liberado de su canal óseo. Ambos se tambalearon con él a cuestas, sus piernas flacas dobladas bajo el peso. Se esforzaron sin éxito por levantar la enorme pieza de marfil para colocarla en una lona colgada del gancho de una balanza romana. León abandonó la silla de montar y les quitó ese peso de encima. Sin esfuerzo lo alzó y lo puso en la lona. Bajo el peso del colmillo la aguja recorrió la mitad del disco numerado de la balanza.

—Gracias por su ayuda, jovencito.

León se dio vuelta. Un hombre alto estaba de pie detrás de su hombro. Tenía las facciones de un patricio romano. Su corta y prolija barba era gris plateado y sus brillantes ojos azules eran firmes. No podía caber la menor duda de quién se trataba. León sabía que el nombre swahili de Percy Phillips era «bwana Samazoati»: «El hombre con los ojos color del cielo».

—Hola, Percy. —Penrod confirmó su identidad cuando llegó y desmontó.

—Penrod, te ves en forma. —Se dieron la mano.

—Tú también, Percy. Apenas un día más viejo que cuando nos vimos la última vez.

—Debes de estar queriendo un favor. ¿Éste es tu sobrino? —Percy no esperó la respuesta—. ¿Qué piensa de ese colmillo, jovencito?

—Magnífico, señor. Nunca he visto nada igual.

—Sesenta y un kilos. —Percy Phillips leyó el peso en la balanza y sonrió—. La mejor pieza de marfil que he tomado en muchos años. Ya no quedan muchos de ésos por estos lugares. —Movió la cabeza con satisfacción—. Demasiado bueno para el miserable italiano que le disparó. ¡Un caradura! Se quejó de que era demasiado poco para las míseras quinientas libras que pagó. No quería pagar al final del safari. Lo cierto es que tuve que hablarle en tono muy severo. —Sopló suavemente los nudillos lastimados de su puño derecho, y luego se volvió a Penrod—. Hice que mi cocinero horneara unas galletitas de jengibre para ti. Recuerdo que te gustaban mucho. —Tomó a Penrod del brazo y, cojeando un poco, lo llevó hacia la gran carpa-comedor en el centro del campamento.

—¿Cómo se lastimó la pierna, señor? —preguntó León, mientras los alcanzaba.

Percy se rio.

—Un enorme y viejo búfalo saltó sobre ella, pero eso fue hace treinta años, cuando todavía era un novato. Me enseñó una lección que nunca he olvidado.

Percy y Penrod se instalaron en las sillas plegables bajo la portezuela de la carpa-comedor para intercambiar noticias de conocidos comunes y ponerse al día con los acontecimientos en la colonia. Mientras tanto, León miraba el campamento con interés. A pesar de su diseño aparentemente azaroso, era obvio que resultaba conveniente y cómodo. El suelo estaba bien barrido. Las cabañas se encontraban todas en buen estado. En el borde del campamento principal, en la ladera de la colina que lo dominaba, había un pequeño bungalow encalado y con techo de paja, que era obviamente la casa de Percy. Sólo había una excepción al orden del campamento, que atrajo la atención de León.

Estacionado detrás de una de las cabañas, había un automóvil Vauxhall, clásico como el vehículo que él y Bobby poseían. Estaba en terribles condiciones. Le faltaba una de las ruedas delanteras, el parabrisas estaba rajado y opaco por la mugre, el capó estaba levantado y sostenido por un tronco y el motor había sido trasladado a una rudimentaria mesa de trabajo a la sombra de un árbol cercano. Alguien había empezado a desarmarlo, pero aparentemente había perdido el interés y lo había abandonado. Se veían piezas del motor desparramadas o amontonadas en el asiento del conductor. Una cantidad de gallinas había adoptado la carrocería como percha y las manchas de su excremento blanco casi ocultaban del todo la pintura original.

—Su tío me dice que quiere ser cazador. ¿Es así?

León se volvió hacia Percy Phillips cuando se dio cuenta de que le hablaba a él.

—Sí, señor.

Percy se acarició la barba blanca y lo estudió pensativamente. León no apartó la mirada, lo cual le gustó a Percy. «Educado y respetuoso, pero seguro de sí», pensó.

—¿Le ha disparado alguna vez a un elefante? —No, señor.

—¿A un león?

—No, señor.

—¿A un rinoceronte? ¿A un búfalo? ¿A un leopardo?

—Me temo que no, señor.

—¿Qué ha cazado usted, entonces?

—Sólo unas pocas Tommies y Grant para la olla, señor, pero puedo aprender. Ésa es la razón por la que he venido a usted.

—Por lo menos es honesto. Si nunca ha cazado una pieza peligrosa, ¿qué es lo que puede hacer? Deme una buena razón por la que debo ofrecerle un trabajo.

—Bien, señor, sé montar.

—¿Está usted hablando de caballos o de hembras humanas?

León se ruborizó intensamente. Abrió la boca para responder, pero la cerró otra vez.

—Sí, jovencito, las noticias vuelan. Ahora bien, escúcheme. Muchos de mis clientes traen a sus familias consigo para el safari. A sus esposas e hijas. ¿Cómo sé que usted no tratará de empernarlas a la primera oportunidad?

—Sea lo que fuere que le han dicho de mí, no es verdad, señor —protestó León—. Yo no soy así, en absoluto.

—Pues mantendrá su bragueta cerrada aquí. —Percy lanzó un gruñido—. ¿Aparte de montar, qué más sabe hacer?

—Podría arreglar eso. —León señaló los restos del coche.

De inmediato, Percy mostró interés.

—Tengo uno de la misma marca y modelo —continuó León—. Estaba en una condición similar al suyo cuando lo compré. Lo volví a poner en condiciones y ahora funciona como un reloj suizo.

—¿En serio? ¡Caramba! Los malditos motores son un total misterio para mí. Muy bien, así que usted puede montar y reparar vehículos. Eso es un principio. ¿Qué otra cosa? ¿Sabe disparar?

—Sí, señor.

—León ganó la Copa del Gobernador en la competencia de rifle del regimiento a principios de año —confirmó Penrod—. Sabe disparar, doy fe de eso.

—Los blancos de papel no son animales vivos. No lo muerden a uno ni saltan sobre uno si se yerra —observó Percy—. Si usted quiere ser cazador, va a necesitar un rifle. No estoy hablando del pequeño Enfíeld que usan en el ejército… una cerbatana no es demasiado útil en una discusión con un búfalo enfadado. ¿Tiene usted un rifle de verdad?

—Sí, señor.

—¿Qué es?

—Un Holland & Holland Royal 470 Nitro Express.

Los ojos azules de Percy se abrieron muy grandes.

—Muy bien —reconoció—. Es decir, un rifle de verdad. No hay nada mejor que eso. Pero también necesitará a un rastreador. ¿Puede usted encontrar uno bueno?

—Sí, señor. —Estaba pensando en Manyoro, pero de pronto recordó a Loikot—. En realidad, tengo dos.

Percy observó a un brillante suimanga dorado y verde que revoloteaba sobre las ramas por encima de la tienda. Luego pareció decidirse.

—Tiene suerte. Ocurre que voy a necesitar ayuda. Voy a conducir un gran safari a principios del próximo año. El cliente es una persona sumamente importante.

—Este cliente tuyo, me pregunto, ¿podría ser Theodore Roosevelt, el presidente de los Estados Unidos de Norteamérica? —preguntó Penrod inocentemente.

Percy se sobresaltó.

—Por todos los cielos, Penrod, ¿cómo demonios descubriste eso? —preguntó—. Se supone que nadie lo sabe.

—El Departamento de Estado de los Estados Unidos le envió un cable al comandante en jefe del ejército británico, lord Kitchener, en Londres. Querían saber algo más de ti antes de que el Presidente te contratara. Yo estuve en el Estado Mayor de Kitchener en Sudáfrica durante la guerra, así que me telegrafió —admitió Penrod.

Percy se echó a reír.

—Eres una criatura astuta, Ballantyne. Aquí estaba yo creyendo que la visita de Teddy Roosevelt era un secreto de Estado. Así que diste buenas referencias mías. Parece que estoy todavía más en deuda contigo. —Se volvió a León—: He aquí lo que haré con usted. Voy a hacer que demuestre lo que vale. Primero, quiero que arme ese montón de basura y lo haga funcionar. —Movió la cabeza hacia el automóvil desarmado—. Quiero que demuestre ser digno de sus alardes. ¿Me comprende?

—Sí, señor.

—Cuando haya hecho eso, tomará su famoso 470 y sus dos rastreadores todavía más famosos, se irá tierra adentro y cazará a un elefante. Jamás podría darle trabajo a un cazador que nunca ha cazado. Cuando haya hecho lo que le digo, quiero que traiga los colmillos para demostrarlo.

—Sí, señor. —León mostró una gran sonrisa.

—¿Tiene usted dinero suficiente para comprar una licencia de caza? Le costará diez libras.

—No, señor.

—Se las prestaré —ofreció Percy—, pero el marfil será mío.

—Señor, présteme el dinero y usted puede elegir un colmillo. Me quedaré con el otro.

Percy chasqueó la lengua. El muchacho sabía defenderse. No era ningún incauto. Estaba empezando a disfrutarlo.

—Es razonable, jovencito.

—Si usted me contrata, ¿cuánto me va a pagar, señor?

—¿Pagarle? Le estoy haciendo un favor a su tío. Usted debería pagarme a mí.

—¿Qué le parece cinco chelines por día? —sugirió León.

—¿Qué tal un chelín? —contestó Percy.

—¿Dos?

—Hace usted un buen negocio. —Percy sacudió la cabeza con tristeza y extendió la mano.

León la sacudió enérgicamente.

—No lo lamentará, señor, se lo prometo.

—Usted ha cambiado mi vida. Nunca podré pagarle por lo que ha hecho por mí hoy. —León estaba eufórico cuando volvían a Nairobi por las colinas Ngong.

—No tienes que preocuparte demasiado por eso. No habrás pensado ni por un minuto que hago esto porque soy un tío que te consiente todo, ¿no?

—Lo juzgué mal, señor.

—Así es como me lo pagarás. Primero, no voy a aceptar tu renuncia al regimiento. En cambio, te transferiré a las reservas, para luego incorporarte al servicio militar de información y que trabajes bajo mis órdenes directas.

La cara de León indicaba su consternación. Hasta hacía un momento se había sentido un hombre libre. Pero de pronto estaba otra vez sometido al abrazo abrumador del ejército.

—¿Señor? —respondió cautelosamente.

—Se acercan tiempos peligrosos. El káiser Guillermo de Alemania ha más que duplicado la fuerza de su ejército permanente en los últimos diez años. No es un estadista ni un diplomático, sino que es un militar, por entrenamiento y por instinto. Ha pasado toda su vida entrenándose para la guerra. Todos sus consejeros son hombres del ejército. Tiene una ambición ilimitada en cuanto a la expansión imperial. Posee inmensas colonias en África, pero no son suficientes para él. Te puedo asegurar que tendremos problemas con ese hombre. Piensa, África Oriental Alemana está directamente en nuestra frontera sur. Dar-es-Salaam es su puerto. Puede hacer que un buque de guerra llegue ahí muy rápidamente. Ya tiene un regimiento entero de askari conducido por oficiales regulares alemanes, establecido en Arusha. Von Lettow Vorbeck, el oficial al mando, es un viejo soldado fuerte y astuto. En diez días de marcha podría estar en Nairobi. Le he señalado esto a la Secretaría de Guerra en Londres, pero tienen su atención puesta en otro lugar y no desean gastar dinero para reforzar un remoto lugar sin importancia del imperio.

—Esto me toma totalmente de sorpresa, señor. Nunca he considerado la situación de ese modo. Los alemanes allí han sido siempre muy amistosos con nosotros. Tienen mucho en común con nuestros propios colonos en Nairobi. Comparten los mismos problemas.

—Sí, hay algunos buenos tipos entre ellos… y siento simpatía por Von Lettow Vorbeck. Pero sus órdenes vienen de Berlín y del Káiser.

—El Káiser es nieto de la reina Victoria. Nuestro rey actual es su tío. El Káiser es almirante honorario en la Real Marina inglesa. No puedo creer que lleguemos a estar en guerra con él —protestó León.

—Confía en el instinto de un viejo caballo de batalla. —Penrod mostró una sonrisa de quien sabe más de lo que dice—. De todos modos, ocurra lo que ocurriera, no me tomará desprevenido. Voy a mantener el ojo atento sobre nuestros encantadores vecinos del Sur.

—¿Y yo cómo entro en ese plan?

—En este momento nuestras fronteras con África Oriental Alemana están totalmente abiertas. No hay ninguna restricción en los movimientos, en ninguna dirección. Los masai y las otras tribus hacen pastar a sus manadas en el Norte y en el Sur sin la menor preocupación por los límites trazados por nuestros topógrafos. Quiero que organices una red de informantes, hombres de la tribu que se muevan con regularidad dentro y fuera de África Oriental Alemana. Tendrás funciones clandestinas. Ni siquiera Percy Phillips debe saber en qué estás involucrado. Tu actividad visible será convincente. Como cazador, tendrás la excusa perfecta para moverte libremente por la región en ambos lados de la frontera. Me informarás directamente a mí. Quiero que te conviertas en mis ojos en toda la frontera.

—Si hacen preguntas, puedo hacer que todos sepan que los informantes son mis exploradores de caza mayor, que los uso para que me mantengan informado acerca de los movimientos de las manadas de animales, en especial las de elefantes machos, para que yo conozca su ubicación exacta en cualquier momento y pueda así llevar a nuestros clientes directamente —sugirió León. En ese momento pareció que el juego podría ser excitante y muy divertido.

Penrod indicó con un gesto de la cabeza que estaba de acuerdo.

—Eso dejará tranquilo a Percy y a cualquiera que pregunte. Pero no menciones mi participación en esto o se enterará todo el mundo la siguiente vez que él vaya a beber al club. No se puede decir que Percy sea un dechado de discreción.

Unas pocas semanas después, León pasaba casi todas sus horas de vigilia tendido debajo del automóvil del Percy, con los brazos cubiertos hasta los codos con grasa negra. Había subestimado en gran medida la enormidad de la tarea y los grandes daños ocasionados por Percy con sus esfuerzos anteriores para repararlo. Había pocas piezas de repuesto disponibles en Nairobi, y León se vio obligado a considerar la posibilidad de reutilizar algunas del vehículo que él y Bobby poseían. Bobby se resistió firmemente a la idea, pero al final aceptó vender su parte del vehículo a León por la suma de quince guineas, pagaderas en cuotas de una guinea por mes. León retiró de inmediato una rueda delantera, el carburador y otras piezas, y llevó todo al campamento de Tandala.

Había estado trabajando en el motor durante diez días cuando despertó una mañana y encontró al sargento Manyoro en cuclillas delante de su tienda. No llevaba su uniforme caqui y el fez, sino que vestía una shuka ocre rojiza y llevaba una lanza de león.

—He venido —anunció.

—Ya lo veo. —León tuvo dificultad en disimular su alegría—. ¿Pero por qué no estás en el cuartel? Te fusilarán por deserción.

—Tengo el papel. —Manyoro sacó un sobre arrugado de su shuka. León lo abrió y leyó el documento rápidamente. Manyoro había sido dado de baja de los RAR honorablemente por razones médicas. Aunque la herida de la pierna se había curado, le había quedado una renguera que lo hacía inepto para funciones militares.

—¿Por qué has venido a verme a mí? —preguntó León—. ¿Por qué no regresaste a tu manyatta?

—Soy hombre suyo —respondió simplemente.

—No puedo pagarte.

—No le pedí que lo hiciera —contestó Manyoro—. ¿Qué quiere usted que haga?

—Primero, vamos a arreglar este enchini. —Por un momento contemplaron el lamentable espectáculo. Manyoro había ayudado con la restauración del primer vehículo, así que sabía muy bien qué le deparaba el futuro—. Luego vamos a matar a un elefante —añadió León.

—Matar será más fácil que arreglar —fue la opinión de Manyoro.

Casi tres semanas después, León estaba sentado detrás del volante mientras, con un aire de resignación, Manyoro tomaba su puesto delante del automóvil, erguido y alerta. Había perdido toda fe en el posible éxito de las maniobras que había realizado repetidamente durante los pasados tres días. El primer día, Percy Phillips y todo el personal del campamento, incluyendo el cocinero y los viejos desolladores, constituyeron una audiencia atenta. Pero poco a poco fueron perdiendo el interés y se fueron yendo uno por uno, hasta que sólo quedaron los desolladores, sentados en cuclillas sobre sus talones, siguiendo cada movimiento con embelesada atención.

—¡Retarda la chispa! —León comenzó los conjuros a los dioses del motor de combustión interna.

Los dos viejos desolladores repitieron en coro:

Letaad la chips. —Perfecto hasta la última palabra.

León movió la palanca de control de encendido, a la derecha del volante, a la posición vertical.

—Acelerador de mano.

Esto siempre llevaba a un extremo la capacidad de pronunciación de los desolladores.

Acereladó deman. —Era lo más cerca que podían llegar.

—¡Freno de mano listo! —León lo tiró.

—¡Combustible de alto octanaje! —Giró la perilla del control hasta que el indicador señaló directamente adelante.

—Cebador. —Bajó de un salto, corrió a la parte de adelante del vehículo y tiró del anillo del cebador; luego regresó a su asiento.

—Manyoro, ¡prepara el carburador! —Manyoro se agachó y giró la manivela dos veces—. ¡Eso es suficiente! —advirtió León—. ¡Cebador fuera! —Salió de un salto otra vez, corrió adelante, empujó el anillo del cebador y luego volvió corriendo a su asiento.

—¡Dos vueltas más! —Manyoro se agachó otra vez y dio vuelta la manivela.

—¡Carburador listo! ¡Arranque! —León hizo girar el selector en el tablero de mandos a «batería» y miró al cielo—. Manyoro, ¡gira otra vez! —Manyoro se escupió la palma de la mano derecha, agarró la manivela y la hizo girar.

Hubo una explosión como de un disparo de cañón y una bocanada de humo azul salió volando del caño de escape. La manivela dio una violenta patada hacia atrás y derribó a Manyoro. Los dos desolladores se sorprendieron. No habían esperado algo tan espectacular como eso. Aullaron de terror y se escabulleron entre los arbustos fuera del campamento. Se escuchó el grito de una maldición que venía del bungalow con techo de paja de Percy en la primera ladera de la colina, en el perímetro del campamento, y el hombre salió a los tropezones sólo con los pantalones del pijama, la barba revuelta y los ojos desenfocados por el sueño. Miró momentáneamente confundido a León, que sonreía radiante por el triunfo, detrás del volante. El motor rugió, tembló y dejó oír explosiones por el escape; luego se tranquilizó alcanzando un latido fuerte y ruidoso.

Percy se rio.

—Espere a que me ponga los pantalones y luego puede llevarme al club. Le compraré tanta cerveza como pueda beber. Luego puede salir y buscar a ese elefante. No lo quiero de vuelta en este campamento hasta que lo consiga.

León se detuvo debajo del conocido macizo Lonsonyo. Echó hacia atrás el sombrero de ala flexible y pasó el pesado rifle de un hombro al otro. Miró la cima de la montaña. Se necesitaron sus agudos ojos jóvenes para descubrir la solitaria figura recortada contra el cielo.

—Nos está esperando —exclamó con sorpresa—. ¿Cómo supo que vendríamos?

—Lusima Mama lo sabe todo —le recordó Manyoro, y comenzó a subir por el empinado sendero hacia la cumbre. Él llevaba las cantimploras, la mochila de lona, el rifle ligero Lee-Enfield 303 de León y cuatro bandoleras con municiones. Lo seguía León e Ishmael cerraba la columna, con las faldas del largo kanza blanco aleteando por entre sus piernas. Un enorme bulto se balanceaba sobre su cabeza. Antes de dejar el campamento Tandala, León lo había pesado. Llegaba a treinta y un kilos y contenía los elementos de cocina de Ishmae, todo lo necesario, desde ollas y sartenes hasta sal, pimienta y su propia mezcla secreta de especias. Con León proporcionando diariamente la carne tierna de las chuletas y los filetes de las jóvenes Tommy macho y las habilidades culinarias de Ishmael, habían comido como príncipes desde que dejaron la línea del ferrocarril en el desvío de Naro Moru.

Cuando llegaron a la cumbre, Lusima los estaba esperando a la sombra de un gigantesco árbol de siringa florecido. Se puso de pie, alta y escultural como una reina, y les dio la bienvenida.

—Los veo a ustedes, mis hijos, y mis ojos se alegran.

—Mama, venimos a buscar tu bendición para nuestras armas y tu guía para nuestra caza —le dijo Manyoro cuando se arrodilló ante ella.

A la mañana siguiente, el pueblo entero se reunió en círculo alrededor de la higuera silvestre, el árbol de la asamblea, en el corral del ganado, para presenciar la bendición de las armas. León y Manyoro estaban en cuclillas con ellos. Ishmael se había negado a participar de ese ritual pagano, y hacía ruido con sus ollas ostentosamente en el fuego detrás de la cabaña más cercana. Los dos rifles de León estaban colocados juntos sobre una piel de león color bronce. Junto a ellos había vasijas de calabaza llenas con sangre y leche de vaca frescas, y recipientes de arcilla cocida con sal, rapé y brillantes cuentas de vidrio. Finalmente Lusima salió por la puerta baja de su cabaña. Los allí congregados aplaudieron y empezaron a cantarle alabanzas.

—Es la gran vaca negra que nos alimenta con la leche de sus ubres. Es la que ve todas las cosas. Es la sabia que lo sabe todo. Es la madre de la tribu.

Lusima estaba vestida con todas sus galas ceremoniales. Sobre la frente llevaba un colgante de marfil tallado con figuras místicas de animales. Su shuka estaba bordada con una cortina refulgente de cuentas y conchas de cauri. Pesadas vueltas de collares de cuentas colgaban sobre su pecho. Tenía la piel aceitada y lustrada con un color ocre rojizo, que brillaba a la luz del sol, y llevaba un hisopo hecho con la cola de una jirafa. Sus pasos eran majestuosos mientras caminaba en círculo alrededor de las armas expuestas y las ofrendas de sacrificio.

—Que la presa no escape del guerrero que empuñe estas armas —recitó mientras rociaba una pizca de rapé sobre ellas—. Que la sangre fluya abundante de las heridas que causen. —Bajó el hisopo hacia las vasijas y salpicó sangre y leche sobre los rifles. Luego fue hacia León y sacudió la mezcla sobre su cabeza y sus hombros—. Que tenga la fuerza y la determinación para seguir a la presa. Que sus ojos de cazador brillen para ver a la presa desde muy lejos. Que ninguna criatura se resista a su poder. Que el elefante más fuerte caiga ante la voz de su bunduki, su rifle.

Los allí presentes aplaudían siguiendo el ritmo y respondían a sus exhortaciones:

—Que sea el rey entre los cazadores. Concédele el poder del cazador.

Ella comenzó a bailar en un estrecho círculo, haciendo piruetas cada vez más rápidas, hasta que el sudor y un hilo de ocre rojo chorrearon por entre sus pechos descubiertos. Cuando se echó boca abajo sobre la piel de león delante de León, sus ojos se volvieron hacia atrás y una espuma blanca salió de los costados de su boca. Su cuerpo entero empezó a temblar y estremecerse mientras sus piernas pateaban cada tanto. Hizo rechinar los dientes y su dolorosa respiración produjo un ruido áspero en la garganta.

—El espíritu ha entrado en su cuerpo —susurró Manyoro—. Está lista para hablar con su voz. Hazle la pregunta.

—Lusima, favorita del Gran Espíritu, tus hijos buscan a un jefe entre los elefantes. ¿Dónde lo encontraremos? Muéstranos el camino al gran macho.

La cabeza de Lusima se movió de un lado a otro y su respiración se tornó más dificultosa hasta que por fin habló a través de los dientes apretados, con una voz artificial, áspera:

—Sigue el viento y escucha la voz del dulce cantante. Él marcará el camino. —Lanzó un grito entrecortado y profundo, y se sentó. Sus ojos se aclararon y volvieron a enforcarse. Miró a León como si lo estuviera viendo por primera vez.

—¿Eso es todo? —preguntó él.

—No hay nada más —contestó ella.

—No comprendo —insistió León—. ¿Quién es el dulce cantante?

—Ése es todo el mensaje que tengo para ti —informó ella—. Si los dioses favorecen tu cacería, entonces, en su momento, el significado será claro para ti.

Desde que León llegó a la montaña, Loikot lo había seguido a una distancia prudente. En ese momento, sentado junto a la fogata con una docena de ancianos del lugar, Loikot se mantenía en la sombra, detrás de él, escuchando atentamente la conversación; su cabeza se movía pasando de una cara a la otra a medida que los hombres iban hablando.

—Deseo conocer los movimientos de hombres y animales en todo el territorio masai y a lo largo de todo el valle del Rift, incluso en las tierras más allá de las grandes montañas del Kilimanjaro y de Meru. Quiero que esta información sea recogida y me sea enviada lo más rápidamente que se pueda.

Los ancianos del pueblo escucharon su pedido y luego lo discutieron animadamente entre ellos, cada uno dando a conocer su opinión diferente. El conocimiento que León tenía de la lengua maa no era todavía lo bastante amplio para seguir el rápido intercambio de argumentos a favor y en contra. En un susurro Manyoro le iba traduciendo.

—Hay muchos hombres en las tierras de los masai. ¿Usted quiere saber todo acerca de cada uno de ellos? —preguntaron los ancianos.

—No quiero que me informen acerca de su gente, los masai. Sólo quiero estar al tanto de los movimientos de los desconocidos, de los hombres blancos y en especial los Bula Matari. —Éstos eran los alemanes. El nombre quería decir «los que rompen rocas» pues los primeros colonos alemanes eran geólogos que arrancaban trozos de las formaciones minerales de la superficie con sus martillos—. Quiero estar al tanto de los movimientos de los Bula Matari y de sus soldados askari. Quiero saber dónde levantan paredes o cavan zanjas en las que ponen sus bunduki mkuba, sus grandes cañones.

La discusión continuó hasta bien entrada la noche sin que se llegara a resolver demasiado. Finalmente, el autoproclamado portavoz del grupo, un anciano sin dientes, cerró la reunión con palabras fatídicas.

—Pensaremos sobre todas estas cosas. —Se pusieron de pie y se dirigió cada uno a su choza.

Cuando desaparecieron, una voz vino desde la oscuridad detrás de León.

—Hablarán y luego hablarán todavía más. Todo lo que escuchará de ellos es el sonido de sus voces. Sería mejor escuchar el viento en las copas de los árboles.

—Eso es una gran falta de respeto a tus mayores, Loikot —lo regañó Manyoro.

—Soy un morani y escojo cuidadosamente a aquellos a quien brindo mi respeto.

León entendió eso y se rio.

—Sal de la oscuridad, mi gran guerrero amigo, y muéstranos tu cara de valiente. —Loikot se acercó hasta ser iluminado por la luz del fuego y se sentó entre León y Manyoro.

—Loikot, cuando viajamos juntos hasta la línea del ferrocarril me mostraste las huellas de un elefante de gran tamaño.

—Lo recuerdo —contestó Loikot.

—¿Has vuelto a ver a ese elefante desde entonces?

—Cuando la luna estaba llena, lo vi mientras mordisqueaba los árboles cerca del lugar donde yo estaba acampando con mis hermanos.

—¿Dónde era ese lugar?

—Estábamos reuniendo el ganado cerca de la montaña humeante de los dioses; tres días enteros de viaje desde aquí.

—Ha llovido mucho desde entonces —informó Manyoro—. Las huellas habrán sido borradas. Además, han pasado muchos días desde que la luna estaba llena. En este momento, ese macho podría estar ya muy lejos al Sur, en el lago Manyara.

—¿Dónde deberíamos empezar la búsqueda si no desde donde Loikot lo vio por última vez? —se preguntó León.

—Debemos hacer lo que aconseja Lusima. Debemos seguir el viento —dijo Manyoro.

A la mañana siguiente, mientras caminaban montaña abajo, la brisa llegaba del Oeste. Soplaba suave sobre la pared del valle del Rift y a través de la sabana masai. Nubes muy altas navegaban por encima de ellos como una flotilla de grandes galeones con blancas y deslumbrantes velas. Cuando el grupo llegó al fondo del valle, doblaron y avanzaron con el viento, y se movieron con rapidez por el bosque abierto trotando de manera rítmica y constante. Manyoro y Loikot iban adelante, escogiendo entre los miles de senderos de animales que cubrían la tierra, deteniéndose para señalarle a León aquellos que merecían atención especial, para luego seguir adelante otra vez. Poco a poco Ishmael se fue rezagando bajo su enorme carga hasta quedar muy atrás.

El viento llevó su olor hacia adelante y los animales de las manadas que pastaban levantaron sus cabezas cuando sintieron la presencia del hombre, para mirarlos. Luego se apartaron para dejarles paso, manteniéndose a una distancia segura.

Tres veces durante la mañana encontraron huellas de elefantes. Las heridas que las bestias habían dejado en los árboles donde habían quebrado grandes ramas eran aberturas blancas y llorosas. Nubes de mariposas flotaban sobre grandes montones de bosta fresca. Los dos rastreadores no perdieron tiempo en esta señal.

—Dos machos muy jóvenes —explicó Manyoro—. No interesan.

Continuaron hasta que Loikot descubrió otra señal.

—Una hembra muy vieja —sugirió—. Tan vieja que las bases de sus patas están casi lisas.

Una hora después Manyoro señaló una huella fresca.

—Aquí pasaron cinco hembras que están criando. Tres tienen a sus crías no destetadas pisándoles los talones.

Justo antes de que el sol llegara a su meridiano, Loikot, que iba adelante, se detuvo de pronto y señaló hacia una forma gris y voluminosa en un agradable espacio con acacias espinosas. Algo se movió y León reconoció el perezoso aleteo de las inmensas orejas. Su latido se aceleró cuando doblaron hacia un costado para dar un rodeo y moverse contra el viento antes de acercarse más. Se daban cuenta, por su tamaño, de que se trataba de un macho muy grande. Estaba comiendo un arbusto con la cola hacia ellos, de modo que no podían verle los colmillos. El viento continuó en la misma dirección y se acercaron por detrás sin hacer ruido, rodeándolo hasta que León pudo contar los pelos duros de su gastada cola y ver las colonias de garrapatas rojas que colgaban como racimos de uvas maduras alrededor de su ano fruncido. Manyoro le hizo señas a León para que estuviera listo. Descolgó el enorme rifle doble de su hombro y lo sostuvo con el pulgar en la palanca del seguro mientras esperaban que el macho se moviera y les permitiera ver sus colmillos.

Aquello era lo más cerca que León había estado de un elefante y estaba abrumado por su impresionante tamaño. Parecía tapar la mitad del cielo y se sintió como si estuviera debajo de un despeñadero de roca gris. De pronto el macho dio media vuelta y extendió por completo sus orejas. Miró directamente a León desde una distancia de una docena de pasos. Densas pestañas bordeaban sus pequeños ojos húmedos y las lágrimas habían dejado regueros oscuros sobre sus mejillas. Estaba tan cerca que León podía ver la luz reflejada en sus pupilas como si fueran dos grandes cuentas de ámbar pulido. Lentamente levantó el rifle hasta su hombro, pero Manyoro le apretó el hombro, instándolo a no disparar.

Uno de los colmillos del macho estaba cortado a la altura del labio, mientras que el otro estaba desportillado y desgastado hasta no ser más que un trozo sin punta. León se dio cuenta de que Percy Phillips lo cubriría de burlas si volvía con ellos al campamento Tandala. Pero el macho parecía dispuesto a atacar y podría verse obligado a dispararle. Noche tras noche en las últimas semanas, Percy se había sentado con él a la luz de la lámpara y le había dado lecciones sobre las destrezas requeridas para matar a uno de estos animales gigantescos con una sola bala. Juntos, habían revisado detenidamente su autobiografía, que había titulado Nubes del monzón sobre África. Le había dedicado un capítulo entero a la colocación del disparo, y lo había ilustrado con sus propios dibujos tomados del natural de animales africanos de caza.

—El elefante es un animal particularmente difícil de enfrentar. Hay que recordar que el cerebro es un blanco diminuto. Uno tiene que saber exactamente dónde está desde todo ángulo posible. Si se vuelve o levanta la cabeza, el sitio para apuntar cambia. Si está frente a uno y gira a un costado o se aparta, la imagen cambia otra vez. Uno debe mirar más allá de la cortina gris que es su cuero para ver los órganos vitales escondidos muy adentro de su enorme cabeza y de su enorme cuerpo.

En este momento León se dio cuenta, sobresaltado, de que lo que estaba delante de él no era una ilustración en un libro. Era una criatura que podía aplastarlo y convertirlo en papilla o romperle todos los huesos del cuerpo con un solo golpe de la trompa, y apenas necesitaba dos pasos largos para llegar a él. Si el macho se lanzaba contra él, se vería forzado a tratar de matarlo. La voz de Percy resonó en su cabeza: «Si se dirige de frente a ti, toma la línea entre sus ojos y síguela hasta que llegues a la primera arruga de su trompa. Si levanta la cabeza o si está muy cerca, debes ir todavía más abajo. El error que hace que el principiante resulte muerto es que dispara demasiado alto y la bala pasa por encima de la parte superior del cerebro».

León fijó su mirada en la base de la trompa. Los pliegues laterales en la gruesa piel gris entre los ojos de color ámbar estaban profundamente marcados. Pero no podía visualizar lo que había más allá. ¿Estaba el macho demasiado cerca? ¿Debía disparar al segundo o al tercer pliegue en vez de hacerlo al primero? Estaba indeciso.

De pronto, el macho sacudió la cabeza con tal violencia que sus orejas golpearon estruendosamente sobre los hombros y levantaron una nube de polvo del barro seco que cubría su cuerpo. León se puso el rifle en el hombro, pero la bestia salió corriendo y desapareció en una pesada carrera por entre las acacias espinosas.

León sentía las piernas débiles y las manos que sujetaban el rifle le temblaban. La comprensión de su propia inexperiencia había caído bruscamente sobre él. En ese momento se dio cuenta de por qué Percy lo había enviado a la sabana para ser iniciado. Aquélla no era una destreza que podía aprenderse en un libro ni tampoco con unas horas de instrucción. Se trataba de probar con el arma, y el error conducía a la muerte. Manyoro regresó a él y le ofreció una cantimplora con agua. Sólo entonces se dio cuenta de que tenía secas la boca y la garganta, y sentía la lengua hinchada por la sed. Bebió tres largos tragos antes de percibir que los dos masai estaban observándole el rostro. Bajó la cantimplora y sonrió de modo poco convincente.

—Hasta el más valiente de los hombres se asusta la primera vez —dijo Manyoro—. Pero usted no corrió.

Se detuvieron en el mediodía ardiente y encontraron sombra debajo de las amplias ramas de la acacia espina de jirafa mientras esperaban que Ishmael los alcanzara y preparara la comida del mediodía. Todavía estaba a unos setecientos metros de distancia por la llanura y su figura vibraba en el espejismo del calor. Loikot se puso en cuclillas delante de León y frunció el ceño, lo que indicaba que tenía algo importante para decir y que se trataba de una conversación de hombre a hombre.

M’bogo, lo que voy a decirle es realmente la verdad —empezó.

—Te estoy escuchando, Loikot. Habla y te escucharé —le aseguró León, y supuso que una expresión de seriedad le daría aliento.

—No vale la pena hablar con esos ancianos como usted hizo hace dos noches. Sus mentes se han convertido en pasta de mandioca de tanto beber cerveza. Han olvidado cómo rastrear una bestia. Lo único que escuchan es el parloteo de sus esposas. No ven nada más allá de las paredes de su manyatta. Lo único que hacen es contar su ganado y llenarse la barriga.

—Así es como viven los ancianos. —León era plenamente consciente de que, a los ojos de Loikot, él mismo estaba quizás al borde de la chochera.

—Si usted quiere saber qué está ocurriendo en el mundo, debe preguntarnos a nosotros.

—Dime, Loikot, ¿a quién te refieres con «nosotros»?

—Nosotros somos los guardianes del ganado, los chungaji. Mientras los ancianos se sientan al sol a beber cerveza y hablar de hechos heroicos de otros tiempos, nosotros, los chungaji, recorremos todo el territorio con el ganado. Lo vemos todo. Lo escuchamos todo.

—Pero dime, Loikot, ¿cómo sabes tú lo que los otros chungaji ven y escuchan si están a varios días de distancia uno de otro?

—Son mis hermanos de cuchillo. Muchos de nosotros somos del mismo año de circuncisión. Compartimos las ceremonias de iniciación.

—¿Es posible que puedas enterarte de lo que vieron ayer los chungaji con su ganado en las llanuras más allá del Kilimanjaro? Están a diez días de marcha.

—Es posible —confirmó Loikot—. Nos hablamos.

León lo puso en duda.

—Después de la puesta del sol esta noche, hablaré con mis hermanos y usted nos escuchará —aseguró Loikot, pero antes de que León pudiera preguntarle algo más, escucharon gritos aterrorizados que venían de la llanura. León y Manyoro tomaron sus rifles y se pusieron de pie de un salto. Miraron hacia la figura distante de Ishmael. Venía en plena carrera hacia ellos, sujetando con ambas manos el bulto sobre su cabeza. No lejos detrás de él corría un enorme avestruz macho. Con sus largas patas rosadas se le acercaba rápidamente. Aun desde esa distancia, León podía ver que exhibía totalmente su plumaje de apareo. Su cuerpo era de un color negro profundo como el ónix y las nubes de plumas de la cola y los extremos de las alas eran de un blanco brillante. En ese momento todas las plumas se inflaban por la furia. Las patas y el pico eran de color escarlata por la locura sexual. Estaba decidido a matar para proteger su territorio de reproducción del invasor vestido de blanco.

León llevó consigo a dos masai para el rescate. Gritaban y agitaban desenfrenadamente los brazos para distraer al ave, pero ésta hizo caso omiso de ellos y continuó implacable su carrera detrás de Ishmael. Cuando se acercó lo suficiente, estiró su largo cuello y picó el bulto con las cosas de cocina con tanta fuerza que hizo caer al hombre. Cayó en medio de una nube de polvo. El bulto se abrió y las ollas y vajilla salieron rodando y haciendo ruido alrededor de él. El avestruz saltó sobre Ismael, pateando y clavándole las uñas con ambas patas. Bajó la cabeza para picarle los brazos y las piernas. Ishmael chilló cuando la sangre brotó de las heridas infligidas.

Ágil como una liebre, Loikot dejó atrás a los dos hombres más viejos, gritando insultos desafiantes al avestruz a medida que se acercaba. El ave se apartó de un salto de la figura postrada de Ishmael y avanzó en actitud intimidante hacia Loikot. Sus alas infladas estaban extendidas y empezó su danza de advertencia, dando grandes saltos, levantando y bajando la cabeza de modo amenazador, graznando un furioso desafío.

Loikot se detuvo y extendió el faldón de su capa como si fueran alas. Luego comenzó una imitación perfecta de la danza del avestruz, con los mismos grandes saltos y el movimiento ritual de la cabeza. Estaba tratando de provocarlo para que atacara. El ave y el muchacho giraban uno en torno al otro.

El avestruz estaba siendo enfrentado en su propio territorio de apareamiento y al final su sensación de ultraje y afrenta fue más fuerte incluso que su instinto de supervivencia. Se lanzó al ataque con la cabeza; el largo cuello estirado al máximo. Atacó a Loikot en la cara, pero el muchacho supo exactamente cómo evadirlo, y León se dio cuenta de que debía haber hecho esto muchas veces antes. Con gran coraje Loikot saltó para enfrentar a la enorme ave y entrelazó ambas manos alrededor de su cuello, justo detrás de la cabeza. Entonces, levantó ambos pies del suelo y cargó todo su peso en el cuello del animal, arrastrando su cabeza hasta el suelo. El avestruz quedó desequilibrado e impotente. No podía levantar la cabeza. Dio vueltas sobre sí en círculo intentando permanecer sobre sus patas. León se acercó corriendo y levantó su rifle. Rodeó el tumulto para tener mejor ángulo de tiro.

—¡No! ¡Effendi, no! No dispare —gritó Ishmael— deje a este hijo del gran shaitan para mí. —Gateando sobre manos y rodillas, el hombre buscó algo entre los desparramados utensilios de cocina. Finalmente se puso de pie con un cuchillo de trinchar brillando en la mano derecha y corrió hacia el animal, que seguía luchando, con su arma lista para atacar.

—¡Tuércele la cabeza hacia atrás! —le gritó a Loikot. En ese momento la garganta del ave quedó expuesta y, con la destreza de un maestro carnicero, Ishmael deslizó la afiladísima hoja de un lado al otro del cuello, cortando las vértebras del avestruz con un solo golpe.

—¡Suéltalo! —ordenó Ishmael, y Loikot soltó el ave. Ambos saltaron bien lejos de sus patas, que seguían moviéndose con sus afiladas garras. El avestruz seguía dando saltos, pero un largo hilo de sangre se elevaba muy alto en el aire debido a las arterias abiertas en su garganta. Perdió la dirección y se tambaleó en un círculo; sus largas patas rosadas y escamosas se estaban quedando sin energía y su cuello estaba caído como el tallo de una flor marchita. Se desplomó y, tendido en el suelo, siguió luchando débilmente por levantarse, pero chorros periódicos de brillante sangre arterial continuaban cayendo sobre la tierra, reseca por el sol.

—¡Alá es grande! —se regocijó Ishmael, y se lanzó sobre el cuerpo todavía con vida del animal—. ¡No hay ningún otro Dios más que Dios! —Abrió prolijamente el vientre del ave y le cortó el hígado—. Esta criatura ha sido matada por mi cuchillo y he consagrado su muerte en nombre de Dios. Le he sacado la sangre. Declaro que esta carne es halal. —Sostuvo el hígado en lo alto—. He aquí la mejor carne de toda la creación. El hígado del avestruz sacado del ave con vida.

Comieron kebab de hígado de avestruz y grasa de panza asada a la parrilla sobre brasas de acacia espinosa. Luego, con la barriga llena, durmieron durante una hora en la sombra. Cuando despertaron, la brisa, que había desaparecido al mediodía, se levantó otra vez y sopló sin parar por la extensa sabana. Se echaron al hombro rifles y bultos, y siguieron la dirección del viento hasta que el sol no fue más que una mano abierta sobre el horizonte.

—Debemos ir a la cima de esa colina —le dijo Loikot a León, señalando una altura de roca volcánica que se alzaba directamente en su camino y se destacaba en el brillo color sangre del sol poniente. El muchacho trepó hasta la cumbre y observó el valle. Con el tono azul que da la distancia, tres enormes salientes de roca se elevaban hacia el cielo del sur—. Loolmassin, la montaña de los dioses. —Loikot apuntó hacia el pico más occidental cuando León terminó de subir para quedar junto a él. Luego se volvió hacia el Este y los dos picos más grandes—. Meru y Kilimanjaro, el hogar de las nubes. Esas montañas están en territorios que los Bula Matan llaman suyos, pero que han pertenecido a mi pueblo desde el principio de los tiempos. —Los picos estaban a más de cincuenta kilómetros sobre el lado más lejano de la frontera, bien dentro del África Oriental Alemana.

Sobrecogido y en silencio, León observó la luz del sol que destellaba sobre las extensiones de nieve en la redondeada cumbre del Kilimanjaro; luego se dio vuelta hacia la larga columna de humo que se movía con el viento desde el cráter volcánico del Loolmassin. Se preguntó si habría un espectáculo más magnífico en todo lo mundo.

—Ahora hablaré con mis hermanos chungaji. ¡Escúcheme! —anunció Loikot. Llenó sus pulmones, puso las manos ahuecadas alrededor de su boca y lanzó un aullido agudo y prolongado que sobresaltó a León. El volumen y el tono eran tan penetrantes que, instintivamente, se tapó las orejas. Loikot llamó tres veces; luego se sentó al lado de León y se envolvió los hombros con su shuka—. Hay una manyatta más allá del río. —Señaló la línea más oscura de árboles que seguían el lecho de un río.

León calculó que estaba a varios kilómetros.

—¿Te escucharán a esta distancia?

—Ya lo verá —respondió Loikot—. El viento se ha detenido y el aire está quieto y fresco. Cuando llamo con mi voz especial, ésta llega hasta allí y más lejos todavía.

Esperaron. Debajo de ellos, una pequeña manada de kudús se movió por entre las acacias espinosas. Tres graciosas hembras grises guiaban al macho, con la papada barbuda y los largos cuernos en tirabuzón. Sus formas eran etéreas como las nubes de humo cuando se esfumaron en silencio entre la maleza.

—¿Todavía crees que te escucharon? —preguntó León.

El muchacho no se dignó a responder de inmediato, sino que masticó por un rato más la raíz del arbusto tinga que los masai usaban para blanquear sus dientes. Luego escupió una bola de fibras húmedas y le dirigió a León una brillante sonrisa.

—Me han escuchado —dijo—, pero están trepando a un lugar alto para responder. —Quedaron en silencio otra vez.

Al pie de la pequeña colina, Ishmael había encendido un fuego no muy grande y estaba preparando el té en una pequeña tetera ennegrecida por el humo. León lo miró con avidez.

—¡Escuche! —dijo Loikot, y echó hacia atrás su capa mientras se ponía de pie de un salto.

Entonces León escuchó algo que venía desde la dirección del río. Sonaba como un lejano eco de la llamada original de Loikot. Éste inclinó la cabeza para seguirlo, luego ahuecó sus manos y envió un agudo y largo grito que resonó a través de la llanura. Escuchó otra vez la respuesta y el intercambio continuó hasta que ya estuvo casi oscuro.

—Ya terminó. Hemos hablado —informó finalmente, y emprendió la marcha colina abajo hacia donde Ishmael había preparado el campamento para pasar la noche. Le dio un jarro grande enlozado de té a León cuando se sentó junto al fuego. Mientras comían su cena de filetes de avestruz y pasteles secos de maíz amarillo, Loikot le transmitió a León los chismes que había obtenido en su larga conversación con el chungaji más allá del río—. Hace dos noches un león mató a uno de sus animales, un hermoso toro negro con buenos cuernos. Esta mañana el morani siguió al león con sus lanzas y lo rodeó. Cuando éste atacó, escogió a Singidi como su víctima y se dirigió a él. Lo mató con un solo lanzazo, lo que le valió un gran honor. Ahora ya puede poner su lanza ante la puerta de cualquier mujer en las tierras de los masai. —Loikot pensó en esto por un momento—. Algún día yo haré lo mismo, y luego las muchachas no se reirán de mí ni me dirán que soy un bebé —dijo melancólicamente.

—Benditos sean tus pequeños sueños lujuriosos —dijo León en inglés y luego volvió a hablar en maa—. ¿De qué más te enteraste? —Loikot comenzó un discurso que duró varios minutos, un catálogo de partos, matrimonios, animales perdidos y otros temas semejantes—. ¿Preguntaste si había hombres blancos viajando en este momento por las tierras de los masai? ¿Algunos soldados Bula Matari con askari?

—El comisionado alemán de Arusha está en viaje con seis askari. Van por el valle hacia Monduli. No hay más soldados en el valle.

—¿Algún otro hombre blanco?

—Dos cazadores alemanes con sus mujeres y carros están acampados en las colinas Meto. Han matado a muchos búfalos y han secado su carne.

Las colinas Meto se hallaban al menos a cuarenta kilómetros de distancia y León estaba asombrado ante la cantidad de información que había recogido el muchacho sobre una extensión tan vasta. Había leído cuentos acerca de la capacidad de información de los masai, pero no les había prestado demasiada atención. Esta red debía cubrir el territorio masai entero. Sonrió mirando su jarro. El tío Penrod tenía ya sus ojos a lo largo de la frontera.

—¿Y qué hay del elefante? ¿Preguntaste a tus hermanos si habían visto algún macho grande en esa área?

—Hay muchos elefantes, pero sobre todo hembras y crías. En esta estación los machos están arriba en las montañas o sobre las laderas de los cráteres de Ngorongoro y Empakaai. Pero eso lo sabe todo el mundo.

—¿No hay ningún macho en el valle?

—El chungaji vio uno cerca de Namanga, un macho muy grande, pero eso fue hace muchos días y nadie lo ha visto desde entonces. Creen que podría haber ido al desierto de Nyiri, donde no hay pasto para el ganado, de modo que no hay allí nadie de mi pueblo.

—Debemos seguir el viento —dijo Manyoro.

—O tú debes aprender a cantar dulcemente para nosotros —sugirió León.

Antes del amanecer León se despertó y se alejó para estar solo detrás del tronco de un árbol grande, bien lejos de donde los demás estaban durmiendo. Se bajó los pantalones, se puso en cuclillas y dejó escapar sus propios vientos. El suyo era el único viento que soplaba esta mañana, pensó. La selva que lo rodeaba estaba en silencio y tranquila. Las hojas en las ramas encima de él colgaban blandas e inmóviles sobre la pálida promesa del amanecer. Cuando regresó al campamento vio que Ishmael ya tenía la tetera en el fuego y los dos masai empezaban a moverse. Se puso en cuclillas lo bastante cerca de las llamas como para sentir su tibieza. El amanecer estaba frío.

—No hay viento —le dijo a Manyoro.

—Quizá se levante con el sol.

—¿Debemos continuar sin él?

—¿Por dónde? No lo sabemos —señaló Manyoro—. Hemos llegado hasta acá con el viento de mi madre. Debemos esperar que él venga otra vez para seguir guiándonos.

León se mostró impaciente y descontento. Había soportado bastante el palabrerío de Lusima. Tenía un dolor constante detrás de los ojos. Durante la noche el frío lo había mantenido despierto y cuando había logrado dormir, fue víctima de pesadillas en las que veía a Hugh Turvey y su esposa crucificados. Ishmael le pasó un jarro de café, pero ni siquiera eso tuvo el efecto terapéutico acostumbrado. En la espesura más allá de la fogata, un petirrojo empezó su saludo melodioso al amanecer y a lo lejos rugió un león, al que le respondió otro todavía más lejos. Luego todo fue silencio otra vez.

León acabó un segundo jarro de café y por fin sintió que sus poderes curativos hacían efecto. Estaba a punto de decirle algo a Manyoro cuando fue distraído por un ruido fuerte y como de cascabel, algo que sonaba como una caja de pequeños guijarros que era agitada con fuerza. Todos levantaron la vista con interés. Sabían muy bien cuál era el ave que había producido el sonido. Un pájaro guía de la miel los estaba invitando a que lo siguieran a una colmena silvestre. Cuando los hombres la encontraran, esperaba que compartieran el botín con él. Los hombres se quedarían con la miel, dejando la cera de las abejas y las larvas para el pájaro. Era un arreglo simbiótico que, a lo largo de los tiempos, había sido respetado fielmente tanto por los hombres como por esas aves. Se decía que si alguien no le daba al pájaro su parte, la siguiente vez lo conduciría a una serpiente venenosa o a un león devorador de hombres. Sólo un tonto avaro se atrevería a estafarlo.

León se puso de pie y el pájaro marrón pálido y amarillo salió volando de las ramas del árbol y empezó con sus exhibiciones. Sus alas zumbaban y resonaban mientras se lanzaba en picada para elevarse otra vez y luego volver a bajar.

—¡Miel! —exclamó, goloso, Manyoro. Ningún africano podía resistir esa invitación.

—¡Miel, miel dulce! —gritó Loikot.

El último vestigio de dolor de cabeza de León desapareció como por milagro y agarró su rifle.

—¡Apúrense! ¡Vamos! —El pájaro guía vio que lo seguían y voló a toda velocidad, zumbando y lanzando excitado su llamado.

Durante la siguiente hora León trotó regularmente detrás del ave. No les había dicho nada a los demás, pero no podía sacarse de encima la idea obsesiva de que el ave era el dulce cantante de Lusima. Sin embargo, sus dudas eran más fuertes que su fe y se preparó para una decepción. Manyoro iba cantando para alentar al pájaro, y Loikot, que corría junto a León, se unió al coro:

Llévanos a la colmena de las pequeñas que pican,

y te agasajaremos con un festín sobre cera dorada.

¿No sientes ya el sabor de las larvas dulces y gordas?

¡Vuela, pequeño amigo! Vuela veloz y te seguiremos.

El ave pequeña revoloteó por la selva, saltando de árbol en árbol, gorjeando y danzando en las ramas altas hasta que lo alcanzaban, y entonces, salía volando otra vez. Un poco antes del mediodía llegaron a un lecho seco. La selva a lo largo de ambos lados era más espesa y los árboles, más altos, alimentados por el agua subterránea. Antes de llegar al curso de agua visible, el pájaro guía voló hasta la parte de arriba de los árboles más altos y allí los esperó. Cuando se acercaron, Manyoro gritó encantado y señaló el tronco del árbol.

—¡Allí está!

Como motas de polvo doradas volando a la luz del sol, León vio el vuelo de las abejas dirigiéndose a la colmena. Tres cuartas partes hacia arriba, el tronco se abría en un horquilla de dos pesadas ramas y el ángulo entre ellas estaba marcado por una hendidura angosta y vertical. De ella salía un fino hilo de savia del árbol para consolidarse en bolitas translúcidas de goma sobre la corteza que la rodeaba. En esta abertura revoloteaban las abejas que regresaban, mientras que las que salían de la colmena caminaban hasta los labios de la abertura y salían volando. Esta imagen trajo a Verity O’Hearne a la mente de León con aguda nostalgia erótica. Era la primera vez que pensaba en ella en varios días.

Los demás abandonaron sus cargas preparándose para la cosecha de la colmena. Manyoro cortó un cuadrado de corteza del tronco de otro árbol cercano, lo enrolló y lo ató con la fibra de la misma corteza para darle forma de tubo. Luego preparó una manija larga y curva con otro trozo de corteza. Ishmael había empezado a preparar un fuego pequeño y lo alimentaba con ramitas secas. Loikot se ciñó el vuelo de su shuka alrededor de la cintura, dejando las piernas y la parte baja del cuerpo desnudas. Luego se dirigió a la base del árbol y evaluó la textura de la corteza y la medida del tronco con sus brazos mientras miraba hacia arriba, donde estaba la colmena, preparándose mentalmente para el ascenso.

Ishmael puso pedacitos de madera verde en el fuego y los sopló hasta que brillaron y produjeron densas nubes de penetrante humo blanco. Con la ancha hoja de su panga, Manyoro retiró unas brasas, las puso en el tubo de corteza y se lo llevó a Loikot, quien usó la manija para colgar el tubo de su hombro; luego metió la panga en los pliegues de su shuka. Escupió sobre las palmas de sus manos y le sonrió a León.

—Míreme, M’bogo. Nadie puede trepar como yo.

—No me sorprende saber que eres hermano de los mandriles —le respondió León, y Loikot se rio antes de saltar al tronco del árbol. Aferrándose alternativamente con las palmas de las manos y las plantas de los pies descalzos, subió por el tronco con asombrosa agilidad y llegó a la alta horquilla del árbol sin detenerse. Se montó en ella y se paró allí, erguido, con un enjambre de abejas enfadadas zumbando alrededor de su cabeza. Tomó el tubo de corteza del hombro y sopló por un extremo, como un trompetista. Un chorro de humo salió lanzado por el otro extremo. A medida que las iba envolviendo, las abejas se dispersaron.

Loikot se detuvo para quitarse algunos aguijones de los brazos y piernas. Luego tomó la panga y, manteniendo el equilibrio con facilidad, hizo caso omiso del profundo vacío debajo de él, se agachó y golpeó con la pesada hoja en la hendidura entre sus pies. Con una docena de sonoros golpes hizo volar blancos trocitos de madera. Luego espió por la abertura agrandada.

—Puedo oler el dulzor —gritó hacia las caras que lo miraban desde abajo. Metió la mano en la colmena y sacó un grueso panal. Lo sujetó para que ellos lo vieran—. Gracias a las destrezas de Loikot, ustedes comerán algo hoy, mis amigos.

Todos se rieron.

—¡Bien hecho, pequeño mandril! —gritó León.

Loikot sacó cinco panales más, con cada celda hexagonal llena hasta el borde de miel marrón oscura y cerrada con una tapa de cera. Los envolvió suavemente en los pliegues de su shuka.

—No la saques toda —le advirtió Manyoro—. Deja la mitad para nuestras pequeñas amigas aladas; si no, morirán. —A Loikot le habían enseñado eso cuando todavía era un niño y no respondió. Ahora era un morani y conocedor de las tradiciones de la selva. Dejó caer el tubo de humo y la panga al pie del árbol, y se deslizó hacia abajo por el tronco para saltar ágilmente los últimos dos metros y aterrizar parado.

Se sentaron en círculo y dividieron los panales. En las ramas de arriba, el pájaro guía saltó y gorjeó para recordarles su presencia y la deuda que tenían con él. Con cuidado Manyoro rompió los bordes de los panales donde las celdas estaban llenas de blancas larvas de abeja y colocó los pedazos sobre una gran hoja verde. Dirigió su mirada al pájaro que se mantenía en el aire.

—Ven, hermano menor, te has ganado tu recompensa. —Llevó los trozos de panal llenos de larvas a una cierta distancia y los colocó con cuidado en un claro entre la maleza. Apenas se dio vuelta, el ave se lazó en una audaz picada para participar del banquete.

Una vez que la costumbre y la tradición fueron observadas, los hombres estaban libres de saborear el botín. Sentados alrededor del montón de panales dorados, arrancaban trozos más pequeños y se los metían en la boca, dejando escapar murmullos de placer mientras chupaban la miel de las celdas para luego escupir la cera y lamerse los dedos pegajosos.

León nunca había probado miel como esta variedad oscura, ahumada, obtenida del néctar de las flores de acacia. Le cubrió la lengua y la parte de atrás de la garganta con un sabor tan intenso y dulce que sintió que debía toser y sus ojos se llenaron de lágrimas. Los cerró con fuerza. El penetrante aroma silvestre le llenó la cabeza y casi lo sobrecoge. Le hormigueaba la lengua. Al respirar sintió que el sabor se arrastraba muy dentro en la garganta. Tragó y exhaló con brusquedad, como si hubiera tomado una copíta de whisky escocés.

Medio panal fue suficiente para él. Tanto dulzor lo había saciado. Se sentó sobre los talones y observó a los demás por un rato. Finalmente, se puso de pie y los dejó con su gula. Los otros hicieron caso omiso de su alejamiento. Recogió su rifle y caminó sin prisa por entre los arbustos, yendo hacia donde creía que podía estar el lecho del río. La vegetación se hizo más densa a medida que se internaba, hasta que se abrió camino a través de la última cortina de ramas y se encontró en la orilla. Había sido reducida por las crecientes hasta convertirse en una abrupta pared que caía dos metros en vertical hasta un lecho de fina arena blanca de unos cien metros de ancho, pisoteada por las garras y las pezuñas de los animales que la habían usado como vía principal.

En la otra orilla las raíces de una enorme higuera silvestre habían quedado expuestas por la reducción. Se enroscaban y retorcían como serpientes apareándose, y las ramas que se extendían sobre el lecho estaban cargadas de racimos de pequeños higos amarillos. Una bandada de palomas verdes que se estaba atiborrando de fruta salió volando sobresaltada por la repentina aparición de León. El batir de sus alas rompió el silencio mientras volaban siguiendo el cauce.

Debajo de las ramas de higos silvestres, la arena blanca se apilaba en grandes montones. Alrededor de ellos se alzaban varias pirámides de bosta de elefante que atrajeron la atención de León. Sostuvo el rifle a un brazo de distancia delante de sí y saltó desde lo alto del barranco. La arena blanda amortiguó su caída y él se hundió en ella hasta los tobillos, pero pronto recuperó el equilibrio y caminó al otro lado del lecho. Cuando llegó a los montones, se dio cuenta de que los elefantes habían estado cavando en busca de agua. Con sus patas delanteras habían pateado la arena hasta llegar a una capa húmeda más firme. Luego habían usado sus trompas para excavar hasta llegar a la capa freática subterránea. Las huellas de sus patas en el lugar donde se habían detenido junto a los agujeros en los que había aparecido el agua eran claramente visibles. Allí, con sus trompas, chuparon el agua, que se depositaba en las cavidades esponjosas dentro de sus enormes cráneos, hasta que se llenaron. Luego levantaron las cabezas para meter la trompa hasta el fondo de sus gargantas y enviar el chorro de agua a sus estómagos.

Había ocho agujeros abiertos donde había rezumado el agua. Fue hasta cada uno por turno para inspeccionar las huellas dejadas por los sedientos animales. Después de haber recibido lecciones de tres grandes maestros del oficio —Percy Phillips, Manyoro y Loikot—, había adquirido suficientes nociones de artes selváticas para leerlas con exactitud. La forma y el tamaño de las pisadas que los elefantes habían dejado alrededor de los primeros cuatro agujeros demostraban que se trataba de hembras.

Cuando llegó al quinto, sólo había huellas de un animal. Eran tan grandes que verlas por primera vez lo hizo detenerse a mitad de la marcha. Su respiración se aceleró, entrecortada por la emoción; luego apresuró el paso y cayó de rodillas junto a las huellas de las patas delanteras, que eran muy profundas en el borde del agujero donde la bestia debía de haber estado durante horas chupando el agua.

León las miró incrédulo. Eran enormes. El animal que las había hecho debió de haber sido un gran macho viejo, pues las plantas de sus patas estaban gastadas y suavizadas por los años. Un lado de la huella que estaba estudiando se extendía en una estela de arena blanda, lo que quería decir que el macho había dejado el cauce del río no hacía mucho. La tierra movida no había tenido tiempo de asentarse. Quizás el animal se había asustado por el ruido que hizo Loikot al abrir a golpes la entrada de la colmena.

León puso los cañones gemelos de su rifle sobre la huella para medir el tamaño y dejó escapar un suave silbido. Los cañones medían sesenta centímetros de largo y el diámetro de la pisada era sólo cinco centímetros más corto. Al aplicar la fórmula que Percy Phillips le había enseñado, calculó que este macho debía medir casi tres metros y medio de altura hasta el hombro: un gigante en una raza de gigantes.

León subió de un salto y volvió corriendo al otro lado del lecho. Trepó por la pendiente del borde del cauce y se abrió camino por entre el sotobosque hasta donde sus tres compañeros se inclinaban sobre los últimos restos de panal.

—Lusima Mama y su dulce cantante nos han mostrado el camino —les dijo—. He encontrado la huella de un gran elefante macho en el lecho del río. —Los rastreadores recogieron rápidamente su equipo y corrieron detrás de él, pero Ishmael colocó las sobras del panal en una de sus ollas antes de levantar el bulto para ponerlo sobre la cabeza y seguirlos.

M’bogo, éste es exactamente el macho que le mostré la primera vez que viajamos juntos —exclamó Loikot apenas vio la huella, y bailó emocionado—. Lo reconozco. Éste es el máximo jefe de todos los elefantes.

Manyoro sacudió la cabeza.

—Es tan viejo que debe de estar cerca de morirse. Seguramente su marfil está estropeado y desgastado.

—¡No! ¡No! —negó Loikot con vehemencia—. Con mis propios ojos he visto sus colmillos. ¡Son tan largos como tú, Manyoro, y más gruesos incluso que tu cabeza! —Hizo un círculo con los brazos.

Manyoro se rio.

—Mi pobre pequeño Loikot, has sido mordido por moscas azules que han llenado tu cabeza con gusanos. Le pediré a mi madre que te prepare una poción para aflojar tus intestinos y te borre esos sueños de los ojos.

Loikot se ofendió y lo miró furioso.

—Y quizá no es el elefante, sino tú quien se ha puesto viejo y senil. Debimos haberte dejado en el monte Lonsonyo, bebiendo cerveza con tus decrépitos compañeros.

—Mientras ustedes dos intercambian elogios, el macho se está alejando de nosotros —intervino León. Sigamos la huella y resolvamos este debate mirando sus colmillos y no sólo las huellas de sus patas.

Apenas salieron del lecho siguiendo las huellas y entraron en la sabana abierta, resultó obvio que el elefante macho se había alarmado mucho por el sonido de los golpes de hacha y por sus voces cuando saqueaban la colmena.

—Está en plena carrera. —Manyoro señaló la longitud de los pasos del macho. Había alcanzado un ritmo de pasos largos que recorrían distancias equivalentes a las que cubre un hombre corriendo. Todos sabían que podía mantener esa velocidad desde el amanecer hasta el anochecer sin detenerse a descansar.

—Está yendo hacia el Este. Me parece que se dirige al desierto Nyiri, esa tierra seca donde no hay hombres y sólo él sabe dónde cavar para conseguir agua —comentó Manyoro después de la primera hora—. A este paso, para el amanecer de mañana habrá subido la pendiente y estará en pleno desierto.

—No lo escuche, M’bogo —aconsejó Loikot—. Es hábito de ancianos ser sombríos. Pueden oler mierda en el perfume de la flor de kigelia. —Después de otra hora se detuvieron para tomar un trago de las cantimploras.

—El macho no se ha apartado del sendero que ha elegido —observó Manyoro—. Ni una vez se ha detenido para comer, y ni siquiera ha disminuido la velocidad. Ya nos lleva una ventaja de muchas horas.

—No sólo este anciano puede oler bosta en la flor de kigelia, sino que puede olería incluso en la flor entre los muslos de la más dulce de las vírgenes jóvenes. —Loikot le sonrió impertinente a León—. No le preste atención, M’bogo. Sígame y antes de que anochezca le mostraré unos colmillos que asombrarán a sus ojos y llenarán de alegría su corazón.

Pero la huella continuaba recta e inquebrantable. Pasó otra hora, e incluso Loikot comenzaba a dudar. Cuando se detuvieron por unos minutos para beber y echarse en la sombra, permanecieron en silencio y desanimados. Aunque se habían esforzado al máximo desde que abandonaron el lecho del río seco, sabían lo lejos que habían quedado detrás del elefante macho. León volvió a cerrar la tapa de la cantimplora y se puso de pie. Sin una palabra, los otros también se levantaron. Continuaron la marcha.

En medio de la tarde se detuvieron para descansar otra vez.

—Si mi madre estuviera con nosotros, haría un encantamiento para que el macho se detuviera para comer —dijo Manyoro—, pero lamentablemente ella no está con nosotros.

—Quizás está velando por nosotros, porque es una maga muy grande —dijo Loikot con entusiasmo—. Quizá puede escucharme si la llamo. —Se puso de pie de un salto y comenzó una danza ritual, saltando por el aire a gran altura sobre sus largas piernas flacas—. Escúchame, Gran Vaca Negra, escucha mi llamado a ti. —León se rio y hasta Manyoro sonrió y empezó a marcar el ritmo de la danza golpeando las manos.

—¡Escúchalo, Mama! ¡Escucha a nuestro pequeño mandril!

—¡Escúchame, Madre de la Tribu! Tú nos has mostrado las marcas de sus patas, ahora no lo dejes alejarse de nosotros. Disminuye la velocidad de sus grandes patas. Llena su estómago con hambre. Hazlo detenerse para comer.

—Esto ya es suficiente magia para un día. Seguramente el macho ya no puede escapársenos —intervino León—. Arriba, Manyoro. Sigamos.

La huella continuaba. El macho se movía tan rápido que cuando cruzaba áreas de tierra suelta, pateaba nubes de polvo hacia adelante con cada paso largo. Cuando León miró al sol, su corazón se estremeció. Sólo quedaba una hora de luz de día, sin ninguna posibilidad de alcanzar al elefante antes de que la oscuridad ocultara las huellas, obligándolos a interrumpir la persecución hasta el amanecer del día siguiente. Para entonces ya estaría treinta kilómetros delante de ellos.

Todavía estaba mirando el cielo cuando tropezó con Manyoro, que se había detenido de golpe. Ambos masai estaban examinando detenidamente la tierra. Miraron a León y, haciéndole señas con las manos, le indicaron que guardara silencio. Ambos sonreían y les brillaban los ojos. Habían sido revitalizados y ya no había en ellos signos de fatiga. Manyoro señaló la huella modificada, con un ademán elocuente y elegante.

León comprendió que se había producido un pequeño milagro. El macho había disminuido la velocidad, su paso se había acortado, y se había apartado de su resuelta dirección hacia la pendiente oriental del valle. Manyoro señaló hacia una arboleda de nogales ngong, unos cuatrocientos metros a su derecha. Las copas de los árboles eran de formas redondas, más altas y más verdes que los árboles más bajos que los rodeaban. Se inclinó hacia León y acercó sus labios a la oreja de él.

—En esta estación los frutos maduran en los árboles. Ha olido las nueces maduras y no puede resistirse a ellas. Lo encontraremos en la arboleda. —Tomó un puñado de tierra y lo dejó deslizarse por entre sus dedos—. Todavía no hay viento. Podemos ir directamente hacia él. —Miró atrás hacia Ishmael y le hizo señas para que se quedara donde estaba. Ishmael dejó el bulto a sus pies y se sentó agradecido en el suelo junto a él.

Con los dos masai todavía adelante, avanzaron en silencio, yendo de un claro al otro, deteniéndose para examinar la selva adelante antes de avanzar otra vez. Llegaron al nogal más cercano. El suelo debajo de él estaba cubierto de nueces caídas, pero las ramas más altas todavía estaban llenas de racimos de frutos a medio madurar. El macho había estado debajo de este árbol por mucho tiempo, recogiendo las duras nueces con los dedos de la punta de su trompa para metérselas en la boca. Luego había cambiado de lugar. Siguieron las huellas de sus inmensas patas hasta el siguiente árbol, donde había comido otra vez; de allí había pasado a otro árbol y, luego, a otro más. Esta vez había ido hacia una depresión poco profunda, encima de la cual sólo se veían las copas de los nogales. Avanzaron en silencio hasta que pudieron mirar hacia abajo.

En el mismo instante, los tres vieron la enorme mole negra que era el elefante macho. Estaba a trescientos metros de distancia, parado en la sombra de uno de los nogales más grandes, presentándoles un ángulo de medio cuerpo. Se balanceaba con suavidad de una pata delantera a la otra, con las orejas abanicándose perezosamente y la trompa colgada con desenfado sobre la curva del único colmillo visible. El otro quedaba fuera de la vista, oculto por su enorme volumen, pero León se detuvo a mirar el que estaba visible, incapaz de creer que aquella fuera su longitud y su grosor. A él le pareció que era del tamaño de una columna de mármol de un templo griego.

—¿El viento? —le susurró a Manyoro—. ¿Cómo está el viento?

Manyoro recogió otro puñado de tierra y lo dejó deslizarse por entre sus dedos. Luego se limpió el polvo de la mano sobre la pierna e hizo una señal que resultó tan clara como las palabras: «Ningún viento. Nada».

León abrió los cañones de su rifle y sacó los gruesos cartuchos de bronce de los cargadores, uno a la vez. Los revisó buscando manchas y los lustró en su camisa antes de colocarlos en su sitio. Cerró el rifle y metió el mango del arma cargada debajo de su axila derecha. Luego le hizo una señal con la cabeza a Manyoro, y cuando avanzaron, León tomó la delantera. Se dirigió en ángulo hacia el macho hasta que el tronco del árbol cubrió su avance; luego fue directamente hacia él.

El árbol tapaba la cabeza del elefante, pero su cuerpo sobresalía por uno de los lados, mientras que la curva del colmillo más cercano salía por el otro. Un rayo de luz del sol perforaba el dosel de hojas por encima de su cabeza y caía sobre el marfil como el haz que ilumina el centro de un escenario. Se acercó más todavía, y León pudo escuchar el retumbar del vientre del animal como un trueno distante. Se le acercó lentamente, dando cada paso con exagerado cuidado. En ese momento sostuvo el pesado rifle manteniéndolo listo sobre el pecho.

El Holland era esencialmente un arma de corto alcance. Había disparado varias veces al blanco antes de partir del campamento Tandala y había descubierto que los cañones gemelos estaban regulados para disparar al mismo punto de la mira a precisamente treinta metros. A cualquier distancia más grande, las balas se dispersaban de manera impredecible. Sabía que para tener la absoluta seguridad de su disparo tenía que estar más cerca. Quería alcanzar el tronco del nogal y disparar protegido por él. Estaba ya tan cerca que podía ver los picabueyes trepando por todas partes sobre la arrugada piel gris del elefante. Había cinco o seis de esas pequeñas y delgadas aves amarillas, manteniendo el equilibrio con sus colas mientras buscaban alimento con sus afilados picos rojos entre los pliegues de la piel, donde encontraban garrapatas, moscas ciegas y otros insectos chupadores de sangre. Uno se metió en la oreja y el elefante la movió con fuerza para advertirle que se alejara de las partes interiores más sensibles. Otros pájaros colgaban al revés debajo de la panza o en la entrepierna, picoteando con deleite en los colgantes pliegues de cuero gris. Entonces, súbitamente, advirtieron la presencia de León y treparon por los flancos del macho para pararse en fila a lo largo de su espina dorsal, mirando con ojos brillantes al intruso.

Manyoro trató de advertir a León de lo que estaba a punto de ocurrir, pero no se atrevió a hablar, y León estaba tan concentrado en su acecho que no vio las señales desesperadas detrás de él. Todavía estaba a una docena de metros del tronco del nogal cuando la hilera de picabueyes sobre el lomo del elefante levantó vuelo, lanzando el frenético gorjeo que era su llamado de alarma. Fue una advertencia que la bestia comprendió muy bien, pues aquellas aves eran no sólo sus acicaladoras, sino también sus vigías.

De la cómoda somnolencia pasó a moverse hacia adelante, llegando a su máxima velocidad en media docena de pasos. No tenía idea de dónde estaba el peligro, pero confiaba en las aves y simplemente corrió en la dirección hacia donde apuntaba su cuerpo. Se movía en un ángulo de treinta grados alejándose de León. Por un segundo, León quedó anonadado por la velocidad y la agilidad de la enorme criatura. Luego corrió persiguiéndolo, con la intención de adelantársele antes de que pudiera escapar. Por un breve momento ganó terreno, acercándose justo por debajo de la distancia crítica de treinta metros. Fijó sus ojos en la cabeza del elefante. Las amplias orejas estaban recogidas hacia atrás, de modo que pudo ver la hendidura larga y vertical del agujero del oído. Pero la cabeza se movía con fuerza e iba de un lado al otro con cada zancada. Los picabueyes chillaban y, detrás de León, los dos masai gritaban de modo ininteligible. Por todas partes había movimiento y confusión salvaje, y el elefante se alejaba rápidamente. Pocos pasos más y estaría fuera de su alcance.

León se detuvo de golpe. Toda su visión y su atención estaban concentradas en la hendidura larga del oído en el centro de la cabeza que se balanceaba y sacudía rítmicamente. El rifle llegó hasta su hombro y él miró por encima de los cañones, apenas viéndolos, de tan intensa que era su concentración. El tiempo y el movimiento parecieron disminuir la velocidad en una irrealidad de ensueño. Su visión era tan nítida como un taladro de diamante. Vio el cuero y las anchas orejas. Vio el cerebro. Era una sensación rara. Percy Phillips la había llamado «el ojo del cazador». Con el ojo del cazador podía ver a través del cuero y los huesos, y divisar la posición exacta del cerebro. Era del tamaño de una pelota de fútbol, ubicado detrás de la línea del agujero del oído.

El rifle disparó, e incluso a la luz del sol vio el fogonazo que salió de la boca del cañón. Se sobresaltó. No había sido consciente de haber tocado el gatillo. Apenas sintió el culatazo de dos mil kilos de energía pateándole el hombro. Su visión no fue desviada por eso. Vio que la bala golpeaba cinco centímetros detrás del agujero del oído, justo donde él sabía que debía golpear. Vio el ojo más cercano del elefante macho que se cerraba en un solo parpadeo, escuchó la pesada bala cuando golpeó el hueso con un ruido como el del hacha de un leñador cayendo contra un árbol de madera dura. Con su nuevo don del ojo del cazador podía imaginar la bala abriéndose camino a través de huesos y tejidos, arremetiendo para llegar al cerebro.

El elefante macho echó la cabeza hacia atrás, con los largos colmillos apuntando por un instante al cielo. Luego sus patas delanteras se doblaron debajo de él y se desplomó pesadamente sobre las rodillas. La fuerza del impacto hizo volar una nube de polvo y el suelo tembló debajo de los pies de León. El elefante permaneció sobre sus patas delanteras dobladas como si esperara ser montado por un cornaca, con la cabeza sostenida por las partes curvas de los colmillos, y los ojos sin vista abiertos de par en par. La cola se movió rápidamente una vez; luego todo quedó inmóvil. Los ecos del disparo resonaban en la cabeza de León, pero todo el lugar estaba en un profundo silencio.

—Es el elefante muerto el que mata. —Escuchó la advertencia de Percy en su memoria—. Siempre hay que dar el golpe de gracia. —León levantó el rifle otra vez y apuntó al pliegue en la axila del elefante. Otra vez el rifle retumbó. La bestia ni siquiera tembló cuando la segunda bala le atravesó el corazón.

León avanzó lentamente y extendió la mano para tocar con la punta de un dedo el ojo de color ámbar que miraba fijo. No parpadeó. Sentía las piernas tan blandas y flojas como tallarines hervidos. Se relajó, apoyó la espalda contra el hombro del elefante y cerró los ojos. No sentía nada. Estaba vacío por dentro. No experimentaba ninguna sensación de triunfo o alegría, ningún remordimiento o pena por la muerte de tan magnífica criatura. Todo eso iba a llegar después. En ese momento sólo había un doloroso vacío, como si acabara de hacer el amor con una mujer hermosa.

León envió a Manyoro y a Loikot a algunas aldeas distantes, fuera de los confines de los territorios masai. Su tarea era reclutar porteadores para llevar el marfil hasta el ferrocarril. Tenían que ser de alguna tribu que no fuera masai, pues los morani no se rebajaban a tareas serviles. León e Ishmael acamparon durante los siguientes cinco días contra el viento a una distancia prudente del cuerpo del animal que se pudría y cuyo vientre se inflaba con gas. Custodiaban los colmillos mientras esperaban a que se aflojaran cuando se pudrieran sus canales óseos.

Las noches eran turbulentas al reunirse los carroñeros. Los chacales ladraban, y manadas de hienas se reían, chillaban y peleaban entre sí. A la tercera noche llegaron los leones y añadieron su rugido imperial a la cacofonía general. Ishmael pasó las horas de oscuridad trepado a las ramas más altas de uno de los nogales, recitando versos del Corán en swahili y pidiendo a Alá la protección contra esos demonios.

Al sexto día Manyoro y Loikot regresaron, seguidos por una cuadrilla de leales porteadores luo a los que Manyoro había contratado por diez chelines.

—Diez chelines al día, ¿cada uno? —León estaba aterrado ante semejante prodigalidad. Diez chelines eran casi la suma total de su fortuna en este mundo.

—No, bwana, por todos.

—¿Diez chelines al día por todos, por los seis? —León preguntó un poco más tranquilo.

—No, bwana. Es para que los seis lleven los colmillos al ferrocarril, sin importar cuántos días se necesiten.

—Manyoro, tu madre debe de estar orgullosa de ti —le dijo León, aliviado—. Yo ciertamente lo estoy.

Llevó a los porteadores al lugar donde estaban los restos del animal. Sólo los grandes huesos y el cuero no habían sido arrastrados y devorados por los carroñeros. La cabeza todavía estaba apoyada derecha sobre las dos curvas de marfil. León hizo un lazo con un trozo de soga de corteza alrededor de uno de los colmillos y los porteadores luo entonaron un cántico de trabajo mientras tiraban de la cuerda. El extremo grueso del colmillo, que había estado incrustado en el cráneo, se deslizó afuera de su canal sin oponer demasiada resistencia. Hasta entonces casi la mitad de su longitud había permanecido oculta y sus verdaderas dimensiones sólo se veían por primera vez en ese momento. Cuando colocaron los dos colmillos juntos sobre una cama de hojas verdes frescas, León quedó asombrado por su longitud y encantadora simetría. Otra vez usó los cañones del rifle como referencia para medirlos. El más largo tenía el ancho de una mano por más de tres metros y el más chico era de casi exactamente tres metros.

Bajo la dirección de Manyoro, los luo cortaron dos palos largos de madera de acacia y ataron con correas un colmillo a cada uno. Con un porteador en cada extremo levantaron los palos y se dirigieron hacia el ferrocarril, mientras el resto del equipo trotaba detrás de ellos, listos para reemplazarlos cuando se cansaran.

León ya no tenía derecho a un pase militar para viajar, de modo que, sobre el trecho más empinado del ferrocarril, donde trepaba la pendiente desde el fondo del valle del Rift, esperaron el tren nocturno que venía del lago Victoria. Allí, incluso el equipo de dos locomotoras reducía la velocidad a paso de hombre. Protegidos por la oscuridad corrieron al lado de uno de los vagones de mercaderías hasta que pudieron agarrarse de la escalera de mano de acero y trepar al techo. Los porteadores luo les pasaron los colmillos y el bulto de Ishmael. León arrojó un monedero de lona con los chelines hacia el jefe, y los porteadores gritaron su agradecimiento y su saludo de despedida hasta que se perdieron en la oscuridad detrás del vagón de cola. Las locomotoras resoplaron valientemente hasta la cima de la pendiente. El vagón sobre el que se habían trepado estaba lleno de canastas de pescados secos del lago, pero cuando el tren aumentó la velocidad, el aire se llevó el mal olor.

Todavía estaba oscuro cuando dejaron caer los colmillos y su equipaje a un lado del vagón y saltaron del tren en marcha cuando disminuyó la velocidad antes de entrar echando vapor en la estación de Nairobi.

Percy Phillips estaba tomando el desayuno en la carpa-comedor cuando entraron tambaleándose en el campamento Tandala, inclinados bajo el peso de los colmillos.

—¡Por todos los cielos! —farfulló sobre su café, e hizo caer su silla al ponerse de pie de un salto—. Ésos no son los suyos, ¿no?

—Uno lo es. —León mantuvo la cara seria—. Desafortunadamente, señor, el otro es suyo.

—Llévelos a la balanza romana. Veamos qué es lo que tenemos aquí —ordenó Percy.

Todo el personal del campamento fue en tropel detrás de ellos al cobertizo donde se preparaban los trofeos y se reunieron alrededor de la balanza cuando León colocó el colmillo más pequeño en la eslinga.

—Sesenta y cuatro kilos —dijo Percy sin comentarios—. Veamos ahora el otro.

León colocó el segundo en la eslinga y Percy parpadeó.

—Sesenta y nueve kilos. —Su voz apenas se quebró. Era el colmillo más grande que alguna vez hubieran traído al campamento Tandala. Sin embargo, no pudo pensar en ninguna buena razón por la cual debía decirle eso al joven. «No quiero que se sienta demasiado agrandado», pensó, mientras se rascaba la barba. Luego le dijo a Manyoro—: Ata con correas los dos colmillos al coche. —Finalmente miró a León y sus ojos brillaron—. Muy bien, jovencito, puede usted conducirme al club. Estoy a punto de invitarlo a tomar un trago.

Mientras el vehículo rebotaba y hacía ruidos siguiendo el camino, Percy tuvo que levantar la voz para que lo escucharan por encima del ruido del motor.

—¡Muy bien! Cuénteme cómo fue. Empiece por el principio. No deje nada afuera. ¿Cuántas balas necesitó para derribarlo?

—Ése no es el principio, señor —le recordó León.

—Servirá como punto de partida. Usted puede retroceder desde allí. ¿Cuántos disparos?

—Un tiro al cerebro. Y luego recordé su consejo e hice uno para rematarlo cuando ya había caído.

Percy asintió con gesto de aprobación.

—Cuénteme el resto ahora.

Al escucharlo, Percy se asombró ante la descripción de la cacería que ofrecía León. La hacía parecer fascinante, incluso para Percy, que lo había vivido cientos de veces. Una de las obligaciones más importantes de un cazador blanco era entretener a sus clientes. Éstos querían algo más que simplemente derribar algunos animales. Pagaban una fortuna para participar en una aventura inolvidable y querían ser sacados de su cómoda existencia urbana para retroceder a los más remotos orígenes, llevados por alguien en quien pudieran confiar y a quien pudieran admirar. Percy conocía a varios excelentes individuos experimentados en las artes selváticas y las tradiciones de la vida en tierras vírgenes, pero carecían de encanto y simpatía. Eran serios y taciturnos. Comprendían íntimamente los encantos de la selva, pero no podían explicárselo a otras personas. Sus clientes nunca volvían a contratarlos. Sus nombres no eran mencionados con frecuencia en los palacios de Europa o en los clubes exclusivos de Londres, Nueva York y Berlín. Nadie clamaba por sus servicios.

Este muchacho no caía en esa categoría. Se mostraba bien dispuesto y con deseos de agradar. Era moderado, simpático y tenía tacto. Era elocuente. Tenía un sentido del humor peculiar y seco. Era atractivo. Le caía bien a la gente. Percy sonrió para sí. «Demonios, incluso a mí me gusta».

Cuando llegaron al club, Percy le hizo estacionar el auto justo delante de la puerta principal. Condujo a León a la larga barra donde una docena de clientes habituales, la mayoría de ellos viviendo de las remesas enviadas por sus familias en Inglaterra, ya había ocupado todos los asientos.

—Caballeros —se dirigió Percy a los allí presentes—, quiero que conozcan a mi nuevo aprendiz, y luego voy a conducirlos afuera para mostrarles un par de colmillos. ¡Y qué par de colmillos!

Cuando salieron todos hacia el frente del edificio descubrieron que ya se había corrido la voz como un rayo en todo el pueblo y una pequeña multitud estaba reunida alrededor del auto. Percy los invitó a todos al bar.

Para el momento en que Hugh Delamere entró al bar cojeando de la pierna que había sido masticada hacía muchos años por un león, la reunión era ruidosa. Ésta era una situación que mucho agradaba a milord. Como ocurría con muchos ex alumnos de las mejores escuelas inglesas, Delamere disfrutaba de las reuniones bulliciosas que terminaban con mobiliario roto y otros daños periféricos. Esa noche estaba acompañado por el coronel Penrod Ballantyne. Felicitaron a León por su destreza como cazador y Delamere le sirvió una medida grande de whisky Talisker de su reserva particular, que guardaba debajo del bar. Luego desafió a tío y sobrino a una carrera aérea que consistía en correr alrededor de la gran sala sin tocar el piso. En un momento dado, los estantes detrás del bar no pudieron soportar el peso de milord y cayeron con gran estrépito de botellas rotas. Poco antes de la medianoche, uno de los residentes del club entró al bar para quejarse del ruido. Milord lo encerró en la bodega por el resto de la noche.

Unas horas después Percy fue llevado con los pies hacia adelante a la sala del billar para ser depositado sobre el paño verde de la mesa. León alcanzó a llegar al asiento delantero del auto, donde pasó lo que quedaba de la noche.

Despertó con un dolor de cabeza abominable.

—Buenos días, effendi. —Ishmael estaba de pie junto a la camioneta con un humeante jarro de café negro en la mano—. Le deseo un día perfumado de jazmines. —El café lo revivió lo suficiente como para hacer llamar a Manyoro. Entre ambos pudieron poner en marcha el automóvil y conducir por la calle principal, hasta las oficinas centrales de la Compañía de Comercio Gran Lago Victoria. Debajo del nombre en el mismo cartel, se habían borrado recientemente otras palabras por orden directa de Su Excelencia el Gobernador. Sin embargo, el texto supuestamente eliminado todavía podía leerse debajo de la única mano de pintura que se suponía debía borrarlo: «Nombrado por Su Majestad el Rey de Inglaterra proveedor de artículos raros y de alta calidad». El texto original no censurado decía: «Comerciante en oro, diamantes, tallas de marfil y curiosidades, y toda clase de productos naturales. Artículos de todo tipo para la venta. Propietario: caballero Goolam Vilabjhi».

El propietario se apresuró a recibir a León cuando entró por la puerta principal, llevando el más pequeño de los colmillos. El señor Goolam Vilabjhi era un hombrecito bien alimentado con una brillante sonrisa.

—¡Por todos los cielos, teniente Courtney, para mí y mi establecimiento humilde éste es un muy grande honor!

—Buenos días, señor Vilabjhi, pero ya no soy más un teniente —explicó León mientras colocaba el colmillo sobre el mostrador.

—Pero usted todavía es el jugador de polo más grande de África y me han dicho que se ha convertido en un importante shikari. Y por lo que veo, trae usted la prueba de ello. —Llamó a los gritos a la señora Vilabjhi en la parte de atrás de la tienda pidiéndole que trajera café y frutas confitadas; luego hizo pasar a León entre hileras de estantes muy cargados para llegar al diminuto cubículo que era su oficina. Una biblioteca que ocupaba una pared entera estaba llena con los veintidós volúmenes del Complete Oxford English Dicíionary, un juego completo de la Encyclopedia Britannica, la Guía de la nobleza y pequeña aristocracia de Burke y varias docenas de historias de los reyes de Inglaterra, su pueblo y su lengua. El señor Vilabjhi era un ardiente anglófilo, monárquico y defensor de la lengua inglesa.

—Por favor, tome asiento, distinguido señor. —La señora Vilabjhi entró apresuradamente con la bandeja de café. Ella era todavía más rolliza que su marido e igualmente amable. Una vez que llenó los vasos con el negro, espeso y pegajoso líquido, su marido la hizo salir y se volvió a León—. Ahora, dígame, sahib, ¿qué desea usted?

—Quiero venderle ese colmillo.

El señor Vilabjhi pensó en ello durante tanto tiempo que León se estaba poniendo intranquilo. Al final dijo:

—Ay, ay, ay, mi muy reverenciado sahib, no le compraré a usted ese marfil.

León se mostró sorprendido.

—¿Por qué demonios no va a comprarlo? —preguntó—. ¿Acaso no es usted un comerciante de marfil?

—¿Alguna vez le conté, sahib, que yo fui mozo de cuadra o, como decimos en la India, un syee, en las cuadras del maharajá de Cooch Behar? Soy el más grande admirador y conocedor del real juego de polo y de los hombres que lo juegan.

—¿Y ésa es la razón por la que usted no va a comprarme mi colmillo? —preguntó León.

El señor Vilabjhi se rio.

—Ése es un buen chiste, sahib. ¡No! La razón es que si compro ese colmillo, lo enviaré a Inglaterra para que lo conviertan en teclas de piano o lo recorten hasta convertirlo en bolas de billar de hermosos colores. Entonces va a odiarme. Algún día, cuando usted sea un anciano, recordará lo que hice con su trofeo y se dirá a usted mismo, “¡Diez mil maldiciones caigan sobre la cabeza de aquel villano infame y tremendo sinvergüenza, aquel caballero Goolam Vilabjhi!”.

—Por otro lado, si usted no lo compra, invocaré cien mil maldiciones sobre su cabeza ahora mismo —le advirtió León—. Señor Vilabjhi, necesito el dinero y lo necesito con urgencia.

—¡Ah! El dinero es como la marea de los océanos. Va y viene. Pero un colmillo como éste nunca más volverá a ver en toda su existencia.

—En este momento mi marea está muy lejos, más allá del horizonte.

—Entonces, sahib, tenemos que encontrar algún truco o, como nos gustaba decir en Cooch Behar, alguna estratagema para satisfacer nuestros diferentes deseos. —Se detuvo por un momento más en una pose y actitud de profunda reflexión; luego levantó un dedo y se tocó la sien—. ¡Eureka! Lo tengo. Usted dejará el colmillo conmigo como garantía, y yo le prestaré el dinero que necesita. Me pagará un interés del veinte por ciento anual. Luego, un día, cuando usted sea el shikari más famoso y renombrado de África, volverá a mí y me dirá: «Mi amigo querido y de confianza, caballero Goolam Vilabjhi, he regresado a pagar la deuda que tengo con usted». ¡Entonces, yo le devolveré su espléndido y maravilloso colmillo y seremos amigos para toda la vida hasta el momento en que dejemos este mundo!

—Mi amigo querido y de confianza, caballero Goolam Vilabjhi, invoco diez mil bendiciones sobre su cabeza. —León se rio—. ¿Cuánto puede darme?

—Me he enterado de que ese colmillo pesa sesenta y cuatro kilos.

—¡Por Dios! ¿Cómo lo sabía?

—Toda criatura humana viviente en Nairobi ya lo sabe. —El señor Vilabjhi inclinó su cabeza a un lado—. A treinta chelines el kilo, creo que puedo adelantarle la imponente suma de noventa y seis libras esterlinas en soberanos de oro. —León parpadeó. Aquella suma de dinero era mayor de lo que alguna vez había tenido en sus manos.

Antes de abandonar la tienda del señor Vilabjhi, hizo su primera compra. Sobre uno de los estantes detrás del mostrador había visto una pila pequeña de paquetes de cartón rojos y amarillos con la cabeza de león característica de la marca Kynoch, el mayor fabricante de cartuchos de Gran Bretaña. Cuando examinó las cajas en detalle, vio con placer que estaban identificadas como «H&H 470 Royal Nitro Express. 32,5 gramos. Sólido». De los diez cartuchos que Verity O’Hearne le había dejado como parte de su obsequio, sólo le quedaban tres. Había hecho cinco disparos para controlar la mira del rifle y dos más para matar al enorme elefante macho.

—¿Cuánto cuestan esas balas, señor Vilabjhi? —preguntó, vacilando, y tragó saliva a la espera de una respuesta.

—Para usted, sahib, y sólo para usted, haré mi mejor precio especial. —Miró al techo como si pidiera inspiración a Kali, Ganesha y a todos los demás dioses hindúes. Luego dijo—: Para usted, sahib, el precio es cinco chelines por cada bala.

Había diez paquetes y cada uno contenía cinco proyectiles. León hizo un rápido cálculo mental y el resultado lo horrorizó. ¡Doce libras y diez chelines! Tocó el pesado bulto en su bolsillo superior. «¡No puedo permitírmelo!», se dijo a sí mismo. «Por otro lado —se respondió—, ¿qué clase de cazador profesional sale a la selva con sólo tres balas en su cinturón?» De mala gana metió la mano en el bolsillo y sacó la bolsa de lona del banco que hacía apenas un momento había puesto allí.

La marea de su fortuna había regresado, muy bien; pero con la misma velocidad comenzaba a retirarse, tal como el señor Vilabjhi le había advertido que ocurriría.

Manyoro e Ishmael todavía estaban esperando delante de la tienda. León les pagó los sueldos que les debía.

—¿Qué vas a hacer con todo ese dinero? —le preguntó a Manyoro.

—Compraré tres vacas. ¿Qué otra cosa, bwana? —Manyoro sacudió la cabeza ante una pregunta tan tonta. Para un masai, el ganado era la única riqueza auténtica.

—¿Y tú, Ishmael?

—Lo enviaré a mis esposas en Mombasa, effendi. —Ishmael tenía seis esposas, el máximo que el Profeta permitía, y eran tan voraces como una manga de langostas.

León fue en coche al cuartel de los RAR, con Ishmael y Manyoro. Encontró a Bobby Sampson deprimido sobre una jarra de cerveza en el casino de oficiales. Su amigo mejoró cuando lo vio y se alegró mucho más cuando León le pagó las quince guineas que le debía por el Vauxhall; tanto, que lo invitó con una cerveza.

Del cuartel, León se dirigió en coche hacia los corrales en las afueras del pueblo.

—Manyoro, deseo enviar una vaca a Lusima Mama para agradecerle por su ayuda en el asunto del elefante.

—Un obsequio es lo que se acostumbra, bwana —estuvo de acuerdo Manyoro.

—Nadie conoce de ganado vacuno más que tú, Manyoro.

—Eso es verdad, bwana.

—Cuando hayas escogido a tus propios animales, escoge uno para Lusima Mama y arregla un precio con el vendedor.

Eso le costó otras quince libras a León, pues Manyoro eligió el mejor animal en el corral.

Antes de que Manyoro partiera de regreso al monte Lonsonyo, León le dio una bolsa de lona con chelines de plata.

—Esto es para Loikot. Si sigue hablando con sus amigos y nos trae las noticias, habrá muchas más bolsas de chelines. Dile que ahorre todo el dinero y pronto tendrá lo suficiente para comprarse una buena vaca. Vete ahora, Manyoro, y regresa pronto. Bwana Samawati tiene mucho trabajo para nosotros.

Arreando a las vacas delante de él, Manyoro tomó la ruta llena de baches que conducía al valle del Rift. Cuando llegó a la primera curva, se dio vuelta y le gritó a León:

—Espéreme, mi hermano, porque regresaré en diez días.

León regresó al club para recoger a Percy Phillips. Lo encontró desplomado en uno de los sillones del amplio porche que daba al soleado jardín. Estaba de un humor horrible. Sus ojos estaban inyectados de sangre, su barba estaba desordenada y el rostro, tan arrugado como la chaqueta caqui para la selva con la que había pasado la noche.

—¿Dónde diablos estaba? —le gruñó a León y, sin esperar una respuesta, bajó los escalones hacia donde estaba el vehículo rugiendo y lanzando gas azul por el escape. Su expresión se aflojó un poco cuando vio el colmillo sobre el que Ishmael estaba sentado—. Bien, gracias al Señor que todavía tiene eso. ¿Qué pasó con el otro?

—Se lo vendimos al infiel Vilabjhi, effendi. —Ishmael había adquirido el hábito de referirse a su amo con el plural mayestático.

—¡Ese bribón! Apuesto a que lo estafó —dijo Percy, y subió al asiento delantero. No volvió a hablar hasta que estuvieron saltando por la peor y última parte del camino al campamento Tandala.

—Logré hablar un poco con su tío Penrod anoche. Había recibido un cable del Departamento de Estado estadounidense. El presidente de los Estados Unidos de Norteamérica y su séquito entero llegarán a Mombasa en dos meses a bordo del vapor alemán de lujo Admiral para comenzar el gran safari. Debemos estar listos para ellos.

Cuando estacionaron delante de la carpa-comedor, Percy gritó pidiendo que le trajeran té. Dos tazas de la infusión le restituyeron su sensación de bienestar y el buen humor.

—Tome su lápiz y su libreta —le ordenó a León.

—No tengo ninguna de esas cosas.

—En el futuro serán los artículos más esenciales de su equipo. Incluso más que el rifle y el frasco de quinina. Tengo algunos en mi biblioteca. Usted puede reponerlos la próxima vez que vaya a la ciudad. —Envió a uno de los criados a buscarlos, y pronto el lápiz de León estaba listo sobre la primera página.

—Bien, he aquí un panorama general de lo que va a ser este safari. Aparte del Presidente, estará su hijo, un muchacho de más o menos la misma edad que usted, y sus invitados, el señor Alfred Pease, lord Cranworth y Frederick Selous.

—¡Selous! —exclamó León—. Es una leyenda africana. Me crié con sus libros. Pero debe de ser un anciano.

—De ninguna manera —replicó Percy—. No creo que siquiera llegue a los sesenta y cinco todavía.

León estaba a punto de señalar que con sesenta y cinco años era más que anciano, cuando vio la mirada amenazadora de Percy. Comprendió que para Percy Phillips la edad era un tema sensible y se retiró de aquel campo minado en el que había estado a punto de meter la pata.

—Ah, entonces, todavía es muy joven —se apresuró a decir.

Percy asintió con la cabeza y continuó.

—El Presidente ha contratado a otros cinco cazadores blancos aparte de mí. A los que conozco bien son Judd, Cunninghame y Tarlton, todos excelentes tipos. Supongo que traerán a sus aprendices consigo. Entiendo, por lo que dijo Penrod, que habrá más de veinte naturalistas y taxidermistas del Instituto Smithsonian, el museo que patrocina parcialmente el safari. Le pregunté a Penrod acerca de reporteros y otros miembros de la prensa, pero me dice que el Presidente ha prohibido su presencia. Después de dos períodos completos en el poder, ha llegado a valorar su privacidad.

—¿Así que no habrá ningún periodista? —León levantó la vista de la libreta.

—No se preocupe por eso. Nadie que sea medianamente conocido puede escapar de esas cucarachas. La American Associated Press enviará una plaga de ellos, pero irán en un safari distinto que seguirá atentamente al nuestro todo el camino, enviando material a Nueva York cada vez que puedan. Una peste en todos los hogares.

—Eso quiere decir que nuestro safari estará compuesto por más de treinta personas. Habrá que ocuparse de una pequeña montaña de equipaje, equipo y provisiones.

—Efectivamente —acordó Percy con sarcasmo—. El cálculo aproximado inicial de Nueva York es que embarcarán alrededor de noventa y seis toneladas. El resto será comprado acá. Eso incluirá cinco toneladas de sal para proteger los especímenes y los trofeos, y forraje para los caballos. El envío desde los Estados Unidos llegará antes que el grupo principal, lo cual nos dará tiempo de traerlo de la costa y repartirlo en bultos de treinta kilos para los porteadores.

—¿Cuántas monturas necesitarán? —preguntó con interés León.

—Piensan hacer gran parte de la cacería a caballo. El Presidente quiere al menos treinta animales —contestó Percy—. Éste es un campo en el que usted es un experto, así que, entre sus otros servicios, lo dejo a cargo de los caballos. Tendrá que reclutar a un equipo de syces confiables para que los cuide. —Se detuvo—. Y, por supuesto, los dos automóviles también serán su responsabilidad. Quiero usarlos para reabastecer elementos como comida fresca en los lugares en que el Presidente esté acampado, en cualquier momento.

—¿Dos automóviles? Usted tiene sólo uno.

—Estoy requisando otro vehículo, el suyo, por la duración del safari. Es mejor que usted se asegure de que ambos funcionen correctamente. —Percy no hizo ninguna mención de la remuneración por el uso del vehículo de León, o por el costo de las reparaciones para volver a ponerlo sobre sus cuatro ruedas y hacer que éstas rodaran—. Lord Delamere nos va a prestar su chef del Hotel Norfolk. Habrá cuatro o cinco cocineros subalternos. Voy a incluir a su hombre Ishmael para trabajar en las cocinas de campamento. Ah, a propósito, Cunninghame va a reclutar a unos mil porteadores nativos para que lleven el equipaje y las provisiones para el safari. Anoche le dije que usted hablaba bien el swahili y que estaría feliz de ayudarlo con esa tarea.

—¿Le mencionó usted que yo también estaría encantado de ayudarlo en la cacería propiamente dicha? —preguntó León con gesto inocente.

Percy levantó una abultada ceja.

—¿En serio? Dada su gran experiencia, estoy seguro de que el Presidente se sentiría honrado de tenerlo como guía. Sin embargo, usted tendrá muchas otras tareas importantes para entretenerlo, jovencito. —Esa forma especial de tratarlo estaba empezando a irritar a León, pero se había dado cuenta de que ésa era precisamente la razón por la que Percy la usaba con tanta frecuencia.

—Tiene usted mucha razón, señor. No había pensado en eso. —Y le devolvió su mejor sonrisa a Percy.

Éste tuvo problemas para evitar sonreír. Le gustaba cada vez más que el muchacho aceptara lo que le encomendaba sin lloriquear. Se ablandó.

—Habrá muchas más de mil bocas para alimentar. Según las leyes de caza de la colonia, los búfalos están considerados plaga. No hay ningún límite para la cantidad que se desee matar. Una de sus tareas será proveer de carne al safari. Usted podrá cazar todo lo que su corazón pueda desear. Se lo aseguro.

Dos meses y seis días después, el vapor alemán de pasajeros Admiral entró en la laguna Kilindini, el puerto de aguas profundas que servía de puerto para la ciudad costera de Mombasa. El cordaje de la nave brillaba con banderines de color. Al tope del palo mayor se veía la bandera de los Estados Unidos y en el de mesana, las águilas negras del Káiser de Alemania. En la cubierta principal la banda tocaba con energía el Himno Nacional de los Estados Unidos y «Dios salve al Rey». La playa estaba atestada de espectadores y dignatarios del gobierno, encabezados por el gobernador del territorio y el comandante del ejército de Su Majestad en África Oriental Británica, todos con uniformes de gala, incluidos los sombreros de tres picos con plumas y las espadas en las caderas.

Detenida en las aguas profundas, una flotilla de barcazas y fuertes botes de remo esperaba para transportar a los pasajeros a la playa. El presidente coronel Teddy Roosevelt y su hijo fueron los primeros en bajar a uno de los botes. Mientras los ilustres visitantes ocupaban sus asientos y los remeros dirigían el bote hacia la playa, las oscuras nubes de lluvia que amenazaban sobre la laguna abrieron sus compuertas y dejaron caer un aguacero torrencial sobre la escena, con un aluvión de truenos y relámpagos. Roosevelt llegó a la playa transportado sobre las aguas poco profundas en las espaldas de un musculoso porteador semidesnudo. Su chaqueta de caza estaba empapada y él estaba muerto de risa. Aquél era el tipo de aventura que más le gustaba.

El gobernador se acercó presuroso a saludarlo, agarrando con una mano el penacho de blancas plumas de avestruz de su sombrero de tres picos, y con la otra, tratando de desenredar su espada de entre las piernas. Había puesto su tren particular a disposición del Presidente y su séquito. Tan pronto estuvieron todos a salvo a bordo, las nubes desaparecieron y el sol brilló sobre las agitadas aguas de la laguna. La gran multitud estalló en un coro cantando «Porque es un buen compañero». El rollizo Teddy Roosevelt estaba de pie sonriendo y radiante, apoyado en la barandilla del vagón principal, y agradeció las aclamaciones mientras el maquinista hacía sonar el silbato y el tren arrancaba dando comienzo al viaje hacia el interior, hacia Nairobi.

Ciento cincuenta kilómetros tierra adentro el tren se detuvo en el desvío Voi, el extremo sur de las vastas llanuras que se extendían entre los ríos Tsavo y Athi. Un banco de madera había sido instalado a manera de plataforma de observación sobre el paragolpes delantero de la locomotora. El Presidente y Frederick Selous subieron y se acomodaron sobre el banco. Selous era el más admirado de todos los cazadores africanos, autor de muchos libros de viajes y aventuras, y un naturalista que había dedicado su vida a estudiar y apreciar a los animales del gran continente. Famoso por su fortaleza y determinación, se decía de él que «cuando todos los demás quedan a la orilla del camino, Selous sigue adelante hasta el final». Su físico era robusto; su barba, gris acero; tenía una mirada firme y de largo alcance, y su expresión era delicada y piadosa. Selous y Roosevelt, aunque tan diferentes en su apariencia, eran almas gemelas en las tierras salvajes.

Mientras el tren resoplaba por las llanuras de Tsavo, llenas de manadas de antílopes hasta el horizonte, los dos grandes hombres no dejaban de hablar entre ellos sobre las maravillas que los rodeaban. Cuando oscureció, se retiraron a la comodidad del vagón del gobernador. Cuando el tren llegó a la estación de Nairobi temprano a la mañana siguiente, toda la población estaba en la plataforma para ver, aunque no fuera más que por un momento, al Presidente.

Para los días siguientes se había organizado un programa de recepciones, bailes y encuentros deportivos que incluían polo y carreras de caballos, para agasajarlo. Pasó una semana antes de que Roosevelt terminara con sus obligaciones sociales y el safari estuviera listo para partir. Otra vez viajaron en tren hasta el remoto desvío en pleno monte, en las planicies de Kapiti. Cuando llegaron, el safari estaba formado como un pequeño ejército para encontrarse con ellos.

A la mañana siguiente, cuando comenzó la marcha, el Presidente, con Selous y su hijo a cada lado, cabalgaba encabezando la columna. Detrás de ellos, llevada por un askari uniformado, iba la bandera de los Estados Unidos flameando en la brisa. Luego seguía la banda de marchas de los RAR, ofreciendo una interpretación aproximada de «Dixie». El resto del grupo de más de mil personas se extendía hacia atrás a lo largo de tres kilómetros sobre la pradera.

León Courtney no formaba parte de esa multitud. Durante las pasadas seis semanas había estado instalando montones de provisiones en los pozos de agua a lo largo de la ruta prevista del safari.

A regañadientes, Percy Phillips le había dado un ayudante a León. Al principio León se había sentido horrorizado.

—¿Hennie du Rand? —protestó—. Lo conozco. Es un afrikáner de Sudáfrica. El tipo luchó contra nosotros en la guerra. Actuó bajo el mando del famoso Koos de la Rey. Sólo Dios sabe cuántos ingleses mató.

—La Guerra de los Bóers terminó hace varios años —observó Percy—. Hennie puede ser un personaje duro, pero en el fondo es un buen tipo. Como la mayoría de los bóers, es un verdadero conocedor de la vida salvaje y ha matado a más elefantes y búfalos que cualquier otro hombre que yo conozca. También es un buen mecánico de motores. Puede ayudarlo a mantener en buen estado los vehículos y conducir uno. Usted necesitará que alguien lo ayude a matar suficiente cantidad de búfalos para mantener al safari bien provisto de carne fresca, y no hay nadie mejor que él. Puede aprender mucho de él, si sabe escuchar. Pero su principal recomendación es que trabajará por su comida y algunos chelines al día.

—Pero… —dijo León.

—No más peros. Hennie es su ayudante, y es mejor que se acostumbre a ello, jovencito.

En apenas las primeras pocas semanas, León descubrió que Hennie era no sólo un trabajador infatigable, sino que sabía mucho más acerca de mantenimiento de motores y de la vida en el monte que León, y estaba más que dispuesto a compartir esos conocimientos con él. Sus relaciones con el personal eran excelentes. Había vivido con personas de las tribus africanas toda su vida y comprendía sus hábitos y costumbres. Los trató con humor y respeto. Hasta les gustaba a Manyoro y a Ishmael. León descubrió en él una buena compañía para sentarse alrededor de la fogata en las noches, y era un fascinante contador de historias. Tenía más de cuarenta años y era flaco y musculoso. Su barba era entrecana y la cara y los brazos mostraban un oscuro bronceado. Hablaba con un fuerte acento afrikaans.

Ja, my jong boet —le dijo a León, después de haber seguido a pie una manada de búfalos, matando a ocho hembras jóvenes y gordas con igual cantidad de disparos—. Sí, mi joven amigo. Parece que vamos a poder hacer un cazador de usted todavía.

Con la ayuda de Manyoro y otros cuatro hombres desollaron, destriparon y descuartizaron a los animales muertos, para cargarlos en los dos vehículos y entregarlos a menos de un kilómetro del enorme campamento principal del safari presidencial. Eso era lo más cerca que Percy les permitía llegar. No quería que el Presidente y Selous fueran molestados por el ruido de los motores. Otro grupo de porteadores llegó desde el campamento para llevar la carne.

Cuando quedaron solos, León y Hennie dejaron el Vauxhall más viejo debajo de una afzelia africana e instalaron una polea en la rama principal del árbol. Levantaron la parte trasera del coche y entre ambos sacaron el diferencial, que había estado haciendo un alarmante ruido metálico. Empezaban a desmantelar la pieza en cuestión y a colocar las partes sobre un gastado cuadrado de lona impermeable cuando oyeron el ruido de cascos de caballos que se acercaban. El jinete era un joven que llevaba pantalones de montar y un sombrero de ala ancha. Desmontó y ató su caballo; luego se acercó hasta donde estaban trabajando.

—Hola. ¿Qué están haciendo? —Habló arrastrando las palabras, con un inconfundible acento nasal estadounidense.

Antes de responder, León lo miró de arriba abajo. Sus botas de equitación eran costosas y los pantalones caqui estaban recién lavados y planchados. Tenía una cara agradable, pero no muy atractiva. Cuando se quitó el sombrero, apareció el pelo de un color castaño indefinido, pero su sonrisa era amistosa. León tuvo la impresión de que ambos eran casi de la misma edad. El otro no tendría más de veintidós años como máximo.

—Tenemos un problemita con este viejo carromato —explicó León, y el desconocido sonrió.

—Tienen un problemita con este viejo carromato —repitió—. Dios mío, adoro ese acento inglés. Podría escucharlo todo el día.

—¿Qué acento? —lo imitó León—. Yo no tengo ningún acento. Pero tú, tú sí que tienes un acento gracioso. —Se echaron a reír.

El desconocido extendió la mano.

—Me llamo Kermit. —León se miró la palma de sus manos llenas de grasa negra—. No hay problema —le aseguró Kermit—. Me encanta juguetear con los coches. Tengo un Cadillac en casa.

León se limpió la mano en los pantalones y la extendió.

—Yo soy León, y este tipo zaparrastroso es Hennie.

—¿Molesto si me siento un rato?

—Ya que eres tan buen mecánico, puedes darnos una mano. ¿Qué tal si sacamos esta cadena y el piñón? Toma una llave inglesa.

Trabajaron concentrados y en silencio durante varios minutos, pero tanto León como Hennie observaban con disimulo al recién llegado. Por fin, Hennie dio su opinión sotto voce.

Hy weet wat hy doen.

—¿Qué lengua es ésa, y qué dijo Hennie?

—Es afrikaans, una versión africana del holandés, y dijo que sabes lo que estás haciendo.

—Ustedes también, amigos.

Siguieron trabajando por un rato, luego León le preguntó:

—¿Eres parte del gran circo Barnum y Bailey?

Kermit se rio divertido.

—Sí, supongo que sí.

—¿Cuál es tu trabajo? ¿Eres del Instituto Smithsonian?

—Se podría decir que sí, aunque la mayor parte del tiempo me quedo por ahí escuchando a un grupo de ancianos diciendo montones de cosas acerca de cuánto mejor era todo en sus tiempos —respondió Kermit.

—Parece muy divertido.

—¿Ustedes cazaron todos esos búfalos que llevaron al campamento esta mañana?

—Es parte de nuestro trabajo mantener al día la provisión de carne del campamento.

—Eso sí que es divertido. ¿Les molesta si voy con ustedes la próxima vez que salgan de cacería?

León y Hennie intercambiaron una mirada. Luego León preguntó con cautela:

—¿Qué calibre es el rifle que llevas?

Kermit se dirigió a su caballo y sacó el arma de su funda debajo del faldón de la montura. Volvió y se la pasó a León, que movió la palanca de acción manual para verificar que la recámara estuviera vacía y luego se la puso sobre el hombro.

—Un Winchester 405. Tengo entendido que es un buen rifle para búfalos, pero que patea como los puñetazos de Bob Fitzsimmons —dijo—. ¿Eres bueno con él?

—Creo que sí. —Kermit recuperó el arma—. Lo llamo Gran Medicina.

—Muy bien. Encontrémonos aquí pasado mañana a las cuatro de la mañana.

—¿Por qué no me recogen en el campamento principal?

—Está prohibido —explicó León—. A nosotros, formas inferiores de vida animal, no se nos permite molestar a los grandes y poderosos.

A las cuatro de la mañana todavía estaba oscuro, y él y Hennie fueron al lugar del encuentro, seguidos por los desolladores y los rastreadores con un grupo de mulas; allí estaba Kermit esperándolos. León se sorprendió. Había dudado de que apareciera. Siguieron un rastro de presas durante las horas que quedaban de oscuridad. Manyoro caminaba adelante para advertir la presencia de tocones y agujeros. Hacía frío y Kermit se acurrucaba debajo de una pieza de lona impermeable para protegerse del viento. Cuando el rastro llegó al lecho de un río seco que era un obstáculo insuperable para los vehículos, detuvieron el vehículo debajo de un árbol y bajaron. Cuando sacaron los rifles, Kermit observó atentamente el de León.

—Esa arma ha tenido una vida larga.

—Ha visto algo de acción —aceptó León. Percy le había prestado un muy viejo y maltrecho Jeffreys 404 de su propia colección de armas porque su munición costaba menos de la cuarta parte que la del Holland 479 y era más fácil de conseguir. A pesar de su aspecto, el arma era exacta y confiable, pero León no se sentía orgulloso de ella.

—¿Eres bueno con ella? —se burló discretamente Kermit.

—En un buen día.

—Esperemos que hoy sea un buen día —lo acicateó el otro.

—Ya lo veremos.

—¿Adonde nos estamos dirigiendo? —Kermit cambió de tema.

—Ayer a última hora Manyoro descubrió una manada grande que se movía en esta dirección. Él nos está llevando.

Bajaron al lecho y pasaron junto a un enorme charco verde cuyas aguas no se habían secado todavía desde la anterior estación de lluvias. Los bordes habían sido pisoteados por muchos animales, incluyendo manadas de búfalos, que bebían en él con regularidad. Subieron por la otra orilla hacia un área de acacias en flor y claros abiertos cubiertos de verde hierba nueva. El amanecer llegó esplendoroso, con su aire fresco y suave. Los habitantes de la selva despertaban a la vida. Los hombres se detuvieron por varios minutos en un claro para observar a un grupo de mandriles que buscaban insectos y raíces para alimentarse. Eran conducidos por machos jóvenes, alertas y atentos al peligro. Detrás de ellos seguían las hembras, con sus colas en alto para exhibir sus desnudos traseros rosados y partes íntimas, anunciando su madurez y disponibilidad. Algunas llevaban las crías en el lomo, como jinetes. Los pequeños más crecidos retozaban y se perseguían con bravuconadas en el claro. En la retaguardia, los enormes machos mayores se movían con arrogancia y pavoneándose, listos para correr hacia adelante para enfrentar cualquier amenaza que los machos más jóvenes en la vanguardia descubrieran. Una pequeña manada de antílopes jeroglífico, animales de cuerpo delicado con cuernos en espiral y rayas color crema sobre los hombros, acompañaba al grupo. Usaban la avanzada de simios vigilantes como centinelas y vigías, para evitar leopardos y otros predadores.

Cuando el desfile de animales pasó, los hombres continuaron; pero se detuvieron otra vez detrás de Manyoro cuando éste señaló con su lanza la tierra blanda en el otro lado del claro, que había sido pisoteada por el paso de grandes pezuñas.

—Ésa es la manada.

—¿Cuántos, Manyoro?

—Doscientos, quizá trescientos.

—¿Cuándo?

Manyoro trazó un breve arco sobre el cielo del amanecer.

—Menos de una hora —tradujo León para Kermit—. Están comiendo lentamente mientras se dirigen hacia un refugio más espeso debajo de las colinas donde permanecerán tendidos durante el calor del mediodía. Recuerda ahora lo que te dije. Les disparamos sólo a las hembras de tres y cuatro años.

—¿Por qué no podemos dispararles a los machos grandes? —objetó Kermit.

—Porque la carne es dura como los neumáticos del coche y sabe mucho peor. Ni siquiera un ndorobo hambriento la tocaría. Kermit asintió tristemente con la cabeza. León miró otra vez a Manyoro.

—Sigue la huella —ordenó.

No habían andado más de un kilómetro y medio cuando el monte abierto se hizo mucho más denso. A poca distancia se volvió tan espeso que no podían ver a través de él a más de unos pocos metros. De pronto Manyoro alzó la mano y se detuvieron para escuchar. Desde adelante llegaba el crujido de muchos cuerpos grandes que se movían a través del sotobosque, y luego escucharon el bramido quejoso de un ternero destetado pidiendo a gritos la ubre de su madre.

León se inclinó hacia Kermit y susurró:

—¡Bien! Aquí vamos. No dispares hasta que uno de nosotros lo haga. Tenemos que acercarnos lo suficiente para poder darles en los sesos. No les dispares al cuerpo. No queremos dañar la carne y no será muy bueno para nuestra salud tener que seguir a un búfalo herido a través de esta espesura. —Le hizo una seña con la cabeza a Manyoro y continuaron.

Entraron en un área de segundo crecimiento donde, en la anterior temporada seca, un incendio de bosques lo había quemado todo. La maleza era suficientemente baja para dejar a la vista a cientos de oscuros lomos bovinos, pero bastante alta para cubrir el resto de sus cuerpos. La manada estaba comiendo cuando ellos se acercaron, así que tenían las cabezas bajas. Entonces, uno se irguió y los miró directamente. La base de los cuernos se unía por encima de su cabeza en un bulto redondeado y las puntas se curvaban hacia abajo a cada lado, lo que daba a la bestia un aspecto de tristeza. Se quedaron inmóviles de inmediato y el búfalo no pareció reconocerlos como humanos. Estaba masticando un bocado de hierba áspera, y después de un rato bufó y bajó la cabeza para continuar con la comida.

—Manyoro, esto es demasiado espeso —susurró León—, pero han cambiado de dirección. Parece que no piensan quedarse acá hasta mucho más tarde en el día. Ahora están retrocediendo hacia el río que cruzamos más temprano esta mañana. Creo que van a beber en aquel charco.

Ndio, bwana. Nos han llevado en círculo. El río corre precisamente por este lado de esa colina pequeña. —Manyoro señaló una elevación rocosa a menos de dos kilómetros hacia adelante.

—Debemos adelantarnos a la manada para esperarlos, echados, al otro lado del charco —ordenó León.

En fila india, Manyoro los llevó al trote, rodeando a la manada que se movía lentamente, manteniéndose con el viento a favor. Una vez que se adelantaron, se lanzaron a la carrera y corrieron a toda velocidad hacia el río. Cuando llegaron al lugar, continuaron hasta el otro lado del amplio lecho arenoso y tomaron posiciones entre los árboles en el lado más alejado.

No tuvieron que esperar demasiado tiempo antes de que los búfalos guías bajaran al lecho todos juntos. Bufando y mugiendo de sed, corrieron en estampida al charco, y cuando los animales conductores estuvieron con el agua hasta la panza, bajaron las cabezas y bebieron con avidez. El ruido que estaban haciendo era tan fuerte que ahogaron el susurro de León a Kermit.

—Elige una hembra en el lado de la manada más cerca de ti. El alcance es de treinta metros. Recuerda, apunta a la cabeza. Si yerras, sabré apoyar tu disparo.

—No erraré —respondió Kermit en otro susurro, y levantó el Winchester. Alarmado, León vio que el estadounidense estaba temblando. La boca del rifle se movía de manera irregular.

¡Fiebre de novato! Había reconocido los síntomas de la emoción incontrolable que puede dominar a un principiante cuando se encuentra por primera vez con una peligrosa pieza de caza mayor. Abrió la boca para pedirle que no disparara, pero el Winchester rugió y el cañón saltó alto en el aire. León vio la bala que rebotaba en el lomo de un macho enorme en el borde del charco para luego volar hasta darle en el cuarto trasero a la hembra que estaba detrás de él. Se dio cuenta de que el fuerte culatazo del Winchester le había hecho perder el equilibrio a Kermit y por el momento no podía vérselo. Antes de que pudiera recuperarse, León hizo dos tiros rápidos, volviendo a mover el cerrojo del Jeffreys suavemente sin bajar la culata del hombro. La primera bala le dio al macho herido justo debajo de la unión de sus cuernos y el animal cayó muerto antes de que golpeara el suelo. El segundo le dio a la hembra herida en el momento en que se preparaba para regresar corriendo barranco arriba. Le dio en la base del cráneo, en la coyuntura con la columna vertebral. La bestia cayó con la nariz hacia adelante sobre la arena blanca y quedó inmóvil.

A la izquierda de León, Hennie estaba trabajando con la rapidez de una máquina, disparándole a la manada de animales apiñados y aterrorizados. Con cada disparo, uno caía. Kermit se recuperó del culatazo del Winchester y vio que el macho al que le había disparado estaba muerto, como también lo estaba la hembra detrás de él. Dejó escapar un grito salvaje de vaquero.

Yee-ha! Bajé a dos con un tiro.

Levantó su rifle otra vez, pero León le gritó:

—¡Basta! No dispares. —Kermit pareció no escucharlo. Disparó otra vez. León dio media vuelta para seguir la trayectoria de su bala, listo para terminar a cualquier animal que hiriera. Pero esta vez Kermit había logrado un disparo perfecto al cerebro y otro búfalo macho cayó.

—¡Basta! —gritó León—. ¡Deja de disparar! —Empujó hacia abajo el cañón del rifle de Kermit cuando trató de levantarlo otra vez. Debajo de ellos la manada subió ruidosamente la orilla opuesta del lecho seco, y retumbó entre los arbustos, dejando nueve búfalos muertos tendidos alrededor del charco.

Kermit todavía estaba temblando por la emoción.

—¡Madre mía! —exclamó casi sin aliento—. Ésta fue la mejor diversión que alguna vez he vivido. ¡Conseguí tres búfalos con dos tiros! Debe de ser una especie de récord.

León estaba divertido ante su júbilo infantil. No se animaba a decirle lo que realmente había ocurrido y arruinarle la emoción. En cambio, se rio con él.

—¡Bien hecho, Kermit! —Le dio un ligero golpe en el hombro—. Qué buen disparo. Nunca he visto algo semejante. —Kermit le sonrió con gran entusiasmo. Ni por un momento León sospechó que esa pequeña mentira piadosa cambiaría para siempre su vida.

Para cuando terminaron de descuartizar los enormes cuerpos, ya estaba oscuro. En lugar de arriesgarse a viajar de noche por los senderos de los animales, que estaban llenos de tocones de árboles viejos y pozos de cerdos hormigueros que podían hacer añicos la suspensión del coche, acamparon al costado del cauce seco. Ishmael preparó lengua de búfalo para la cena, y después tomaron el café alrededor del fuego escuchando a las hienas, que habían sido atraídas por el olor a la sangre y los intestinos de los búfalos, y que aullaban y gritaban entre la maleza oscura alrededor del campamento. Hennie revolvió su mochila y encontró una botella, le sacó el corcho y se la ofreció a Kermit, que la sostuvo contra el fuego. Estaba medio llena con un pálido líquido marrón.

—El Presidente no permite licores fuertes en el campamento. No he tomado un verdadero trago en un mes. ¿Qué clase de veneno es esto? —preguntó con cautela.

—Mi querida tía en Malmesbury, allá en Ciudad del Cabo, lo hace con duraznos. Se llama mampoer. Te hará crecer el pelo en el pecho y pondrá perdigones en tu rifle de juguete.

Kermit tomó un trago. Sus ojos se abrieron muy grandes cuando tragó.

—Tú puedes llamarlo mam… lo que sea. Para mí es un licor destilado de contrabando… alcohol puro. —Se secó la boca con el dorso de la mano y le pasó la botella a León—. ¡Bebe un chorro de esto, compañero! —Todavía estaba eufórico, y León estaba aún más contento porque le había permitido atribuirse las muertes de los búfalos. La botella dio dos vueltas alrededor del fuego antes de quedar vacía. Los tres estaban de un humor expansivo.

—Así que, Hennie, tú eres de Sudáfrica. ¿Estuviste allí durante la guerra? —quiso saber Kermit.

Hennie pensó su respuesta por un minuto.

Ja, estuve ahí.

—Leímos mucho sobre eso en los Estados Unidos. Los periódicos decían que era algo como nuestra propia guerra contra el Sur. Muy dura y amarga.

—Para algunos de nosotros fue peor que eso.

—Da la impresión de que estuviste involucrado en la lucha.

—Estuve con De la Rey.

—Leí acerca de él —dijo Kermit—. Era el jefe de comandos más grande de todos. Cuéntanos algo sobre eso.

El mampoer había aflojado la lengua del habitualmente taciturno bóer. Se puso casi elocuente al describir la lucha en los campos de Sudáfrica, donde treinta mil agricultores bóers llevaron casi hasta sus límites el poderío militar del imperio más grande que el mundo alguna vez había visto.

—Jamás nos habrían obligado a rendirnos si ese maldito carnicero de Kitchener no se hubiera vuelto contra las mujeres y los niños que habíamos dejado en nuestras granjas. Quemó las granjas y mató el ganado. Arreó a todas las mujeres y los niños a sus campos de concentración y puso anzuelos de pesca en su comida para que escupieran sangre antes de morir. —Una sola lágrima se deslizó sobre una de sus curtidas mejillas marrones. La secó y se excusó tartamudeando—. ¡Ah! Lo siento. Es el mampoer, pero son malos recuerdos. Mi esposa, Annetjie, murió en los campos. —Se puso de pie—. Voy a acostarme. Buenas noches. —Recogió su manta enrollada y se alejó hacia la oscuridad. Después de que se retiró, Kermit y León permanecieron sentados en silencio por un rato. Su estado de ánimo era melancólico en ese momento.

León habló en voz baja.

—No eran anzuelos. La difteria fue la que los mató. Hennie no puede comprender que eso no fue deliberado de nuestra parte, pero las mujeres bóers habían vivido siempre en campo abierto. Cuando las pusieron a todas juntas, no tenían la menor ¡dea de la higiene. No sabían cómo mantener limpios los campamentos. Se convirtieron en sucios pozos que fueron el origen de la plaga. —Suspiró—. Después de la guerra, el gobierno británico ha tratado de compensarlos. Se han gastado millones de libras en el país para reconstruir las granjas. El año pasado se permitieron elecciones libres. Ahora un gobierno encabezado por los dos generales bóers, Louis Botha y Jannie Smuts, conduce el país. Nunca un vencedor ha tratado al vencido con tanta generosidad y magnanimidad como la que ha mostrado Gran Bretaña.

—Pero comprendo los sentimientos de Hennie —dijo Kermit—. Hay muchas personas en el Sur de nuestro país que, incluso después de cuarenta años, no han podido olvidarse y perdonar.

A la mañana siguiente Hennie actuó como si la conversación no hubiera ocurrido. Después de desayunar con café y las sobras de la lengua fría, subieron al coche. Los rastreadores y los desolladores acomodaron los trozos ensangrentados de los búfalos en las mulas de carga. Kermit persuadió a León para que lo dejara conducir el vehículo, y Hennie los siguió en el segundo coche.

Otra vez el humor de Kermit era alegre y despreocupado. A León le parecía una compañía agradable. Tenían mucho en común. A ambos los apasionaban los caballos, los automóviles y la caza, y tenían muchos temas para hablar. Aunque Kermit no dio más detalles, dejó entrever que tenía un padre rico y poderoso que dominaba su vida.

—Mi padre era igual —dijo León.

—¿Y tú qué hiciste?

—Le dije: «Papá, yo lo respeto, pero no puedo vivir según sus reglas». Entonces, me fui de casa y entré en el ejército. Esto fue hace cuatro años. No he vuelto desde entonces.

—¡Hijo de tu madre! Eso debe de haber requerido agallas. Muchas veces deseo poder hacer lo mismo, pero sé que nunca lo haré.

León descubrió que cuanto más conocía a Kermit, más le gustaba. «Qué diablos —pensó—. Dispara como un loco maniático, pero nadie es perfecto». Durante sus conversaciones, descubrió que Kermit era un entusiasta naturalista y ornitólogo. Tenía que serlo, si estaba en el Smithsonian, razonó León, y le dijo a Kermit que detuviera el coche cada vez que descubriera algún insecto, ave o animal pequeño interesante para mostrarle. Hennie continuó avanzando y desapareció en la distancia.

No estaban lejos del sitio donde Kermit había dejado el día anterior su caballo, apenas a unos kilómetros del campamento presidencial, cuando repentina e inesperadamente dos hombres blancos salieron de entre los arbustos para quedar en el camino delante de ellos. Estaban vestidos con ropa de safari, aunque ninguno llevaba un rifle. Sin embargo, uno estaba armado con una cámara grande y un trípode.

—¡Que se vayan al infierno! Los caballeros del cuarto poder —farfulló Kermit—. No puedo librarme de ellos. —Frenó hasta detener el vehículo—. Supongo que no hay más remedio que ser simpáticos y educados con ellos o nos van a destrozar.

El más alto de los dos desconocidos se acercó al lado del conductor.

—Disculpen, caballeros —dijo sonriendo, para tratar de congraciarse con ellos—. ¿Puedo abusar de su buen talante y hacerles algunas preguntas? ¿Están ustedes por casualidad relacionados con el safari del presidente Roosevelt?

—El señor Andrew Fagan de la Associated Press, supongo, para parafrasear las palabras inmortales del doctor David Livingstone. —Kermit echó su sombrero hacia atrás y le devolvió la sonrisa.

El periodista retrocedió, asombrado; luego lo miró con más atención.

—¡El señor Roosevelt hijo! —exclamó—. Por favor, perdóneme. No lo reconocí con esa ropa. —Tenía los ojos puestos en la ropa sucia y manchada de sangre de Kermit.

—¿Hijo de quién? —preguntó León.

Kermit se sintió incómodo, pero Fagan se apuró a responder.

—¿Usted no sabe con quién está viajando? Éste es Kermit Roosevelt, el hijo del presidente de los Estados Unidos de Norteamérica.

León se volvió a su nuevo amigo con mirada acusadora.

—¡No me lo dijiste!

—No me preguntaste.

—Podrías haberlo mencionado —insistió León.

—Eso habría cambiado las cosas entre nosotros. Siempre ocurre.

—¿Quién es este joven amigo suyo, señor Roosevelt? —quiso saber Andrew Fagan y sacó su libreta de notas de su bolsillo trasero.

—Éste es mi cazador, el señor León Courtney.

—Parece demasiado joven. —Fagan observó con recelo.

—No es necesario tener una larga barba gris para ser uno de los mejores cazadores de África —replicó Kermit.

—¡… de los mejores cazadores de África! —Fagan garabateó los signos taquigráficos en su libreta—. ¿Cómo deletrea su nombre, señor Courtney? ¿Con una «e», o con dos?

—Sólo una. —León se sentía incómodo y miró furioso a Kermit—. Mira en lo que me has metido ahora.

—Supongo que ustedes han salido de caza. —Fagan señaló la cabeza del búfalo macho en la parte de atrás—. ¿Quién le disparó a esa criatura?

—El señor Roosevelt lo hizo.

—¿Qué es?

—Es un búfalo del Cabo, Syncerus caffer.

—Mi Dios, ¡es inmenso! ¿Podemos tomar algunas fotografías, por favor, señor Roosevelt?

—Sólo si usted nos da un par de copias. Una para León y otra para mí.

—Por supuesto. Traigan sus armas. Sacaremos una con cada uno de ustedes a cada lado de los cuernos.

El fotógrafo armó el trípode y armó la pose. Kermit se mostró sereno y elegante. León, como si estuviera frente a un pelotón de fusilamiento. El polvo del flash estalló en una nube de humo, para consternación de los desolladores y otro personal del campamento, que se habían detenido en el carro.

—¡Bien! ¡Perfecto! ¿Podemos ahora hacer que ese nativo con túnica roja aparezca en la fotografía? Dígale que sostenga la lanza más en alto. Así. ¿Quién es? ¿Alguna especie de jefe?

—Es el rey de los masai.

—¿En serio? Dígale que adopte un gesto de ferocidad.

—Este estúpido loco cree que estás vestido como una mujer —le dijo León a Manyoro en lengua maa, y éste lanzó una furiosa mirada con el ceño fruncido al fotógrafo.

—¡Perfecto! ¡Santo cielo, eso es fantástico!

Pasó otra media hora antes de que pudieran continuar.

—¿Siempre ocurre esto? —preguntó León.

—Uno se acostumbra. Tienes que ser amable con ellos; de otra manera, escriben toda clase de sandeces acerca de uno.

—Sigo pensando que debiste haberme dicho que tu padre era el bendito presidente.

—¿Podemos cazar juntos otra vez? Me han asignado como cazador a un viejo llamado Mellow. Me sermonea como si fuera un niño de escuela y trató de impedirme disparar.

León pensó en ello.

—En dos días, el campamento principal se va a trasladar hasta el río Ewaso Ng’iro. Tengo que transportar las carpas y el equipo pesado hasta ese lugar antes de que llegue. Pero me gustaría cazar otra vez contigo si mi jefe me lo permite. No eres un mal tipo, a pesar de tus pobres antecedentes.

—¿Quién es tu jefe?

—Un viejo caballero llamado Percy Phillips, aunque mejor no le digas viejo en la cara.

—Lo conozco. Cena a menudo con mi padre y con el señor Selous. Haré lo que pueda. No creo que pueda seguir mucho más con el señor Mellow.

El destino jugó a favor de Kermit. Dos noches después de que el gran safari se trasladó al campamento en la orilla sur del río Ewaso Ng’iro, el chef que lord Delamere le había prestado al Presidente preparó un banquete para celebrar el Día de Acción de Gracias estadounidense. No había pavos así que el Presidente mismo cazó una gigantesca avutarda Kori. El chef asó el ave e inventó un relleno que contenía hígado de búfalo especiado.

A la mañana siguiente, la mitad de los hombres en el campamento fueron atacados por una virulenta diarrea. Aparentemente, el hígado de búfalo se había deteriorado con el calor. Incluso Roosevelt —él, que tenía una constitución de hierro— estaba descompuesto. Frank Mellow, que había sido asignado como el cazador de Kermit, fue uno de los más afectados, y el médico del campamento lo envió al hospital en Nairobi.

Kermit, que no había comido el relleno, aprovechó la situación. Negoció el nombramiento de su cazador sustituto con su padre a través de la puerta del rudimentario excusado exterior al que el Presidente se había visto confinado debido a su indisposición. Roosevelt opuso apenas una resistencia simbólica a la propuesta de su hijo, y Kermit pudo dirigirse a Percy Phillips como el portador del decreto presidencial. Aquella noche, León se vio conducido a entrar en la carpa de Percy.

—No sé qué ha estado maquinando usted, pero las cosas se han complicado. Kermit Roosevelt quiere que sea nombrado su cazador en reemplazo de Frank Mellow y ha persuadido a su padre para que lo autorice. No consultaron conmigo, de modo que no tuve otra opción más que aceptar. —Miró furioso a León—. Usted aún usa pañales. No se ha enfrentado todavía a un león, ni a un leopardo, ni a un rinoceronte, y se lo dije al Presidente. Pero está enfermo y no quiso escuchar. Kermit Roosevelt es un joven bribón salvaje e imprudente, igual que usted. Si él llega a sufrir alguna herida, usted y yo estamos terminados. Nunca volveré a tener otro cliente y a usted lo estrangularé lentamente con mis propias manos. ¿Me comprende?

—Sí, señor, comprendo muy bien.

—Muy bien, vaya y hágase cargo. No puedo impedirlo.

—Gracias, señor.

León comenzó a retirarse, pero Percy lo detuvo.

—¡León!

Se volvió, sorprendido. Percy nunca antes lo había llamado por su nombre. Luego, con una sorpresa todavía mayor, vio que Percy estaba sonriendo.

—Ésta es tu gran oportunidad. Nunca tendrás otra igual. Si tienes suerte y sabes aprovecharla, estarás en camino a lo más alto. Buena suerte.

Al día siguiente, León y Kermit salieron sin rumbo fijo, sin buscar ninguna presa en particular, pero listos para tomar lo que la jornada les deparara.

—Si encontráramos un león, un macho viejo de melena negra, sería mi sueño hecho realidad. Ni siquiera mi padre ha cazado uno de ésos.

—Tal vez tengas que esperar hasta que abandonemos el territorio masai —informó León—. Este país es muy poco saludable para los grandes leones de melena negra.

—¿Por qué? —Kermit estaba intrigado.

—Todo joven morani anhela tener la oportunidad de matar a su león y demostrar su virilidad. Todos los morani del mismo año de circuncisión salen en un grupo de guerra. Cazan a un león y lo rodean. Cuando el león se da cuenta de que no puede escapar, escoge a uno de los hombres y lo ataca. El morani debe permanecer de pie y enfrentar el ataque con su escudo y su assegai. Cuando lo mata, se le permite hacerse un tocado de guerra con la melena y llevarlo con honor. También puede escoger a cualquier muchacha de la tribu. Esta costumbre reduce bastante la población de leones.

—Estoy seguro de que yo tomaría a la muchacha antes que el tocado de piel. —Kermit se rio—. Pero uno no puede menos que admirar este tipo de coraje. Son un pueblo magnífico. Mira a tu hombre, Manyoro. Se mueve con toda la gracia de una pantera.

Manyoro iba trotando delante de los caballos, pero en ese momento se detuvo y se apoyó sobre su lanza, esperando que los jinetes lo alcanzaran. Señaló hacia la inmensa forma oscura que se hallaba en la llanura abierta, en el borde de un monte bajo. Estaba casi a un kilómetro y medio de distancia y su contorno se veía etéreo a través del reflejo trémulo del aire recalentado.

—Rinoceronte. Desde aquí parece un macho grande. —León buscó en las alforjas de su montura y sacó un par de binoculares Cari Zeiss que Percy le había dado como reconocimiento por su ascenso de aprendiz de cazador a cazador oficial. Enfocó las lentes y estudió aquella forma distante—. Es un rinoceronte, sin duda, y el más grande que jamás he visto. ¡Ese cuerno es increíble!

—¿Más grande que el que mi padre cazó hace cinco días?

—Yo diría que es mucho, mucho más grande.

—Lo quiero —dijo Kermit, con vehemencia.

—Yo también —coincidió León—. Daremos la vuelta contra el viento y lo acecharemos desde aquellos arbustos. Tendríamos que poder lograr un disparo limpio para ti desde treinta o cuarenta metros.

—Eres igual que Frank Mellow. Quieres que vaya gateando en cuatro patas o me arrastre sobre mi panza como una serpiente de cascabel. Estoy harto de eso. —Kermit ya estaba temblando por la emoción de aquella perspectiva de caza—. Te voy a mostrar cómo solían cazar bisontes los viejos pioneros del Oeste norteamericano. Sígueme, compañero. —Dicho esto, apretó los talones en los flancos de su yegua y partió al galope por la llanura directamente hacia el distante animal.

—¡Kermit, espera! —gritó León detrás de él—. No seas tonto. —Pero Kermit ni siquiera miró hacia atrás. Sacó su Gran Medicina de la funda debajo de su rodilla y lo blandió por encima de la cabeza.

—Percy tiene razón. Eres un bribón salvaje e imprudente —se lamentó León, a la vez que hacía que su propio caballo se lanzara detrás de él.

El rinoceronte los escuchó venir, pero su vista era tan débil que no pudo ubicarlos de inmediato. Dio la vuelta por completo con su enorme cuerpo, pateando polvo y resoplando con fiereza, mientras miraba para todos lados con sus miopes ojitos de cerdo.

Yee-ha! —Kermit dejó escapar su grito de vaquero.

Guiado por el ruido, el rinoceronte se concentró en la forma de caballo y jinete, y de inmediato se lanzó al ataque. Kermit, que iba parado en los estribos, levantó su rifle y disparó desde la parte posterior del caballo al galope. Su primera bala voló a gran altura sobre el lomo del rinoceronte y levantó polvo de la llanura doscientos metros detrás de él. Volvió a cargar con un rápido movimiento de la palanca y disparó otra vez. León escuchó el ruido sordo de carne que hizo la bala al encontrarse con el cuerpo de la bestia, pero no pudo ver dónde había golpeado. El rinoceronte ni se inmutó por ese disparo, sino que fue precipitadamente a encontrarse con el caballo.

Kermit erró otra vez en su siguiente disparo al azar, y León vio que el polvo volaba entre las patas delanteras del rinoceronte. Kermit disparó otra vez, y León escuchó que este disparo daba sobre los pliegues del cuero gris. El enorme macho corcoveó, dolorido, y levantó con fuerza su cuerno, para luego bajarlo, preparado para cornear al caballo apenas estuvieran juntos.

Pero Kermit fue demasiado rápido para él. Con la destreza de un experto jugador de polo, usó las rodillas para hacer girar a su caballo fuera de la línea de ataque. Caballo y rinoceronte pasaron uno junto al otro en direcciones opuestas, y aunque este último apuntó a Kermit con su largo cuerno, la punta pasó veloz a un palmo de su rodilla. Al mismo tiempo, Kermit se inclinó fuera de la silla de montar y disparó, con la boca del arma casi tocando el cuero gris entre los hombros hundidos del enorme macho. Cuando el rinoceronte recibió la bala, encorvó sus hombros y corcoveó. Dio la vuelta para perseguir al caballo, pero ahora su andar era más corto y dificultoso. Espuma con sangre goteaba de su boca abierta. Kermit frenó su caballo mientras recargaba el rifle; luego disparó dos veces más. Cuando el rinoceronte recibió estas últimas balas, su cuerpo tuvo una convulsión y disminuyó la velocidad casi a ritmo de marcha. La enorme cabeza colgaba baja y el animal se tambaleaba de manera irregular de un lado al otro.

Mientras se acercaba al galope, León quedó horrorizado ante aquel brutal despliegue. Iba en contra de toda idea que él tenía de juego limpio y de matar de manera humanitaria. Hasta entonces no había podido intervenir en la carnicería por miedo a herir a Kermit o dañar su montura, pero en ese momento su campo de fuego estaba claro. El rinoceronte herido se encontraba a menos de treinta pasos y Kermit estaba a un costado recargando su rifle. León hizo que su caballo frenara con las patas traseras y patinara hasta detenerse. Sacó de un golpe los pies de los estribos y saltó al suelo, llevando consigo el Holland. Apuntó al lugar donde la espina dorsal del rinoceronte se unía al cráneo, y la bala partió las vértebras como la hoja del hacha de un verdugo.

Kermit trotó hasta el cuerpo del animal y desmontó. Su cara estaba roja y los ojos le centelleaban.

—Gracias por tu ayuda, socio. —Se rio—. ¡Por Dios! ¡Eso sí que fue muy emocionante! ¿Qué te pareció el estilo del Lejano Oeste para la caza? Grandioso, ¿no? —No dio muestras de la más mínima culpa o remordimiento por lo que acababa de ocurrir.

León tuvo que respirar hondo para controlar su enojo.

—Fue salvaje, te concedo eso. No estoy tan seguro acerca de que fuera grandioso —dijo, sin cambiar el tono de voz—. Se me cayó el sombrero. —Montó de un salto y regresó a buscarlo.

«¿Qué hago ahora? —se preguntó—. ¿Me enfrento con él? ¿Le digo que se busque otro cazador?» Vio el sombrero en el suelo más adelante, cabalgó hasta él y desmontó. Lo recogió y le quitó el polvo contra su pierna. Luego se lo puso. «¡Sé sensato, Courtney! Si te alejas, estás terminado. Sería lo mismo que regresar a Egipto a trabajar con tu padre».

Montó y cabalgó lentamente de regreso a donde estaba Kermit, parado junto al rinoceronte muerto, acariciando el largo cuerno negro. Levantó la vista con expresión pensativa cuando León desmontó.

—¿Algo te molesta? —preguntó en voz baja.

—Me estaba preocupando por cómo va a sentirse el Presidente cuando vea ese cuerno. Debe de estar muy cerca del metro y medio de largo. Espero que no se ponga verde brillante. —León consiguió mantener su sonrisa natural. Sabía que esas palabras eran un perfecto signo de reconciliación.

Kermit se relajó visiblemente.

—Ese color le podría quedar muy bien. No veo la hora de mostrárselo.

León miró al sol.

—Es tarde. No podremos regresar al campamento principal ahora. Pasaremos la noche aquí.

Ishmael los había seguido, montado en una mula, con otra que llevaba las ollas de cocina y los demás utensilios que necesitaban. Apenas se acercó, comenzó a preparar un rudimentario campamento para esa noche.

Antes de que estuviera completamente oscuro, les trajo la cena. Se reclinaron contra las sillas de montar, con los platos enlozados haciendo equilibrio sobre sus rodillas, para devorar el guiso de arroz amarillo y gacelas Tommy macho.

—Ishmael es un mago —dijo Kermit con la boca llena—. He comido cosas peores en los restaurantes de Nueva York. Díselo, por favor.

Ishmael recibió el cumplido con seriedad.

León dejó su plato limpio y puso la última cucharada en su boca. Todavía masticando, metió la mano en la alforja de su montura y sacó una botella. Le mostró la etiqueta a Kermit.

—Whisky Bunnahabhain de una sola malta. —Kermit sonrió alegremente.

—¿Dónde demonios encontraste esto?

—Con los saludos de Percy. Aunque él no tiene conciencia de su propia generosidad.

—Por Dios, Courtney. Eres tú el auténtico mago.

León vertió una medida en sus jarros esmaltados y bebieron a sorbos, suspirando con placer.

—Supongamos por un momento que soy tu hada madrina —propuso León— y que puedo concederte cualquier deseo. ¿Cuál sería?

—¿Aparte de una hermosa y bien dispuesta muchacha?

—Aparte de eso.

Ambos chasquearon la lengua, y Kermit lo pensó durante sólo unos segundos.

—¿De qué tamaño era ese elefante que mi padre cazó hace algunos días?

—Dos metros sesenta, dos metros setenta. No llegó al número mágico de tres metros.

—Quiero superarlo.

—Te preocupas mucho por superarlo. ¿Qué es esto? ¿Una competencia?

—Mi padre siempre ha tenido éxito en todo lo que decide hacer. Mira, fue un héroe de guerra, gobernador del estado, cazador y deportista; todo antes de cumplir cuarenta años, y como si eso no fuera suficiente, se convirtió en el presidente más joven y exitoso de los Estados Unidos. Respeta a los ganadores y desprecia a los perdedores. —Tomó un trago—. Por lo que me has dicho, tú y yo hemos pasado por la misma situación. Debes comprender.

—¿Crees que tu padre te desprecia?

—No. Me quiere. Pero no me respeta. Quiero su respeto más que cualquier otra cosa en todo el mundo.

—Acabas de cazar un rinoceronte más grande que el que cazó él.

Miraron el cuerpo del enorme animal, con su cuerno que brillaba a la luz del fuego.

—Eso es un principio. —Kermit asintió con la cabeza—. Sin embargo, conociendo a mi padre, le daría mucho más valor a un elefante o a un león. Encuentra uno de ésos para mí, hada madrina.

Manyoro estaba sentado alrededor del otro fuego con Ishmael, y León lo llamó.

—Ven aquí, hermano mío. Hay algo importante de lo que debemos hablar.

Manyoro se levantó y se acercó para ponerse en cuclillas al otro lado del fuego.

—Tenemos que encontrar un elefante grande para este bwana.

—Le hemos puesto un nombre en swahili —dijo Manyoro—. Lo llamamos bwana Popoo Hima.

León se rio.

—¿De qué se ríen? —preguntó Kermit.

—Has sido honrado —explicó León—. Por lo menos, Manyoro te respeta. Te ha puesto un nombre swahili.

—¿Qué nombre? —preguntó Kermit.

Bwana Popoo Hima.

—Suena bastante repugnante —dijo Kermit, desconfiado.

—Significa «Señor Rala Veloz».

Popoo Hima! ¡Eh! ¡Dile que me gusta eso! —Kermit estaba contento—. ¿Por qué escogieron ese nombre?

—Están muy impresionados por el modo en que disparas. —León se volvió a Manyoro. —Bwana Popoo Hima quiere un elefante muy grande.

—Todo hombre blanco quiere un elefante muy grande. Pero debemos ir al monte Lonsonyo a buscar el consejo de nuestra madre.

—Kermit, el consejo que tengo de Manyoro es que tenemos que ir a consultar a una hechicera masai que vive en la cima de una montaña. Ella nos dirá dónde encontrar tu elefante.

—¿Tú crees en ese tipo de cosas realmente? —preguntó Kermit.

—Sí.

—Bien, pues ocurre que yo también. —Kermit asintió seriamente con un gesto de la cabeza—. En las colinas al norte de nuestro rancho, en las tierras baldías de Dakota, vive un viejo indio chamán. Nunca voy de caza sin ir a verlo primero a él. Todo verdadero cazador tiene sus pequeñas supersticiones, incluido mi padre, que es el tipo más duro que puedas conocer. Lleva siempre la pata de un conejo cuando sale de cacería.

—Vale la pena hacerle un guiño y una inclinación de cabeza a La Señora Suerte —coincidió León—. Esta dama a la que quiero que conozcas es la hermana gemela de ella. Y es también mi madre adoptiva.

—Entonces, supongo que podemos confiar en ella. ¿Cuándo podemos partir?

—Estamos a más de treinta kilómetros del campamento principal.

—Perderemos un par de días si llevamos allá la cabeza del rinoceronte primero. Lo mejor será guardarla aquí y Manyoro la recogerá después. Así podemos salir para la montaña de inmediato.

—¿A qué distancia estamos?

—Dos días, si nos apuramos.

A la mañana siguiente subieron la cabeza del rinoceronte hasta las ramas altas de una afzelia africana y la aseguraron en una horqueta donde quedaba totalmente fuera del alcance de las hienas y otros carroñeros. Luego se dirigieron al Este y acamparon sólo cuando estuvo demasiado oscuro para ver el terreno adelante. León no quería arriesgarse a que uno de los caballos se rompiera una pata en un agujero de cerdo hormiguero.

Durante la noche se despertó y permaneció tendido por un minuto, atento a lo que los había perturbado. Uno de los caballos relinchó y dio patadas en el suelo.

«¡Leones!», pensó. En busca de los caballos. Se quitó la manta y tomó el rifle al incorporarse. Luego vio una figura extraña sentada junto a las brasas sin llamas del fuego. Estaba envuelto en una shuka ocre rojizo.

—¿Quién eres? —preguntó.

—Soy yo, Loikot. He venido.

Se puso de pie y León lo reconoció de inmediato, aunque estaba varios centímetros más alto que cuando estuvieron juntos la última vez, hacía apenas seis meses. En ese mismo tiempo la voz le había cambiado y ya era todo un hombre.

—¿Cómo nos encontraste, Loikot?

—Lusima Mama me dijo dónde estaba usted. Me envió para darle la bienvenida.

Sus voces habían despertado a Kermit. Se sentó y preguntó con sueño:

—¿Qué está ocurriendo? ¿Quién es este muchacho flaco?

—Es un mensajero de la dama a quien vamos a visitar. Lo envió para encontrarnos y llevarnos a la montaña.

—¿Cómo diablos supo ella que estábamos en camino? Ni siquiera nosotros lo sabíamos hasta anoche.

—Despiértate, bwana Popoo Hima. Piensa un poco. La dama es una hechicera. Tiene siempre un ojo sobre el camino y el pie en el acelerador. No querrías jugar poker con ella.